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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Los fantasmas de Mark Fisher

En Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Caja Negra), el crítico inglés Mark Fisher (1968-2017), autor de obras fundamentales como Realismo capitalista (Caja Negra, 2016) y Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay, 2018), aborda un tema que trabajó con insistencia -el cambio traumático del capitalismo tardío hacia una sociedad de consumidores solitarios y depresivos incapaces de imaginar alternativas al sistema imperante- a partir de la forma en que este se registra en la cultura popular. Algunos ensayos son muy de su momento y se nota que nacieron como apuntes en un blog; otros, como "Rayos solares barrocos", "'La lenta cancelación del futuro'", "Los fantasmas de mi vida" y "¡Viva el resentimiento!", son magistrales.

Para Fisher, "todo lo que existe es posible únicamente sobre la base de una serie de ausencias, que lo preceden, lo rodean y le permiten poseer consistencia e inteligibilidad". Fisher parte de la idea del espectro de Derrida y la retuerce para sugerir cómo la hauntología -la espectralidad- conecta con la cultura popular: se trata de estudiar cómo lo que ha marcado nuestra psiquis en el pasado y se ha convertido en una ausencia puede transformarse en una aparición. Todo aquello que la cultura popular soñó y no ocurrió -esas "persistencias, repeticiones y prefiguraciones"-, esos futuros imaginados de la música y el cine, son señales de optimismo que regresan al presente y nos indican que hay otras alternativas posibles.  

El espectro es aquello que alguna vez fuimos y podemos volver a ser: "una conciencia grupal que espera en el futuro virtual y no solo en el pasado real". Así, quienes vieron a las raves como síntomas frívolos de una cultura del hedonismo se equivocaban; eran espectros del postcapitalismo, que conectaban, gracias a pastillas, tecnología y música, con los espacios de la feria, el festival y el carnaval, que acosaron a la burguesía inglesa del XVII al XVIII por ser "incompatibles con el trabajo solitario del burgués aislado y con el mundo que este proyectaba"; por ello, la maquinaria Tory debió moverse en los noventa para aplastar esta festividad que se oponía a la "'inevitabilidad' del individualismo corporativo".

Fisher privilegia en la música inglesa a Tricky, cuyo trabajo refleja una sociedad cultural pluralista, identificada con extrañamientos cognitivos y una imaginería religiosa dedicada al contacto con lo otro y lo diferente, en vez del Britpop de Blur y Oasis, que cultivaban "una versión monocultural de la identidad británica". Fisher también se pregunta por la ausencia de una música de protesta en los movimientos antiglobalizadores, discurre con inteligencia sobre Joy Division o El resplandor y piensa que la lucha política debe tomar el ciberespacio (gracias a las nuevas tecnologías, el fantasma, la presencia virtual, está en todas partes).

El crítico inglés creía que uno de los grandes triunfos del capitalismo contemporáneo -que se inicia en el Chile de Pinochet, "primer laboratorio neoliberal"- consistió en lograr que afectos que posibilitaban el cambio, como el resentimiento, fueran diluidos al dirigirse a lugares equivocados (de las clases populares a las mismas clases populares en vez de a las elites, punto de partida necesario para la resistencia al sistema); también creía en la conexión intensa entre neoliberalismo y depresión, convertida en problema personal y no en marca de un sistema sobre la población. Los fantasmas de mi vida muestra que, pese a su propia depresión -que al final se lo llevó por delante-, Fisher estuvo siempre buscando salidas y alternativas al sistema, formas de articular la rabia, involucrarse políticamente y reconstruir la conciencia de clase. Algunos caminos ya han sido cancelados -le tenía fe a grupos como Syriza y Podemos-; otros todavía siguen en pie.

La Tercera, 23 de julio 2018  

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23 de julio de 2018
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¿Quién le tiene miedo a Virginie Despentes?

Vernon Subutex 1 (2015), la extraordinaria novela de la francesa Virginie Despentes (1969) -parte de una trilogía-, tiene múltiples puertas de entrada. Una de ellas proviene de las reflexiones de la teórica política Wendy Brown acerca del neoliberalismo contemporáneo ya no solo como un sistema económico sino como una estructura ideológica -una "racionalidad política"- que moldea y restringe nuestra conducta, incluso cuando creemos oponernos a este. "Xavier siempre ha sido un necio de derecha", dice el narrador; "No es el que él haya cambiado, es que el mundo se ha alineado con sus obsesiones". Vernon Subutex narra ese alineamiento no solo de los defensores sino también de los rebeldes al sistema; su inteligencia narrativa, la fuerza de su prosa y su brillantez conceptual lo convierten en un libro fundamental de nuestro tiempo.

