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¿Animal como modalidad de racional?

Por el momento las entidades artificiales tienen limitaciones por ejemplo la dificultad de aprender una cosa cuando han sido entrenadas para otra, quizás como resultado de una suerte de terquedad, o ausencia de flexibilidad. Señalaré al respecto una interesante observación que se ha hecho sobre AlphaFold2: empeñada en predecir la estructura de la proteína a partir de la secuencia de aminoácidos, ¿qué hará si una de estas secuencias (o una porción de la misma) es intrínsecamente reacia a plegarse, lo cual acontece en cierta proporción en las células dotadas de un núcleo? Cabe pensar que AlphaFold2 será perseverante en encontrar su pliegue y comunicárselo a los investigadores, es decir, dará una información contraria a la naturaleza de lo que observa.

Pero no es de excluir que estas limitaciones se superen y una máquina esté en condiciones de parecer responder cabalmente a la pregunta hace un momento formulada: ¿sabes la causa de esta previsión que acabas de hacer? No está a priori excluido que, en un tiempo prudente, las máquinas sean capaces de explicar su comportamiento y las razones del mismo, tanto ante nosotros los seres racionales animales como ante sus homólogos, que tendríamos derecho a denominar racionales maquinales. Y no puede dejarse de subrayar lo que lo que esto significa: ni más ni menos que una razón sin soporte vital…al menos sin soporte vital originario. Pues en un sentido laxo del término vida, se llega a hablar hoy de artefactos que responderían al modo de proceder más generales de los seres vivos, es decir: transmitirían la información que reciben y codifican, y utilizarían la energía exterior que permite vencer los mecanismos de corrupción y desorden. Cabrá así referirse a entes maquinales no sólo inteligentes sino “vivos”. Pero es obvio que aquí la vida viene después. Un ser ya considerado inteligente, deviene ser vivo. En nuestro caso la vida, y aun la modalidad de la vida que clásicamente se oponía como vida animal a la vida de las plantas, es el punto de arranque y la inteligencia es el punto de llegada. Vida animal…dotada de razón, no razón que eventualmente toma la forma de vida. El problema sin embargo sigue residiendo en la legitimidad del nuevo punto de arranque, es decir en la aceptación de que se trata de nuevos entes de razón.

Tomamos como punto de partida un artefacto provisto de esa capacidad de recibir información, procesarla, dar respuesta a un “interlocutor” maquinal o humano a la que se alude con la expresión “aprendizaje profundo”. Pero además aceptamos provisionalmente que esta “profundidad” es tal que a la capacidad de hacer descripciones y previsiones el artefacto añade la de explicar esos fenómenos. En el caso de AlphaFold2, capaz de un-folding ese fold que llegó a anunciar; capaz de, mostrar la razón de la concurrencia de los elementos simples o planos (hay acuerdo entre los filólogos en que el término simple no conjunta sine y plex -que daría sin pliegue- sino sim -indo-europeo, uno, similar- y plex, por lo cual, más que sin pliegue cabría decir pliegue límite, plano). a fin de hacer emerger un elemento complejo. Es de señalar que como los humanos no tenemos por el momento ni la capacidad previsora que muestra AlphaFold2, ni menos aún el conocimiento de las causas de lo así previsto, ha de excluirse que estas virtudes cognitivas del artefacto sean el resultado de una programación. Habría entonces que volver de nuevo la mirada al hombre e interrogarnos sobre la condición humana: ¿ese ser racional que es el hombre habría de ser necesariamente animal, es decir determinado esencialmente por la biología? Quizás fuera entonces legítimo pasar de considerar al hombre como un caso particular de animal (racional por oposición a los animales que no lo son) para poner en primer término su condición de racional que eventualmente (sólo eventualmente) tendría soporte biológico.

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25 de agosto de 2022
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¿Para qué se escribe?

Me hice periodista sin saberlo. Durante la infancia me impuse encubrir mi timidez, de forma que aparentaba ser una niña decidida que preguntaba demasiado. No sé cuándo empezó a crecer mi amor por la noticia ni cuándo aprendí a distinguirla del rumor. Probablemente tuvo que ver cuando la chiquillada se reía de una anciana que se sentaba en el suelo, al sol, ro­deada de gatos; los niños decían que no llevaba bragas y se le veían “los pelos”, y ella, a pesar de los insultos, permanecía impasible.

