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Dos historias naturales

Son dos historias que corren paralelas. La primera carece de maldad, es la historia de un gran amor, puro, aunque de gran inconsciencia. Es la historia de la fiscal de distrito Tercia Longinos de Bravomurillo y de su huésped o residente, el vencejo pálido (Apus pallidus) llamado Domingo. La segunda nace del ejercicio de la constancia, de la búsqueda pertinaz, del descubrimiento de una nueva pasión y de la asunción de la realidad.

Tercia Longinos vive en Jerez de la Frontera, pared por medio con el colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, un edificio que alberga en el desván una colonia de vencejos pálidos, colonia sometida a los rigores del calor estival y al peligro de que algún joven vencejo, sediento y acalorado se lance al aire sin estar aún capacitado. Tercia recoge de la acera a una de esa criaturas y en un arrebato maternal la coloca entre sus pechos, llega a casa y decide cuidarla hasta que pueda otorgarle la libertad. En abril, Domingo toma el vuelo, conquista el aire y Tercia aparece, en la fotografía del médico de atención primaria, con el torso lacerado por las parásitos domingueros, envalentonados y multiplicados por lo mullido del soporte.

En el volumen misceláneo Papur (Días Contados, 2022) se recoge la segunda historia, de hecho, en un principio, no es más que el relato de la adquisición de dos libros, aunque luego, dicha adquisición, permitirá al protagonista iniciarse en los secretos del microbestialismo.

El invierno barcelonés de 1963 fue pródigo en aventuras. Por ejemplo, cierta librería de viejo de la calle de Aribau consiguió, en violenta puja, la sección francesa de la biblioteca del Barón de xxx recientemente fallecido. No hubo publicidad pero en los cenáculos literarios la noticia corrió como la pólvora. Recuerdo cuando acompañado por Pedro Gimferrer entramos aquella tarde en el destartalado local. Qué gentío. Algo absolutamente inhabitual. Apretujados y presurosos revolvíamos entre los montones de libros en rústica (los únicos al alcance de nuestras posibilidades económicas) mientras no nos atrevíamos a mirar al rincón en el que reposaban las piezas de mayor valor espléndidamente encuadernadas. A mi lado, hombro con hombro, un educado connaisseur –nada menos que Lorenzo Gomis- apartaba y extraía de la confusa pila los volúmenes que despertaban su curiosidad y de repente, supongo que al haber oído los comentarios que yo le dirigía a Pedro, se volvió hacia mí, para decirme con gran serenidad y simpatía: “si no conoces bien a Lautréamont este librito te será muy útil”.

Aquella noche, en el silencio de mi cuarto, me dispuse a disfrutar de su lectura. Era un pequeño volumen de forma cuadrada titulado Lautréamont, el número seis de la colección Poètes d’aujourd’hui, publicado por Pierre Seghers en 1960. El breve estudio, la selección, las notas y la bibliografía estaban a cargo de Philippe Soupault. El ejemplar estaba en buen estado y formando parte del rito, antes de proceder a hojearlo, le di un repaso olfativo que demostró su pertenencia al grupo libros-en-rústica-franceses y, también, un repaso exterior táctil que, curiosamente, reveló un ligerísimo abultamiento en la zona central contigua al lomo. Lo abrí, y descubrí, entre las páginas 52 y 53 una hojita de papel de fumar doblada dos veces. A lápiz alguien había escrito “Montjuich José Corti invierno 1973”. Faltaban pues 10 años para poder acudir a la cita.

Compré Les Oeuvres Complètes del Comte de Lautréamont en la edición de José Corti y en su propia librería, en el 11 rue de Médicis de París, el 30 de junio de 1973; acababan de publicarse. A partir del 21 de diciembre y hasta el 31 del mismo mes me dispuse a recorrer todos los días la solitaria montaña de Montjuich con el libro bajo el brazo. Así lo hice, sin ninguna consecuencia, hasta la última jornada, una mañana radiante y casi calurosa en la que, sentado al sol en un banco de piedra, pude contemplar como, entre la rocalla de un devastado parterre, emergía lentamente primero la cabeza y luego todo el cuerpo de un macho de lagartija ibérica –Lacerta hispanica- que parecía reclamarme. Estuvo conmigo en casa durante todo el invierno. Preparé un terrario de generosas dimensiones aunque a medida que transcurrían las semanas ambos comprendimos que no necesitaba un espacio propio y sí, en cambio, mi compañía más íntima. Alimentado en mis labios, con fruta y chocolate masticados, fue al llegar la primavera, al tomar juntos el sol en la terraza, cuando sobre mi cuerpo desnudo comenzó a describir itinerarios cada vez más rigurosos. Mas el calor de fin de mayo debió de despertar sus ansias de libertad e introdujo, en nuestra relación, pautas demasiado agresivas; señal que pronto interpreté y que me llevó a liberarlo en el mismo lugar y a la misma hora en que se produjo nuestro primer encuentro. ¡Qué momento! Yo era ya un hombre cambiado, con un rostro igual al que Salvador Dalí creó para Isidore en su retrato imaginario de 1937.

