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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Valeria Luiselli: retrato de familia con niños extraviados al fondo

Una de las mejores novelas latinoamericanas en lo que va del siglo es Los ingrávidos (2011), de la mexicana Valeria Luiselli (1983). Esta novela realista y fantástica a la vez –con el subte de Nueva York como punto de pasaje entre dos mundos–, que en su estructura circular y metaliteraria comenta sobre su propia creación y ataca las formas narrativas convencionales, funciona también como un gran relato sobre la familia contemporánea. Sin perder ninguna de esas cualidades y añadiéndole a su espíritu juguetón una gran dosis de relevancia política, Luiselli acaba de publicar Lost Children Archive, una novela ambiciosa con el telón de fondo de la crisis de los niños inmigrantes en la frontera entre México y los Estados Unidos. Está escrita en inglés, lo cual no es un detalle menor, pues profundiza el debate sobre la literatura latinoamericana escrita en otros idiomas, a la vez que consolida a Luiselli como una de las escritoras latinas más interesantes de la literatura norteamericana.

Lost Children Archive parte de una premisa: la novela como género no está preparada para narrar las nuevas formas de experimentar el tiempo y el espacio, el hecho de que el presente se ha vuelto “abrumador” y el futuro “inimaginable”. Luiselli asume esa limitación como punto de partida, y entrega un texto a base de fragmentos y digresiones que replican formas de lectura más afines a nuestro presente. Tampoco hay en ella un deseo de que nos abandonemos a una trama, de que nos perdamos en la verosimilitud del mundo creado; el artificio se revela constantemente, a través de los archivos que explicitan los ingredientes usados para escribir la novela (El señor de las moscas, Pound, La cruzada de los niños, etc). A estas alturas todo esto es parte del arsenal posmoderno; lo que cambia es la valencia, el objetivo con que se usa ese arsenal, pues si otros autores usaron estos trucos para criticar la posibilidad misma de representar el presente a través de la novela realista, lo que quiere Luiselli es buscar otra forma de documentar ese presente. Los juegos textuales no serían entonces muestras de una imposibilidad sino diversas formas con las que una sensibilidad contemporánea se enfrenta a una crisis moral. 

Lost Children Archive, narrada por una mujer que trabaja en un proyecto para documentar los sonidos de Nueva York, es la historia de la construcción y disolución de una pareja y una familia, de cómo cuando vives con alguien “y estás segura de que no hay ningún pliegue que no hayas explorado del otro, aun así, un día, este puede convertirse de pronto en un extraño”. Luiselli sabe captar los gestos del desamor, la “ausencia futura” de los seres que amamos. Su prosa se mueve en registros amplios, va desde la frase inteligente que condensa una situación hasta la que captura la riqueza sensorial de un espacio, como cuando describe “un motel con una piscina en la forma de una guitarra. Un motel en el que vez de una Biblia en el velador hay un cancionero de Elvis Presley. Un motel con Elvis Presley en todas partes, desde las toallas de mano en las habitaciones hasta el salero y el pimentero en el área del desayuno”.

Luiselli cuenta a el enamoramiento de la narradora con un hombre al que conoce en ese proyecto, la vida en común –él tiene un hijo de diez, ella una de cinco–, el paulatino extrañamiento de la pareja, y el deseo de él de partir rumbo al suroeste de los Estados Unidos a hacer un “inventario de ecos” de los sonidos que algún día poblaron la historia legendaria del apache Gerónimo, y el de ella de embarcarse en el viaje con sus propios planes, su intención de ayudar a una amiga con dos hijas perdidas en la frontera y documentar la crisis migratoria. Si bien hay un mapa narrativo con un destino final, no es casual que los viajeros decidan no usar un GPS para orientarse: así están más abiertos al extravío, a la ruptura con un viaje directo.

La narradora prefiere la acumulación temática y formal de incidentes antes que el avance de la trama a partir de una sucesión de incidentes, y dinamita aquellos momentos tradicionalmente novelescos que podrían haber aportado suspense a la historia (por ejemplo, el encuentro con un guapo desconocido en un bar). Luiselli va cargando pacientemente de peso simbólico el viaje. Así, Lost Children Archive se transforma un road trip original, en el que la inteligencia y la sensibilidad de la narradora alternan con el retrato brillante de dos niños traviesos y perceptivos en la parte trasera del auto, y con la mirada distanciada de un hombre hosco camino a la Apachería. En medio de la crisis doméstica asoma como un espectro la historia de los “niños perdidos” –los hijos llaman así a los niños refugiados– en la frontera y el cuestionamiento acerca de cómo contar esta historia.

