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Quitar peso a las metáforas

Aludía al final de la columna anterior al papel de la metáfora en el conocimiento y en la creación, preguntándome si ambos papeles podían ser homologados. En ciencia hay momentos en los que la objetividad todavía no legisla, así por ejemplo cuando utilizamos una metáfora para aproximarnos a una hipótesis. Pero la metáfora… no tiene nunca en ciencia la última palabra. Cosa que en ocasiones sí ocurre en literatura.

Tras salir tangencialmente este problema en la sesión de la academia vasca Jakiunde a la que hacía referencia dos columnas atrás, uno de los ponentes, prestigioso científico, evocó un artículo reciente publicado en el European Journal for Philosophy of Science en el que esta homologación de las funciones de la metáfora se afirma con rotundidad. En lo que sigue tomo este trabajo como punto de referencia.  Conviene precisar que los autores toman partido por un sentido inclusivo del concepto de metáfora, que abarcaría diversos usos no literales del lenguaje, tales la analogía, la sinécdoque, la parábola o la metonimia

En el Abstract se resumen la tesis general del artículo: la metáfora tiene esencialmente funciones epistémicas y estéticas y ambas serían compartidas por igual tanto en el arte como en la ciencia.  Y ya en el cuerpo del artículo se afirma que en el seno mismo del trabajo artístico hay equivalencia entre la función cognitiva y la función estética:

“Contribuir al valor artístico de la obra de arte y a su valor epistémico o cognitivo, es algo equivalente para la metáfora”, nos dicen los autores.  Y enfatizan poniendo en cursiva las palabras finales (“para la metáfora”) tendiendo a indicar que no niegan la posibilidad de una dimensión del arte que trasciende el aspecto cognitivo. No lo niegan, simplemente conceden que pueda ser así y cabe decir que   tampoco creen importante entrar en el asunto. Se limitan a afirmar que dada la connotación cognitiva que acompañaría siempre a la metáfora esa eventual dimensión del arte carente de aspecto cognitivo excluiría el uso de la misma.

Sin duda hay razones para sostener que la metáfora tiene importantes funciones epistémicas en arte a la vez que importantes funciones estéticas en ciencia.  Pero que la metáfora cree algún lazo de unión entre la actividad cognoscitiva y la actividad estética (sea creativa o receptiva) no excluye la conveniencia y aun la necesidad de distinguir ambos roles.

Como ya he sugerido, en el caso de la ciencia, la metáfora tiene (cuando menos muchas veces) la función de servir de peldaño para alcanzar el concepto, y a menudo simplemente para encontrar un sustituto del mismo. Sustituto siempre débil, pero que ya es mucho a falta de lo esencial (por ejemplo, la fórmula en física). El nombre de Einstein está asociado a prodigiosas metáforas que a los no físicos han servido para introducirse en la relatividad y quizás a los físicos mismos a percibir con mayor acuidad la trascendencia filosófica de la disciplina.  Ninguna modalidad de ciencia puede quedarse en la mera metáfora. Eventualmente la ciencia puede prescindir de este aspecto, cosa que es imposible tratándose de la metáfora en arte. En ciencia, la metáfora no deja de ser un auxiliar de la cosa misma, y en ocasiones un mero preliminar. Como los autores mismos escriben “metaphors advancing understanding”, pero cuando se llega al núcleo de lo que cabe llamar aprendizaje ya no es seguro que la metáfora tenga peso. La pedagógica metáfora del tren utilizada por Einstein apunta a facilitar la compresión cabal de los lazos tiempo espacio y velocidad, que sí constituyen un fin en sí en la teoría relativista.

¿Mismo caso tratándose del arte? ¿No cabe más bien decir que en muchos casos la metáfora es un fin en sí?  Ciertamente en ocasiones la metáfora puede también tener valor propedéutico o pedagógico. Así el fresco “Triunfo de los Medici entre las nubes del Monte Olimpo” de Luca Giordano añadiría a su valor pictórico un efecto reactivador de la memoria. Y podemos también considerar que esa imagen de los Medici entre nubes del Olimpo es una metáfora eficaz para ilustrar su magnificencia. Pero ¿es tal magnificencia lo que el artista quiso poner de relieve, o se trata más bien de un pretexto para algo que constituye lo verdaderamente esencial del arte pictórico? La respuesta en favor de la segunda hipótesis es clara, y cabe pues decir que se trata de un caso análogo al uso como apoyatura de la metáfora en ciencia. Pero no se trata de un peldaño hacia el mismo objetivo: en el caso de la ciencia se trata de una impulsión hacia lo cabalmente epistémico (por ejemplo, en el caso de la física matematizada, peldaño hacia la fórmula); en el caso del arte se trata de impulsión hacia otra dimensión de la vida del espíritu, difícil de determinar objetivamente porque precisamente no se trata de episteme. Me atrevo a decir que esta distinción en la función instrumental de la metáfora es una obviedad…a la cual los autores del artículo que comento se resisten, sosteniendo que en lo referente a la función de la metáfora arte y ciencia entran en el mismo cajón.

