Skip to main content
Category

Blogs de autor

Vicente Molina Foix y Javier Marías en la Feria del Libro de Madrid. / Archivo familiar

Blogs de autor

Una vida escrita por Javier Marías

Por alguna razón de origen misterioso me temo que ya insoluble, Javier Marías y yo dejamos de vernos en los primeros meses del año 2000, después de una larga y profunda amistad iniciada en 1968 entre juegos malabares (de él) y acrecentada por encuentros y llamadas telefónicas, a menudo diarias, desde 1969, o sea, durante más de treinta años. Fuimos en esas décadas los mejores amigos; los primeros en acudir en socorro mutuo cuando hacía falta (y la hizo, en un par de ocasiones), y él y yo los últimos de la variada pandilla madrileña (María Vela Zanetti y su hermano Pepe, Eduardo Calvo, Isabel Oliart, Pabluco García Arenal, Fernando Savater, Antonio Gasset, Ángel González García, entre otros) en retirarse, caminando ya solos Javier y yo en las noches cálidas desde el Paseo de Recoletos hasta su calle de Vallehermoso, o en sentido contrario hasta los chaflanes de Castellana y General Oráa, calle y zona de notable importancia en el nomenclátor de dos de sus mejores novelas. Más de una vez por semana volvíamos a nuestros respectivos domicilios, con itinerarios distintos, del cine, una pasión compartida, aunque Javier, si la película era larga, se impacientaba, se tocaba los labios y acababa la proyección, de un modo para mí incongruente, con el pitillo apagado en la boca, palpándolo con algo parecido al ardor sensual. Pero no se iba de la sala, como buen cinéfilo, antes de que acabasen los títulos de crédito finales, por farragosos que fueran; solo en la calle encendía con fuego real sus cigarrillos, por entonces en toda su potencia, es decir, sin los escamoteos en la nicotina y las mentolizaciones a las que Javier, bastante tiempo después, se avino de mala gana. Sin embargo el tabaco, habiendo sido yo toda mi vida un riguroso no-fumador atormentado por un trauma infantil al que pronto le supe ver, sin psiquiatría, su lado saludable, no fue la causa del declive que empezó con el nuevo siglo.

De izquierda a derecha: Federico Campbell, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías y Vicente Molina Foix.
De izquierda a derecha: Federico Campbell, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías y Vicente Molina Foix. Archivo familiar. 

 

El comienzo de nuestro alejamiento amical tuvo el aviso de una costumbre rota, la cena de fin de año que se hacía en mi piso de Madrid con otros amigos de entonces, también muy queridos; la llamábamos, sin serlo culinariamente, el banquete de los huerfanitos, y en una de esas noches de San Silvestre los huerfanitos atentos a las doce uvas, y sobre todo Javier y yo, nos reímos a carcajadas con Martes y Trece y su famoso sketch de la empanadilla, que hoy quizá tendría la consideración de improcedente, pues Encarna Sánchez quedaba zaherida y los dos cómicos, sin ser mujeres, hacían con una gracia extraordinaria de marujonas. Javier y yo, a los que nos ha gustado mucho siempre ver a otros, más profesionales, hacer imitaciones de gente famosa y escritores conocidos, llegamos a atrevernos en su día a hacerlas nosotros mismos, por separado y a dúo, ante un selecto público amistoso pero muy exigente; al mimetizar cariñosamente, por ejemplo, un truculento relato épico del matrimonio Cabrera Infante/Miriam Gómez, yo sudaba tinta para poder igualar la música y el acento de Guillermo que mi co-intérprete Javier bordaba, gracias a sus antecedentes familiares cubanos.

De literatura no se solía hablar en los cotillones, pero sí, y mucho, en las horas de paseo y cháchara post-cinematográfica. Javier —como otros amigos novelistas y yo mismo he hecho más de una vez— tomó la costumbre de pasar a consulta a mí y a Juan Benet y a alguna otra persona amiga que no sabría precisar sus originales mecanografiados antes de mandarlos al editor. Había poco que corregir o sugerir, aunque en su primera novela Los dominios del lobo, escrita siendo él aún teenager, además de proporcionarle el título le di un consejo, que siguió: eliminar una larga lista preliminar de nombres de escritores, cineastas, actores, películas y libros que le habían guiado en la escritura de su ya muy original ópera prima. Daban, en mi opinión, demasiadas pistas o imágenes: “o publicas la lista o publicas el libro; ambas cosas juntas se hacen sombra la una a la otra”.

Pero el 31 de diciembre de 1999, por razones que no me quedaron del todo claras, Javier no podía venir al banquete, que sin él quedó deslucido; faltó quorum. Estuvimos en mi casa siguiendo las campanadas del último día del siglo XX solo tres de los huerfanitos fundacionales, haciendo a última hora una pequeña leva de amigos ya cenados para continuar la fiesta en algún local. ¿Las uvas de la ira?

Los contactos siguientes entre Javier y yo se hicieron ya por fax, y, sin ninguna trifulca ni palabras más altas que otras, empezó una larga travesía del desierto de la amistad. Una cinta suya de VHS prestada y quizá retenida por mí indebidamente, y una frase tal vez mal expresada por mí o malinterpretada por la periodista que me la oyó y se la trasmitió fueron motivo de diferencias y de un recelo que desembocó en frialdad y distancia, ambas, pronto se vio, irreparables.