A la mitad Luiselli decide literalizar la metáfora de los “niños perdidos”: la narradora descubre que quienes verdaderamente deben contar esta historia son los niños, y le cede el control del relato al mayor. Es un gesto arriesgado, pues nos saca de cuajo del mundo en que nos habíamos asentado, pero va en consonancia con la poética de Lost Children Archive: el niño procede a contar una historia fantasmagórica acerca de su conversión –y la de su hermana– en “niños perdidos”. De pronto estamos en otra novela, menos realista, más fantástica (menos road trip, más Schwob): a ratos todo indica que lo que está contando ocurrió de verdad; otros, sobre todo el tono tan adulto de la voz del niño, permiten pensar que este es un artificio más, literatura que se muerde la cola (hay otros artificios, entre ellos “Elegies for Lost Children,” el relato de una autora italiana que aparece dentro de la novela). Esta sección se alarga un poco, pero las veinte páginas finales, una sola e intensa frase, se encuentran entre las mejores de Lost Children Archive: “…los cuatro niños perdidos saben que están todavía vivos, aunque caminan entre los ecos de otros niños pasados y futuros, que se hincaron, se echaron, se enroscaron en posición fetal, cayeron, se perdieron, no sabían si estaban vivos o muertos en ese desierto vasto y hambriento donde solo los cuatro caminan ahora en silencio, sabiendo que también podrían perderse pronto…”

Si algún momento la literatura posmoderna sirvió para mostrar orgullosamente un espíritu que se regodeaba en el pastiche y el distanciamiento irónico, con Luiselli esos juegos metatextuales sirven más bien para apuntalar el propósito serio de la autora, la lucidez de su crítica a un país que, al separar a los seres humanos en la falsa dicotomía “legal” y “extraño”, ha perdido su brújula moral.  

 

(La Tercera, 17 de marzo 2019)

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20 de marzo de 2019
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Nuevos nombres en la literatura japonesa

Meses atrás descubrí a Taeko Kono (1926-2015), una escritora japonesa que acaba de ser relanzada en los Estados Unidos por New Directions (todavía no traducida al español). El libro se llamaba Toddler-Hunting, y el cuento de ese mismo título (1961), que podía traducirse como "La caza del niño", trataba precisamente de eso: de la locura de una mujer llamada Akiko por los niños: "no sabía cuándo había comenzado su atracción por ellos, pero con cada año año que transcurría la intoxicaba más su compañía. Últimamente, sus encuentros con niñitos le habían producido un intenso placer". Akiko se dedica a comprar ropa para niños y luego busca la amistad de sus madres para regalarles la ropa. El cuento visita el fetichismo y la perversión más explícitos, convirtiendo a los niños en objetos eróticos, y explora una patología con impecable precisión psicológica realista y una prosa llena de matices.

Me pregunté cuántos otros grandes escritores había en el Japón, perdidos tras esas cumbres llamadas Akutagawa, Mishima, Tanizaki, Kawabata, Oe, Abe, Soseki, y tras la avasalladora popularidad de Murakami. Recordé a Haruo Sato (1892-1964), cuya proyección se vio afectada por su apoyo al militarismo de su país durante la segunda guerra mundial; El pájaro demoníaco (Satori) es un conjunto de cuentos fantásticos, entre los que destacan "La casa del perro español" (1914) -capaz de entregarnos, detrás de la ventana de una casa en el campo, una imagen del más puro realismo maravilloso- y "El pájaro demoníaco", una ficción antropológica en torno a la leyenda de un pájaro capaz de destruir las vidas de ciertas personas intolerables. Pensé en el poeta Hagiwara Sakutaro (1886-1942), a quién descubrí en una antología de Jeff Vandermeer, con un cuento -el único que escribió- llamado "El pueblo de los gatos" (1935) que trabaja como pocos la disonancia cognitiva, la sensación de que aquello que llamamos realidad es ilusorio y basta que tomemos el camino equivocado para encontrarnos con el misterio.

El presente de la literatura japonesa es diverso y potente, se apoya mucho en estos autores de ficción extraña e incluye a Yoko Tawada, Yoko Ogawa, Masatsugu Ono, Hiromi Kawakami, Sayaka Murata y Yukiko Motoya. De ese grupo la que más me interesa es Motoya. Su libro de cuentos The Lonesome Bodybuilder (2018) es un sitio de encuentro para los delirios de la ficción extraña y la imaginación del animé. A ratos puede quedarse en lo puramente pintoresco, como en "Typhoon" -que insinúa que gracias a los paraguas uno podría volar- y "Fitting Room" -una mujer se prueba ropa en el probador de una boutique, y se sigue probando hasta que llega la noche, y la que lo atiende decide llevarla a otra tienda, y siguen pasando las horas y puede que la persona en el probador no sea ni siquiera un ser humano-, pero en otros momentos el desborde imaginativo, la inventiva sorprendente y la lógica onírica se conjuran para ofrecer grandes cuentos: "An Exotic Marriage" -una mujer recién casada descubre que los rasgos de la cara de su esposo se mueven y cambian y se van pareciendo a los de ella-, "The Lonesome Bodybuilder" -una mujer decide de pronto dedicarse al fisiculturismo- y el mejor de todos, "The Dogs", una fábula hermosa y terrible sobre la soledad, acerca de una mujer que se retira a una cabaña en las montañas para vivir con una jauría de perros.