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2 de marzo de 2022
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Oso caníbal

¿Qué se puede hacer contra un dictador loco? ¿Arrodillarse? De momento eso es lo que está haciendo el mundo democrático. Las sanciones económicas son infantiles

Pero ¿y si resulta que se ha vuelto loco? Es conocido el caso de hombres de talento que a medida que ganan poder van desarrollando una psicopatía cada vez más destructiva. El modelo moderno es Napoleón: de una parte, un superdotado, pero de otra un enfermo mental que no podía dejar de trabajar ni un segundo, que no dormía y que iba rehaciendo el mundo a medida que invadía más países hasta coronarse emperador. Creo yo que Vladímir Putin, un tipo formado por la policía secreta soviética, espía en la siniestra Alemania Oriental, miembro de la KGB durante años y dueño en estos momentos de un continente, ha de ser difícil que no desarrolle la locura de Hitler. Las excusas que ha utilizado son ridículas: seguridad de fronteras (será para los pobrecitos que las tienen con Rusia), amenaza de la OTAN (ya se ve la fuerza que tiene ese carísimo mamotreto), conspiraciones de nazis y drogadictos ucranios (¡madre de Dios, parece Nicolás Maduro!).

Al igual que Hitler, Putin ha enloquecido tras constatar que no hay resistencia en el mundo que pueda limitar su poder. Paranoia, megalomanía, y la memoria de todo lo que supo, hizo y vio durante los años finales de la URSS con la experiencia de un agente de la represión y la tortura.

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1 de marzo de 2022
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Rusia y un socio obsequioso

Como parte de las medidas de aislamiento que los países europeos han tomado en contra de Rusia a consecuencia de la invasión a Ucrania, el avión en que viajaba hacia Moscú Viacheslav Volodin, presidente de la Duma, fue impedido de volar sobre el espacio aéreo de Suecia y Finlandia, y tuvo que desviarse muy hacia el norte para llegar por fin a su destino.

Esta noticia, entre tantas que se publican a raíz de esta guerra en la que Vladimir Putin juega con la sangre ajena el juego imperial de zar de la Santa Madre Rusia, no me daría pie para iniciar este artículo si no fuera porque el avión del camarada Volodin venía de Nicaragua, un destino que, en estas circunstancias, a muchos no dejará de parecer extraño. ¿Qué hace en Managua el presidente de la Duma, cuando los cohetes rusos caen sobre las ciudades ucranianas?

Volodin fue recibido con pompa y circunstancia, y uno de los hijos de Ortega le dio la bienvenida oficial. Hablando en una sesión del parlamento nicaragüense, convocada en su honor, dijo, con la misma cara de jugador de póker que pone Putin, que "la población de Ucrania no tiene que temer a la operación pacificadora, porque está dirigida a la desmilitarización.

Reunido Volidin esa misma tarde con la pareja presidencial, Ortega aprovechó para otorgar su respaldo sin reservas a la invasión, tal como lo había hecho días atrás delante de otro enviado del Kremlin, el viceprimer ministro Yuri Vorisov, quien llegó en visita oficial el 17 de febrero.

En medio de la guerra de agresión contra Ucrania, escogen Nicaragua como destino en busca de respaldo diplomático, lo cual no deja de ser ocioso, pues no necesitarían afanarse tanto si saben de antemano que cuentan con la adhesión obsequiosa de Ortega.

Ya en septiembre del 2008, después que Rusia había arrebatado a la república de Georgia los territorios de Abjasia y Osetia del Sur, Ortega corrió a reconocerlos como países independientes. Su canciller de entonces hizo unas declaraciones bastante cándidas respecto a las relaciones con estos dos protectorados: “estaremos actuando a través de nuestros amigos, probablemente Rusia, para establecer contactos más estrechos con ellos”. Los otros únicos países en el mundo en avalar el despojo fueron Vanuatu, Tuvalu y Nauru, pequeñas islas perdidas en el océano pacífico. Y Venezuela.

En 2014, Ortega se apresuró en respaldar, oficiosamente también, la ocupación rusa de Crimea, donde mandó establecer un consulado, iniciativa que esta vez no acompañaron ni siquiera Vanuatu, Tuvalu y Nauru. Y ese mismo año, al concluir una visita oficial a Cuba, Putin ordenó hacer una escala de un par de horas en Nicaragua porque no quería regresar a Moscú sin mostrar personalmente a Ortega su agradecimiento por tanta largueza, “un socio muy importante en América Latina” según sus propias palabras.

Una sociedad afectiva, asunto de cariño y agradecimiento, pero que no se traduce en muchos beneficios para el propio Ortega, que en medio de su propio aislamiento busca aliados estratégicos, aunque sea lejanos, como la propia Rusia, China, Corea del Norte, o Irán.

Cada vez que se da una de estas visitas de funcionarios rusos se habla de grandes proyectos de cooperación; pero hasta ahora todo se ha traducido en que el ejército de Ortega ha recibido viejos tanques refaccionados de la segunda guerra mundial, y el gobierno partidas de autobuses que no duran ni un año en buen estado, y a los que hay que adaptar pues no vienen acondicionados para climas tropicales; además de una antena de comunicación terrena que algunos toman por un sistema de espionaje.

Y ahora, para expresar su entusiasmo por la invasión a Ucrania, Ortega escogió nada menos que la celebración del aniversario del asesinato del general Sandino, el 21 de febrero; y allí reconoció también la “proclamación de la independencia” de las repúblicas de Donetsk y Luhanks, las partes del territorio ucraniano que Rusia busca segregar.