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7 de agosto de 2022
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No sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo

Dice Norberto Bobbio, quien en De Senectute convirtió el estudio de la edad en una ciencia más que amena, que “hablar de uno mismo es un hábito de la edad tardía. Y sólo en parte cabe atribuirlo a vanidad”. Como se trata de aprender nuevos hábitos, y hacer uso de esa licencia a la vanidad, es que escribo estas líneas al atravesar el umbral de los ochenta años.

Los viejos suelen hablar del pasado de manera didáctica, en el entendido de que toda experiencia enseña, y, por tanto, se corre el riesgo de caer en los consejos de autoayuda, lo cual no viene a ser tan desdoroso si uno piensa en el otro De Senectute, escrito más de dos mil años antes que el de Bobbio. Envejecer, como un arte que puede enseñarse.

Cicerón da voz en su libro a un viejo de 84 años, Catón, en un diálogo con dos jóvenes a los que busca proveer de advertencias sanas; pero él sólo tenía 62 cuando escribió sus reflexiones, y no tenía aún una edad provecta, o sea, senil, una expresión que me repele por la falta de dignidad que conlleva.

Senil es quien ya no es dueño de sí mismo, y a eso sí hay que temerle. Lo contrario de la senilidad es la lucidez, que para un escritor tiene que ver con la memoria, y con imaginación. Y es en este umbral cuando empieza el desafío para que las fuentes de la memoria no se agosten, y para que los espejos de la imaginación no apaguen sus reflejos incandescentes.

En El bazar de la memoria: como construimos los recuerdos y como los recuerdos nos construyen, la psiquiatra irlandesa Verónica O’Keane nos enseña la manera en que, con los años, mientras las neuronas cuidan los recuerdos, como un archivo que se puede siempre revisar, su capacidad de grabar los nuevos se va empobreciendo.

Y la imaginación, que no es sino una emanación de la memoria, sigue hilvanando en su rueca. El pasado, que es ese país extranjero donde la gente hace las cosas de manera diferente, como escribe J.P. Hartley en The Go-Between; fotogramas, más que secuencias, y así llegamos a la consabida pregunta: ¿cuál es tu primer recuerdo?

Tengo tres años. Una mañana en que la luz entra a raudales por las ventanas, acaban de bañarme en una palangana de agua y la muchacha me alza, me deposita sobre el cajón de la máquina de coser, y me seca con la toalla. La máquina de coser, la voz de la muchacha que me pide que me esté quieto mientras va a botar el agua de la palangana al patio, ¿son emanaciones de la imaginación que se alzan desde la caverna de la memoria? ¿Cuánto es verdad y cuánto es mentira en el recuerdo? Sin esa incertidumbre, la escritura no existiría.

“Y sabes que lo que ha quedado, o lo que has logrado sacar de ese pozo sin fondo, no es sino una parte infinitesimal de una parte de tu vida", dice Bobbio. "No te detengas, no dejes de seguir sacando. Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto, por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir".

Porque la escritura es una manera de sobrevivir. Sin la escritura sería un viejo jugando una eterna partida de dominó en un parque de provincia, o meciéndose sin tregua en una silla mecedora que saca a la acera cada tarde para llenar las casillas de un crucigrama infinito.

Una manera de sobrevivir y de multiplicarme en otras vidas. Las vidas de los demás, ser varias personas a la vez, las voces de los personajes que me llevan de una mente a otra mente para contradecirme a mí mismo en el contrapunto de los diálogos, una prolongación faustiana de la existencia no hacia adelante, sino hacia los lados. La escritura es la cuarta dimensión.

Mi temor a la vejez no está en la muerte, sino en la pérdida de la curiosidad, sin la cual la escritura tampoco existe. Ese estado de alerta permanente que trae a la página no sólo recuerdos, sino las voces escuchadas en la calle, las historias que cuentan en el autobús o en la mesa del al lado en el restaurante, los hilos minuciosos de que está compuesto el lienzo de la realidad que pasa cada día frente a tus ojos.

Y la curiosidad como una puerta a la modernidad. Para Virginia Woolf en Orlando, la modernidad del siglo diecinueve estuvo marcada por unos pocos inventos, el más decisivo de todos el ferrocarril. En mis ochenta años de vida, de un siglo a otro, he dejado atrás del telégrafo de manivela en clave Morse, el teléfono de magneto, los aparatos de radio de tubos catódicos, la televisión analógica en blanco y negro, la máquina de escribir mecánica, el linotipo y la prensa plana, instrumentos arcaicos y olvidados, a los que he sobrevivido, para entrar en la diversidad infinita del mundo digital que controla todas las formas de comunicación y de expresión cultural. Del monoverso, al pluriverso, al metaverso.

Sentirse extrañado en ese mundo, o apartado de él, como los anacoretas subidos a la columna en el desierto, es aceptar la vejez como condena, y no como desafío. La sorpresa constante demanda una curiosidad constante. La falta de curiosidad es la marginación y el ostracismo frente a un mundo que se desplaza hacia el futuro demasiado veloz, y al que hay que buscarle el sentido de la profundidad, porque lo que nos enseña las más de las veces es su superficie banal. El futuro se acorta en la medida en que dejamos que ocurra por su propia cuenta.

El poeta Salomón de la Selva, en Evocación de Píndaro, me enseñó para siempre una sentencia: “no sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo”.