(La Tercera, 3 de marzo 2019)

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3 de marzo de 2019
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El inquietante Brian Evenson

En la contratapa de los libros del norteamericano Brian Evenson (1966) se encuentran frases elogiosas de Jonathan Lethem y Peter Straub, autores que dan claves para la recepción de este escritor: escribe ficción literaria pero le interesan los géneros populares, sobre todo el horror. Los adictivos cuentos de Evenson -en Fugue State (2009), Windeye (2012) y A Collapse of Horses (2016), todos con la prestigiosa editorial independente Coffee House Press- atrapan como pocos la sensación de lo inquietante, de lo siniestro, sin tanta necesidad de la parafernalia tradicional del género. Su obra puede entenderse como uno de los mejores ejemplos de esa cosa tan escurridiza llamada ficción extraña (weird): trabaja con la disonancia cognitiva, con juegos especulativos en los que sus protagonistas van revelando de a poco su deterioro mental. El nuevo libro de cuentos, Songs for the Unraveling of the World, sale este año y es de los más esperados.   

            En su versión más básica, un cuento de Evenson puede leerse como un capítulo perdido de La dimensión desconocida: en "The Sladen Suit", unos marinos en un barco en problemas necesitan reparar las averías, y descubren un traje de buzo que puede permitirles explorar los problemas. Dos de ellos se ponen el traje y desaparecen. Cuando le toca al tercero, este descubre que el traje es un portal a otra dimensión. En "Windeye", un niño está fascinado porque una de las ventanas de su casa puede verse desde afuera pero adentro no existe; en "Discrepancy", una mujer se descubre fuera de sincronía con el mundo: las palabras que escucha llegan minutos después de que estas se pronuncian.  

            Los mejores cuentos narran una experiencia de disolución mental. En "A Collapse of Horses", el narrador se golpea la cabeza en el trabajo y comienza a ver cosas raras en su casa, desajustes que lo sumen en el desasosiego (no está seguro si tiene tres o cuatro hijos), y trata de hacérselas saber a su esposa, que le responde con evasivas. Todo se sume en la incertidumbre: dudamos de dónde realmente se está narrando -¿desde la casa? ¿desde un psiquiátrico?-, y si el incendio que menciona el narrador y se ha llevado a su familia ha ocurrido en verdad o no.

            Evenson es capaz de captar lo sublime de una experiencia terrorífica, a través de cuentos que se muerden la cola, a la manera de un grabado de Escher ("Past Reno", "In the Greenhouse"). En "Black Bark", un kafkiano cuento de cowboys, Rawley y Sugg están buscando una cabaña y no la encuentran; Sugg está herido y sale a explorar y reaparece misteriosamente, contando un cuento que Rawley tarda en descifrar (ese relato dentro de un cuento, enigmático como un koan, es el corazón de "Black Bark").

Evenson puede situar sus cuentos tanto en espacios salvajes que remiten al mundo medieval ("The Adjudicator") como en fábricas polvorientas del futuro ("Dust"). Hay toques fantásticos y también de ciencia ficción; por ahí asoman Lovecraft y Poe, y también maestros contemporáneos del género (Laird Barron, el mismo Straub). Evenson señala el camino del horror contemporáneo: aquel en el que experimentamos durante un instante un desajuste de la realidad (unos caballos de los cuales no podemos concluir si están vivos o muertos; un pedazo de carne que un padre le muestra a su hijo en un sótano, sin que el niño pueda decidir si ese pedazo es de un animal o un ser humano), y a partir de ahí ya no podemos cerrar la fisura que se abre entre el mundo y nosotros.

(La Tercera, 6 de enero 2019)

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6 de enero de 2019
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Lo que más me gusta son los cómics sobre monstruos

Uno de mis candidatos a libro del año en el mundo editorial hispanoamericano es la novela gráfica Lo que más me gusta son los monstruos (Reservoir Books), de la norteamericana Emil Ferris. Con este libro Ferris, una dibujante de Chicago que hacía su tardío debut después de años de serias dolencias físicas, ganó los premios más importantes de la industria del cómic, entre ellos tres Eisner, y se encontró de pronto en la primera fila del mundo de la narrativa gráfica. Ahora se anuncia una segunda parte y se conjetura sobre quién dirigirá la película.

Lo que más me gusta son los monstruos, ambientado en el Chicago de los años sesenta -con referencias directas al mundo hippie y a la muerte de Martin Luther King-, es la historia de una niña de diez años, Karen Reyes, contada a través de un gran hallazgo conceptual: los cuadernos en los que dibuja y escribe con lapicero a través de la técnica del cuadriculado. Como cada página del cómic es una página del cuaderno de la niña, vemos su autobiografía, filtrada por una imaginación excesiva en la que juega un papel central la reconversión estética del mundo pulp de las revistas de horror. Karen se dibuja a sí misma como una niña lobo convertida en investigadora privada de sobretodo, tratando de descifrar el crimen de una vecina en el edificio en el que vive al mismo tiempo que debe luchar con el bullying en el colegio, enterarse de la enfermedad de su madre y de ciertas verdades inquietantes sobre Deeze, el hermano mujeriego y lleno de tatuajes que idolatra.