  "El presidente Putin ha dado un paso hoy, donde lo que ha hecho es reconocer a unas repúblicas que, desde el golpe de 2014, siendo fronterizas con Rusia, no reconocieron a los gobiernos golpistas y crearon su gobierno " dijo, hablando desde las cavernas enmohecidas de la guerra fría, al tiempo que justificaba los preparativos bélicos para invadir Ucrania como acciones para asegurar la paz, “ante la escalada del conflicto por parte de Estados Unidos y los países europeos”.

Para quienes hayan olvidado una parte esencial de la historia de Nicaragua, debemos recordar que Sandino, defensor de la soberanía nacional, se alzó en armas en 1927 en rechazo a la intervención armada de los Estados Unidos, cuya marina de guerra había ocupado el país casi de manera continua desde 1909, imponiendo al país gobiernos títeres, préstamos financieros leoninos y tratados onerosos, como el tratado Chamorro-Bryan de 1914 para la construcción del canal interoceánico, un acto de despojo territorial que Ortega repitió en 2013 al firmar con el aventurero chino Wang Ying un tratado similar.

Usar la efeméride del asesinato de Sandino ordenado por Anastasio Somoza, el fundador de la dinastía, para justificar una intervención imperialista como la que Rusia ha perpetrado en contra de Ucrania, es volverlo a asesinar.

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1 de marzo de 2022
'Sol II', óleo sobre madera. Obra de Leticia Feduchi
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El tiempo de la luz en la obra de Leticia Feduchi

He aprendido un poco tarde que madurar significa ir asimilando el dolor y la belleza, así, simultáneamente. Dos fuerzas que determinan lo que somos y nuestra capacidad para la percepción y la construcción de las formas de la realidad. Es imprescindible asumirlo para poder sobrevivir a un día en que, con pocas horas de diferencia, empieza una guerra que, aunque lejos, también ha de ser determinante para la evolución de lo que María Zambrano describió como la vida derramándose; y, después, se inaugura una exposición que exalta la belleza que desvelan la luz y el color creando formas.

Leticia Feduchi inauguró su exposición “Sol” en la barcelonesa Sala Parés el mismo día que las tropas de Rusia entraban en Ucrania. Entonces, los cuadros de la pintora barcelonesa nacida en Madrid se convierten en refugio, y no me refiero únicamente a las escenas de interior –reflejo de su taller–, sino, especialmente, a los paisajes. Éstos constituyen tal vez la principal novedad de la exposición que puede visitarse hasta el 17 de abril, puesto que ella siempre había hablado de su dificultad para abordar el paisaje.

Pero tampoco son paisajes strictu sensu, mejor podrían definirse como retratos de grupos de árboles que quieren crear un lugar. Sus bodegones habituales también eran y son un paisaje. Los frutos –otra vez las granadas adquieren un protagonismo hipnotizador– nos trasladan inevitablemente a la naturaleza, en un nuevo movimiento en una obra caracterizada, sobre todo, por la coherencia. El suyo es un movimiento causado por la insatisfacción, por esa necesidad zambraniana de las raíces que van buscando la luz para ofrecer un cuerpo.

Los cuadros que ahora presenta fueron pintados en verano del año 2020, en Mallorca. Asegura que en ellos ha creado una ventana o marco abstracto para delimitar, para no perderse en la inmensidad, para no diluirse. Paradójicamente, necesita dirigirse al exterior para tener un metro cuadrado que permita pisar suelo firme. Es su manera de poner unos límites a la imagen, a la representación, con la intención de aprehender el objeto que se materializa. Hasta ahora, había combatido la amenaza de la dispersión cerrándose en su estudio, abordando objetos muy concretos, a veces descontextualizándolos. Magnífica retratista, su manera de operar exige llevar a su terreno aquello que quiere representar, aunque luego los ubique sobre unos fondos blancos, indefinidos, regidos por una estricta distribución arquitectónica.

A ese criterio de proximidad atribuye el hecho de pintar su autorretrato: porque es el que tiene más disponible. Pero no siempre dice la verdad, o no toda la verdad, o no toda la verdad que su trabajo revela. Como si también al hablar quisiera delimitar un fragmento de la realidad en la que sentirse cómoda, sin grandes narraciones ni especulaciones discursivas en las que lo tangible se pierda de vista. Las formas se hacen necesarias para reconocer la materia, aunque acaben revelándose como insuficientes, porque ya ha renunciado a los fondos realistas que cubrían todo el lienzo o toda la madera con los que experimentó en otro momento de su trayectoria. Esa incapacidad para reconocer la complejidad se intuye del diálogo entre las figuras y un entorno con más tendencia a la abstracción.

Tal vez sea esa combinación la que, desde la firmeza de la artista, consigue que quien observa acabe diluyéndose en la vida que se derrama en esos objetos, en la vida del paisaje. Toda esa vida es el tiempo que pasa sobre ellos, el que pasa sobre nosotros y Feduchi es capaz de encarnar. Todo es un retrato y ya hemos dicho que ella es una magnífica retratista. El latido que desprenden las figuras conecta y se sincroniza con nuestra respiración. No solo vibran las figuras, vibra la pintura en ella misma porque ya hemos dicho que consigue que sea vida, el tiempo en sus diferentes experiencias: pasado, presente o futuro.

