Vicente Molina Foix
Al hablar, mientras concluía El abrecartas, de testamento (“testamento vital” fueron sus palabras exactas), Luis de Pablo no hacía referencia a un legado o última voluntad, sino a una ligazón personal con la historia de su país, ya que en esta ópera, de un modo muy distinto al de las anteriores (que partían de libretos fantásticos o alegóricos), el músico aportaba su propia vida y mostraba sus aspiraciones, las logradas y las defraudadas. De ahí su deseo de poner música a lo que él había sabido ver en mi novela, articulada como un relato epistolar de vencedores y vencidos, de vividores sin escrúpulos y supervivientes rotos, tan pasionales como desdichados.
No descubro nada al señalar que de Pablo era un hombre de cultura amplísima y profunda, en la que la música, o mejor diríamos las músicas, de todo tiempo y de aquí y de allá, constituía además de su vocación otro de sus afanes, siendo igualmente sus conocimientos literarios en poesía y narrativa casi infinitos en cinco o seis lenguas, que hablaba, por lo demás, fluidamente. Aun así quedé sorprendido, entonces y al releerla ahora, por lo que me escribió en una carta del 29 de octubre de 2006, o sea, pocas semanas después de publicarse el libro de El abrecartas y ya leído por él. Generoso en el elogio, Luis me decía lo siguiente: “has escrito la novela de un par de generaciones: la mía y la tuya. Quizá eso sea lo que tanto me ha llegado, porque hay en ella gestos, decires, situaciones, amores, odios, personas vivas (¡y muertas!) que han sido los míos…y los de tanta gente.”
En tanto que autor de la misma, yo la definiría como novela-río llena de meandros y surcada por figuras reales y ficticias de la España del siglo XX, que se intercambian versos y amenazas, que se escriben cartas de amor y mensajes secretos que no llegarán a su destino aunque otros los leerán y manipularán. Una novela histórica contemporánea contada sin un punto de vista pero con muchas voces. Una novela, por tanto, que no tiene narrador sino narradores, y que ahora, gracias al crisol de la ópera, se convierte en una anti-epopeya coral amarga y animada por las citas musicales y los brotes poéticos.
Luis de Pablo murió sin llegar a oír cantada y tocada la música por él compuesta a partir de la letra (libreteada por mí libremente) de las primeras 220 páginas de mi novela El abrecartas, ciñéndola, según una proposición suya que acepté sin dudar, a los años y los protagonistas de la primera mitad de siglo. Quizá en algunos rasgos de los inventados Rafica, Setefilla, Manuela o Alfonso se pueda adivinar, al otro lado del espejo en el que todos se reflejan, la España de una segunda mitad más prometedora y tolerante, que en tanto que libreto de ópera queda ahora guardado en un archivo como un texto indeciso y sólo imaginado en la palabra escrita.