El estilo de Ferris puede ser agotador al principio: cada página está recargada de información visual y textual; no hay espacio en el cuaderno que no se llene de garabatos, comentarios, detalles de la familia, etc. La muerte de la vecina, Anka, le da pronto una trama central: la niña lobo nos presenta un muestrario pintoresco de sospechosos del edificio, entre ellos un titiritero con un ojo de vidrio. Cuando la niña lobo se enfoque en la historia de Anka, Lo que más me gusta son los monstruos gana en profundidad y textura histórica: el cómic se abre a la Alemania nazi, al relato de una mujer obligada a prostituirse para sobrevivir.

El estilo de Ferris se mueve con soltura entre la cultura pop (las revistas de horror como inspiración visual y de guión) y la cultura alta (los paseos al Art Institute of Chicago, donde el hermano de Karen sirve de guía y le enseña los vericuetos del dibujo). Los dibujos de los cuadernos, un cruce de Goya con Robert Crumb y Art Spiegelman, son el producto de esa imaginación que absorbe todo y lo traduce a su propia máquina afiebrada, en la que, poco a poco, el hermano playboy se convierte en el personaje central del relato gracias a la información inquietante que surge en torno a él: ¿es el asesino de Anka? Para eso estará la segunda parte.

Dice Ferris que su madre era muy bella y que de niña no quería ser mujer porque vio de cerca la violencia que engendraba la belleza y cómo no se valoraban otras cosas de la mujer. Tampoco quería ser hombre, cómplice y víctima de ese sistema. Ante la falta de opciones la mejor opción era ser un monstruo: alguien que asume su anomalía y desde un lugar marginal lee su entorno. Su novela gráfica gira en torno a mujeres víctimas de la violencia de la historia por culpa de su belleza y hombres perdidos por culpa de ese mismo sistema. Lo que más me gusta son los monstruos es un gran ejemplo de cómo el subgénero del horror puede revelar verdades profundas de un sistema social siniestro: a veces el exceso está en el sistema y la operación estética consiste en reconfigurarlo con recursos excesivos como el melodrama o la parafernalia gótica.

(La Tercera, 9 de diciembre 2018)

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9 de diciembre de 2018
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Hito Steyerl y la "guerra civil" a través de las imágenes

En una película, instalación o ensayo de la alemana Hito Steyerl -la persona más influyente del arte contemporáneo, según la revista inglesa ArtReview-, hay más ideas sugerentes de las que podrían resumirse en una crítica periodística de esas obras; eso se debe en parte a un estilo que replica la forma en que nos relacionamos con internet: siguiendo la pista de múltiples enlaces al mismo tiempo, alternando el texto con la imagen, dejando conexiones por el camino. Lo que queda suelto es importante, pero son más relevantes las iluminaciones de Steyer en su tránsito de, digamos, un análisis de los videojuegos a la condición alienada del trabajador contemporáneo. Arte Duty Free: El arte en la era de la guerra civil planetaria (Caja Negra), su nuevo libro de ensayos, es una muy buena entrada a la obra de quien entiende como pocos la "guerra civil" actual por el control de las imágenes (y a través de ellas).

Quienes han leído a Fontcuberta entenderán el punto de partida de Steyerl: vivimos en el período de la postfotografía y debemos hacer caso a las múltiples formas en que la imagen ha dejado de ser una "interpretación de una condición preexistente" para convertirse en un punto nodal de "energía y materia" que circula a través de soportes de todo tipo "dando forma y afectando a las personas, los paisajes, la política y los sistemas sociales". Por ello, si en Los condenados de la pantalla (2014) Steyerl se preocupó antes por las "imágenes pobres" -aquellas de baja calidad, las que reproducimos viralmente todos los días-, hoy ella investiga los desechos digitales, el spam, las imágenes de las cámaras de vigilancia y las enviadas por bots en campañas políticas.

En el brillante ensayo "¿Internet está muerta?" el concepto fundamental del "circulacionismo" se refiere a la forma en que una imagen adquiere poder no a través de su calidad estética sino gracias a su capacidad de ser "postproducida, lanzada y acelerada". Más que el ojo del fotógrafo importa la capacidad de un algoritmo para capturar nuestra distraída atención o la granja de bots en Bangladesh, capaz de "producir en masa consentimientos corporativos en cintas transportadoras digitales". La crisis política desatada en los Estados Unidos por la forma en que Facebook influyó en el triunfo de Trump es un ejemplo de cómo los "afectos, impulsos y procesos" de la realidad son intervenidos por el circulacionismo.