Afirma Feduchi que al entregarse al paisaje se ha liberado. Por fin se ha abandonado a esa vibración que siempre estuvo latiendo en su trabajo, dejando un poco de lado el análisis cerebral de la composición. Ha pasado de querer entender todo lo que sucede en el fenómeno de la pintura a permitirse sentirla plenamente. Con el título de la exposición, “Sol”, ofrece un redescubrimiento. La luz siempre ha sido clave en su obra, permitiendo los matices de las diferentes texturas y los contornos. Sin embargo, en sus bodegones, el origen de la luz parecía no tener importancia, sencillamente era una condición necesaria para encarnar los objetos. Ahora, en su movimiento al exterior, la fuente adquiere el protagonismo menoscabado. Queda dentro el misterio que da forma a frutas, botellas, sillas, tejidos e incluso rostros para salir hacia la respuesta. Sin embargo, de la misma manera que los frutos de los bodegones descansan equilibradamente sobre un fondo abstracto aunque de una lógica arquitectónica, los árboles tampoco muestran un paisaje completo. Inevitablemente, sigue el misterio porque sabe que la respuesta nunca puede ser la más evidente. Los días y los paisajes luminosos también pueden ser tristes y dolorosos, espejismos de dicha imposible. En la incidencia de la luz en el cuerpo encuentra una respuesta: la sensación, el latido, que no deja de ser otro misterio. O sea, que volvemos a empezar. Acepta un cierto hedonismo, es cierto, pero asimilando la irresolución de lo ignorado.

Otra constante que ahora nos permite reinterpretar es la constatación de que para buscar la luz hay que aceptar la presencia de las sombras. Pienso en el rastro del lápiz o del carbón, convertido también en sombra. El sol y/o la luz tropiezan con la materia y/o cuerpo para mostrar la forma que hemos alcanzado, a la vez que proyecta una sombra, que es tiempo. También es pasado, nos desprende de nuestro cuerpo o nos duplica. Si nos dejamos llevar, nos arrastra un vértigo que calificaría audazmente como cuántico: si la luz que recibimos es de un sol de hace miles de años, ¿este hecho qué nos dice sobre la sombra y sobre lo que desvela una luz tan antigua, casi fantasma? El rastro del lápiz inicial presente en las obras de Feduchi es lo que la imaginación, como luz, proyectó, y permanece aunque su forma no prosperara, aunque el desborde de la vida hecha pintura produjera otras figuras diferentes a las que aspirábamos.

Pero ya se ha convenido que Leticia Feduchi se ha hecho más hedonista, así que disfrutemos con ella de esta salida al exterior, de este reconocimiento del sol como motor, asumamos el misterio privilegiado que es la vibración, los latidos y la respiración.

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27 de febrero de 2022
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Todo el saber es Historia

Cerca de cincuenta años lleva el historiador José Enrique Ruiz-Domènec (Granada 1948), profesor en la UAB de Barcelona desde 1969, tratando de transformar la Historia entendida como materia humanística en un compendio de saberes multidisciplinares. Ruiz-Domènec no hace historia cultural tal como se la conoce, ni siquiera es un disciplinado seguidor de la historia de las mentalidades que conoció de la mano de su gran maestro, el genial medievalista Georges Duby. Nuestro historiador está más cerca de las interpretaciones que Michel Foucault llevó a cabo a partir de Friedrich Nietzsche, mediante claves genealógicas. Y en esa búsqueda, la erudición y la poliglosia resultan fundamentales. La cultura se convierte entonces en el artefacto superior que mejor explica a las sociedades humanas. No se trata de la cultura como enciclopedia de costumbres y habilidades técnicas que transforman las civilizaciones pre y protohistóricas, siguiendo la pista de los restos cerámicos que localizan los laboriosos arqueólogos. Como tampoco es la cultura entendida como un sistema de autoreferencias para las artes y las letras, la pátina sensible de las élites.

De lo que habla Ruiz-Domènec es de la complejidad de los procesos históricos. Primero, y no menos importante, teniendo al día los datos e interpretaciones de yacimientos y archivos, tarea particularmente decisiva en el caso de las lagunas de las que todavía adolece la arqueología de los estratos más antiguos, así como en la falta de contraste de los relatos del periodo clásico con nuevas fuentes o en el oscuro legado medieval, lleno de silencios, tópicos e imaginarios del Hollywood más poético –y folletinesco– pero escasamente riguroso.

Inmediatamente después, el historiador forjado en el último tercio del siglo XX, siquiera a modo de obligado intermedio o entremés, debe descomprimirse de las propias ópticas de la época que configuran su mirada, en particular de los mitos elevados en torno al pasado. Un tiempo, aquel, dominado por la interpretación marxista de la historia que enfatizó las cuestiones sociales y económicas. Una época, algo más actual, que ha devenido en una multiplicidad de historias, de la microhistoria a la historia de la vida privada, de la historia de las mujeres, e incluso del feminismo, a la posthistoria, de la gastrohistoria a la historia local.

Por último, hay que sumar al análisis histórico cuantos artefactos culturales puedan considerarse paradigmáticos o revolucionario-rupturistas, y en ese sentido el bagaje que aporta Ruiz-Domènec es inabarcable, de la literatura al arte, de la música al cine, las referencias que nuestro historiador incorpora a su relato historiográfico son múltiples y luminosas. Y lo son porque se adaptan dialécticamente con la suficiente coherencia y una biblioteca infinita de lecturas. Más la conciencia abierta de que, finalmente, la tarea del historiador descansa sobre la propia subjetividad que se desliza narrativamente. “Una novela del universo”, titula el editor y crítico Basilio Baltasar la presentación de la escritura de Ruiz-Domènec en la revista Claves.