También para esos males hay cura. Reírse siempre de los gruñones y de los avaros, mala caricatura de los viejos, y, antes que nada, saber reírse de uno mismo.

 

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3 de agosto de 2022
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Las desdichas de Fitzgerald en Hollywood

Extraño tejido urbano el de Los Ángeles, pienso mientras contemplo la urbe vasta y plana desde el observatorio de Griffith Park. Estoy junto al escritor francés Jean Rolin, que ha venido a Los Ángeles para escribir una novela ácida y pop. Rolin me dice:

-No sé si ha advertido usted que nos hallamos en la terraza del observatorio inmortalizado en Rebelde sin causa.

-Lo he advertido. Justamente estaba pensando en la expresión “rebelde sin causa”, que me parece muy norteamericana. La ideología en la que se sustenta el sueño americano es bien evidente: América es la tierra de las oportunidades, donde puede triunfar cualquiera, y si no triunfa ha de suponerse que no es por culpa de América ni por culpa del sistema. Aquí toda rebelión contra el sistema es considerada una rebelión sin causa.

-Cierto, o al menos eso nos hacen creer.

Rolin se marcha en un automóvil rojo bermellón de los años sesenta y yo sigo contemplando aquellas urbanizaciones infinitas, bajo el sol desfalleciente. A lo lejos percibo un incendio y recuerdo los disturbios de Los Ángeles de 1992. Aunque los originó una horrenda injusticia que corría un tupido velo sobre el racismo de la policía, pasaron a la historia como agitaciones sin causa, o de causa muy difusa. Como agitaciones exageradas. La rebelión, en Norteamérica, es percibida como una exageración, circunstancia que le confiere al rebelde americano una sorprendente originalidad existencial y plástica. Todos los rebeldes americanos difundidos por la novela y el cine son de aire existencialista más que de aire político. No encarnan rebeliones sociales, encarnan rebeliones personales, porque están condenados a ser libres. Son el triunfo heroico de la individualidad, hasta cuando mueren trágicamente. Es lo que veo cuando pienso en los personajes encarnados por James Dean, Robert Mitchum, Paul Newman, o cuando leo las novelas de Fitzgerald, Hemingway, Kerouac. Hasta en Hemingway pesan más las emociones individuales que las colectivas: se percibe muy bien en Las nieves del Kilimanjaro, su novela más introspectiva y existencial, si nos olvidamos de El viejo y el mar. Ocurre lo mismo con algunos rebeldes de Faulkner, si bien en él tiene mucha importancia el clan, y en el clan se disuelven las individualidades hasta que irrumpe la impronta violentamente personal de algún hombre o alguna mujer, cuyos actos nos dejan profundamente desconcertados, a pesar de su lógica y su implacable geometría emocional

Más tarde regreso a mi hotel, en una oscura bocacalle del Sunset Boulevard. Desde la ventana de mi habitación veo una casa abandonada en la que se refugian los drogadictos más tristes de la tierra y donde se inyectan heroína y ketamina, en un ambiente negruzco y polvoriento. A mi derecha hay un café que permanece abierto toda la noche y donde me vuelvo a encontrar con Jean Rolin. Mientras tomamos cerveza, hablamos de la perra existencia. Rolin ha escrito un libro sobre los perros vagabundos. Un tema perfecto para hablar de nuestro tiempo. Rolin me pregunta por qué me interesa Fitzgerald y yo le digo que en otro tiempo me fascinaba su enfoque de la individualidad y su demolición del heroísmo made in America, pero que ahora lo que más me interesaba es observar cómo Fitzgerald encarnó en sí mismo la muerte de la novela.

Con ese pensamiento regresé a mi cuarto. Me obsesionaban las quemaduras de la moqueta y el aire de provisionalidad, tan típico de Los Ángeles. El ventilador del techo hacía un ruido tremendo y lo tuve que detener. Pero entonces me moría de calor y me refugié en la ducha. Mientras el agua caía sobre mi cabeza como milagrosa lluvia de verano, entretuve mi ansiedad analizando los días de Fitzgerald en California. Francis llegó a Hollywood en 1937, creyendo que inauguraba una nueva vida, si bien tres años después ya estaba muerto. Lo sorprendente fue que, en su estancia en Hollywood, Fitzgerald adquirió una conciencia más aguda de la argamasa política en la que se apoya toda existencia, y percibió con más claridad que antes la estructura económica de las clases sociales, hasta el punto de considerarse “esencialmente marxista” (según sus propias palabras) a la hora de enjuiciar su vida y su fracaso económico y existencial. Esa visión la trasladó a su novela californiana El último magnate, interesándose más por el individuo en relación con la sociedad, y desdeñando una cultura (la americana) que “había vagado en una soledad imaginaria a través de bosques imaginarios durante cien años: demasiado tiempo”. Frase alucinante de Fitzgerald en la que creemos ver el germen de Cien años de soledad, de García Márquez, y de su idea más unitaria y general.

