
Iris
Edmundo Paz Soldán
Una novela arrolladora e hipnótica sobre la forma en que se reinventan los individuos en tiempos de guerra, una fábula desoladora sobre los excesos del poder, y, al final, un relato esperanzador sobre la lucha por la libertad.
En un futuro no muy lejano, en una región tóxica llamada Iris, se encuentra el Perímetro, territorio de las fuerzas colonizadoras. En el Perímetro viven Xavier, un soldado que debe lidiar con una traumática herida de combate, y el capitán Reynolds y su unidad, que, cansados ante las victorias de los irisinos liderados por Orlewen, deciden emprender su guerra particular. El Perímetro es también el hogar de Yaz, una enfermera que se encuentra allí en busca del jün, planta sagrada que ofrece visiones psicotrópicas y trascendencia.
Pero el combate no sólo se libra en la capital. La lucha se traslada a Malhado, un valle florido donde -cuentan las leyendas irisinas- vive el temible Malacosa, y a Megara, centro de la explotación minera y de los mitos en torno a Xlött, el dios demoníaco en nombre del cual se inicia la batalla final por la independencia de Iris.
Iris es una novela de gran originalidad, un paso adelante en la trayectoria de Edmundo Paz Soldán. Desde la primera página, transporta a los lectores a un mundo tenebroso y los somete a su lógica, a su delirio, a su violencia y angustia. Iris es una distopía arrolladora e hipnótica sobre la forma en que se reinventan los individuos en tiempos de guerra, una fábula desoladora sobre los excesos del poder, y, al final, un relato esperanzador sobre la lucha por la libertad.
Xavier
1
Una voz metálica en la radio del jipu les informó de una emergencia en el templo de Xlött en el anillo exterior. Song enfiló hacia allá. Xavier levantó la vista y lo golpeó la luz del día, rojiza como en un atardecer constante. Nubes harinosas inmóviles sobre la planicie. Se le vino la imagen plácida de Soji tirada en la cama mientras dormía, los aros de colores refulgiendo fosforescentes en los tobillos y el cuello; quiso perderse en ella pero no pudo. No le gustaba ir al anillo exterior, plagado de seguidores de Orlewen, el irisino que con sus arengas y su impermeabilidad a la muerte había logrado convertir una pequeña molestia para SaintRei en una fatigosa insurrección.
Los soldados en la parte trasera hablaban en un lenguaje desconocido. Pakis, decidió Xavier, sin mucho interés en que el Instructor le tradujera lo que decían, y malayos los del jipu que los seguía. Cada vez más shanz asiáticos y también centroamericanos y de las republiquetas mexicanas. A SaintRei le costaba reclutar en otras partes.
Song condujo por calles angostas. El fengli soplaba con fuerza; la sha golpeaba los cristales del jipu, entorpecía la visibilidad. Xavier había creído que con el tiempo se acostumbraría al color de la luz, a la presencia constante del fengli, al clima seco. Podía vivir con ellos, pero era como si a un habitante del trópico lo trasladaran a una zona polar. Su bodi reaccionaba de otra forma, vivía aletargado. En el pod debía encender las lámparas flotantes que aplacaban la intensidad de la luz y replicaban el color de Afuera.
Una oleada de aire frío recorrió su pecho; tosió y le dolió la garganta. Hacía tiempo que se ponía así cada vez que le tocaba salir. Debía luchar contra un ataque de pánico cuando llegaba a una de las puertas del Perímetro y esperaba su turno. Era como si una dushe de piel helada fuera despertándose en la boca del estómago y se extendiera a través de la cavidad torácica para asomar la lengua entre sus labios. La tensión se acumulaba en los músculos de la frente. Los shanz dejaban atrás la seguridad -las altas murallas de concreto reforzado, los rollos de alambre electrificado-, ingresaban a las calles de una ciudad que no los quería. Se exponían a las bombas sembradas en el camino, a los irisinos que en nombre de sus dioses se acercaban a inmolarse junto a ellos.
Jóvenes de rostros hostiles escupían al paso de los jipus. En las paredes de las casas se desplegaban consignas de Orlewen. Xavier sonrió al encontrarse una vez más con Nos prometieron jetpacks. Le llamaron la atención Quiero tomar el Perímetro y Desocupemos a los que nos ocupan. Si uno de los shanz se quejaba de algo, él respondía A mí me prometieron un jetpack tu.
No debía relajarse. En esas frases se encontraba el poder letal de Orlewen, el trabajo sin descanso de la insurgencia. Se persignó: los atavismos no lo abandonaban.
Edificios que por milagro no se habían derrumbado, manchas de moho en las paredes, hierba negruzca en la entrada. Vivían irisinos ahí, entre las ruinas. Llegaban en busca de un lugar para hacer suyo, se apoderaban de terrazas, pasillos, piscinas vacías. Hombres y mujeres en las galerías hexagonales del Centro de la Memoria, durmiendo al lado de anaqueles abrumados por el polvo; en las oficinas semidestruidas de la Corte Superior; en los balcones y en la platea del Hologramón.
Callado, di.
No hay mucho que contar.