A lo largo de esos cincuenta años de oficio como historiador, José Enrique Ruiz-Domènec empezó siendo un orador brillantísimo, cautivador, que enseñaba historia medieval europea en el campus de Bellaterra mediante originales seminarios que se cernían sobre personajes o acontecimientos singularísimos, desde la relectura de un ensayo capital de Duby sobre el arte cisterciense promovido por San Bernardo de Clairvaux a las teorías sobre el amor en Andrés el Capellán o el debate técnico y espiritual entre los arquitectos Gabriele Stornaloco y Jean Mignot en el Duomo de Milán que reveló un cambio del modelo de medir el tiempo. Hacia finales del siglo XX, Ruiz-Domènec había puesto en circulación una decena de libros, además de numerosas colaboraciones en revistas y publicaciones especializadas. Su figura se abría paso, pero únicamente entre sus colegas más conspicuos y entre sus numerosos alumnos. Su itinerario cultural transcurre en la privacidad de Barcelona y entre sus largas estancias en Italia, también en Francia o en los Estados Unidos, además de dejar dos memorables exposiciones en Valencia junto al profesor Eduard Mira: las dedicadas a Jaime I y, en especial, al Toisón de Oro, la última ensoñación caballeresca de la aristocracia continental.

A partir de los primeros años de la nueva centuria, dejada atrás la profecía milenarista de Stanley Kubrick, José Enrique Ruiz-Domènec no ha dejado de publicar un ensayo tras otro, además de mantener su prolífica producción de artículos para congresos y encuentros diversos. A un ritmo de un libro por año, incluso dos o más, Ruiz-Domènec se ha convertido en el más constante medievalista europeo, el equivalente historiográfico al friso cinematográfico de Woody Allen sobre la contemporaneidad. Obviamente, la voz del historiador se ha ido definiendo, cada vez más narrador e intérprete. Hasta alcanzar el grado extremo en su nueva obra, El sueño de Ulises, donde retoma trabajos anteriores fechados en los años 80 o en libros más recientes como los dedicados al Mediterráneo o a la eterna crisis de Palestina (ambos de 2004). En cualquier caso, El sueño de Ulises, con subtítulo El Mediterráneo, de la guerra de Troya a las pateras, nos devuelve a los intereses más constantes de Ruiz-Domènec: la herencia que ha depositado la cultura mediterránea en la civilización occidental.

No hay notas a pie de página, aunque sí treinta y ocho páginas de comentarios bibliográficos con más de quinientas referencias de libros, además de un índice onomástico para facilitar la lectura saltarina, actividad perfectamente recomendable, pues si bien Ruiz-Domènec propone una serie de conclusiones al largo e intenso devenir de la historia mediterránea no es menos cierto que estas son esbozos, sugerencias muy personales, brillantes fragmentos de un gigantesco puzzle. Frente a una narrativa lineal y abrumadoramente académica, por más que lúcida –aunque sin riesgo– propuesta por David Abulafia (El gran mar, 2013), El sueño de Ulises es un relato collage, más cercano al Fernand Braudel del mundo mediterráneo cuando Felipe II (1949), historia de la longue durée.

Pero donde Braudel habla de geoestrategia y estructuras, Ruiz-Domènec saca a pasear las óperas de Verdi, los paraguas de Cherburgo o el hotel Cecil de Alejandría. Claro que también circulan por sus más de quinientas páginas las figuras de reyes y reinas, como el analfabeto Carlomagno, de guerreros, papas y políticos, pero son mucho más abundantes las apariciones de filósofos y novelistas, pintores, cineastas o aventureros. Maquiavelo, Marco Polo, lord Byron comprando la romántica idea de una nueva Grecia clásica, Joyce en Trieste, Chateaubriand en la Alhambra, Zorba, Cavafis y Theo Angelopoulos –los griegos–, Camus y Curzio Malaparte, las visiones de Dante, el joven Masaccio, los hermanos Lorenzetti, la familia cremonense de los Stradivari...

La muerte de los héroes, la tragedia como origen del sujeto mítico, el viaje como fundamento del comercio: actividad que generará la mayor prosperidad de las regiones costeras antes de la llegada de los 240 millones de turistas que reciben las playas mediterráneas cada año. Una cultura de mecenas y con religiones basadas en grandes frases, cuyos ingeniosos y cosmopolitas mercaderes originan el capitalismo primigenio: frente a la tesis weberiana que lo adjudica al norte protestante. El paisaje como vivencia, la belleza como objeto de deseo y sublimación del arte, el culto sacralizador a las ninfas y luego a las vírgenes, la lógica y el orden que geometriza por parte del clasicismo, la curiosidad del viajero… herencias mediterráneas todas ellas, pero ninguna con la fuerza y recurrencia de la aventura homérica de Ulises: el regreso a casa, que no es más que la metáfora de un mundo de infinitas geografías y etnias aunque de aspecto y universo único. Unas formas de vida compartidas en medio de un trasiego de pueblos y violencias. De ahí que la vuelta al hogar, la mera existencia de ese hogar, sea el sueño motor de la existencia de Ulises y de todos aquellos que desde la era megalítica han vivido cerca del mar de las mayores penínsulas del planeta.