A la mañana siguiente, me dirijo a un café de Santa Mónica, desde cuyos ventanales puede verse el océano Pacífico. Allí me aguarda Robert Sklar, amante de la historia del cine y autor del libro Francis Scott Fitzgerald, el último Laoconte. Robert es un hombre afable, de barba blanca y ojos penetrantes, que conoce bien los avatares de Fitzgerald en Hollywood. Mientras tomamos té helado, Robert me comenta:

-Antes de emprender la escritura de El último magnate, Fitzgerald trabajó durante un tiempo como guionista para la Metro Goldwyn-Mayer. Acababa de salir de una depresión de hondo calado, y aspiraba a resucitar, si bien tenía una opinión muy negativa del cine. Tiempo atrás había dicho: “Vi que la novela, que en mi madurez había sido el medio más poderoso y maleable para trasmitir reflexión y emoción, había quedado sometida por un arte mecánico y masivo que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, solo era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares y las emociones más obvias. Un arte en el que las palabras estaban subordinadas a las imágenes, y donde la personalidad del escritor resultaba tan inservible que descendía hasta el ínfimo nivel de la mera colaboración”.

-Parecen frases proféticas.

-Lo fueron, ya que la labor de nuestro escritor en Hollywood no pasó de la colaboración. Empezó revisando el guión de Un americano en Oxford, y luego colaboró en el de Tres camaradas. Un trabajo amargo, pues el productor Mankiewicz le tachó todas sus frases y las reescribió a su manera. Todos piensan que Mankiewicz destruyó el guión, algo muy habitual en el mundo del cine. Más tarde trabajó en el guión de Infidelity, que no llegó a convertirse en película por problemas con la censura, y luego colaboró en otro sobre Madame Curie, que también fue descartado. Al año siguiente concluyó su contrato con la M.G.M, y no fue renovado. Fitzgerald tenía que ganase la vida y pagar su deudas, y volvió a colaborar en la revista Esquire con la serie de cuentos de Pat Hobby, a la vez que intervenía como guionista independiente en la primera fase de los guiones de Lo que el viento se llevó y Carnaval de invierno. Fitzgerald pensaba que en la vida de los norteamericanos no hay segundos actos, y no le faltaba razón. Hollywood lo llenó de amargura y desolación, y en el año 1939, regresó al arte de la novela con El último magnate.

-Una novela muy paradójica.

-Sin duda, ya que fue la novela que le permitió ver el cine de otra manera, a través de su protagonista, el productor Monroe Stahr. Por lo que he podido ver revisando sus notas, el texto inconcluso que nos ha quedado de The Last Tycoon es muy inferior a la obra que Fitzgerald había imaginado. Fitzgerald quería darle un aire épico y nacional, desplegando todo lo que ha significado el cine para América, y aventurándose a desarrollar ideas generales sobre el esplendor y la decadencia de las civilizaciones, parcialmente inspiradas en las ideas de Spengler, que no eran ninguna novedad en su vida, pero también de Marx, si bien muy a su manera. Quería diseccionar muy bien las clases sociales, su dependencia de la economía y sus luchas recónditas y venenosas, así como el desmoronamiento de toda una concepción del héroe que había sobrevivido hasta su generación y que había sido ampliamente resucitada por el cine. Hollywood recogía los sueños de América, los deglutía, los reelaboraba, y los entregaba a las masas abrillantados y rejuvenecidos. El cine participaba en la historia nacional, trasmutádola en mito y en un destino social más grande que el propio yo. El cine no era desde luego una cuestión personal, como bien sabía Monroe Stahr. Pero en esa playa tan próxima y tan remota Fitzgerald rara vez disfrutó. En 1940 sufrió tres ataques al corazón, y con el tercero dijo adiós a la vida y adiós también a todos los sueños de redención.

Fui casi lo último que me dijo Robert Sklar. Curiosamente, al año siguiente él también murió y Jean Rolin publicó la novela que había estado escribiendo en Los Ángeles, mientras frecuentaba los mismos hoteles y los mismos bares que yo. A veces los hechos conforman extrañas cascadas de vida y de muerte, Fitzgerald lo había dicho en más de una ocasión.

-Claves de Razón Práctica, 2020-

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1 de agosto de 2022
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Escritores perfectos

Dice Jesús García Cívico en La condición despistada (Candaya, 2022) que “hay escritores perfectos porque sus obras nunca salen de sus cabezas, porque acaban las obras en sus mentes”. Llega ahora noticia de que en un pueblo de la provincia de Toledo ha desaparecido una niña, y el informador aporta preciso su edad, su estatura, el color de sus cabellos y, cómo no, su nombre, Alena, que es el mismo de un personaje de mi hagiografía Familias como la mía (Tusquets, 2011), personaje secundario pero robusto, originalmente llamado Elena pero que tras su paso por Cataluña abre fonéticamente de tal modo la “E” inicial, átona, que acaba trasladando el fenómeno al campo de la grafía. Imagino una historia truculenta. Niña desaparecida, pronto recuperada por su tía que hace de madre. Niña, ya adolescente, que en una segunda fuga acaba viviendo, no en malas condiciones socioculturales, en una localidad catalana, pongamos Figueras, donde desarrolla sus amplias habilidades para el espionaje industrial dada su condición hermafrodita. Niña no adolescente, ya adulta, volviendo al pueblo manchego, donde sodomiza esporádicamente a su anciana tía y colabora en la experimentación de una mochila abortiva, cuyos planos ha robado a un inventor leridano, destinada a reducir el nefasto impacto en La Mancha de la explosión demográfica. Quedan por resolver algunos detalles como el porqué Alena se llama ya así cuando, aún niña, desaparece sin haber pasado obviamente por la inmersión lingüística, pero es un detalle menor, como otros relacionados con la falta de linealidad temporal, detalles que no merecen ser explicados, corregidos. Lo importante es la gran potencia argumental que, aquí volvemos a García Cívico, para ser preservada en toda su vastedad requiere no pasar por el trance de su traslado al papel; dejemos que se mantenga en la cabeza del autor, que medre incluso, cobijada en los repliegues de su cerebro. Toda extracción, todo vertido, constituye un fraude, una mutilación, una ignominia.

