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‘Goodbye, Lenin!’

Por 25 de febrero de 2022 Sin comentarios

Sergei Ilnitsky / Efe

Marta Rebón

 

Nikolái Gógol fue un académico frustrado. No obtuvo una plaza como profesor de historia mundial en la Universidad de Kíev ni completó su “historia de nuestra única y pobre Ucrania”. Tenía claro que buena parte de las cuestiones históricas se explican a partir de la geografía. Espacio de frontera, Ucrania constituye un lugar privilegiado para entender el mundo, pues es en los espacios de fricción donde los distintos relatos, mitos nacionales incluidos, se miran a los ojos. En esa misma época, Adam Mickiewicz impartía en el Collège de France, París, un curso sobre eslavos y redundaba en la idea de Ucrania como “pays de frontières”: una región donde colisionaban Asia y Europa. También recurría al léxico bélico: Ucrania como “campo de batalla” y “punto de encuentro de ejércitos de todo el mundo”.

Las fronteras son trazos sobre lo que antes era un ­folio­ en blanco. Una cordillera, un río o una costa no significan el principio ni el final de nada. Como invenciones humanas, son susceptibles de debate. Los límites, a menudo artificiales y arbitrarios, llevan la marca de la violencia y el colonialismo. Szymborska, con su fina ironía, se burlaba de las fronteras nacionales que cruzaban impunemente las nubes, los granos de arena, las sepias, la niebla, el polen de las estepas, y concluía: “Solo lo que es humano sabe ser verdaderamente extranjero”. El problema surge cuando las fronteras se afianzan en el espacio mental.

Identidad y frontera han sido un binomio prevalente en la mentalidad rusa. Lo fue en la época de Gógol y Mickiewicz cuando el poeta y diplomático Fiódor Tiútchev se preguntaba en Geografía rusa cuáles eran los confines de Rusia, y apuntó, no sin optimismo, que “del Nilo al Nevá, del Elba a China, del Volga al Éufrates, del Ganges al Danubio”. Esta formulación recuerda una anécdota reciente, de hace unos años: en una entrega de premios televisada, Putin preguntó a un alumno galardonado en un concurso de geografía dónde acababa Rusia. “En el estrecho de Bering, la frontera con Estados Unidos”, respondió el niño. “La frontera de Rusia no termina en ninguna parte”, corrigió Putin entre las risas del auditorio. Era el 2016, y Rusia se había anexionado Crimea y negaba que estuviera moviendo hilos en las regiones fronterizas de Donbass.

La cosa empeora cuando a identidad y frontera se les añade otro ingrediente: resentimiento. ¿Es nuevo para Moscú? Pues no. Cuando Dostoyevski hizo su primer viaje por Europa, “tierra de las sagradas maravillas”, no se quitó de encima la sensación de que le despreciaban por ser ruso. Ante el nuevo puente de Colonia creyó que el cobrador de la entrada le miraba con soberbia: “Sus ojos casi decían: ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso”, aunque, acto seguido, reconocía que “el alemán no dijo nada de eso, y hasta es posible que ni aun lo pensara, pero da igual: yo estaba tan seguro de que era eso lo que quería decir que acabé por enfurecerme”. No hay peor ultraje hacia sí mismo que el que uno construye, pues es el más difícil de eliminar.

Algo de todo esto rimaba en el reciente discurso de casi una hora de Putin a la nación. En su peculiar clase de historia, se confirmaba el principio de mecánica cuántica aplicada a las humanidades: cuando un gobernante observa la historia esta se modifica sin remedio. La momia de Lenin debió de revolverse en su mausoleo al verse señalada por haber cometido tamaño error con Ucrania. También que existe el llamado “síndrome de Weimar ruso” sobre las humillaciones pasadas que han de ser reparadas. Para Putin todo empezó en 1991, no con el Euromaidán, pues Occidente ve a Rusia como un enemigo mientras que la ingrata Ucrania es su caballo de Troya. Ninguna mención de su apoyo a la dictadura de Bielorrusia, la prensa amordazada, la disidencia proscrita, la reescritura de la memoria, la intromisión en elecciones ajenas, los envenenamientos. Putin no responde ante nadie. Eso sí: verbalizó su idea de enmendar algunos supuestos errores. Cuando algo se previsualiza, es más fácil que ocurra. Escribió Ismail Kadaré: “No existe adversidad o catástrofe, rebelión o crimen, que no proyecte su sombra en los sueños antes de materializarse en el mundo”. La geografía de los sueños no se rige por la fidelidad histórica y siempre es mejor echarles la culpa de todo a los muertos.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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