La Historia es saber, o, mejor dicho, todo el saber es Historia, dice Gabriel Tortella en un reciente artículo. Y en esa lid, el historiador Ruiz-Domènec hace tiempo que se aureola como un verdadero sabio de nuestro tiempo, siempre desde una habitación con vistas al Mediterráneo del pasado para desvelar nuestro presente. ¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?, se preguntaba Goethe, verso retomado por la jardinera Helena Attlee para contar la historia de la citricultura italiana, sin olvidar que un patio con naranjos y azahares es el equivalente al paraíso porque constituye toda una metáfora de la infancia y del amor, la energía que da origen al hogar y al espíritu que regresa a la casa. Caminos de vuelta no exentos de peligros y pérdidas, como la liquidación de las ciudades cosmopolitas, el cisma entre las riberas norte y sur del mar, las salvajadas y ordalías impulsadas durante las cruzadas, las heridas del nacionalismo a la civilidad mediterránea, las guerras balcánicas y las balcanizaciones, la muerte en una patera…

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26 de febrero de 2022

Sergei Ilnitsky / Efe

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‘Goodbye, Lenin!’

 

Nikolái Gógol fue un académico frustrado. No obtuvo una plaza como profesor de historia mundial en la Universidad de Kíev ni completó su “historia de nuestra única y pobre Ucrania”. Tenía claro que buena parte de las cuestiones históricas se explican a partir de la geografía. Espacio de frontera, Ucrania constituye un lugar privilegiado para entender el mundo, pues es en los espacios de fricción donde los distintos relatos, mitos nacionales incluidos, se miran a los ojos. En esa misma época, Adam Mickiewicz impartía en el Collège de France, París, un curso sobre eslavos y redundaba en la idea de Ucrania como “pays de frontières”: una región donde colisionaban Asia y Europa. También recurría al léxico bélico: Ucrania como “campo de batalla” y “punto de encuentro de ejércitos de todo el mundo”.

Las fronteras son trazos sobre lo que antes era un ­folio­ en blanco. Una cordillera, un río o una costa no significan el principio ni el final de nada. Como invenciones humanas, son susceptibles de debate. Los límites, a menudo artificiales y arbitrarios, llevan la marca de la violencia y el colonialismo. Szymborska, con su fina ironía, se burlaba de las fronteras nacionales que cruzaban impunemente las nubes, los granos de arena, las sepias, la niebla, el polen de las estepas, y concluía: “Solo lo que es humano sabe ser verdaderamente extranjero”. El problema surge cuando las fronteras se afianzan en el espacio mental.

Identidad y frontera han sido un binomio prevalente en la mentalidad rusa. Lo fue en la época de Gógol y Mickiewicz cuando el poeta y diplomático Fiódor Tiútchev se preguntaba en Geografía rusa cuáles eran los confines de Rusia, y apuntó, no sin optimismo, que “del Nilo al Nevá, del Elba a China, del Volga al Éufrates, del Ganges al Danubio”. Esta formulación recuerda una anécdota reciente, de hace unos años: en una entrega de premios televisada, Putin preguntó a un alumno galardonado en un concurso de geografía dónde acababa Rusia. “En el estrecho de Bering, la frontera con Estados Unidos”, respondió el niño. “La frontera de Rusia no termina en ninguna parte”, corrigió Putin entre las risas del auditorio. Era el 2016, y Rusia se había anexionado Crimea y negaba que estuviera moviendo hilos en las regiones fronterizas de Donbass.

La cosa empeora cuando a identidad y frontera se les añade otro ingrediente: resentimiento. ¿Es nuevo para Moscú? Pues no. Cuando Dostoyevski hizo su primer viaje por Europa, “tierra de las sagradas maravillas”, no se quitó de encima la sensación de que le despreciaban por ser ruso. Ante el nuevo puente de Colonia creyó que el cobrador de la entrada le miraba con soberbia: “Sus ojos casi decían: ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso”, aunque, acto seguido, reconocía que “el alemán no dijo nada de eso, y hasta es posible que ni aun lo pensara, pero da igual: yo estaba tan seguro de que era eso lo que quería decir que acabé por enfurecerme”. No hay peor ultraje hacia sí mismo que el que uno construye, pues es el más difícil de eliminar.

Algo de todo esto rimaba en el reciente discurso de casi una hora de Putin a la nación. En su peculiar clase de historia, se confirmaba el principio de mecánica cuántica aplicada a las humanidades: cuando un gobernante observa la historia esta se modifica sin remedio. La momia de Lenin debió de revolverse en su mausoleo al verse señalada por haber cometido tamaño error con Ucrania. También que existe el llamado “síndrome de Weimar ruso” sobre las humillaciones pasadas que han de ser reparadas. Para Putin todo empezó en 1991, no con el Euromaidán, pues Occidente ve a Rusia como un enemigo mientras que la ingrata Ucrania es su caballo de Troya. Ninguna mención de su apoyo a la dictadura de Bielorrusia, la prensa amordazada, la disidencia proscrita, la reescritura de la memoria, la intromisión en elecciones ajenas, los envenenamientos. Putin no responde ante nadie. Eso sí: verbalizó su idea de enmendar algunos supuestos errores. Cuando algo se previsualiza, es más fácil que ocurra. Escribió Ismail Kadaré: “No existe adversidad o catástrofe, rebelión o crimen, que no proyecte su sombra en los sueños antes de materializarse en el mundo”. La geografía de los sueños no se rige por la fidelidad histórica y siempre es mejor echarles la culpa de todo a los muertos.