El disparador narrativo de esta sátira salvaje es la muerte de un viejo rockero que financiaba el piso de Subutex; sin tener cómo pagar el alquiler, y con el orgullo suficiente como para no contar a nadie que se ha quedado en la calle, Subutex inicia una peregrinación entre sus amigos y ex-amantes, buscando qué le den cobijo en sofás mientras piensa en una solución más a largo plazo. Despentes actualiza algunas de las coordenadas de la novela social decimónica, las que muestran el enfrentamiento o el acomodamiento del sujeto al sistema imperante. Vernon Subutex pertenece a una generación que va de salida, alguien que vende discos, uno de los oficios que los cambios tecnológicos han tornado obsoleto. Pero Subutex no solo vendía discos: como sus mejores amigos, la música para él era una forma de ser contestatario al sistema, de enarbolar las banderas del descontento ante el capitalismo. Esos sueños han quedado atrás: ahora se trata de, literalmente, sobrevivir.

Despentes ha armado su novela como un caleidoscopio en el que Subutex es el centro de irradiación para la aparición contante de personajes fascinantes -el agente de bolsa Kiko, la periodista Lydia Bazooka, el golpeador Patrice, etc-; en el esquema de la novela pueden ser menores, pero nunca dejan de ser interesantes. Sus monólogos, variados y llenos de humor, ideas filosas y lúcida agresión verbal, muestran la versatilidad de la prosa de Despentes, su amplia diversidad de registros. La transexual Marcia, por ejemplo: "con cada raya que nos metemos en la nariz tenemos que pensar que esnifamos el narcotráfico, el capitalismo más gore que podamos imaginar, nos metemos en la nariz el cuerpo de los campesinos a los que hay que mantener en la miseria para que no aumenten los precios, nos metemos en la nariz los cárteles y la policía, las milicias privadas, los abusos de los kaibiles y la prostitución que conlleva... Lo que salva los bancos es el dinero de la cocaína".  

En esta picaresca veremos el desfile de los miedos, ansiedades y paranoias creados por el sistema. Despentes mira de frente nuestros desajustes emocionales y económicos y habla con soltura de la precariedad laboral, de la misoginia imperante, de la forma en que la revolución digital ha trastocado todo aquello en lo que creía una generación, de cómo los viejos sueños del cambio son hoy reliquias trasnochadas.

(La Tercera, 8 de julio 2018)

 

 

 

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8 de julio de 2018
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El pueblo salvaje de Osho y Ma Sheela

Hace una década vi a mi padre leyendo El libro del sexo: del sexo a la superconciencia. Me llamó la atención que el autor fuera un tal Osho (1931-1990), gurú new age de autoayuda, porque asumía que las figuras religiosas se oponían al sexo no conectado a la procreación; Osho no. Escribía cosas como: "El sexo es bioelectricidad... Se debería aceptar el sexo como algo normal... El sexo con meditación puede aportar una suerte de renacer... Cuando te aproximas a una situación orgásmica, se detienen los pensamientos, te transformas más en energía, en fluido, en pura palpitación".

Fue por eso que decidí ver Wild Wild Country (Netflix), el documental de los hermanos Way sobre la creación, a principios de los ochenta, de una comuna de sus seguidores -rajneeshi- en Oregon: quería saber algo más de Osho y su doctrina. No aprendí mucho, excepto que su prédica mezclaba ciertas corrientes místicas asiáticas con una fe occidental en la prosperidad propia como camino de superación personal (Osho mismo tenía 30 Rolls Royce). Estaba, además, su defensa de las relaciones abiertas y de la búsqueda hedónica de liberación de energía a través del desenfreno sexual, y su rechazo a ofrecer la otra mejilla (mejor devolver el ataque): ser religioso no significa ser timorato. No fue casual que ese discurso atrajera en los setenta a tantos jóvenes de Occidente, ni que algunos rajneeshi hablen hasta hoy de Osho con palabras exaltadas.

En lo que es magnífico el documental es en su relato de suspense subre la creación de la comuna: un culto rico, en problemas con las autoridades de la India, decide trasladarse y comprar sesenta mil hectáreas de terreno al lado de Antelope, un pueblito adormilado en Oregon. Al poco tiempo, gracias al poder del voto de los seguidores de Osho, el pueblo cambia de nombre y se llama Rajneeshpuram. Wild Wild Country puede entenderse como una anticipación hiperbólica de las batallas inmigratorias actuales: no solo está ahí la reacción local de los ciudadanos conservadores ante la llegada de estos extraños de ropas rojas -muchos de ellos también norteamericanos- que vienen a cambiar las costumbres del lugar, sino también el apoyo de las autoridades estatales y federales a esos ciudadanos, que llega al punto de ir contra el espíritu democrático al cancelar una registración de nuevos votantes cuando se enteran que los rajneeshi planean postularse a los altos cargos administrativos del condado de Wasco. 