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31 de julio de 2022
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Estigmas del laberinto español

 

Después de publicar su aleccionador ensayo El honor de los filósofos (2020), la biografía de los pensadores que perdieron la vida por ser fieles a la destilada razón de sus postulados, Víctor Gómez Pin (Barcelona, 1944) se dispone a disipar con su nuevo libro los tercos enigmas del laberinto español.

Con el elocuente título de La España que tanto quisimos , el autor ordena, cita y convoca a las figuras que han dado forma a un bullicioso legado cultural. Sefarditas y moriscos, herejes y disidentes, poetas y escolásticos, ilustrados y jesuitas, emigrantes y camioneros, filósofos y guerrilleros, son los personajes que enriquecen con su genio, y su mal genio, el paisaje de una historia efervescente.

Aparecen en estas páginas las ilustres cualidades de Miguel Servet, Francisco Suárez, Quevedo, Rosalía de Castro, Maragall, Vallejo, Cernuda, Azorín, Lorca, Ortega y Gasset, Paco Ibáñez, y tantos otros, para entender la errática deriva de un país incomprensiblemente desnortado.

La esmerada selección de las voces que suenan en La España que tanto quisimos nos lleva hacia los cruciales interrogantes de un libro esencial. Un libro que contribuirá a disolver los resabios de un lamentable desconcierto.

Cuando el autor recuerda a los españoles derrotados que en su juventud le dieron ejemplo de entereza, cuando recuerda su nobleza, inmune a la humillación, el infortunio y la fatiga de vivir, erige esa figura del alma popular que alienta y sostiene la conciencia de una inexpugnable dignidad. Esta imagen vertebra la bella narración de Víctor Gómez Pin sobre un país que sigue a la espera de encontrarse consigo mismo.

El relato del autor nos sitúa en un expresivo momento visual de la historia y nos muestra a los calvinistas lanzando a la hoguera el cuerpo vivo de Miguel Servet. Un símbolo de los desmanes de tiranía, explotación, intolerancia, embuste y malversación cometidos por la Europa moderna.

Sin embargo, a pesar del estropicio común, Bélgica sabe inhibirse del genocidio llevado a cabo por su rey Leopoldo II en el Congo, Francia evita darle vueltas a la masacre de San Bartolomé, a la deportación de sus ciudadanos judíos a los campos de exterminio de la Alemania nazi y a la feroz represión de sus militares en Argelia.

Italia omite con gran estilo sus escabechinas en Libia y Etiopía y sus desfiles fascistas con el Führer, Holanda se excluye de sus matanzas en Indonesia, Inglaterra no sabe nada de sus carnicerías en la India … Todos los países comparecen ante el tribunal de la historia como reos de crímenes contra la Humanidad, aunque solo España acepta cargar con la pesadumbre de la “Leyenda Negra”.

Será fascinante desvelar al supremacismo que ha decretado este estigma, comprobar su influencia en la forja de la mentalidad reaccionaria y en los encubrimientos de su decálogo moral. Pero más notable será entender el motivo por el cual el país al que tanto quisimos permanece atenazado por un misterioso complejo de inferioridad.

El autor dedica su libro a cualquier lector inteligente pero lo dirige a los simpatizantes y militantes del ala izquierda de la sociedad. Les invita a preguntarse de qué se avergüenzan, por qué asumen el dictamen de una sumisión bastarda y a qué viene eso de renunciar al ejemplo de sus ilustres antepasados.

Ha sido formidable en este sentido la energía política del nacionalismo periférico. Emulando la oratoria fertilizada por la Europa del norte y presentándose como miembros de la élite que desprecia a la España charnega, la derecha nacionalista ha actualizado vigorosamente la retórica de la difamación y amedrentado al conjunto de la nación con los viejos anatemas de la presunción calvinista. Es en verdad admirable que lo haya hecho con tanto virtuosismo.

Víctor Gómez Pin nos invita con su ensayo a deshacer la fuerza hipnótica del complejo de inferioridad, a sustituir la ficción de la identidad por la certeza de la conciencia y a rehabilitar una España a la que sea posible querer y en la que todos los ciudadanos puedan encontrarse a gusto.