Esa amistad dejada morir, más por su parte que por la mía, viendo seguramente él en mí una culpa mayor que yo no vi entonces ni he sabido encontrar después, pasó —hablamos de más de veinte años— por diversas fases. Un comienzo algo beligerante no desprovisto de humor en las bromas suyas sobre mí, gruesas o leves, que me llegaban por intermediarios no siempre malintencionados; o los chascarrillos míos sobre el Reino de Redonda, haciendo circular el falso disparate de que el remoto y minúsculo islote no por ello dejaba de tener sus fuerzas armadas y su fiesta nacional, día en el que la nobleza ducal, presidida por Su Majestad Xavier I, asistía bajo palio al desfile de los plebeyos, uniformados todos con el estrafalario traje regional redondino y un mosquetón al hombro. Pienso, sin embargo, que si esta cándida burla le llegó, Javier, que tenía un gran humor travieso, le habría sacado punta no hiriente a mi payasada.

Hubo también treguas escritas: una cariñosa carta suya de pésame a la muerte de mi madre, a quien no conoció, y una mía al morir a fines del 2005 su padre don Julián, figura siempre amable en el piso de la calle Vallehermoso y en los cines madrileños, contestada por Javier con largueza y prontitud. O recados de buena voluntad a mano o vocales, trasmitidos a través de Mercedes López-Ballesteros y Julia Altares, grandes amigas suyas y mías, cuando uno y otro nos enterábamos de que nuestro antiguo amigo estaba seriamente enfermo o iba a operarse a corazón abierto. Pero también algún mensaje cifrado, for your eyes only, en artículos o declaraciones de ambos: guiños secretos, pullas encubiertas.

Una novela mía que le mandé, ya muy entrado el siglo XXI, dedicada, (estos envíos librescos los proseguimos recíprocamente hasta hace poco, con grados variables de calor o simpatía a secas) contenía, en la nota de acompañamiento, una invitación tímida a un encuentro en Madrid con cita previa (fortuitos los hubo antes). Sin rechazarlo él expresamente, tal encuentro quedó en suspenso. Hasta hoy, y él ya no puede venir.

En este memorial que escribo cuarenta horas después de la llorada muerte de Javier no me detengo en sus novelas, cuentos y artículos, que tendrán sin duda muchas y más ecuánimes glosas en otros periódicos y medios de todo el mundo. Pero sí quiero hablar, aunque él no me oiga, de una obra suya desconocida, tal vez, usando el famoso título de Balzac, une chef-d’-oeuvre inconnu, que podría además no ser la única en su registro.

En una de las primeras noches del confinamiento de marzo del 2020 busqué, por alusiones a Javier Marías del libro de la correspondencia privada de Jaime Salinas que yo acababa de leer, las cartas de este dirigidas a mí. Y como soy un lector incansable de esa para-literatura que componen los epistolarios, los diarios personales, las memorias o los dietarios, seguí explorando en mi archivo, y, ya enviciado, tiré del hilo de la curiosidad, que me hizo reparar en que la mayor cantidad epistolar que conservo es la de Javier Marías: 238 exactamente, contando las tarjetas postales abigarradamente escritas, los faxes tan amados por él hasta que el progreso los hizo desaparecer, las cartas breves de texto pero ricas en adornos dibujados, deliciosos juegos de palabras en el remite y otras trastadas cuasi dadaístas, y lo que es mayoría, las cartas muy extensas, alguna escrita a máquina, casi todas a mano y no pocas de entre seis y diez páginas de letra pequeña pero muy legible en la tinta de su doble cara, lo que me hace calcular, a ojo de buen cubero (no soy muy matemático) una cifra total de más de mil páginas. Así que celebré mi semana Marías en orden cronológico: el relato privado del antiguo amigo, del mayor novelista vivo aún entonces vivo, que en la primera de todas sus cartas a mí dirigidas, una postal fechada el 7 de julio de 1970, tiene en su cara A una hermosa imagen de los claustros románicos de San Juan de Duero, y en el reverso habla en tono jovial de dos de sus constantes, su amor por las mujeres y Benet: “He encontrado a la mujer que me hará feliz, pero aún no sé cómo se llama ni dónde vive, y me voy el jueves. ¿Terrible, no? ¿Has visto la indignación suscitada por D. Juan [Benet] en los lectores de “Triunfo”? Todo divino, ¿no crees? Abrazos Javier.”

Pero ese muchacho de 18 años que mandaba su postal románica a una playa alicantina en julio de 1970 creció y siguió escribiendo, no solo novelas. En mis noches pandémicas de aquel funesto mes de marzo estuve leyendo con gran placer y asombro, íntegramente, esa correspondencia de Marías que alcanza hasta el 2019: una narración de su vida por entregas, un escritor también dotado de talento en el difícil arte de autoescribirse. Fui un privilegiado que no puede repartir su suerte.

De izquierda a derecha: Frederic Amat, Vicente Molina Foix, Javier Marías y Fernando Savater en una exposición de Amat en 1992 en Madrid.

De izquierda a derecha: Frederic Amat, Vicente Molina Foix, Javier Marías y Fernando Savater en una exposición de Amat en 1992 en Madrid. Archivo familiar. 

 

Pues es imposible ignorar que Javier Marías dio a conocer más de una vez que estaba en contra del “valor desmedido que hoy se otorga a los diarios, las memorias, las autobiografías y las cartas de los escritores, en tanto que documentos capitales para forjar sus biografías […] creo que más bien se trata de chismorreo para letraheridos, especialistas y estudiosos” (cito fragmentos de dos de los artículos de JM en su sección dominical de EPS titulada La zona Fantasma). Y también es sabida su negativa a publicar correspondencias suyas con otros, decisión que, supongo, sigue en firme, o encomendada a la voluntad de sus herederos.