Coincidió con que mi madre me animaba a presentarme a concursos literarios infantiles, como ella misma hizo de joven. Y al ganar el primero me sentí obligada a continuar, por lo que sin pretenderlo encontré una manera de perfilar mi realidad. Aquella era una tarea que me apartaba de los juegos, sí, pero también me ofrecía la posibilidad de ajustar la palabra a la imagen, de batirme en ese misterio. Poco duró mi idilio con la fantasía y los cuentos de amores desgraciados que me inspiraban las canciones de la gran Mari Trini porque una secuencia de muertes volcó mi mirada hacia la realidad. En un paso a nivel ubicado en una curva y con escasa visibilidad, los trenes habían arrollado a vecinos despistados o temerarios. Los agricultores encontraban restos de sangre en sus huertos, y el pueblo entero suplicaba que se cancelase aquel peligro que tenían a tocar de casa. Para colaborar en la causa, le pedí al farmacéutico del pueblo, Abel Boldú, un personaje literario, que me ayudara a contactar con el diario Segre –él había participado en su creación–. Y de aquella manera, informando sobre el maldito paso de la muerte, me convertí ocasionalmente en corresponsal de provincias. Tres años después ocupaba la silla de becaria en la redacción del Diari de Lleida.

El periodismo estaba hecho para impacientes y volubles, inagotables como las noticias: lo que escribías moría al terminar el día. Desde entonces el teclado se convirtió en desierto y paraíso. Leo Zona de obras, un libro que me obliga a dar estas respuestas. Porque en sus páginas asegura que ella se convirtió en yonqui de las siguientes preguntas: “¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?”. Guerriero lo hace con metal de cristal. Parece conocer los secretos de la maquinaria de antiguos relojes que dan la hora según el grado de dolor o de belleza. Y siempre consigue que el lector termine sus textos, desde el hueco que ella abre con cuchara de plata. Creo que para eso se escribe.

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23 de agosto de 2022
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Cadavérica

Últimamente no hago más que recibir fotografías de pequeños vertebrados muertos. Primero, Malena Cortijo, me envía una terrorífica imagen de una lagartija, probablemente pisoteada, cubierta de hormigas devoradoras. Luego, llega la foto, hecha por Javier Ozón, de un estornino putrefacto metido en un recipiente de plástico. Y ahora, Joaquín Fabrellas, me pregunta si sé qué especie de pajarillo corresponde a un minúsculo fiambre tirado junto al bordillo de una acera. De acuerdo, Fabrellas y Ozón me envían las fotos con ánimo de que identifique el espécimen y así aumentar su caudal de conocimientos orníticos, pero no deja de ser alarmante el proceso en el que estoy sumido, que no es otro que el de convertirme en asesor mortuorio, en identificador de cadáveres sin el auxilio de la necropsia, desde luego siempre onerosa .

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18 de agosto de 2022
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Historias viscerales

Quienes morían en olor de santidad traspasaban la fama de sus poderes milagrosos a sus vísceras, falanges, miembros, y demás parte de su cuerpo, y por eso eran descuartizados y repartidos en santuarios e iglesias, un corazón dentro de una coraza de oro recamado de pedrería, un brazo o una pierna dentro de una armadura de plata, un dedo en un dedal de orfebrería. Le pasaba hasta al más humilde de los siervos de Dios, como San Juan de la Cruz, o a la más docta, como Santa Teresa.

Pero ocurre también con las santas laicas embalsamadas, como Eva Perón; o con los presidentes todopoderosos cuando pretenden la eternidad más allá de su muerte; o con los emperadores, cuando sus cuerpos, o sus vísceras, resultan útiles, aunque sea siglos después, en términos electorales. Vamos por partes.

La mañana del 6 de agosto de 1875, el presidente de Ecuador Gabriel García Moreno, del bando conservador, quien empezaría pronto su tercer período en el mando, regresaba a pie al Palacio Nacional, luego de haber comulgado en la iglesia de Santo Domingo, cuando fue asesinado a tiros y a machetazos por una partida de conspiradores del bando liberal.

Al día siguiente el cadáver presidió sus propias exequias. Vestido en uniforme de gala de comandante supremo, el bicornio emplumado en la cabeza y la banda terciada en el pecho, apareció sentado en el sillón presidencial en el altar mayor de la catedral, mientras los deanes cantaban el oficio de difuntos y se cumplía el protocolo de funerales de estado dictado por él mismo.