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25 de febrero de 2022

ELS JOGLARS TEATROS DEL CANAL fotografiado por el fotógrafo Pablo Lorente

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El tiempo está fuera de quicio

 

A veces las columnas te hablan antes de ser escritas. Por un lado, digamos el derecho, la mía me anima a escribir del Aristófanes de Els Joglars, y de cómo parodian ese reguero de conceptos que, de tanto repetirlos, se han desgastado igual que unos tejanos. Apelamos a la empatía las veinticuatro horas, marginando palabras que antes la comunicaban sin tanta pretensión, como cercanía o comprensión. Y ahí está la simpatía, esa cualidad efervescente arrinconada en nuestro mundo de empáticos antipáticos que, en su asunción de la moral dominante, uniformizan el pensamiento, a menudo tan global e intrascendente como esas cadenas de tiendas de camisetas replicadas.

El grupo teatral, en ¡Que salga Aristófanes! , se sirve de la cara B del teatro clásico, un contra-Sócrates y contra-Eurípides que, sin pretenderlo, inspiraría a generaciones de feministas: en su Lisístrata , las mujeres se declaran en huelga sexual hasta que se alcance la paz. La función, con un gigante Fontserè al mando, arremete también contra los derechos de los animales, la cancelación de artistas poco ejemplares, el lenguaje inclusivo, la sostenibilidad, las falsas denuncias de acoso –aunque los datos demuestren que son una anécdota– y hasta que exista un Ministerio de Cultura ¡y Deporte! Qué saludable ejercicio democrático es la crítica, y más aún cuando la sátira mezcla ruido con Schubert.

En cambio, por la izquierda, la columna me pide que repase los premios Goya, que reunieron todos los ingredientes del llamado pensamiento woke : la desigualdad de las mujeres, la galopante deshumanización de un mundo que ahoga al náufrago en lugar de salvarlo, los patrones abusones aplaudidos todavía por la moral del patriarcado o la necesaria pedagogía del perdón. El espectáculo nos ofrecía un espejo hiperbólico en el que unos se reconocían y otros se enajenaban.

“El tiempo está fuera de quicio”, exclama Hamlet. El fantasma del horizonte perdido ya planeaba en Shakespeare, y solo ha ido mudando de sábana. Hoy, sorprende aquel pensamiento de Virginia Woolf cuando anotó que hubo un día –ella lo fechó en 1910– en que el carácter humano cambió. Hoy en día seguimos pensando lo mismo, enrocados en la polarización de los bandos, atentos a la pretendida superioridad moral de la izquierda y al negacionismo de una derecha que satiriza las transformaciones de la experiencia sensible. Los tiempos están descoyuntados, sí, como siempre, por ello temblamos cuando se abren los escenarios, sea por la derecha o por la izquierda.

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25 de febrero de 2022
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Recuérdame lo infeliz que me siento lejos de todas tus leyes

«La gente se junta por atracción, porque le conviene o porque tiene miedo a la soledad, pero el amor es una flor muy rara», respondió Battiato al ser preguntado por su ausencia de parejas. Y tan rara. Battiato nunca buscó el éxito, meditaba dos veces al día y creía en la reencarnación. Una carrera de luces y sombras, algo así como un corazón del revés. Excéntrico, reaccionario y moderno. ¿Estrella del rock con aires de monje eremita? Yo digo que sí.

Hace unas semanas, Sílex Ediciones publicaba En presencia de Battiato, una biografía del artista siciliano a cargo del escritor Eduardo Laporte. Un consejo: si quieren leer un libro de tintes musicales, que sea este y no otro. No hace falta vestir canas para tener un bonito recuerdo atravesado por una canción de Battiato. Mesmamente, a finales del año pasado, mi padre y yo escuchamos la mítica Prospettiva Nevski en bucle mientras recorríamos La Mancha y sus carreteras interminables. «E il mio maestro mi insegnò com’è difficile trovare l’alba dentro l’imbrunire».

Battiato, místico sin igual, dueño de una visión del mundo terriblemente espiritual, algún problema psiquiátrico por el camino y unos títulos de canciones que bien podrían leerse como un poema. Con tan sólo 19 años, el joven Francesco, se mudó a Milán, epicentro de la industria musical italiana, con una firme convicción: convertirse en Franco Battiato. Lo logró. Pasó por diversos trabajos de supervivencia, como mozo de almacén o repartidor, y abundantes horas de autodidactismo, desde instrumentos sacros como el armonio del sacerdote de su pueblo hasta su primer gran amor, la guitarra. Poderosa sensibilidad. Todos hemos empezado alguna vez, con o sin corriente gravitacional. En palabras de Pablo d’Ors, «Dios no está al final de la búsqueda, sino en la búsqueda misma».