Se cita a menudo el caso de Kafka como prototipo del escritor que no quería pasar a la posteridad más allá del corto límite de publicaciones que él se marcó en vida. Pero hubo en esta historia un traidor, Max Brod, el íntimo depositario (y más tarde biógrafo) que desoyó la voluntad de su amigo Franz y dio a conocer no solo las novelas que el checo nunca quiso publicar en vida sino los diarios y correspondencias, que forman hoy un fundamental corpus literario del siglo XX. Javier ha dejado una obra extraordinaria y abundante, pero yo no seré en la pequeña parte que me corresponde como poseedor físico de esos 238 documentos quien viole los designios de Marías, al que además le protege la ley de propiedad intelectual, sobre la que él mismo, por cierto, expresó quejas de abuso comparativo respecto al tiempo en que los derechos de autor pasan a ser de dominio público en nuestra legislación.

No seré traidor pero lo lamentaré, eso sí. La banalización de las intimidades y la maledicencia denunciada por Javier Marías en estos tiempo de destape frecuentemente obsceno es evidente, pero aquí hablamos de literatura, no de cotilleo banal, que a veces se suprime de unas memorias, con el acuerdo de las partes, primando lo que en este caso también es relevante: la altura literaria, el valor narrativo, la intrahistoria de una generación y una época vistas desde la lucidez y la máxima depuración expresiva.

Como me consta que Javier escribió muchas cartas en su vida y a mucha gente, conocida o desconocida, que tanto nos gustaría leer a sus admiradores, me pregunto qué destino les reservaba a las que tenía él en su poder, y qué esperaba del de las suyas. Hace muchos años, en la dictadura, un escritor más que amigo destruyó las que tenía en una maleta por temor a que la policía de Franco, y el consiguiente Tribunal de Orden Público, le empapelase por afrenta a las buenas costumbres. Hoy ya no existen esas cortapisas ni esos miedos. Y la única manera que hay de impedir que algo nuestro lo vean ojos ajenos, si es eso lo que se decide voluntariamente, es hacer una pira y quemarlo. Otra pérdida.

Leer más
profile avatar
18 de octubre de 2022
Blogs de autor

La condición vulnerable y el abrazo de la Cultura

La condición vulnerable no es una esencia ni una substancia. Es una estructura, una manera de estar en el mundo aceptando la fragilidad inherente al ser humano. En este momento en que nos hacen creer que es tan necesario posicionarnos y definirnos a través de un lenguaje cada vez más (falsamente) específico y reductor, aceptarse dentro de la condición vulnerable nos permite abandonarnos a la ambigüedad. De nuevo, como en la novela de Vila-Matas, la ambigüedad como un paso adelante de la contradicción. Porque la existencia no puede ser sino una ambigüedad, aunque la neurociencia y la investigación en el genoma humano aparentemente hayan descubierto todos los mecanismos y sistemas que explican que se produzca la vida. Ambigüedad porque al final muchos y muchas se encuentran en la conclusión de que el único sentido es que no hay ningún sentido.

Ese sinsentido es el punto de partida de la filosofía literaria a la que da forma y propugna Joan-Carles Mèlich. La ha ido construyendo a lo largo de todos sus libros, pero es en La condició vulnerable (Arcàdia, 2018, con reimpresión en 2019, y una delicada y magnífica obra de Leticia Feduchi en la cubierta) donde la ofrece más instructivamente. Utilizo el verbo “ofrecer” reivindicando su significado más literal y todos sus matices; de la misma manera que lo hago con el adverbio “instructivamente”. El profesor y pensador Mèlich trasciende todo academicismo y erudición para estar cerca de las personas con quien quiere comunicarse. Es el entusiasmo de quien quiere compartir la desesperación asimilada, combatida y nunca superada, porque el drama de la existencia no puede superarse. Y, además, con una escritura muy cuidada y acertada a la hora de crear el espacio sensitivo, la ontología propicia para que se produzcan las imágenes que modela. De la misma manera que Camus en El mito de Sísifo recorrió las principales metafísicas –que el sartriano autor de La condició vulnerable nos hace ver como superestructuras totalitarias que imponen dogmas a través de un uso indistinto de moral y ética– para denunciar que, al final, todas acababan sucumbiendo a la necesidad de creer en algo trascendente, en este reconfortante libro, se nos muestra que lo más urgente es aceptar que la vulnerabilidad estructura todo lo que nos pasa, porque somos seres pasionales, somos lo que nos pasa, y no lo que el destino, la providencia o las estructuras de poder pretenden que seamos.

Una vez apalabrado el pacto con el sinsentido, se trata de hacer de la precariedad virtud. He aquí la idea más alentadora de Mèlich, el origen de su atractivo entusiasmo. La (hiper)sensibilidad no es una enfermedad, o tal vez sí lo es, pero eso tampoco es ningún problema en una sociedad absolutamente enferma, una sociedad en la que sólo se sobrevive con una ética de dualidad, entre dos, en la que tú y yo aceptamos cuidarnos. Cuidados que son gestos con los que se construye cada uno de los días que nos toque vivir.

Por suerte –seguimos haciendo de la necesidad virtud–, quien acepte su condición vulnerable puede encontrar otros consuelos que le protejan de la intemperie. La obra de Joan Carles Mèlich es un buen ejemplo. Siendo conscientes de ello o no, contamos con toda una tradición cultural que ha dado forma y ha descrito la vida vulnerable, ambigua y sometida a la contingencia. Qué revelación supone llegar a un territorio en el que de pronto nos reconocemos, donde la literatura no es un mero pasatiempo, donde la poesía proyecta imágenes que son aliento, donde el teatro amplía las escenas que experimentamos como existencia, donde el arte nos lleva a espacios eternos. Trato de imaginar el conmovedor consuelo que supone la escritura o cualquier otra forma de expresarse para quien es capaz de mantenerse con vida mientras encuentra sentido al absurdo ejercicio de crear imágenes que representan lo que duele aunque no tenga forma porque es una ausencia. Ya no se trata de hacer visible lo invisible, porque ya nos advirtió Gabriel Ferrater que cuando lo inefable nos tienta es fácil morir devorado. Para Mèlich, la forma del dolor está clara: es nuestro cuerpo y cuanto siente, necesita, reclama y pierde.