Esa foto anda por allí, en prueba de que el novelista no miente. Maquillado para disimular la palidez de la muerte, las cejas repintadas, los ojos entrecerrados y la boca grotescamente abierta, a sus espaldas posa una guardia de granaderos, con sus altos gorros de piel de oso, la bayoneta calada y extrañamente revestidos con mandiles forenses.

Hubo intentos fallidos de canonizar a García Granados, católico devoto. Enterrado en la catedral de Quito, los vaivenes de la política hicieron que se temiera una profanación, y el cuerpo fue trasladado en secreto de un escondite a otro, hasta recalar en la iglesia de Santa Catalina de Siena, donde fue descubierto, cien años después de su muerte, en una cripta al lado derecho del altar mayor.

El corazón, que le habían sacado para conservarlo como reliquia, fue escondido por aparte en una columna del claustro del Buen Pastor, junto con el del arzobispo de Quito, monseñor José Ignacio Checa y Barba, muerto al beber el vino envenenado del cáliz en el oficio del viernes santo de 1877.  Materia también que la realidad obsequia al novelista.

Y he aquí la otra historia. En la iglesia de la hermandad de Nuestra Señora de Lapa, en Oporto, se guarda bajo cinco llaves el corazón de don Pedro de Alcántara, rey de Portugal, y emperador de Brasil tras la proclamación en 1822 de la independencia de esta inmensa colonia americana que era por sí misma un continente, caso único en la historia de América Latina el de un monarca venerado como prócer.

Don Pedro, desterrado de Brasil, murió en 1834 en el Palacio Real de Queluz en Portugal, consumido por la tuberculosis. Pero antes dictó su célebre carta abierta a los brasileños: “La esclavitud es un mal, y un ataque contra los derechos y la dignidad de la especie humana, pero sus consecuencias son menos perjudiciales para aquellos que sufren el cautiverio que para la Nación cuyas leyes la permiten. Es un cáncer que devora su moralidad”.​

Y dejó dispuesto que su corazón quedara en la iglesia de Lapa, en tanto su cuerpo  fue sepultado en el Panteón Real de la Dinastía de Braganza, de la iglesia de San Vicente de Fora. En 1972, al celebrarse los 150 años de la independencia de Brasil, la dictadura militar, evocando su fama de “rey soldado”, y no la de enemigo de la esclavitud, consiguió que los huesos del emperador fueran trasladados desde Portugal, paseados con gran pompa por todo el país antes de recibir sepultura en el mausoleo imperial en Ipiranga, en Sao Paulo, paraje donde proclamó a Brasil libre del yugo de Portugal. Libraba entonces una campaña en la que se veía obligado a bajarse del caballo a cada tramo, aquejado de diarrea.

Si la dictadura logró hacerse con los huesos de “el rey soldado”, ahora el presidente Jair Bolsonaro, quien para nada disimula su añoranza por el régimen castrense, ha conseguido que el ayuntamiento de Porto le dé en préstamo el corazón de don Pedro con motivo de las celebraciones del segundo centenario de la independencia.

Bolsonaro, quien busca la reelección, proclama que se siente inmortal, que del poder sólo Dios lo echa, y amenaza con un golpe de estado si pierde. Las elecciones presidenciales, en las que lleva desventaja en las encuestas frente a Lula Da Silva son el 2 de octubre, y la celebración de la independencia el 7 de septiembre.

El corazón será trasladado en un avión de la Fuerza Aérea Brasileña, y Bolsonaro lo recibirá seguramente en el aeropuerto para sacarle provecho electoral, y mostrar triunfalmente la urna en los mítines.

Estupenda oportunidad para un hombre tan visceral.

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17 de agosto de 2022
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Distinción en conceptos y aspectos

 

Una discusión razonable respecto al problema rememorado en las últimas columna tomaría, por ejemplo, la forma de intentar elucidar si entidades maquinales o animales diferentes del humano disponen de esa capacidad de “recuperación de representaciones almacenadas” (en términos de J. Allan Hobson (Consciousness, Scientific American Library, New York, 1999,) que caracteriza a nuestra memoria, o si algún código de señales (natural o artificial) encierra esa simbolización de las representaciones que es signo distintivo del lenguaje humano; elucidar si el aprendizaje de las máquinas inteligentes o de los animales transciende la consignación automática de experiencias, cosa que sí ocurre con el aprendizaje humano; elucidar si cabe hablar en otros entes (maquinales o animales ) la intencionalidad, entendida como representación de objetos, que en nosotros se halla siempre conceptualmente mediatizada; desde luego, elucidar, si cabe decir que los animales tienen esa reflexión sobre representaciones, que es marco de nuestro pensamiento. Hobson designa estas y otras capacidades como bloques constitutivos de la conciencia, enfatizando el hecho de que “muy pequeñas diferencias en la estructura y función del cerebro se agigantan cuando llegan a la conciencia secundaria” o. c. pág. 19). Y la eventual negación de las mismas a animales, no excluye en absoluto el atribuirles una suerte de conciencia integrada por la capacidad de recepción de datos (sensitiva en el caso de los animales) y selección de los mismos, eventualmente emotiva y en el caso de los animales obviamente instintiva.