Para Steyerl la percepción contemporánea se ha vuelto maquínica: el cálculo de probabilidades sustituye el acto de mirar. Ya no estamos en el tiempo del inconsciente óptico de Benjamin; vivimos los días del inconsciente de la "adivinación de imágenes computacionales" (nuestras máquinas nos han instalado en una nueva fase del pensamiento mágico), con un corolario perverso en el ensayo "La autonomía de las imágenes": "si los modelos para la realidad cada vez más consisten en conjuntos de datos ininteligibles para la visión humana, la realidad creada a partir de ellos también podría ser parcialmente ininteligible para los humanos".

¿Hay salida? El concepto del arte "duty free" no solo se refiere a que el arte es hoy  uno de los mejores aliados del modelo neoliberal; también a la posibilidad de que el artista pueda ser relativamente libre para criticar las nuevas tiranías de la imagen. Steyerl no cree en la autonomía del arte: para ella "el enemigo se encuentra dentro del museo". Pero sí piensa -más optimista de lo que sus mismos ensayos dejan entrever- en la capacidad creativa de los artistas para romper el paradójico loop estático en el que nos encontramos y para ayudarnos a entender el nuevo sentido de las imágenes.     

(La Tercera, 25 de noviembre 2018) (fuente de la foto: www.eldia.com)

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25 de noviembre de 2018
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Lavie Tidhar y la historia alternativa de Israel

Por obvias razones, el subgénero de la historia alternativa -la ucronía- tiene una predilección por Israel: si el estado se hubiera creado en otra región o los judíos relocalizados o otro continente, quizás se habría evitado el holocausto. En El sindicato de policía Yiddish (2007), Michael Chabon imagina su trama a partir de un plan real de Roosevelt de permitir el asentamiento de cincuenta mil judíos en Alaska; el escritor israelí Lavie Tidhar construye su nueva novela, Unholy Land (2018), a partir del plan Uganda de Chamberlain de ceder, a principios del siglo pasado, casi quince mil kilómetros cuadrados en lo que hoy conocemos como Kenia, como forma de evitar los pogroms rusos.  

            Tidhar es un destacado escritor de ciencia ficción, con muchas posibilidades de llegar a lectores más allá del género; Estación Central (2016), su anterior novela -una de las mejores del género en esta década-, imaginaba la vida de un grupo exótico de desplazados que se establecen a los pies de una estación central, mezclando con libertad identidades reales y virtuales. Unholy Land también va de desplazados, aunque esta vez con un mayor asidero en el presente: Lior Tirosh, un escritor de novelas de acción -muy serio para ser comercial, muy entretenido para ser tomado en serio por la crítica respetable-, vive en Alemania y un día decide visitar su ciudad natal, Aratat, capital de Palestina, en el Africa. Gracias a su gran ojo para la creación de atmósferas Tidhar nos sumerge de lleno en este nuevo estado judío: en las calles de Ararat hay baobabs enanos, zumban los mosquitos, en un semáforo uno puede encontrarse con una jirafa, mientras que "lejos de su casa, una leona se sienta hipnotizada frente a la vitrina de una carnicería, relamiéndose los labios".

            Lo que Tirosh no sabe, y lo que Tidhar va develando a través de una trama pulp, un nebuloso juego de espías, es que la Palestina a la que regresa es solo parte de uno de múltiples mundos paralelos. Las fronteras entre esos mundos se van desvaneciendo, Tirosh de hecho las atraviesa y viaja en el tiempo sin darse cuenta: Bloom, un policía fronterizo, parte de una organización encargada de mantener la estabilidad de los mundos -con reglas que podrían derivar tanto de la física cuántica como de la Cábala-, está tras sus huellas y su misión es eliminarlo.

Lo más subversivo de esta historia alternativa es que, según Tidhar, podría cambiar la geografía del estado israelí pero, tal como están las cosas, el resultado sería el mismo: la Palestina africana vive abroquelada, en lucha constante con la tribu nandi a la que ha desplazado para ocupar su espacio, en medio de ataques hombres-bomba y embarcada en la construcción de una muralla que pueda separarla del resto de Africa. No hay escape ni consuelo en la fantasía. ¿Para qué, entonces, escribir una historia alternativa? Porque, como dice el policía Blum, "el mundo es la suma de lo que podría ser, lo que pudo haber sido y cómo pudo haber sido". En esa posibilidad de imaginar alternativas ya no están las chances de que Israel haya podido evitar el Holocausto, pero sí la de romper la dinámica perversa en la que se encuentra en su relación con los palestinos.

Unholy Land es ambiciosa y evocativa, pero en muchas cosas se queda a medias -la trama es confusa, el funcionamiento de los mundos alternativos no se aclara, los personajes no son complejos-. Para conocer al mejor Tidhar hay que leer Estación central.  

