Marta Rebón
Buscamos el origen de las cosas con la ilusión de que nos revele un sentido a lo que nos rodea. En la última semana esta pulsión nos ha dejado lo que serán dos hitos. Uno viene del subsuelo, y nos lo ha traído el trabajo metódico de paleoantropólogos que, armados con pinceles y paletines, han accedido a capas profundas de una sima de Atapuerca, donde cada metro de tierra extraída equivale a un viaje de cien mil años al pasado. El otro llega del espacio exterior, donde el nuevo telescopio James Webb, enviado allí hace menos de un año, rastrea las galaxias primigenias. Del yacimiento arqueológico de Burgos son las imágenes del trofeo: un fragmento de quijada y de pómulo del “primer europeo”. De la oscuridad sideral, visiones de enjambres de estrellas, colisiones de galaxias y nebulosas de extraña belleza. En ambos casos, las unidades de tiempo que se manejan hacen que nuestras preocupaciones cotidianas queden reducidas a un polvillo que cualquier ráfaga de aire barrería sin el menor esfuerzo. Al volver la mirada al frente, sin embargo, el fragor de la guerra nos aparta de estos hallazgos científicos, y nos lleva a preguntamos, una vez más, sobre el origen de la invasión de Ucrania. Y ahí nos quedamos: en el lenguaje de la fuerza bruta. Como si el campo gravitatorio del Kremlin no nos permitiera escapar de su lógica. Los dirigentes del extenso país eslavo se sienten a sus anchas con ella, orgullosos de esa fama ya alcanzada en tiempos de los zares. Decía un lord inglés de mediados del siglo XIX que la práctica del gobierno ruso siempre ha sido lanzar sus invasiones tan rápido y tan lejos como la apatía de los otros gobiernos le permitiera, para luego, cuando encontrara resistencia, retirarse hasta la próxima oportunidad.
Con una enmienda constitucional, Putin se regaló a sí mismo un horizonte temporal que va hasta el 2036. Si la salud lo acompañara, los intereses nacionales de los rusos quedarían secuestrados hasta entonces por el presidente y su círculo más próximo. El distanciamiento de Occidente, cuyas libertades son un espejo indeseado, ayuda a fosilizar el discurso de la amenaza exterior. Por mucha historiografía revisionista que se cite, por muchas preocupaciones en materia de seguridad a las que se aluda, por mucho afán que se ponga en sacar lustre a la gloria pasada y en victimizarse por una supuesta rusofobia sin base real –el intercambio cultural y comercial estaba ahí–, todo al final se reduce a la preservación en Rusia de los privilegios y la depredación de unos pocos. ¿Qué más da enviar al campo de batalla, como carne de cañón, a jóvenes mal abastecidos e inexpertos, súbditos periféricos de regiones empobrecidas, ya sean tayikos, buriatos o daguestaníes?
En el discurso de aceptación del Nobel de la Paz, el físico nuclear soviético Andréi Sájarov, colaborador en el desarrollo de la bomba de hidrógeno y posteriormente referente del antimilitarismo, habló del vínculo íntimo entre cooperación pacífica, progreso y derechos humanos. Si se descuida cualquiera de los tres aspectos, es imposible alcanzar el resto, dijo, como ofreciéndonos la fórmula para un mundo en concordia. En el caso de la Rusia de Putin, el cómputo es desolador: durante sus mandatos la paz ha sido una anomalía, los derechos humanos se han despreciado y, desde la invasión de Ucrania, se ha acelerado una involución que lastrará el futuro de las generaciones más jóvenes. Ahora pone sobre el tablero otra arma, como es el cierre de la llave de paso del gas. Y una verdad ha emergido: la interdependencia económica era en realidad dependencia de Occidente. Mientras que algunos países europeos pensaron que la compra de materias primas a Rusia era garantía de paz y entendimiento, el Kremlin se preparaba para resistir en un escenario de sanciones económicas.
Además de la hambruna, el frío invierno, aliado histórico de Rusia contra invasiones de franceses y alemanes, se suma a otras amenazas. Incluso los combustibles fósiles, gracias a los que la sociedad rusa podría disfrutar de mejores condiciones de vida, se emplean para financiar sueños de grandeza que producen monstruos: asesinatos, mutilaciones, urbicidios… Y, con la confianza definitivamente rota, se ha minado todo puente entre europeos y rusos, como si nuestra historia no hubiera sido un diálogo ininterrumpido. Si Rusia hubiera querido, habría podido, sin recurrir a la violación del derecho internacional, tener un papel predominante en el orden mundial. Pero sucumbió al punto débil al que aludió Nikolái Gógol: “Al ruso le ha asustado más su insignificancia que todos sus vicios y defectos”.