Bastaría aceptar que el término conciencia se usa de manera equívoca, distinguir entre conciencia primaria y conciencia secundaria, e intentar determinar el peso respectivo de cada una a la hora de constituir una “subjetividad” (el término es hoy, sin más preámbulos, y algo abusivamente, atribuido a los animales por muchos etólogos contemporáneos, pero no estamos quizás lejos de que sea atribuido a entres maquinales) y desde luego a la capacidad para experimentar dolor y placer. Pues si esta es correlativa de la subjetividad y de la conciencia ¿no sería simplemente ilógico que si el grado de complejidad alcanza una diferencia cualitativa (tal sería el caso cuando de los códigos de señales animales se pasa al lenguaje humano) ello no tenga traducción en la percepción del mundo, en la vivencia del dolor y hasta en la percepción de la enfermedad.

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16 de agosto de 2022
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De California a Texas

California dreamin’ cantaban a mediados de los 60 The Mamas & The Papas mientras en la Universidad de Berkeley se preconizaba el amor libre. Al mismo tiempo, Steve Jobs por su lado y William Hewlett y David Packard trabajando en el garaje de su casa –lo que no hubieran podido hacer en la normativa Europa– se preparaban para cambiar la tecnología del mundo. Grandes fumadas de marihuana, experiencias psicodélicas, viajes rockanroleros… Una gigantesca bronca contra la guerra de Vietnam y el envío de soldados de reemplazo a las selvas de la Cochinchina. En el 67, Scott Mckenzie conseguía un hit universal con San Francisco (be sure to wear flowers in your hair). Habían llegado los hippies con sus flores en el pelo.

California es el gran espacio territorial de América con clima mediterráneo, habitado por el espíritu emprendedor y comercial de la cultura anglosajona a la que se unirían las raíces hispanas y, también, la emigración asiática. Buen clima y riqueza, densidad demográfica y suficiente espacio con montañas, valles, desiertos y playas. Un lugar idílico y tolerante. Excelentes vinos y campos de cítricos. El sociólogo urbano Richard Florida valoraba como un input favorable a la competitividad californiana la convivencia normalizada con la comunidad gay y con todas las creencias y prácticas religiosas. Ni el Sida ni las sectas paranoides consiguieron acabar con el sueño californiano. Conviene releer a Florida y su célebre ensayo sobre Las ciudades creativas, al que su editor español, Paidós (2009), añadió un excesivo subtítulo comercial: Por qué donde vives puede ser la decisión más importante de tu vida.

La costa Oeste ha seguido al mando de la democracia USA durante décadas gracias a la música concentrada en el Laurent Canyon de LA, el cine que se escribía y producía en Hollywood y los nuevos creativos del valle del Silicio. El modelo California era el modelo de la sociedad del talento y la tolerancia, donde el mito americano del ascenso social seguía siendo posible. Allí nacería la era digital: Apple en Cupertino, Arpanet en la Ucla, Pay Pal en San José, Twitter e Instagram en San Francisco… Solo el sarcasmo de Robert Altman (El juego de Hollywood, su adaptación de Carver a Los Ángeles en Vidas cruzadas), los hermanos Coen (El gran Lebowski) o Quentin Tarantino (Pulp Fiction, Jackie Brown, Érase una vez en Hollywood), han nublado la imagen de esta nueva Arcadia, salpicada también por los escándalos sexuales de Harvey Weinstein y las denuncias de la exdirectiva de Facebook, Frances Haugen.