Wild Wild Country no muestra que esta sea una batalla dicotómica entre el bien y el mal: los rajneeshi están dispuestos a usar trucos sucios para alcanzar sus objetivos. Allí, ante el voto de silencio de Osho, emerge el gran personaje del documental: Ma Anand Sheela, la administradora de la comuna y gran defensora de su gurú. La pequeña Sheela, de ojos y sonrisa pícara, está tan dispuesta a complacer a su maestro que decide defenderlo con todas las armas a su disposición, literalmente: Rajneeshpuram se llenará de revólveres y fusiles para los seguidores, listos para cualquier ataque de los vecinos o del gobierno. Sheela es agresiva e insultante ante los medios; si sus propios seguidores se extralimitan, les pone tranquilizantes en la cerveza; y a quienes se le oponen en el estado, les envía chocolates envenenados. Suyo es también el plan de contagiar con salmonella la comida de algunos restaurantes para que la gente del condado no pueda votar, en lo que hoy se considera el primer ataque bioterrorista en suelo norteamericano.

Wild Wild Country es un gran documental sobre el fanatismo y sus excesos. Osho sigue envuelto en el misterio: ¿un estafador, un verdadero líder espiritual, las dos cosas a la vez? Ma Anand Sheela no: su mal entendida devoción y su entrega la convierten en un peligro para el maestro y el culto. Con seguidores así, ¿quién necesita enemigos? Y con personajes así, ¿qué autor o autora podrá, a lo largo de esta temporada, inventarse un mejor villano?

(La Tercera, 16 de abril 2018)

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17 de abril de 2018
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Patricio Pron: formas de escribir un cuento

La principal virtud del escritor argentino Patricio Pron (1975) como cuentista es su versatilidad, el rango de opciones que maneja con la formas breves. Su nuevo libro, Lo que está y no se usa nos fulminará (Literatura Random House), lo confirma: doce cuentos que son doce maneras diferentes de abordar el género, de mostrar su plasticidad. Hay también una enorme variedad de temas y atmósferas: cuentos políticos y de escritores, cuentos ambientados en la Argentina de los setenta y en el Brasil de hoy. En casi todos  también se encuentra un humor sorprendente, algo que convierte a este libro en un fino ejemplo de esa levedad que pedía Italo Calvino para la literatura contemporánea, "el deseo de acariciar con la gracia del coral el horror salvaje de la Gorgona". 

La crítica Graciela Speranza ha notado que una de las grandes contribuciones de Pron es su trabajo con el tiempo, la búsqueda de nuevas formas simbólicas de narrarlo que, al desnaturalizarlo, nos ayuden a enfrentarnos a la experiencia acelerada del presente. De ello dan prueba aquí los dos mejores cuentos del libro, "La repetición" y "Las luces sobre su rostro, las luces sobre su rostro", capaces de destacar incluso en un libro de muy alto nivel. En ambos cuentos los personajes se proyectan al pasado, buscando en la repetición o superación de una noche feliz o traumática la clave que les permita salir de un presente entrampado. En "La repetición", un hombre en medio de una crisis existencial se aboca al proyecto delirante de querer reconstruir una noche ocurrida cuarenta años atrás en la que fue feliz; el cuento trabaja con la fisura existente entre esa imposibilidad (no podemos volver a vivir el pasado) y la memoria infiel del pasado, mezclada en un presente de nostalgia y desazón. "Las luces sobre sobre su rostro, las luces sobre su rostro" es el cuento técnicamente más complejo: la historia de un boxeador mexicano que en medio del ring recuerda dos accidentes: uno diez años atrás, que pudo haber dado fin con su carrera -conducía borracho y drogado- y otro cinco años atrás, en el que fallece su esposa. El cuento, que abreva de clásicos como "La noche boca arriba" cortazariana y "El Sur" y "El milagro secreto" de Borges, que a la vez se inspira en Bierce- se abre a varias lecturas; en una, el boxeador no solo está recordando en el ring, sino reviviendo esos diez años: se ha producido un "milagro secreto", solo que aquí, de manera más amarga y dura que en el cuento de Borges, ser "dueño del tiempo" no implica poder cambiarlo y "hacer las cosas mejor", sino "vivirlo todo a secas, sin poder enmendar ningún desacierto ni apartarse de una senda cuyas estaciones incluyen las peleas, los agravios provocados y recibidos y un accidente de automóvil".