El poder lenitivo de la Cultura. Dice Joan Carles Mèlich que dice Emmanuel Lévinas que toda filosofía no es más que una interpretación de Shakespeare: más concretamente, de esa sombra que se pasea por el escenario. En La condición vulnerable, para tratar de entender la filosofía literaria, aparecen citados a modo de ejemplo numerosos fragmentos de libros, pinturas, películas o escenas teatrales. Me siento tentada a añadir el final de Farenheit 451, donde se llega a aquel paraíso en el que los habitantes se han conjurado para salvar libros aprendiéndolos de memoria. Mèlich no cree en ninguna forma de paraíso, mientras que el infierno parece estar siempre acechando, tal vez por este motivo no ha querido hablar del libro de Ray Bradbury adaptado al cine por Truffaut, no acepta que una instancia superior organice la memorización de Borges, de Kundera, de Descartes o de Melville. Nadie puede imponer nada a nadie, porque somos seres cambiantes para los que la aceptación de la contingencia deviene una gran fuerza gracias al abrazo de la Cultura.

Leer más
profile avatar
16 de octubre de 2022
Blogs de autor

Cristóbal Serra, un sabio irónico y escurridizo

Me permitirá el amable lector que emprenda este elogio de Cristóbal Serra recordando la edición que hice de su obra completa (Ars Quimérica, Bitzoc, 1996). De ahí mi entusiasmo con la iniciativa de Wunderkammer y de Nadal Suau, que actualiza aquél primer acopio, sostiene la presencia de nuestro autor y auspicia de nuevo la influencia de su obra literaria.

El lector que no conozca a Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922-2012), o lo haya leído fragmentariamente, encontrará en el informado y panorámico prólogo de Nadal Suau la semblanza de un escritor culto, refinado y ensimismado, ajeno al bullicio de la vida social y fiel a la genealogía de su herencia literaria.

Serra podría incorporarse a la nómina de los raros reunidos por Rubén Darío o Pere Gimferrer. Sin perder de vista que su singular literatura procede de una introspección hermética, de los súbitos destellos de la tradición mística y de la puntillista exploración de la sabiduría perdida.

Sorprenderá al lector que del sucinto territorio de Andratx hayan surgido dos escritores tan notables y tan opuestos en su personalidad literaria. Baltasar Porcel, con su novelesca impetuosa, fascinada por la violencia nietzscheana, la pulsión salvaje del sexo, la virulencia del deseo y la heroicidad de una rivalidad encarnizada. Y Serra, tan atento a las sutilezas encriptadas en la literatura gnómica, con una gentileza irónica y escurridiza, enamoradizo y severamente conmovido por la tradición sapiencial de los libros escondidos.

En las memorias de Cristóbal Serra (Augurio Hipocampo , Diario de signos , Las líneas de mi vida…) se componen los recuerdos, imágenes y sensaciones alumbradas en el puerto de Andratx, la región mítica de su infancia y el lugar en donde todo comenzó. El surgimiento de los autores que vertebraron su canon literario, la actuación de los personajes que impresionaron su sensibilidad, la nostalgia que en su primera edad acuñó la melancolía de una apacible y fructífera existencia.

A la frontera del puerto de Andratx (lugar hoy destruido) llegaron los mensajeros cosmopolitas de los libros inéditos o prohibidos, los extranjeros trashumantes que inspiraron el aprendizaje literario de Serra. Así, entre erizos, pulpos y caracolas, peces y pescadores, transcurrió una juventud alentada por Blake, Chesterton, Claudel, La Rochefoucauld, Michaux…

Fue un observador solitario de la creación y un solipsista que tanteaba el mundo circundante a través de los libros. Su predilección por el aforismo, la brevedad y la sentencia se correspondía con la benevolente cautela y la vocación ermitaña de su alter ego. Pero su interés por la literatura contemplativa no le impedía congeniar con grandes furiosos o hirientes satíricos. Si la despiadada represión de la posguerra no le hubiera sorprendido en la pubertad quizá habría emulado a un predicador airado como León Bloy o a un sarcástico como Jonathan Swift. De los dos fue un apasionado traductor.

Con ese sentido del humor que para él fue una tabla de redención, intentó evitar las trampas trágicas de su siglo. Su humorismo gentil, que está más cerca de la sonrisa que de la risa, y cierto estilo británico (hablamos de lo que antes se entendía como tal) le proporcionaron la distinción que caracteriza a su prosa.

A lo largo de sus 90 años Serra fue descubierto en repetidas ocasiones (por Octavio Paz, por Rafael Conte, por Beatriz de Moura…) sin que por ello se moviera de su sitio. Cuando el dibujante Pere Joan trasladó a la narrativa gráfica su Viaje a Cotiledonia descubrió a muchos de sus jóvenes lectores al anciano que hablaba de la noche oscura de Jonás, de las visiones de Ana Catalina Emmerick y de los esenios enterrados en Qumram. El lector de ahora encontrará en El viaje pendular a ese cátaro contemporáneo que afrontó la desesperación del mundo con delicada ternura y al escritor que rescató de la antigüedad el carácter cósmico y profético del asno, figura central de una religión arcaica, invisible y desapercibida.