Reseña del libro: La España que tanto quisimos de Víctor Gómez Pin (Arpa, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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30 de julio de 2022
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Miedo a la insignificancia

Buscamos el origen de las cosas con la ilusión de que nos revele un sentido a lo que nos rodea. En la última semana esta pulsión nos ha dejado lo que serán dos hitos. Uno viene del subsuelo, y nos lo ha traído el trabajo metódico de paleoantropólogos que, armados con pinceles y paletines, han accedido a capas profundas de una sima de Atapuerca, donde cada metro de tierra extraída equivale a un viaje de cien mil años al pasado. El otro llega del espacio exterior, donde el nuevo telescopio James Webb, enviado allí hace menos de un año, rastrea las galaxias primigenias. Del yacimiento arqueológico de Burgos son las imágenes del trofeo: un fragmento de quijada y de pómulo del “primer europeo”. De la oscuridad sideral, visiones de enjambres de estrellas, colisiones de galaxias y nebulosas de extraña belleza. En ambos casos, las unidades de tiempo que se manejan hacen que nuestras preocupaciones cotidianas queden reducidas a un polvillo que cualquier ráfaga de aire barrería sin el menor esfuerzo. Al volver la mirada al frente, sin embargo, el fragor de la guerra nos aparta de estos hallazgos científicos, y nos lleva a preguntamos, una vez más, sobre el origen de la invasión de Ucrania. Y ahí nos quedamos: en el lenguaje de la fuerza bruta. Como si el campo gravitatorio del Kremlin no nos permitiera escapar de su lógica. Los dirigentes del extenso país eslavo se sienten a sus anchas con ella, orgullosos de esa fama ya alcanzada en tiempos de los zares. Decía un lord inglés de mediados del siglo XIX que la práctica del gobierno ruso siempre ha sido lanzar sus invasiones tan rápido y tan lejos como la apatía de los otros gobiernos le permitiera, para luego, cuando encontrara resistencia, retirarse hasta la próxima oportunidad.

Con una enmienda constitucional, Putin se regaló a sí mismo un horizonte temporal que va hasta el 2036. Si la salud lo acompañara, los intereses nacionales de los rusos quedarían secuestrados hasta entonces por el presidente y su círculo más próximo. El distanciamiento de Occidente, cuyas libertades son un espejo indeseado, ayuda a fosilizar el discurso de la amenaza exterior. Por mucha historiografía revisionista que se cite, por muchas preocupaciones en materia de seguridad a las que se aluda, por mucho afán que se ponga en sacar lustre a la gloria pasada y en victimizarse por una supuesta rusofobia sin base real –el intercambio cultural y comercial estaba ahí–, todo al final se reduce a la preservación en Rusia de los privilegios y la depredación de unos pocos. ¿Qué más da enviar al campo de batalla, como carne de cañón, a jóvenes mal abastecidos e inexpertos, súbditos periféricos de regiones empobrecidas, ya sean tayikos, buriatos o daguestaníes?

En el discurso de aceptación del Nobel de la Paz, el físico nuclear soviético Andréi Sájarov, colaborador en el desarrollo de la bomba de hidrógeno y posteriormente referente del antimilitarismo, habló del vínculo íntimo entre cooperación pacífica, progreso y derechos humanos. Si se descuida cualquiera de los tres aspectos, es imposible alcanzar el resto, dijo, como ofreciéndonos la fórmula para un mundo en concordia. En el caso de la Rusia de Putin, el cómputo es desolador: durante sus mandatos la paz ha sido una anomalía, los derechos humanos se han despreciado y, desde la invasión de Ucrania, se ha acelerado una involución que lastrará el futuro de las generaciones más jóvenes. Ahora pone sobre el tablero otra arma, como es el cierre de la llave de paso del gas. Y una verdad ha emergido: la interdependencia económica era en realidad dependencia de Occidente. Mientras que algunos países europeos pensaron que la compra de materias primas a Rusia era garantía de paz y entendimiento, el Kremlin se preparaba para resistir en un escenario de sanciones económicas.

Además de la hambruna, el frío invierno, aliado histórico de Rusia contra invasiones de franceses y alemanes, se suma a otras amenazas. Incluso los combustibles fósiles, gracias­ a los que la sociedad rusa podría disfrutar de mejores condiciones de vida, se emplean para financiar sueños de grandeza que producen monstruos: asesinatos, mutilaciones, urbicidios... Y, con la confianza definitivamente rota, se ha minado todo puente entre europeos y rusos, como si nuestra historia no hubiera sido un diálogo ininterrumpido. Si Rusia hubiera querido, habría podido, sin recurrir a la violación del derecho internacional, tener un papel predominante en el orden mundial. Pero sucumbió al punto débil al que aludió Niko­lái Gógol: “Al ruso le ha asustado más su insignificancia que todos sus vicios y defectos”.

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29 de julio de 2022
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Dioses y monstruos

Hace unos días me topé en redes con una viñeta modernísima y revisionadísima sobre caperucita roja y el temible lobo feroz. El lobo le preguntaba a caperucita qué llevaba en la cesta y ella le respondía que le iba a reventar la cara de payaso que tenía, entre otras cosas. Luego, más abajo, un comentario de una chica que decía que nunca le contaba el cuento de la caperucita a su hijo porque este perpetúa la errónea idea de que las mujeres no deben ir solas por la calle o que necesitan a un hombre que las rescate.