Otras formas de narrar un cuento: cuestionando la información presentada por el narrador ("Salon de refusés"); a través de las respuestas a un cuestionario de ingreso a un país ("Oh invierno, sé benigno"); a partir de las notas al pie de página ("He's not selling any alibis"). "Un divorcio de 1974" atrapa con elegancia conmovedora las luchas ideológicas en la Argentina de los setenta. En "Notas para un perfil de Tinder" -con muerte de hámster incluida- y "Quien te observa en el espejo desaparecerá contigo"- el humor funciona como registro del ridículo y de los límites a nuestros deseos más terrestres y también a los trascendentes. Pron ha escrito un gran libro.        

 

(La Tercera, 25 de marzo 2018)      

 

 

 

 

 

 

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25 de marzo de 2018
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La ucronía traumática de Maximiliano Barrientos

"Detesto las novelas que intentan explicar un país" dice, enfático, el escritor boliviano Maximiliano Barrientos (1979); "quiero que lean [la mía] como sugirió Nabokov que se debería leer la literatura, como un cuento de hadas: es decir, desde su condición de ficción". Barrientos se refiere a su última novela, En el cuerpo una voz -publicada en Argentina por Eterna Cadencia, en México por Almadía y en Bolivia por El cuervo-, pero podría estar hablando de toda su obra. Se trata de una declaración de guerra en un continente en que el canon de la novela se ha construido privilegiando la conexión entre la narración y su postura frente al Estado-nación. En el cuerpo una voz, la mejor novela de Barrientos, está narrada con un ritmo vertiginoso capaz de incorporar grandes momentos líricos; hay gore, y también imágenes poéticas impactantes como la de dos hermanos durmiendo en un avión estrellado en la selva. Barrientos, que se movía cómodamente dentro de registros realistas, expande su repertorio y transita por los espacios de la ficción especulativa sin por ello cambiar mucho el estilo.

Hace una década hubo un movimiento separatista en Santa Cruz; el movimiento, más débil de lo que parecía al principio, fue fácilmente tumbado por el gobierno de Evo Morales. La ucronía de Barrientos se inicia ahí, en la ficción de lo que hubiera ocurrido si la separatista Nación Camba habría conseguido sus objetivos. Barrientos es fiel a su poética y no nos da razones que nos permitan entender el movimiento independentista ni tampoco la dinámica de la relación oriente-occidente que sigue tensando al país. En las primeras secciones de En el cuerpo una voz, dos hermanos huyen de los esbirros del General, un líder de brigada que obliga a su gente a cometer actos de canibalismo con sus enemigos. Son los años del Colapso, "cuando acabó la guerra contra el poder centralizado y se desató la otra, mucho más cruenta, entre las brigadas, entre el mermado Partido Federalista- antes de que se consolidara como Nación Camba". La novela, entonces, no se enfoca en el colapso nacional sino en su vertebramiento regional: importan más las luchas cruentas por el liderazgo regional que narrar el país desde la región.

A pesar de sus diversas mutaciones -la novela de aventuras al principio, el testimonio después, incluso el poema en prosa, y todo ello en el marco de la ficción especulativa-, En el cuerpo una voz es sobre todo una historia clásica de venganza. Años después del Colapso, ya restablecido el orden, el General es capturado y regresado al país; el hermano sobreviviente observa a los captores del General y piensa que ellos "contemplaron un acontecimiento traumático y lo procesaron a través de fantasías de venganza". Pero él tampoco puede escapar del todo a esa fantasía.

Sin embargo, lo que nos ha enseñado la ficción post-traumática -y lo sabe bien esta novela- es que la venganza no elimina la derrota. Si bien Barrientos no explica el país, su "cuento de hadas" narra la derrota histórica de un Estado-nación incapaz de articular sus partes. Después de la derrota quedan los síntomas del trauma, somatizados: "La voz seguía moviéndose, no se iba. Fluía por mis dedos y por mi pecho, circulaba por mis ojos y mi garganta. Se propagó por los tejidos y los nervios y las arterias, se volvió cuerpo" (de ahí el título). Queda la ficción sobre el trabajo del duelo. 

(La Tercera, 11 de marzo 2018)

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11 de marzo de 2018
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Carlos Fonseca: la figura en el tapiz

Museo animal (Anagrama), del escritor costarricense Carlos Fonseca (1986) es una de esas novelas ambiciosas que aparecen cada tanto, una intervención en el largo y complejo debate sobre el latinoamericanismo, capaz de actualizarlo y renovarlo a la vez. En Fonseca vuelven a tocarse el arte y la política, y se nos dice que en realidad han estado siempre juntos, aunque versiones más desangeladas hayan proliferado en los últimos tiempos.