 

Reseña del libro: El viaje pendular de Cristóbal Serra (Wunderkammer, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia

Leer más
profile avatar
14 de octubre de 2022

JOHN MACDOUGALL / AFP

Blogs de autor

Mujeres, vida, libertad

Todas las guerras se parecen, pero cada una es terrible a su manera. Cuando hace seis años, en un escritorio de la medina de Tánger, acabé de traducir al catalán Los muchachos de zinc de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, flamante XXXIV Premi Internacional Catalunya, no me imaginaba un presente que me recordaría tanto aquella guerra brutal descrita en esas páginas al detalle. Entonces parecía ya solo una lección del pasado, pero quedó desmen­tido con la invasión ilegal de Ucrania. Actuaciones del ejército y gobierno soviéticos se han repetido ahora, pero con medios más refinados en cuanto a propaganda y extorsión. Lo que sigue igual: las víctimas inocentes del territorio invadido, soldados jóvenes y pobres como carne de cañón a los que se les aseguró que serían recibidos con júbilo y abrazos, la censura informativa (en el caso de la guerra ruso-afgana, para ocultar las pérdidas humanas, los ataúdes sellados se enterraban de noche), la apología belicista respaldada por el pasado “victorioso” y la negación de que se libraba una guerra…

La historia no avanza en línea recta como la pieza del peón sobre el tablero cuadriculado, sino dando saltos, a los lados, adelante y atrás, como el caballo. “No estaría mal escribir un libro sobre la guerra que provocara náuseas, que lograra que la mera idea de la guerra diera asco”, confiesa Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Y bien que lo hizo, no solo dando voz a los protagonistas anónimos –“el proletario mudo de la historia, que desaparece sin dejar huella”–, sino tejiendo un texto desde la mirada femenina, que no se tiene en cuenta tampoco cuando se firman­ acuerdos de paz. “No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra­ es fruto de la naturaleza masculina”, con­cluyó.

Me pregunto quién lee estos libros a menudo acompañados del adjetivo necesarios: ¿los leen quienes tienen entre sus manos el timón de los gobiernos y las instituciones internacionales? En un reciente título sobre liderazgo escrito por un conocido diplomático se elogia las virtudes de la lectura profunda (deep literacy) como una herramienta para lidiar con la realidad cambiante y encontrar la proporción en medio del caos: “Los libros registran las hazañas de los líderes que alguna vez se atrevieron mucho, como una advertencia”. Todo lo necesario para construir un mundo menos violento está ya impreso en papel. Sin embargo, según recordaba en la entrega del premio Formentor la escritora Liudmila Ulítskaya –como Alexiévich, emigrada forzosa en Berlín por la persecución de la libertad de expresión de Putin y Lukashenko–, la “hazaña de leer” está de capa caída, y libros que explicaron el oscuro pasado sovié­tico, liberados para el gran público durante la peres­troika (Grossman, Solzhenitsin, Vladímov, Chukóvskaya, Ajmátova…), no fueron interiorizados, pues al cabo de poco “el pueblo votó a favor de un personaje formado en las viejas tradiciones del KGB. De ahí crecen las raíces del estalinismo que renace en nuestro país”.

Y vuelvo al libro de Alexiévich sobre la guerra de Afganistán, el mismo lugar donde­ ­hoy niñas y jóvenes dan la vida por querer estudiar en una dictadura de hombres, y encuentro una confesión que un consejero militar le hace a Alexiévich: “Digan lo que digan, es bueno que haya acabado así, en derrota. Eso nos abrirá los ojos…”.

Pero los ojos no se abrirán, ni siquiera en la derrota, si una y otra vez la voz femenina no se abre paso de una vez por todas, portadora de una verdad que hoy gritan las iraníes a pleno pulmón, quitándose el pañuelo que niega su libertad, haciendo el dedo a los retratos de los radicales religiosos, parando el tráfico y plantando cara a la policía de la moral: “Mujeres, vida, libertad”. La fórmula de la paz expresada con los tres elementos fundamentales que la conforman. Allí donde la mujer no es subyugada por el hombre, allí donde se respeta la vida en todas sus manifestaciones, allí donde la libertad es la base de las relaciones humanas, no arraigan los sueños imperialistas ni la cultura de la guerra y la dominación. “Hablen de lo que hablen, las mujeres siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato… He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil”, observó Alexiévich.

La guerra iniciada por Rusia nos ha recordado aquella hipótesis de que, con más mujeres en los círculos de poder, menos militarista será la política. Pero aún no hemos tenido agallas de intentarlo siquiera.

Leer más
profile avatar
13 de octubre de 2022
Blogs de autor

Novela histórica; o sea, de las que hacen historia

 

Lo primero que causa asombro en el último libro de Andrés Trapiello (Madrid 1945, ed. Destino) es la minuciosidad del detalle. Sugiere un trabajo de investigación y documentación ingente. Por decirlo de otro modo, lo primero que admira en este libro es la tarea descomunal que se le adivina.

El asunto en sí mismo es sencillo: un crimen, el último, que llevaron a cabo los guerrilleros comunistas que del maquis francés pasaron a constituir una milicia armada en Madrid. Un puñado de estos militantes perpetraron un asalto absurdo e inútil en febrero de 1945 a la subdelegación de Falange en Cuatro Caminos. El resultado, dos muertos, personajes insignificantes, tan pobres como la mayoría de los españoles de entonces y totalmente desconocidos por sus asesinos.