Allá vamos. ¿Se puede cancelar un cuento de hadas del siglo XIV? La cultura de la cancelación impregna nuestros días. Disculpe, ¿dejará usted que su hijo lea a Nabokov en plena adolescencia? ¿Acaso le prohibirá a su hijo acudir al Museo del Prado para que no presencie a Saturno devorando a su hijo? Los niños del futuro caminarán con una tupida cinta en los ojos. Palos de ciego, ¡lo veo venir!

En Tremendous Trifles, G. K. Chesterton, el príncipe de las paradojas, indaga sobre la prohibición de algunas lecturas para niños. Al parecer, las autoridades de aquella época -principios del siglo XX- alegaban que los cuentos de hadas, monstruos y espadas introducían ideas erróneas y miedos infundados a los niños. Me permito la libertad de traducir al español un fragmento de dicha obra.

«Entonces, los cuentos de hadas no son los responsables de producir miedo en los niños, ni ninguna de las formas del miedo; los cuentos de hadas no le dan al niño la idea de lo malo o lo feo; eso ya está en el niño porque ya existe en el mundo. Los cuentos de hadas no le dan al niño su primera idea del fantasma. Lo que los cuentos de hadas le dan al niño, es su primera idea clara de la posible derrota del fantasma. El niño conocerá íntimamente al dragón desde que tenga imaginación. Lo que le proporciona el cuento de hadas es un San Jorge para matar al dragón»

Incluso la interpretación más simbólica de Carl Jung le daría la razón a Chesterton. Los cuentos de hadas enseñan a los niños a hacer frente a los conflictos humanos básicos, nutren su espiritualidad, conciencia e inconsciente van de la mano. La literatura nos garantiza que hay algo más allá de la oscuridad, más allá incluso de nuestras propias tinieblas.

Larga vida a los cuentos de hadas.

Fragmento original en inglés:

«Fairy tales, then, are not responsible for producing in children fear, or any of the shapes of fear; fairy tales do not give the child the idea of the evil or the ugly; that is in the child already, because it is in the world already. Fairy tales do not give the child his first idea of bogey. What fairy tales give the child is his first clear idea of the possible defeat of bogey. The baby has known the dragon intimately ever since he had an imagination. What the fairy tale provides for him is a St. George to kill the dragon»

 

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27 de julio de 2022
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Revisión (II)

Pero es bien sabido que la tesis digamos humanista  se enfrenta también  al envite que suponen las modalidades crecientemente sofisticadas de la llamada inteligencia artificial. Y si en nuestro entorno cultural  la tendencia a borrar la diferencia jerárquica de los seres humanos todavía se manifiesta mayormente en relación a los animales, quizás no es ya lo mismo en países como Japón, donde los cuidadores robóticos son ya parte integrante del paisaje social.  Así, uno de los rasgos que  marcan a  nuestro tiempo es que a  las asociaciones que reclaman la implementación de nuestros deberes con los animales,  se suman partidarios de la extensión de derechos y deberes a robots y otras entidades maquinales que han sustituido a los humanos en tareas esenciales, perdiendo vigencia  científica y soporte ideológico la imagen de un mundo considerado como  entorno del ser humano.

Es desde luego importantísimo que nuestra singularidad  parezca ser puesta en tela de juicio por el lado de la materia inerte, esa materia en sí misma no susceptible de acción de la que se forman máquinas. Pues desde luego, la cuestión de si es posible  que haya seres artificiales que piensen y aprendan del modo en que nosotros lo hacemos ha alcanzado mayor acuidad científica, y quizás también mayor relevancia filosófica, que la cuestión de determinar si hay especies animales homologables al ser humano, aunque obviamente estas últimas  sean mucho más próximas, dada la  matriz común en ese momento singular de la transformación de la energía que significó la vida.

En las  columnas que han precedido he abordado  la cuestión de  hasta  qué punto está fundado en razón este cuestionamiento de la irreductibilidad del ser humano, poniendo ahora  el foco en el caso de las entidades maquinales y preguntándose si la capacidad  que se les atribuye  recubre el espectro de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos que no han de ser confundidos entre sí, y que marcan nuestra condición de seres de razón. Complementariamente he abordado  la aporía que supone el que el propio ser que da cuenta del universo relativice su peso en el mismo.

 

 

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27 de julio de 2022
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Madres que se van

El mito de la mala madre sigue muy presente en la puerta de cualquier colegio donde una chiquilla aparece en chándal el día de la foto de fin de curso o un niño va de carnaval con un fallido disfraz de robot en papel de aluminio arrugado. Y todavía peor, pende sobre aquella criatura a quien nadie espera a pie de autobús cuando llega de excursión. No nos ponemos en la piel de esa mujer –que podríamos ser nosotras– ni pensamos en una causa grave, sino que la juzgamos por dimitir del (aparente) cuidado de sus hijos, que serán objeto de mofa por parte del grupo. Pero, ¿por qué solo concebimos la negligencia o el desinterés en la madre? La inabarcable cultura del padre ausente sigue siendo tolerada, mientras ella, en cambio, será siempre la responsable porque “una madre es para siempre”.