Una vez leída esta suerte de biografía nostálgica, una se pregunta por qué nos empeñamos en hacer algunas cosas sin espíritu, ¿acaso sirve de algo? Todas las épocas han sido las mejores para el peor de los vacíos existenciales. Aun así, una certeza: las canciones de Battiato nos servirán de guía para estos tiempos y los que tengan que venir.

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23 de febrero de 2022
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Dos abrecartas

 

Al hablar, mientras concluía El abrecartas, de testamento (“testamento vital” fueron sus palabras exactas), Luis de Pablo no hacía referencia a un legado o última voluntad, sino a una ligazón personal con la historia de su país, ya que en esta ópera, de un modo muy distinto al de las anteriores (que partían de libretos fantásticos o alegóricos), el músico aportaba su propia vida y mostraba sus aspiraciones, las logradas y las defraudadas. De ahí su deseo de poner música a lo que él había sabido ver en mi novela, articulada como un relato epistolar de vencedores y vencidos, de vividores sin escrúpulos y supervivientes rotos, tan pasionales como desdichados.

No descubro nada al señalar que de Pablo era un hombre de cultura amplísima y profunda, en la que la música, o mejor diríamos las músicas, de todo tiempo y de aquí y de allá, constituía además de su vocación otro de sus afanes, siendo igualmente sus conocimientos literarios en poesía y narrativa casi infinitos en cinco o seis lenguas, que hablaba, por lo demás, fluidamente. Aun así quedé sorprendido, entonces y al releerla ahora, por lo que me escribió en una carta del 29 de octubre de 2006, o sea, pocas semanas después de publicarse el libro de El abrecartas y ya leído por él. Generoso en el elogio, Luis me decía lo siguiente: “has escrito la novela de un par de generaciones: la mía y la tuya. Quizá eso sea lo que tanto me ha llegado, porque hay en ella gestos, decires, situaciones, amores, odios, personas vivas (¡y muertas!) que han sido los míos…y los de tanta gente.”

En tanto que autor de la misma, yo la definiría como novela-río llena de meandros y surcada por figuras reales y ficticias de la España del siglo XX, que se intercambian versos y amenazas, que se escriben cartas de amor y mensajes secretos que no llegarán a su destino aunque otros los leerán y manipularán. Una novela histórica contemporánea contada sin un punto de vista pero con muchas voces. Una novela, por tanto, que no tiene narrador sino narradores, y que ahora, gracias al crisol de la ópera, se convierte en una anti-epopeya coral amarga y animada por las citas musicales y los brotes poéticos.

Luis de Pablo murió sin llegar a oír cantada y tocada la música por él compuesta a partir de la letra (libreteada por mí libremente) de las primeras 220 páginas de mi novela El abrecartas, ciñéndola, según una proposición suya que acepté sin dudar, a los años y los protagonistas de la primera mitad de siglo. Quizá en algunos rasgos de los inventados Rafica, Setefilla, Manuela o Alfonso se pueda adivinar, al otro lado del espejo en el que todos se reflejan, la España de una segunda mitad más prometedora y tolerante, que en tanto que libreto de ópera queda ahora guardado en un archivo como un texto indeciso y sólo imaginado en la palabra escrita.

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23 de febrero de 2022

Puente de Isabel II, conocido como puente de Triana, en Sevilla.

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Ciudad

 

Es para mí una obligación volver cada año a Sevilla tratando de entender el tránsito del poder, el giro de la Fortuna

 

Durante dos siglos fue Sevilla la capital de Europa, que es como decir del mundo porque el mundo nuevo que estaba emergiendo lo hacía justo en los talleres, dársenas, atarazanas y palacios sevillanos. No lo digo para gloria de Sevilla, sino para memoria nuestra. Es para mí una obligación volver cada año a aquella ciudad tratando de entender el tránsito del poder, el giro de la Fortuna.

Hace justo 100 años, en 1921, publicaba Chaves Nogales uno de sus primeros y juveniles libros, La ciudad, magníficamente editado por Ignacio Garmendia en la imprescindible Obra completa del escritor (Libros del Asteroide). Es instructivo ver si algo queda de la Sevilla de hace un siglo. La prosa del Chaves veinteañero no es aquella navaja afilada en un pedernal de inteligencia como lo fue la del Chaves adulto, pero así y todo da una idea muy fina de cuáles eran los grandes palos que aún permitían navegar a la nave hispalense y dejan ver, en transparencia, lo que de ellos queda hoy en día, que es muy poco.

Algunos elementos esenciales son ahora algo distinto e incluso opuesto. En tiempos de Chaves el paseo del Guadalquivir era para la nobleza, como los Campos Elíseos de París. El camino era entonces limitado (“desde el Puente de Triana hasta la Villa Rosa”) y es hoy kilométrico, pero el cambio mayor es que entonces era río y hoy no lo es. Se trata de una deidad muerta, aunque su simulacro actual posea un encanto indudable. Fue necesario matarlo porque era un dios antropófago, como los aztecas, y devoraba sevillanos en cada crecida. Otras divinidades no han cambiado, así el Jesús del Gran Poder, que sigue estremeciendo a quienes lo ven volar por las calles en Semana Santa.

Abre el libro una frase lapidaria: “En nuestra ciudad, la muerte es siempre un asesinato”. Hay que evitar morirse en Sevilla, de modo que, ¡ea!, allá me voy.

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22 de febrero de 2022
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El Boomeran(g)
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