Pero de un tiempo a esta parte las empresas tecnológicas nacidas al amparo de la creatividad californiana están emigrando hacia Texas. Más árida incluso que la costa del Pacífico, la tierra del estado de la estrella solitaria se enriqueció gracias a la chiripa del petróleo. Lo describe muy bien la película Gigante, el paso de los grandes ranchos de vacas a los pozos extractores de oro negro. Texas no es tolerante sino reaccionaria. Allí mataron a John F. Kennedy y allí vencen los conservadores más recalcitrantes de EE UU, que siguen armados hasta los dientes como se pudo ver en los atracos de Comanchería (Hell or High Water, 2016).

Pero sus políticas fiscales son muy favorables para las grandes compañías, y los sueldos de los empleados más bajos; allí la vida es mucho más barata, y no digamos el precio de la vivienda, completamente disparatada en los valles californianos: dosmil euros un apartamento de un dormitorio. Los hijos de las flores, enriquecidos, han empezado a migrar de Los Ángeles a Austin, la capital tejana. Tesla ya lo ha hecho, Apple está construyendo allí su segunda gran instalación, Oracle también… y algunas extranjeras como Samsung. Migran directivos demócratas hacia el estado más republicano y, de paso, favorecen la mejora de las condiciones laborales de la población latina.

Sin embargo, California no ha dicho su última palabra. Frente a los analistas que la declaran bloqueada tras medio siglo de éxitos ininterrumpidos como avanzadilla de América, California vuelve a la carga. En Silicon Valley han recuperado las sustancias psicodélicas. Del ácido lisérgico a los hongos alucinógenos, los más listos de la clase se mantienen en estado de permanente lucidez mental a base de microdosis. Se ha puesto de moda tomar infusiones y hasta pastelitos con sustancias vegetales cuyos alcaloides provocan potencia mental y clarividencia, pero esta vez bajo control.

En especial entre la gente mayor está haciendo furor esta especie de pastilleo de la inteligencia, píldoras que bautizan como nootrópicos, del griego nóos, intelecto. Nada de cocaínas o anfetaminas excitantes, ni siquiera de esas interminables tazas de café para despejar la mañana, se trata de mantener un estado de hipersensibilidad mental, capaz de abordar los problemas cognitivos más complejos, una farmacología auspiciada por nuevos médicos y psiquiatras que no dudan en afirmar que sustancias como la citicolina en pequeñas dosis consiguen multiplicar por dos la atención mental e incluso el archivo de la memoria. ¡Si Antonio Escohotado se levantara de su tumba!

El cerebro de Google, Ray Kurzweil, es uno de sus apóstoles, y recomienda, además, comer carne y pescado, así como tomar el sol a diario y vivir alejados de la nocturnidad lunar.

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10 de agosto de 2022
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Dos historias naturales

Son dos historias que corren paralelas. La primera carece de maldad, es la historia de un gran amor, puro, aunque de gran inconsciencia. Es la historia de la fiscal de distrito Tercia Longinos de Bravomurillo y de su huésped o residente, el vencejo pálido (Apus pallidus) llamado Domingo. La segunda nace del ejercicio de la constancia, de la búsqueda pertinaz, del descubrimiento de una nueva pasión y de la asunción de la realidad.

Tercia Longinos vive en Jerez de la Frontera, pared por medio con el colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, un edificio que alberga en el desván una colonia de vencejos pálidos, colonia sometida a los rigores del calor estival y al peligro de que algún joven vencejo, sediento y acalorado se lance al aire sin estar aún capacitado. Tercia recoge de la acera a una de esa criaturas y en un arrebato maternal la coloca entre sus pechos, llega a casa y decide cuidarla hasta que pueda otorgarle la libertad. En abril, Domingo toma el vuelo, conquista el aire y Tercia aparece, en la fotografía del médico de atención primaria, con el torso lacerado por las parásitos domingueros, envalentonados y multiplicados por lo mullido del soporte.

En el volumen misceláneo Papur (Días Contados, 2022) se recoge la segunda historia, de hecho, en un principio, no es más que el relato de la adquisición de dos libros, aunque luego, dicha adquisición, permitirá al protagonista iniciarse en los secretos del microbestialismo.