La respiración de Museo animal es morosa, sobre todo en la primera parte. El autor arma una meticulosa estructura narrativa de cajas chinas, en la que ciertos detalles que se dan al principio solo tienen sentido -no necesariamente resolución- mucho después. Un biólogo que trabaja en un museo recibe una invitación de la diseñadora Giovanna Luxembourg para participar en una muestra sobre el camuflaje en la naturaleza. Esa es la punta del ovillo: para desenredarlo nos enteraremos de la historia de los padres de la diseñadora, el fotógrafo israelí Yoav Toledano y la modelo Virginia McAllister, y de su partida a una selva latinoamericana en busca de un niño profeta que anuncia el apocalipsis, "la repetición de un viaje olvidado". La religión y la fe apuntalan una suerte de versión renovada del viejo sueño del continente -"el sur repleto de intensidades"- como el repositorio de la utopía de Occidente. Como en sus formulaciones iniciales, el latinoamericanismo entra en diálogo con la mirada de afuera, encarnada esta vez en el deseo y el malestar de las pulsiones globalizadoras.

Fonseca juega con la idea jamesiana de la figura en el tapiz, el patrón que se descubre en el fondo de la estructura. El que obsesiona al narrador es el quincunce, "la estampa primaria... detrás de toda la variedad natural". Ese quincunce puede ser muchas cosas, pero es sobre todo la búsqueda de la identidad. El problema es que hay siempre un nuevo patrón detrás del patrón: como los animales, los seres humanos y los continentes se camuflan, y nunca se llega a encontrar la dichosa esencia. Museo animal nos dice eso en su misma forma: cada sección va pelándose para descubrir otra más cercana al meollo, para luego abrirse a otra aun más cercana, y así sucesivamente.

Virginia McAllister es ahora Viviana Luxembourg, una artista conceptual capaz de intervenciones políticas como inventar fake news para influir en el mercado. Ella es, a través de sus búsquedas, el personaje más interesante de la novela, aquel en torno al cual resuena con más fuerza la pregunta insistente de Fonseca: esta búsqueda de la esencia y la utopía latinoamericanas, ¿es una farsa o una tragedia? Las dos cosas a la vez: puede que ese niño profeta sea un engaño, pero, ¿y? Eso no quita que ese engaño remite a la verdad profunda de las relaciones sociales en el continente: "detrás de aquel vacío se hallaba una historia de desencantos y violencias. Vieron al niño y detrás del niño no vieron nada. No vieron la larguísima fila de niños, pasados y futuros -negros, indígenas, mulatos- que buscaban sobrevivir en un mundo que los expulsaba de un inicio". 

En Fonseca resuenan algunos proyectos narrativos de Piglia -la conexión arte y política- y Sebald -la poética de la destrucción-, y también, de manera curiosa, el añejo regionalismo. La selva de La vorágine como el lugar donde nos encontramos y perdemos se resiste a morir, solo que aquí, en vez de "nativos desnudos", hay "hombres vestidos con camisetas de bandas de rock", y la "exuberancia natural" ha dejado pasado a "vertederos de basura". Hay muchos otros cameos fascinantes -el del Subcomandante Marcos, por ejemplo- en esta novela que no se agota en una lectura.

(La  Tercera, 18 defebrero 2018)

 

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18 de febrero de 2018
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El regreso de John Cheever

En el mundo hispanoamericano John Cheever (1912-1982) fue reducido, con los años, a uno más de los escritores que narraban la insatisfacción de los suburbios norteamericanos. Cheever es eso, sí, pero también mucho más. La literatura se mueve en base a lugares comunes y malentendidos; por eso importan tanto las nuevas ediciones, que provocan la relectura y el reacomodo. Random ha relanzado la obra de Cheever en español -Cuentos y Cartas en la colección LRH, Los Wapshot y ¡Oh, esto parece el paraíso! En Debolsillo--; releerlo sirve para escaparnos, por un tiempo al menos, de los reduccionismos.

Lo que llama la atención de los cuentos es la facilidad con que Cheever transgredía los límites del realismo tradicional. Sin ser un postmodernista al uso, era capaz de cuentos como "Un muchacho en Roma", en el que, en plena narración en primera persona de una historia que transcurre en Roma, el narrador abría un paréntesis para decir que en verdad él no era un muchacho en Roma y se preguntaba por qué prefería inventarse "un viejo grotesco, una tumba en el extranjero, una madre tonta" en vez de describir la escena sobre el río Hudson que él veía desde su ventana. Esa parte de su "soledad incurable", decía, pero, ¿de dónde venía? El cuento no lo responde (para eso hay que leer sus diarios), pero abre un espacio para cuestionar ese realismo en torno al cual trabajaba.

