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El tiempo de la luz en la obra de Leticia Feduchi

Por 27 de febrero de 2022 Sin comentarios

Sònia Hernández

He aprendido un poco tarde que madurar significa ir asimilando el dolor y la belleza, así, simultáneamente. Dos fuerzas que determinan lo que somos y nuestra capacidad para la percepción y la construcción de las formas de la realidad. Es imprescindible asumirlo para poder sobrevivir a un día en que, con pocas horas de diferencia, empieza una guerra que, aunque lejos, también ha de ser determinante para la evolución de lo que María Zambrano describió como la vida derramándose; y, después, se inaugura una exposición que exalta la belleza que desvelan la luz y el color creando formas.

Leticia Feduchi inauguró su exposición “Sol” en la barcelonesa Sala Parés el mismo día que las tropas de Rusia entraban en Ucrania. Entonces, los cuadros de la pintora barcelonesa nacida en Madrid se convierten en refugio, y no me refiero únicamente a las escenas de interior –reflejo de su taller–, sino, especialmente, a los paisajes. Éstos constituyen tal vez la principal novedad de la exposición que puede visitarse hasta el 17 de abril, puesto que ella siempre había hablado de su dificultad para abordar el paisaje.

Pero tampoco son paisajes strictu sensu, mejor podrían definirse como retratos de grupos de árboles que quieren crear un lugar. Sus bodegones habituales también eran y son un paisaje. Los frutos –otra vez las granadas adquieren un protagonismo hipnotizador– nos trasladan inevitablemente a la naturaleza, en un nuevo movimiento en una obra caracterizada, sobre todo, por la coherencia. El suyo es un movimiento causado por la insatisfacción, por esa necesidad zambraniana de las raíces que van buscando la luz para ofrecer un cuerpo.

Los cuadros que ahora presenta fueron pintados en verano del año 2020, en Mallorca. Asegura que en ellos ha creado una ventana o marco abstracto para delimitar, para no perderse en la inmensidad, para no diluirse. Paradójicamente, necesita dirigirse al exterior para tener un metro cuadrado que permita pisar suelo firme. Es su manera de poner unos límites a la imagen, a la representación, con la intención de aprehender el objeto que se materializa. Hasta ahora, había combatido la amenaza de la dispersión cerrándose en su estudio, abordando objetos muy concretos, a veces descontextualizándolos. Magnífica retratista, su manera de operar exige llevar a su terreno aquello que quiere representar, aunque luego los ubique sobre unos fondos blancos, indefinidos, regidos por una estricta distribución arquitectónica.

A ese criterio de proximidad atribuye el hecho de pintar su autorretrato: porque es el que tiene más disponible. Pero no siempre dice la verdad, o no toda la verdad, o no toda la verdad que su trabajo revela. Como si también al hablar quisiera delimitar un fragmento de la realidad en la que sentirse cómoda, sin grandes narraciones ni especulaciones discursivas en las que lo tangible se pierda de vista. Las formas se hacen necesarias para reconocer la materia, aunque acaben revelándose como insuficientes, porque ya ha renunciado a los fondos realistas que cubrían todo el lienzo o toda la madera con los que experimentó en otro momento de su trayectoria. Esa incapacidad para reconocer la complejidad se intuye del diálogo entre las figuras y un entorno con más tendencia a la abstracción.

Tal vez sea esa combinación la que, desde la firmeza de la artista, consigue que quien observa acabe diluyéndose en la vida que se derrama en esos objetos, en la vida del paisaje. Toda esa vida es el tiempo que pasa sobre ellos, el que pasa sobre nosotros y Feduchi es capaz de encarnar. Todo es un retrato y ya hemos dicho que ella es una magnífica retratista. El latido que desprenden las figuras conecta y se sincroniza con nuestra respiración. No solo vibran las figuras, vibra la pintura en ella misma porque ya hemos dicho que consigue que sea vida, el tiempo en sus diferentes experiencias: pasado, presente o futuro.

Afirma Feduchi que al entregarse al paisaje se ha liberado. Por fin se ha abandonado a esa vibración que siempre estuvo latiendo en su trabajo, dejando un poco de lado el análisis cerebral de la composición. Ha pasado de querer entender todo lo que sucede en el fenómeno de la pintura a permitirse sentirla plenamente. Con el título de la exposición, “Sol”, ofrece un redescubrimiento. La luz siempre ha sido clave en su obra, permitiendo los matices de las diferentes texturas y los contornos. Sin embargo, en sus bodegones, el origen de la luz parecía no tener importancia, sencillamente era una condición necesaria para encarnar los objetos. Ahora, en su movimiento al exterior, la fuente adquiere el protagonismo menoscabado. Queda dentro el misterio que da forma a frutas, botellas, sillas, tejidos e incluso rostros para salir hacia la respuesta. Sin embargo, de la misma manera que los frutos de los bodegones descansan equilibradamente sobre un fondo abstracto aunque de una lógica arquitectónica, los árboles tampoco muestran un paisaje completo. Inevitablemente, sigue el misterio porque sabe que la respuesta nunca puede ser la más evidente. Los días y los paisajes luminosos también pueden ser tristes y dolorosos, espejismos de dicha imposible. En la incidencia de la luz en el cuerpo encuentra una respuesta: la sensación, el latido, que no deja de ser otro misterio. O sea, que volvemos a empezar. Acepta un cierto hedonismo, es cierto, pero asimilando la irresolución de lo ignorado.

Otra constante que ahora nos permite reinterpretar es la constatación de que para buscar la luz hay que aceptar la presencia de las sombras. Pienso en el rastro del lápiz o del carbón, convertido también en sombra. El sol y/o la luz tropiezan con la materia y/o cuerpo para mostrar la forma que hemos alcanzado, a la vez que proyecta una sombra, que es tiempo. También es pasado, nos desprende de nuestro cuerpo o nos duplica. Si nos dejamos llevar, nos arrastra un vértigo que calificaría audazmente como cuántico: si la luz que recibimos es de un sol de hace miles de años, ¿este hecho qué nos dice sobre la sombra y sobre lo que desvela una luz tan antigua, casi fantasma? El rastro del lápiz inicial presente en las obras de Feduchi es lo que la imaginación, como luz, proyectó, y permanece aunque su forma no prosperara, aunque el desborde de la vida hecha pintura produjera otras figuras diferentes a las que aspirábamos.

Pero ya se ha convenido que Leticia Feduchi se ha hecho más hedonista, así que disfrutemos con ella de esta salida al exterior, de este reconocimiento del sol como motor, asumamos el misterio privilegiado que es la vibración, los latidos y la respiración.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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