Ese no es, en realidad, el tema del libro, sino más bien la vida de los desamparados y de las clases medias empobrecidas por la guerra, en aquel Madrid de 1945. Y su complemento, la inconcebible burocracia estalinista que está ya organizada como una cadena asfixiante que desde Francia (y menos desde México) va dando órdenes a los desgraciados agentes madrileños sin tener ni idea de cómo son las cosas en la España de Franco. La sumisa obediencia de aquella gente, su torpeza como partisanos, la abnegación que muestran hacia unos mandos (entre ellos, Carrillo) que no eran sino marionetas de los auténticos jefes bolcheviques, producen incluso una cierta compasión piadosa.

De modo que el verdadero protagonista no es sino la ciudad de Madrid en 1945, arruinada, hambrienta, sometida a un aparato policíaco tan envilecido como las autoridades que lo comandaban. Un lugar duro, helado en invierno, infernal en verano, donde nadie tenía ni un duro y en el que abrirse camino para sobrevivir era tan difícil que sólo un experto novelista como Trapiello nos lo puede transmitir con verosimilitud.

El régimen aprovechó un asesinato que apenas merecería una mención en la sección de sucesos para poner en marcha la mayor manifestación que se ha dado nunca en España. Así enviaba un aviso a las naciones que estaban ganando la guerra contra Alemania, como advirtiendo de que no se les ocurriera descabezar el franquismo porque el país entero estaba con Franco.

Las sentencias de muerte y su ejecución, las de cadena perpetua, la condena de los militantes comunistas, tuvieron también otro efecto: acabaron con las guerrillas en España. El Kremlin demolió lo que quedaba del “ejército de liberación”. Esa es la paradoja, aquellos absurdos asesinatos reforzaron al régimen y acabaron con la lucha armada comunista en España.

Vuelvo al comienzo: sólo un trabajo colosal puede dar como resultado esa estampa de Madrid en 1945 maravillosamente retratado por Trapiello, quien, a partir de un documento, el expediente José Vitini y diez más, da cuenta exacta de cada personaje, de cada acto administrativo, de cada detención y tortura, de la vida privada de los protagonistas, incluso de las conversaciones que alcanzó a sostener con algunos supervivientes. Un trabajo inmenso, iluminado por una buena cantidad de fotografías de la época, la mayor parte de las cuales son hallazgos del propio Trapiello en sus famosas cacerías por el Rastro. Una novela histórica, o sea, de las que hacen historia.

Leer más
profile avatar
11 de octubre de 2022
Blogs de autor

Músicos callejeros

 

En la amplia acera frente a la Real Academia de las Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez y cuando a los Goyas que hay allí, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desafía  con la mirada a quien la contempla, tan antigua y tan viva en la pared, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcalá y relampaguea en los cristales de los autos que vienen y van, están en la acera opuesta de la calle unos músicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y aquí tengo conmigo ahora la foto que les tomé, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton donde el otoño empieza a teñir el follaje de ocre y roja herrumbre y oro viejo.

Son cinco. Hacia la izquierda, bastante separado de los demás, un violinista de chaqueta oscura, de mediana edad, a cuyos pies se halla el estuche del instrumento, que sirve para recoger el dinero que les van dejando. Enseguida, apoyado en la pared, de espaldas a una ventana de rejas, otro violinista, más joven que el anterior, más moreno y de barba oscura, de gastados zapatos deportivos, que bien podría ser venezolano, o dominicano. Luego, sentado en un asiento portátil está el cellista, quizás sesenta años, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distraído. Sigue el otro cellista, gorro de montaña, la barba blanca y el aire también ausente, se diría melancólico, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadura del mástil, y maneja el arco. Y por último el contrabajista, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol, y esboza una media sonrisa.

Mi memoria pesca que lo que tocan es el vals No.2 de Shostakóvich, en España una canción de estudiantina que, según se alega, fue compuesta más bien por un músico gallego, y parte del repertorio de la cantante de variedades de los años treinta Paquita Robles, llamada La Pitusilla por su escasa estatura, hoy olvidada; pero la historia es aún más larga porque el oído también me recuerda que el vals está en la banda sonora de Ojos bien cerrados de Stanley Kubrick, tal como Así hablaba Zaratustra de Ricard Strauss entró en Odisea del Espacio.

Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que anoche he estado leyendo Lady Macbeth de Mtzensk, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostakóvich compuso una ópera que no le gustó a Stalin.  Sino que estos músicos de conservatorio han sido arrastrados hasta la calle por alguna suerte adversa, y cómo habrá llegado hasta ellos el venezolano o dominicano, no lo sé porque no voy a interrumpir su concierto al aire libre para preguntárselos y hacerles perder así los euros que van cayendo en el estuche.

Orquestas de cámara en media calle vi por primera vez a comienzos de los noventa en la Postdamerplatz de Berlín donde los nuevos edificios de la “reconstrucción crítica” empezaban a alzarse entre centenares de grúas, y entonces la ciudad estaba llena de polacos que colmaban los supermercados para regresar a través de la frontera con sus compras, y de conjuntos de músicos emigrados que tocaban vestidos de frac los hombres y de trajes largos de noche las mujeres, aunque fuera a pleno día.

O el muchacho de Táchira, otro cellista, graduado de una academia en San Cristóbal, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la carrea Séptima en Bogotá, y a él si me acerqué en uno de sus descansos y es que había salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aquí hace algo por mi vida la vida. Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez, y a mis tíos músicos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ramírez. De ellos también tengo una foto de por allí de 1953, tomada con una Kodak Brownie a mis 11 años.

Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi tío Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto a pesar de ser un alegre bohemio empedernido, sostiene con la otra mano el mástil del instrumento. Enseguida mi tío Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del violín, el traje color crema, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 años. Mi abuelo está al centro, también de blanco, los faldones del saco de lino arrugado al aire, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi tío Alejandro, la flauta en la los labios, lee la partichela que uno niño sostiene frente a él; es el único, los demás usan su memoria. Luego mi tío Carlos José, el menor de todos, con el clarinete. El cuadro lo cierra un viejo cuyo nombre no recuerdo, pero su rostro sí, que escucha con unción la música, algún himno religioso debe ser, el sombrero bajo el brazo.

O La Granadera, el himno liberal de la anticlerical y ya disuelta república federal centroamericana, y que mi abuelo hacía pasar por música sacra.

 

Leer más
profile avatar
10 de octubre de 2022
Blogs de autor

Ben Musa y Alphafold2: emergencia en la historia evolutiva versus momento de la historia humana

 

En la columna anterior señalaba que esa emergencia (esa ruptura respecto a los códigos de señales aptos a facilitar la adecuación de los seres vivos, que supuso la aparición del ser de razón y lenguaje) no dejaba de ser un resultado de la evolución natural y enfatizaba el hecho de que tal no es el caso de las entidades inteligentes caracterizadas como artificiales. Añadía la hipótesis de que el progreso en la inteligibilidad se da en el seno de la facultad de razonar y no constituye una evolución de la facultad misma. Señalaba incluso que en ciertas expresiones  del espíritu humano ni siquiera cabe hablar de progreso, que este no es el concepto propio para expresar la distancia de  Altamira a Picasso, o  de Esquilo a Lorca.

De ahí que  la inteligencia del matemático y pensador  Mohamed Ben Musa (denominado El de Juarismi y en recuerdo de cuya comarca de origen  se fragua la palabra algoritmo) no pueda ser confundida con uno de esos algoritmos concretos que dan contenido a la inteligencia artificial. Pues estos, obviamente,  no se darían sin  la secuencia que va del campesino que sin necesidad de escuela  sabe  que le falta una vaca (lo sabe por defecto en la  biyección, cuando  en el establo percibe  una pila sin animal) hasta Alan Turing,  pasando  por  el propio Al Juarismi  y su Libro conciso sobre el cálculo. Sin ellos desde luego no hubieran surgido nunca entidades tan sorprendentes como AlphaFold2 (capaz de prever la modalidad de pliegue de los polipéptidos de una proteína). Preeminencia causal que se añade al hecho de que los evocados protagonistas humanos son efectivamente representantes de lo que fue un momento de radical discontinuidad en la historia de la evolución mientras que AlphaFold2 es efectivamente un artificio. Queda por ver si tal artificio puede efectivamente homologarse a sus creadores en capacidad de intelección, capacidad de creación y capacidad  de regular su comportamiento por imperativos éticos.

Leer más
profile avatar
10 de octubre de 2022

Annie Ernaux en Formentor en 2019. Fotografía de Cati Cladera

Blogs de autor

Annie Ernaux, sobria, concisa y cruel

 

Al anochecer sobre las mansas aguas de Formentor, Annie Ernaux concluía su discurso -estamos en el mes de septiembre del 2019- recordando al silencioso público cuanto se había esforzado por explorar el mundo real, pero sobre todo por despojarlo de las visiones y valores “de los que la lengua es portadora en todas las épocas”. Aparecía así la escritora francesa como una forjadora de lenguaje, un herrero que golpea en el yunque del yo la endiablada sustancia de la literatura y el alambicado reverso de las palabras.

Al día siguiente subimos al faro de Formentor y Annie se apoyó en la barandilla que se tiende sobre el elevando promontorio del acantilado. Su melancólica mirada abarcaba la línea del horizonte y los reflejos dorados del sol poniente. Pude ver entonces en su rostro la apacible tristeza de una mujer consternada por las innumerables humillaciones del ser humano.

La destreza artística de Annie Ernaux, motivo por el cual había recibido el Premio Formentor, da forma narrativa a una escritura sobria, concisa y cruel. Su circunloquio literario -apenas un grueso volumen- es inquisitivo hasta la extenuación. Sus libros dan cuenta de una enojada insurrección, de una sensibilidad pasmada y de una insólita determinación. Habla a través de su conciencia la mujer que ha rechazado el papel que se le adjudicó en la comedia de la vida social y que ha vislumbrado por ello el alcance metafísico de su rebelión. No se trata de que no le guste ser la criada del hombre, ni de que le haya soliviantado servir a quien no lo merece. El relato de Annie Ernaux va más allá del hartazgo de las mujeres cansadas, pues testimonia la hondura de una mutación. Sus libros son el gozne literario de una transformación cultural, pero lo verdaderamente notable de su estilo, de su voz, de su escritura, es el empeño puesto por forjar un nuevo episodio de la historia literaria de la lengua francesa.

 

Publicado en ABC el 6 de octubre de 2022

Leer más
profile avatar
7 de octubre de 2022

El presentador de radio y televisión, Jesús Quintero /LV

Blogs de autor

Un hombre

 

"¿Y qué hacemos si falla el sonido?”, le preguntó de madrugada, hará apenas dos meses, Jesús Quintero a su hija, la nuestra, Lola. Su voz emergía desde las naves del sueño, donde parecía estar a punto de entrar en un directo. Lola le respondió con lógica: “No te preocupes, ya he contactado con unos técnicos de Martin Scorsese. Estáte tranquilo”. Quintero respondió: “¡Qué arte!”, y se durmió de nuevo, aliviado, a punto ya de empezar la entrevista.