Hay otros momentos mágicos e inverosímiles en los cuentos en que los narradores parecen hacerse la burla de este realismo: en "El ángel del puente", un hombre con ataques de ansiedad al cruzar puentes intenta atravesar el Tappan Zee; los síntomas regresan en pleno puente, el narrador se detiene a la vera del camino, y de pronto aparece una jovencita que hace autoestop, abre la puerta y después de agradecerle y acomodarse en el asiento, se pone a cantar, lo cual le permite al narrador cruzar el puente: es un momento de trascendencia -de los tantos que abundan en la obra de Cheever-, en el cual el simbolismo se nos ofrece desnudo: la jovencita que hace autoestop es un "ángel" (tiene, para colmo, un arpa entre sus manos).

En "La radio enorme", Jim Westcott reemplaza su vieja radio por una enorme y fea que se revela con un gran poder: permite que él y su esposa escuchen las conversaciones de sus vecinos en todo el edificio. Gracias a la radio las charlas triviales en la intimidad se convierten  en instrumentos reveladores de los deseos y ansiedades de los vecinos, y de paso de ellos mismos. En "El marido rural", Francis Weed sufre un terrible accidente -su avión debe aterrizar de emergencia en unos maizales-, y sin embargo llega a casa y debe enfrentarse a la rutina de siempre: sus hijos están peleándose, su mujer prepara la cena. Francis ni siquiera tiene tiempo de contar su accidente a la familia. El accidente lo es todo en este cuento -la posterior crisis de Francis es gatillada por este- y sin embargo no se vuelve a mencionar, como si algo tan dramático jamás hubiera ocurrido.

Cheever encontraba insuficiente el realismo y por ello dotaba de una patina mítica a su suburbio. En "El nadador", Neddy Merrill, cruza nadando por las piscinas de sus amigos los doce kilómetros que separan su casa de aquella donde se encuentra en Bullet Park: "ir a casa por un camino inusual le hacía sentir un peregrino, un explorador, un hombre con un destino". Esos viajes -esas odiseas del hombre de los suburbios- no siempre llegan a buen puerto; permiten, sin embargo, instantes en que esos maridos infieles y alcohólicos de Cheever se salen de sí mismos y se ven como son, limitados en su "propia obsolescencia... incapa[ces] de comprender las cosas que ve[n]".

(La Tercera, 4 de febrero 2018)

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4 de febrero de 2018
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Karolina Ramqvist, sin distancia de rescate

Es complicado incluir bebés o niños en una narrativa, hacerlos dialogar de manera verosímil, convertirlos en personajes esenciales para la acción. Quizás por eso tienden a no existir o aparecen muy en el fondo del cuadro, sombras escurridizas. De los últimos escritores que se han preocupado por ellos, quizás Samanta Schweblin haya sido la más inteligente en Distancia de rescate: David es el que guía el relato a través de sus preguntas inquisitivas, y la preocupación obsesiva de Amanda por su hija crea el concepto que sostiene a la novela. La ciudad blanca (Anagrama), de la sueca Karolina Ramqvist (1976), es otra gran novela corta sobre la maternidad, aunque en este caso, a diferencia de Schweblin, no hay "distancia de rescate": Karin  y su bebé, Dream, son un simbionte, una unidad ("una díada", en palabras de Siri Hustvedt, "un personaje con dos cuerpos").

La ciudad blanca -novela ganadora del prestigioso premio Per Olov Enquist, traducida a nueva idiomas-- podría adscribirse de manera muy amplia al género noir: Karin era la pareja de John, un capo de una organización criminal que, buscado por la policía, desaparece un día. La "familia tolerante" de mafiosos a la que pertenece Karin se disgrega rápidamente, y ella se queda sola con Dream, en una casa que es regalo de John. Pero Karin no tiene nada que le permita mantenerse, y la justicia le avisa que la casa será embargada. ¿Qué hacer? Con esos detalles Ramqvist podría haber construido un thriller, pero ella prefiere más bien un relato minimalista que es una indagación psicológica profunda de una mujer a la deriva y su bebé.