Begoña Gómez Urzaiz ha escrito un magnífico ensayo titulado Las abandonadoras (Destino), donde perfila a algunas mujeres célebres que dejaron de lado a sus hijos por amor, o por no caer en el alcoholismo –como admitía Doris Lessing–. Se trata también de una historia sobre niñas y niños que fueron arrancados del vínculo maternal. Y lo más valioso es que sus páginas están escritas por la misma mujer que alterna las voces de una periodista autónoma, madre de dos pequeños, que se escapa jornadas enteras de casa para poder escribir, y la de aquella niña que fue, la misma que con una madurez impropia de su edad, se preguntaba dónde estarían los padres de Pippi Calzaslargas. Esa perspectiva moral domina el relato. Por ello, Gómez Urzaiz se pregunta por su malestar ante el egoísmo de Carol –la protagonista de la novela homónima de Patricia Highsmith– y reflexiona por qué le horrorizan tanto los internados. Y se detiene con esmero en “las víctimas”, las que no tenían a nadie que les hiciera una tortilla para cenar. Ahí están Pia Lindström, la hija que Ingrid Bergman abandonó por Rossellini; o Jordi Gurguí, el hijo de Mercè Rodoreda, de quien casi nunca se hizo referencia a su maternidad; o Robin, al que Muriel Spark dejó con cuatro años al cuidado de las monjas de un convento de Rodesia. También topamos con la trágica tristeza de Célile Éluard, que acude a abrazar a Gala, su madre, en el lecho de muerte de Púbol y esta no se lo permite. A través de sus historias, en las que se quiere despegar la culpa inmanente de la mala madre, reflexionamos sobre la cicatriz que permanece imborrable en las dos partes. Y es que Las abandonadoras es la lenta observación de un cortocircuito contra natura.

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26 de julio de 2022
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La redundancia nunca vale

Lo escucho cada día. En la radio, en discursos políticos, en conferencias y clases, de parte de alumnos y sobre todo de profesores.
Después de usar dos veces la misma palabra o idéntica expresión, quien habla exclama sonriendo “valga la redundancia”. Y así, mágicamente, se perdona a sí mismo y nos explica que la redundancia que acaba de cometer es aceptable … porque quien la perpetró así lo determina.
Pero no. La redundancia no vale.
Si yo hubiera escrito en la frase anterior: “…que acaba de cometer es aceptable … porque quien la cometió así lo determina (valga la redundancia)” eso significaría que yo no tenía un sinónimo o una solución creativa a mano para el verbo “cometer”, que mi vocabulario es limitado, que no me di el tiempo o el esfuerzo de pensar en una palabra como “perpetró” para evitar caer en repeticiones.
Es verdad que al hablar cometemos muchos errores y repeticiones. Pero este es el único error que tiene su propia frase de autoindulgencia. Decimos “valga la redundancia” … y ya está. Mágicamente, la redundancia vale.
Y como hace tanto que existe y se celebra, ya ni siquiera se la entiende como un pedido de disculpa. No: “valga la redundancia” es un orgullo, una medalla de honor. Lo resaltamos para que a nadie se le pase. Es como decir “el ladrillo del castillo … ¡mira, hice un versito!”
No señor, es una cacofonía. Hay que volver atrás y arreglarlo. Suena feo.
A veces pienso que “valga la redundancia” es la marca de este universo de Youtubers, Instagramers, magos y hadas de la televisión 24 horas sin parar. La improvisación, la espontaneidad, son los valores máximos de este momento. Y nada más espontáneo que lo que se nota dicho a las apuradas, sin pensar antes de hablar, sin buscar la vuelta creativa para no caer en la redundancia. Muchas de las frases que se hacen virales, memes, repetidas millones de veces, valen por ese carácter impensado. No tienen ningún sentido gramatical. Por eso son verdaderas. No pudieron haber sido escritas de antemano ni planeadas.
Discúlpenme, pero yo soy de la vieja guardia. Mi maestro en el buen decir era el maestro peruano Víctor Hurtado Oviedo, el jefe cascarrabias y puntilloso que tuve el privilegio de tener en la agencia Inter Press Service en Costa Rica. Con la misma carcajada de desprecio contestaba don Tito Hurtado un elogio a su odiado Luis Miguel. Si uno osaba decir “valga la redundancia” en su presencia, él hubiera bufado con sorna: “Estás diciendo: valga mi mediocridad”.
Pero hoy hay pocos editores y pocos maestros como él.
En un viejo cuento de Hermann Hesse que le encantaba a mi papá, un editor de diario, que imagino con los rasgos magros cortados a cuchillo del mismo Hesse, siempre regañaba a los jóvenes reporteros cuando escribían que un hecho policial era triste, dantesco, horripilante, trágico, impensado. Se enojaba sobre todo con los cansados comienzos de “cuando se levantó en la mañana, el señor August no sospechaba que terminaría destrozado bajo las ruedas de un carruaje”.
Los jóvenes reporteros lo odiaban. Pero siempre le hacían caso y sabían que su poda de adjetivos y sentimentalismo mejoraba sus textos.
Un día el editor murió. Encargaron al más bisoño de los periodistas escribir el obituario. El aprendiz puso la hoja en su ruidosa máquina de escribir y tecleó: “Trágico deceso de un prestigioso periodista”.
De pronto, el joven sacó la hoja del carrete y con la vieja pluma del maestro tachó la palabra “trágico”.

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21 de julio de 2022
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El Boomeran(g)
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