 

(La Tercera, 11 de noviembre 2018)

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12 de noviembre de 2018
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Sara Mesa: elogio de la anomalía

Cara de pan (Anagrama), la nueva novela de la escritora española Sara Mesa (1976), ha sido una de las atracciones de la feria de Frankfurt: hay unas siete traducciones en marcha. Este libro corto y potente se atreve a tocar sin complejos un tema controversial en la cultura contemporánea: la relación entre una niña y un hombre adulto. El narrador de la novela se coloca en una situación difícil: las opciones para el desarrollo de la trama parecen predeterminadas negativamente, hacia la transgresión o la cursilería. Lo fascinante es como logra encontrar el camino en medio del campo minado.

            Sonia, el personaje principal de Cicatriz, la brillante anterior novela de Sara Mesa, dice que le interesan "los anormales, excéntricos y marginales... los que tienen algo que ocultar". Esa frase podría aplicarse a toda la obra de Mesa: en Cara de pan asistimos de nuevo a la dinámica compleja que se desarrolla entre dos inadaptados. Por un lado, la niña desde cuya perspectiva se narra la novela, conocida por sus amigas como Cara de pan (Casi, para ella misma): cansada del colegio, ha decidido no acudir más y pasa los días escondida en un parque; por otro, un señor mayor al que la niña llama el Viejo, que interrumpe el retiro de Casi con relatos sobre pájaros y disquisiciones sobre Nina Simone. ¿Puede haber alguna relación entre los dos? "Los hombres no pueden ser amigos de las niñas, le han dicho siempre [a Cara de Pan], y aún más: es imposible que un viejo se haga amigo de una niña. El viejo engaña, tiene intenciones ocultas, intenciones sucias. Esto es lo natural, no lo contrario".

            Sara Mesa extrae todo el provecho posible de una situación cargada. Es obvio que algo ocurrirá entre los dos: la novela se tensa en la espera de ese momento y se carga de esos huecos de sentido por los que se cuela la fantasía. El Viejo es demasiado ingenuo, con su habla cargada de signos de admiración, y además no trabaja, ha estado internado en un psiquiátrico y lo han amonestado por acoso sexual: algo se esconde ahí (hay truculencia en la respuesta, pero no la esperada). La niña, por su parte, en su afán por madurar -tiene casi catorce, es casi adulta-, se pregunta por qué el Viejo tarda tanto en decidirse: "¿Es por que es fea, porque es gorda, por los granitos en los brazos, porque nunca ha vivido nada digno de contarse, porque no tiene la voz ronca y seductora que tienen otras chicas?" No solo los lectores esperan el próximo movimiento; también los personajes.

Cara de pan es un taller maestro sobre cómo escribir sobre situaciones y personajes a contrapelo del gesto normal y del momento histórico: los editores están buscando la gran novela del #metoo, pero Sara Mesa va por otro lado. Puede ser leída en relación con la actualidad pero a la vez no está pendiente de ella y es capaz de trascenderla. Es cierto que no todo cierra: ¿puede la niña faltar tanto tiempo a clases sin que nadie del colegio se interese por ella? Aunque la realidad logra igual inmiscuirse, en el espacio que crean el Viejo y la niña se suspende el tiempo y buena parte de lo que ocurre afuera. Eso aleja a la novela del realismo tradicional y le da trazas de fábula, al igual que su resistencia a que los personajes sean entendidos con armas clásicas: dice el Viejo que los doctores y otras autoridades intentan cocinarlos "al gusto de la psicología": "¡Como pollos rellenos!... Los abren y los vacían y después rellenan el hueco con lo que piensan que es mejor". Casi llega a una conclusión similar cuando la doctora la interroga: "esa mujer estaba enferma, pensó: enferma de psicología". A Sara Mesa no le interesa plantar una bandera en el descubrimiento de una verdad generalizadora sobre la condición humana o las relaciones sociales; prefiere enfocarse en aquello que escapa a la generalización. Esa es su gran virtud.    

 

(La Tercera, 21 de octubre 2018)

 

 

 

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22 de octubre de 2018
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Narrar las nuevas tecnologías: Juan Manuel Robles

Varios autores latinoamericanos están explorando la ecología mediática surgida a partir de las nuevas tecnologías e internet. Un repaso parcial debería mencionar a Mónica Ojeda en Nefando (2017), interesada en las posibilidades narrativas de la dark web; Martín Felipe Castagnet en Los cuerpos del verano (2012), novela de ciencia ficción en la que la posibilidad de la vida después de la muerte se convierte en realidad e internet es la ultratumba donde van a parar nuestros cerebros; Denis Fernandez en "Astronautas"-Monstruos geométricos (2016)-, cuento que convierte a internet en metáfora del ingreso a una realidad otra: visitar la dark web como un cuerpo transformado en bot puede ser una posibilidad real; Lucila Grossman en Mapas terminales (2017; Los Libros de la mujer rota, 2018): tecnología e internet son los puntos por los que pasa la comunicación e incomunicación de los personajes; en realidad son los puntos por los que todo pasa: ya no se trata de relacionarse con la red, sino de ser la red.