Buena parte de la acción de esta novela resulta de la interacción entre Karin y Dream, en la que el cuerpo y los sentidos están siempre presentes. En el paisaje nevado de una ciudad sueca, en una casa vacía frente al lago, Karin se fija en el espejo, mira las marcas dejadas por el embarazo y recuerda cómo, con la recién nacida "permanentemente unida a su cuerpo, había sido ingresada a un mundo de llantos y despertarse por la noche y líquidos que salían de su cuerpo". Se ha acabado la época de las fiestas y la buena vida con John y ahora debe buscar cómo sobrevivir junto a Dream, esa "joven depredadora". Su simbiosis con Dream es tanta que a veces, cuando camina sola sin empujar el carrito del bebé, siente que el viento podría levantarla como un "recibo arrugado". Su paradoja es la de muchas mujeres: se afirma como madre, pero parece haber dejado de existir como individuo. De hecho, ella no quería ser madre (la idea es de John); pero ahora que lo es, se afirma en su papel y extrae toda su energía de este de la misma manera que el bebé no deja de (literalmente) succionarla.

Ante la inevitabilidad de tener que abandonar la casa, Karin se verá obligada a buscar la ayuda de su "familia", gente como Therese y Alex, quien la introdujo al mundo de John y suele pegarla sin miramientos. Karin sueña: John era rico, algo de su botín le pertenece, quizás ellos sepan algo. Hay suspenso en esta parte de la novela, pero aun en estos momentos, con rifles y persecuciones y la vida en peligro, Ramqvist no olvida la relación de Karin con Dream: hay que amamantar al bebé, que llora y tiene hambre y la jala de los pelos. El final, por si acaso, es perfecto.       

 (La Tercera, 17 de diciembre 2017)

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17 de diciembre de 2017
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Un pedazo de hielo en el corazón de Joan Didion

 

Saldrá decepcionado quien quiera encontrar objetividad en El centro cederá, el documental sobre Joan Didion en Netflix. Griffin Dunne, el director, es sobrino de Joan, y tuvo claro desde el principio que lo suyo sería "una carta de amor". Era la única manera de que el documental existiera: Didion había rechazado muchos pedidos para hacerlo, y solo accedió porque un familiar querido se lo pedía. Dunne adopta un formato tradicional: una larga entrevista con Didion, y en torno a esta converaciones con críticos y amigos -Vanessa Redgrave, Anne Wintour- con anécdotas y comentarios que construyen una imagen condensada de la escritora californiana, desde sus inicios a mediados de los sesenta en la revista Vogue hasta su consagración como escritora clave del "nuevo periodismo" y su descubrimiento por una nueva generación con El año del pensamiento mágico (2005). Dunne se aprovecha al máximo del acceso al archivo de su tía, con fotos y videos familiares que acompaña de música sentimental.

Didion tiene más de ochenta años y se muestra físicamente frágil en la entrevista: sus amigos conspiran cada día para que coma algo. Su rostro es tan expresivo como sus brazos, que agita mientras habla, como si la ayudaran a buscar palabras y bucear entre recuerdos. La fragilidad desaparece al llegar a la esencia de su vocación; cuando habla de la locura hippie de fines de los 60, Griffin le pregunta qué sintió la vez que vio en una casa de mala muerte a una niña de cinco años a la que sus padres le acababan de dar LSD: "eso fue oro puro. Uno vive para momentos como ese, más allá de que sean buenos o malos". No hay rastros de sentimentalismo en su respuesta, más bien la convicción de que para escribir uno necesita un pedazo de hielo en el centro del corazón (esa frialdad le permite ir a comprarle a Linda Kasabian, una de las mujeres del clan Manson que ha accedido a darle una entrevista, la ropa con la que se presentará al juicio).

El documental muestra que Didion vivió conectada a los centros del poder cultural norteamericano, en un eje en el que se juntan el cine con la escritura, la música y el periodismo de investigación. Casada con otro escritor, John Gregory Dunne, se mudó a mediados de los sesenta a Los Angeles y estableció una casa en Malibu que se convirtió en punto de encuentro del establishment: a sus fiestas iban Janis Joplin, Scorsese y Warren Beatty (y su carpintero era un desempleado Harrison Ford). Didion se aprovechó del acceso que le brindaba ese poder para escribir las crónicas definitorias del período -en libros como Slouching Towards Bethlehem (1968) y The White Album (1979)--, pero eso no le impidió, como sugiere Louis Menand en The New Yorker, "fundirse en la escena hippie e internalizar sus confusiones".

La parte más conmovedora gira en torno a las muertes de su esposo y su hija Quintana Roo, sobre las que escribió en El año del pensamiento mágico y Blue Nights (2011). Si escribe sobre el duelo y la culpa ("ella era adoptada, me la dieron para cuidarla y yo fallé") es para perderle el miedo a aquello que desconoce (el dolor profundo y sus aristas). Solo podrá acercarse a esas muertes como si se tratara de un reportaje objetivo en el que esta vez la investigada es ella misma. La escritura ayuda a aceptar el fin de la vida, "la desaparición de la luminosidad".