Fue caluroso su último verano. Las marismas reventaban de plata, y él se agarraba a los poemas de Juan Ramón como a un rosario. “La luz con el tiempo dentro” se convirtió en su misterio. Entonces, el Loco de la Colina se echó encima una capa de silencio puro que vestiría hasta que su último aliento se deslizara suave con el sol de la tarde estampado en el ventanal de la residencia de Ubrique. Fueron sus días azules y su sol de la infancia. “Mi infancia son recuerdos de un pueblo de Huelva”. Hace un año me enseñó La Victoria, la confitería de Moguer a donde iba andando desde San Juan para comprarle dulces a su madre.

Y para explicarme la gracia andaluza ponía el ejemplo del puente que construyeron en su pueblo: al inaugurarlo, el tren no pasaba por el arco, y todos coreaban a carcajadas: “¡Qué aje!”. Dos días antes de morir, su mujer, María, lo llevó al campo, y allí sí que habló, bien corto: “¡Qué maravilla!”. También le pidió a Andrea, su hija mayor, con la mano en el corazón, que fuera a San Juan, al centro cultural que lleva su nombre, para custodiar su archivo. Porque a pesar de todo lo que se dice, murió rico. Cuatro mil entrevistas que indagan en la condición humana, sin navaja ni trampas, con esa ansia de encontrar oro en el pozo.

Fueron a despedirse de él los desheredados de cuna, aquellos personajes que para él eran verdad. Y los flamencos, y los poetas. Los toreros y las hermandades. Los locos. Encuentro una vieja cuartilla con su letra: “He venido a deciros que me voy. La colina no es una porción de mí mismo, soy yo mismo. Es mi alma. No voy a conquistar nada, voy a recoger y acoger lo que hay en mí, y un día os lo devolveré”.

Los vecinos siguieron el cortejo fúnebre sencillo, escueto, de pueblo. A las televisiones hace años que dejó de interesarles ese hombre a quien amé, el que me enseñó a crear corrientes de aire y azahar, a seguir el compás a golpe de paladar, a creer en la independencia insobornable del oficio. Los rizos indómitos. La voz nocturna. Hoy lo hemos enterrado con claveles rojos.

Leer más
profile avatar
7 de octubre de 2022

Retrato de Miguel de Cervantes. Litografía de Célestin Nanteuil, realizada en el siglo XIX.

Blogs de autor

¿Buena o mala persona?

 

Una nueva biografía retrata a Miguel de Cervantes sin esquivar los asuntos más polémicos de su existencia. El escritor no era un santo, pero tampoco un sinvergüenza

A diferencia de la Modernidad, en la que los artistas habían de ser alcohólicos, drogadictos, incestuosos o chiflados, hubo un tiempo en que los artistas y escritores tenían un estatuto similar al de los santos. Un escritor de prestigio era considerado un ejemplo moral. La santidad se había ido construyendo a lo largo del siglo XIX en esa escuela que se llama Romanticismo, y aunque los jóvenes lo confundan con las revistas del corazón, no es eso. El Romanticismo fue el momento más filosófico del arte y de la literatura, un cruce explosivo entre la metafísica cristiana y la necesidad de proponer a la sociedad nuevos modelos de conducta. Los escritores (y sobre todo los poetas) se convirtieron en los santos modernos.

No es de extrañar, en consecuencia, que los biógrafos románticos trataran por todos los medios de convertir a sus figuras en santos laicos. Y eso es lo que sucedió con Cervantes. Habría sido inconcebible, en el siglo XIX, que el más grande escritor de nuestro país fuera un sinvergüenza. El resultado es que todas las biografías antiguas, incluso las buenas, mienten, callan, ocultan cualquier aspecto de Cervantes que pudiera interpretarse como una inmoralidad.

Tomo prestado el asunto del imprescindible Cervantes de Santiago Muñoz Machado (Crítica), que es algo más que un ensayo sobre el escritor: es casi una enciclopedia cervantina. Su autor trata múltiples aspectos que van desde la mitificación del personaje, es decir, la armadura de un icono a partir de los datos que tenemos sobre el Caballero de la Triste Figura, hasta un análisis (apasionante) sobre “el vocabulario del derecho como lengua narrativa” que ilumina muchos aspectos de la azarosa vida de Cervantes.

Pero vuelvo al principio. En el útil resumen biográfico con el que comienza su monumento (son más de mil páginas), se ocupa Muñoz Machado de la tradición que se ha ido acumulando sobre la persona de Cervantes porque quiere acabar con la idealización del personaje y hay mucha falsificación en las biografías del escritor. Por ser falso, también lo es el célebre retrato que figura en casi todos los ensayos cervantinos y que se guarda en la Real Academia Española de la que Muñoz Machado es director.

Tanto Fernández Navarrete como Rodríguez Marín, Fitzmaurice-Kelly o cualquiera de los más afamados biógrafos de los dos siglos pasados, pasan con sumo cuidado y como pisando huevos sobre algunos asuntos que pueden mostrar el aspecto más oscuro del personaje, sea el lío de las gabelas, la cárcel por fraude, la homosexualidad en el presidio argelino, o la casa familiar en donde don Miguel compartía su vida con las cinco mujeres a quienes sus vecinos llamaban “las Cervantas”. También, claro está, la acusación de asesinato.

Todos y cada uno de estos posibles escándalos fue disimulado, reformado, disfrazado o simplemente eludido por los biógrafos clásicos. Muñoz Machado corrige a los corregidores y así, además de enterarnos por fin de la verdadera vida de Cervantes, descubrimos que la mayor parte de los posibles escándalos eran pura malevolencia. Don Miguel era humano, sí, pero nunca fue un sinvergüenza. Gracias, don Santiago.

Leer más
profile avatar
4 de octubre de 2022
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.