A esta lista hay que agregar al peruano Juan Manuel Robles -junto a Ojeda y Castagnet, uno de los autores seleccionados por Bogotá39 entre los más representativos de la nueva generación-, que en No somos cazafantasmas (Seix Barral, 2018) -en especial en cuentos como "Valentina en las nubes", "Maqueta a mano" y "No somos cazafantasmas"- crea una mitología perturbadora sobre la forma en que la memoria de los individuos puede manipularse gracias a las nuevas tecnologías.

Robles escribe sobre un futuro muy cercano -mejor, un presente con toques futuristas- en el que, ante la proliferación de fotografías con las que archivamos nuestras experiencias -"son muchas fotos... los recuerdos se confunden con las fotos"-, las grandes compañías se hacen cargo de la memoria de los individuos, para almacenarlas en la nube, ordenarlas y luego ofrecerlas en venta en "álbumes inteligentes". En "No somos cazafantasmas", Robles explora ese momento inquietante en el que uno ya no es dueño de su propia memoria y por lo tanto está a merced de quienes la manipulen y editen, borrando, por ejemplo, los momentos traumáticos e inventando una vida feliz, creando incluso proyecciones de imágenes de lo que pudo ser y no fue (pero lo será, gracias al peso de esas nuevas fotografías en la construcción de nuestro pasado); en "Valentina en las nubes", el tema se complejiza, porque para el ansioso narrador le es prácticamente imposible decidir qué recuerdos son verdaderos y cuáles inventados: la memoria es maleable por naturaleza pero lo es aun más en tiempos de manipulación digital.

Robles trabaja las subjetividades que se van formando a partir de los avances tecnológicos y la nueva ciencia del cerebro. En su mundo, los "astrónomos" son quienes ingresan a la nube a buscar imágenes de un individuo para reconstruir su pasado, pero reconstruirlas con exceso de información puede terminar en el colapso psíquico (como en "Máqueta a mano"). Gracias a la red y a las nuevas tecnologías somos otros, sugieren sus cuentos, y debemos narrar las implicaciones éticas de esta reconceptualización, tanto en lo individual como en lo social. Eso es lo que trata de hacer No somos cazafantasmas, al igual que los libros de Castagnet, Ojeda, Grossman y Fernández. Como dice el narrador de Los cuerpos del verano, "internet modificó la realidad al convertirse en objeto; la red tiene una existencia tan concreta como las ciudades de una civilización". Hay que seguir explorando esas nuevas ciudades.

(La Tercera, 9 de septiembre 2018)

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17 de septiembre de 2018
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Sabrina: un cómic en tierras del Booker

Pese a que vivimos en un tiempo en el que los productos de la cultura alta se juntan sin problemas con los de la cultura popular, todavía hay barreras que impiden que esa mezcla sea todo lo libre que pudiera ser. Una de ellas, la de los grandes premios literarios, fue cruzada hace poco cuando los jurados del Booker incluyeron entre sus finalistas de este año a la novela gráfica Sabrina, del norteamericano Nick Drnaso (1989). A Drnaso no solo lo elogian historietistas como Adrian Tomine, sino escritores del nivel de Zadie Smith ("el mejor libro que he leído -en cualquier medio- sobre nuestra situación actual") y Jonathan Lethem ("asombroso"). Faltará saber si Sabrina es solo una excepción a la regla o el inicio de un nuevo momento cultural, en el que se podrá ver a novelas gráficas compitiendo por el Herralde o el Goncourt.

            Sabrina comienza de manera modesta, como una historia doméstica más: Sabrina hace planes de salir de excursión con su hermana ("suena muy bien.. escaparse de la ciudad, de internet"). Al rato, la historia se enfoca en Teddy, que viene a quedarse en el departamento de un amigo de los tiempos de colegio, Calvin. Teddy está desesperado: su novia, Sabrina, ha desaparecido. Calvin, que trabaja en el ejército -un puesto de oficinista, operaciones de apoyo técnico-, trata de buscar una conexión con su viejo amigo, pero es imposible: Calvin está en su propio calvario.

            Los dibujos de Drnaso son austeros, con abundancia de colores en tonos pastel; los rostros inexpresivos y los diálogos escuetos transmiten la aparente anomia emocional de los personajes. A través de cuadros pequeños en los que no hay florituras en el trazo -uno recuerda a Chris Ware-, la historia avanza lentamente, hasta que de pronto, de una manera nada obvia, Sabrina adquiere fuerza y atrapa nuestro zeitgeist: no se trata solo de la desaparición de una mujer, sino también de su manipulación mediática. Pronto habrá un video sobre lo que ocurre con Sabrina, y eso desatará el infierno de las acusaciones y manipulaciones en las redes sociales. Aparecen las teorías conspiratorias, y el inocente de Calvin será acusado por agitadores de la radio como un actor que trabaja para el gobierno.