El centro cederá nos cuenta lo anecdótico -a Didion le gustaba tomar Cocacola en el desayuno y, literalmente, guardaba sus manuscritos en el refrigerador--, pero no arroja luces sobre cómo la escritora conectó sus antenas con la locura y extrañeza de su tiempo. El crítico Hilton Hals es el más perspicaz: Didion fue una de las pocas que se dio cuenta de que el ensayo, dado a lo fragmentario más que a la perspectiva totalizadora, era el género más potente para narrar un periodo tan poco cohesivo como el de fines de los sesenta. Aparte de eso, no hay mucho más. 

(La Tercera, 5 de noviembre 2017)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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5 de noviembre de 2017
Blogs de autor

¿Quién le tiene miedo a Chris Kraus?

Amo a Dick (I Love Dick), el nuevo show de Jill Soloway en Amazon, es una adaptación inteligente del libro de Chris Kraus (1955) con el mismo título; así, la novela sigue sin detenerse en su conquista del mundo. Publicada en 1997 por una editorial dedicada a la teórica crítica, tardó casi diez años en agotar una edición; fue un libro adelantado, de esos que debe esperar cambios culturales para entrar en sincronía con sus lectores (Alpha Decay ha publicado la traducción al español). Veinte años atrás no se llevaba la autoficción, y menos una que tuviera como personaje central a una mujer que hablara con desenfado, ironía, lucidez y buen humor de sus aventuras extramaritales y su fracaso como cineasta experimental. Hoy, gracias a este libro que ha adquirido vida propia -sitios en Tumblr dedicados a él, blogs donde los lectores le escriben cartas a Dick--, Chris Kraus es un ícono del nuevo feminismo.

            Cuando Amo a Dick apareció por primera vez fue visto como una autobiografía velada sobre la obsesión de Chris Kraus por el crítico cultural Dick Hebidge; diez años después era "ficción teórica" (los personajes no solo hablan con soltura de Baudrillard y Guattari sino también proyectan sus propias ideas a través de la ficción); hoy su familia es más grande -desde Karl Ove Knausgard hasta Gabriela Wiener y Lena Dunham-- y por eso puede entenderse más fácilmente como una "autoficción" híbrida, a medio camino entre la confesión y el ensayo. Kraus ha explorado este terreno en otros libros como Aliens and Anorexia y Torpor, que hablan de sus experiencias con el sadomasoquismo, el sexo con desconocidos y sus intentos por adoptar a un niño en Rumania.

El modelo inicial de I Love Dick es el género epistolar: la cineasta Chris Kraus acompaña a su marido, el teórico cultural Sylvère Lotringer, al sur de California, donde él va a enseñar un curso durante un sabático (Lotringer es también uno de los directores editoriales de Semiotext[e], la editorial que publicó el libro). Allá, Chris conoce a Dick y se enamora tan perdidamente de él que, con ayuda de su marido, se pone a escribirle cartas: "Querido Dick, Sylvère cree que el amor que siento por ti no es más que un perverso deseo de ser rechazada. No estoy de acuerdo, en el fondo soy muy romántica... pero me encanta la desesperación y el fracaso- ese momento en que el acto se quiebra y la ambición falla".

Muchas de esas cartas no serán enviadas, pero permitirán que el matrimonio de Chris con Sylvère, que no estaba pasando por un buen momento, se reactive. Al menos por un tiempo: los requerimientos del género indican que algo debe pasar entre Chris y Dick. Y está claro que, en más de un nivel, Kraus sabe de géneros: el libro es profundamente literario, una continua reflexión sobre la escritura, lo que hacemos con ella, la forma en que el momento cultural nos puede constituir como sujetos través de ella.

La segunda parte la constituyen ensayos diversos -el pintor R. B. Kitaj, la esquizofrenia, la situación política en Guatemala--, algunos más interesantes que otros, y también escritos como cartas a Dick; la pasión romántica dispara la escritura: "amar es como escribir: uno vive en un estado de tanta exaltación que son vitales la exactitud y el estado de alerta". Kraus no tiene reparos en convertir en virtudes todas las formas en que se ha desdeñado el deseo femenino; aquí este se muestra erótico, confuso, devorador, vulnerable: "el deseo no es una falta sino exceso de energía: como sentir claustrofobia en tu propia piel".

I Love Dick critica las estructuras sociales creadas por la masculinidad dominante y la forma en que las mujeres son cómplices de ellas. Kraus sugiere romper esa complicidad admitiendo otras formas de deseo, más abyectas, "grotescas e inenarrables".

(La Tercera, 3 de septiembre 2017)

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3 de septiembre de 2017
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