            Drnaso está obviamente inspirado por las masacres de Sandy Hook y las de Stoneman Douglas High School, en las que no faltaron agitadores de derecha como Alex Jones para insinuar que esas matanzas no ocurrieron y fueron orquestadas por el gobierno como una forma de quitarles sus derechos a los dueños de armas. En Sabrina, Drnaso sabe que en tiempos de internet no hay una verdad absoluta, sino "verdades" de acuerdo a la postura ideológica de los medios. Se ha roto el tenue tejido que unía a una comunidad, y ahora solo hay intereses que defender. Calvin, que solo quería ayudar a su amigo, terminará recibiendo e-mails de odio y gugleándose para ver qué es lo que se dice de él.

            Sabrina es una novela gráfica profundamente política, con una postura crítica sobre la forma en que las nuevas tecnologías están creando un clima social tóxico. Drnaso logra un tono ominoso de manera subrepticia; llega incluso un punto en el que buscar un gato en el barrio provoca inquietud. Asistimos al esfuerzo de tres individuos -está también la hermana de Sabrina, que lucha por desahogarse y es el personaje menos trabajado- por expresar sus emociones más genuinas en un tiempo que conspira contra ellos. Drnaso logra que ellos transmitan la quieta angustia-a veces no tan quieta- que significa vivir en los Estados Unidos de Trump.

 

(La Tercera, 25 de agosto 2018)  

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25 de agosto de 2018
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Verdad y ficción en el México de Jorge Volpi

Resulta paradójico que la mejor novela de Jorge Volpi esté ambientada en México; después de todo, a mediados de los noventa él fue punta de lanza del Crack, un grupo de escritores que entre sus principales postulados señalaba la necesidad de la ruptura de esa alianza tan cercana entre nación y narración que ha existido en la literatura mexicana (y latinoamericana). De esas paradojas está hecha la literatura; Una novela criminal, ganadora del premio Alfaguara 2018, es, más allá de que contradice el manifiesto del Crack, un gran libro.

Una novela criminal se presenta como "documental" o "sin ficción", y se basa en el célebre caso de la francesa Florence Cassez, arrestada a mediados de la década pasada y acusada de pertenecer a una banda de secuestradores; los años demostraron que todo fue un montaje de la policía y la justicia mexicanas (por ello, Cassez debió pasar siete años tras las rejas, y su pareja y supuesto líder de la banda, Israel Vallarta, sigue en la cárcel). Aunque Volpi sigue la pista a los numerosos expedientes del caso y a toda la documentación existente, también es lo suficientemente flexible como para arriesgarse a imaginar los vacíos cuando es necesario.

La novela pasa por diferentes fases: en la primera parte Volpi desmonta el operativo de la AFI -Agencia Federal de Investigación- contra Cassez y su "banda", para concluir con contundencia que la organización criminal no existía y que el arresto, visto en directo por los espectadores a través de Televisa, era "una ficción meticulosamente construida por la AFI, convertida para el efecto en una agrupación teatral". Pero Volpi no se queda ahí y luego se enfoca en el proceso judicial al mismo tiempo que en el frente diplomático, que llega a una crisis por la decisión del presidente Calderón de no dar su brazo a torcer frente a las presiones francesas, incluso cuando era claro que el proceso mostraba fallos gruesos (Calderón quería victorias mediáticas en su "cruzada" contra la violencia que asolaba al país).

Sabemos que los gobiernos latinoamericanos usan el poder judicial como un arma arrojadiza para arrinconar a quienes ven conveniente; el mérito de Volpi consiste en arrojar luces sobre la forma específica en que se lleva a cabo este abuso. De a poco, Volpi acumula pruebas para mostrar cómo este caso policial puede servir de núcleo generador de una "verdad" social. La "verdad" de la novela sirve para entender la forma en que en México las instituciones al servicio de los ciudadanos -el poder judicial, la policía- son capaces de armar "una argamasa de verdades y ficciones" con tal de arribar a conclusiones decididas de antemano: se puede acusar sin problemas a los inocentes si es que un par de policías de peso -Luis Cárdenas Palomino y Genaro García Luna- ha decidido inventarse un triunfo para el gobierno (las razones suelen ser incluso más burdas y arbitrarias). En un sistema tan corrupto como el mexicano, ya no se trata simplemente de mentir de manera sistemática, sino de crear un ambiente donde estas mentiras "ya no incomodan a nadie y la distinción entre verdad y mentira se torna irrelevante".

Cassez fue liberada gracias a la presión internacional. El mexicano Israel Vallarta no tenía quien presionara por él, y por eso sigue en la cárcel. Una novela criminal sugiere que es inocente. Pero estamos en México, donde no hay presuntos inocentes sino presuntos culpables, de modo que Israel seguirá ahí hasta que un poderoso no decida hacerle caso a los expedientes sino a su intuición o necesidad política.

(La Tercera, 14 de agosto 2018)

 

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14 de agosto de 2018
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