El invierno barcelonés de 1963 fue pródigo en aventuras. Por ejemplo, cierta librería de viejo de la calle de Aribau consiguió, en violenta puja, la sección francesa de la biblioteca del Barón de xxx recientemente fallecido. No hubo publicidad pero en los cenáculos literarios la noticia corrió como la pólvora. Recuerdo cuando acompañado por Pedro Gimferrer entramos aquella tarde en el destartalado local. Qué gentío. Algo absolutamente inhabitual. Apretujados y presurosos revolvíamos entre los montones de libros en rústica (los únicos al alcance de nuestras posibilidades económicas) mientras no nos atrevíamos a mirar al rincón en el que reposaban las piezas de mayor valor espléndidamente encuadernadas. A mi lado, hombro con hombro, un educado connaisseur –nada menos que Lorenzo Gomis- apartaba y extraía de la confusa pila los volúmenes que despertaban su curiosidad y de repente, supongo que al haber oído los comentarios que yo le dirigía a Pedro, se volvió hacia mí, para decirme con gran serenidad y simpatía: “si no conoces bien a Lautréamont este librito te será muy útil”.

Aquella noche, en el silencio de mi cuarto, me dispuse a disfrutar de su lectura. Era un pequeño volumen de forma cuadrada titulado Lautréamont, el número seis de la colección Poètes d’aujourd’hui, publicado por Pierre Seghers en 1960. El breve estudio, la selección, las notas y la bibliografía estaban a cargo de Philippe Soupault. El ejemplar estaba en buen estado y formando parte del rito, antes de proceder a hojearlo, le di un repaso olfativo que demostró su pertenencia al grupo libros-en-rústica-franceses y, también, un repaso exterior táctil que, curiosamente, reveló un ligerísimo abultamiento en la zona central contigua al lomo. Lo abrí, y descubrí, entre las páginas 52 y 53 una hojita de papel de fumar doblada dos veces. A lápiz alguien había escrito “Montjuich José Corti invierno 1973”. Faltaban pues 10 años para poder acudir a la cita.

Compré Les Oeuvres Complètes del Comte de Lautréamont en la edición de José Corti y en su propia librería, en el 11 rue de Médicis de París, el 30 de junio de 1973; acababan de publicarse. A partir del 21 de diciembre y hasta el 31 del mismo mes me dispuse a recorrer todos los días la solitaria montaña de Montjuich con el libro bajo el brazo. Así lo hice, sin ninguna consecuencia, hasta la última jornada, una mañana radiante y casi calurosa en la que, sentado al sol en un banco de piedra, pude contemplar como, entre la rocalla de un devastado parterre, emergía lentamente primero la cabeza y luego todo el cuerpo de un macho de lagartija ibérica –Lacerta hispanica- que parecía reclamarme. Estuvo conmigo en casa durante todo el invierno. Preparé un terrario de generosas dimensiones aunque a medida que transcurrían las semanas ambos comprendimos que no necesitaba un espacio propio y sí, en cambio, mi compañía más íntima. Alimentado en mis labios, con fruta y chocolate masticados, fue al llegar la primavera, al tomar juntos el sol en la terraza, cuando sobre mi cuerpo desnudo comenzó a describir itinerarios cada vez más rigurosos. Mas el calor de fin de mayo debió de despertar sus ansias de libertad e introdujo, en nuestra relación, pautas demasiado agresivas; señal que pronto interpreté y que me llevó a liberarlo en el mismo lugar y a la misma hora en que se produjo nuestro primer encuentro. ¡Qué momento! Yo era ya un hombre cambiado, con un rostro igual al que Salvador Dalí creó para Isidore en su retrato imaginario de 1937.

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7 de agosto de 2022
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No sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo

Dice Norberto Bobbio, quien en De Senectute convirtió el estudio de la edad en una ciencia más que amena, que “hablar de uno mismo es un hábito de la edad tardía. Y sólo en parte cabe atribuirlo a vanidad”. Como se trata de aprender nuevos hábitos, y hacer uso de esa licencia a la vanidad, es que escribo estas líneas al atravesar el umbral de los ochenta años.

Los viejos suelen hablar del pasado de manera didáctica, en el entendido de que toda experiencia enseña, y, por tanto, se corre el riesgo de caer en los consejos de autoayuda, lo cual no viene a ser tan desdoroso si uno piensa en el otro De Senectute, escrito más de dos mil años antes que el de Bobbio. Envejecer, como un arte que puede enseñarse.

Cicerón da voz en su libro a un viejo de 84 años, Catón, en un diálogo con dos jóvenes a los que busca proveer de advertencias sanas; pero él sólo tenía 62 cuando escribió sus reflexiones, y no tenía aún una edad provecta, o sea, senil, una expresión que me repele por la falta de dignidad que conlleva.

Senil es quien ya no es dueño de sí mismo, y a eso sí hay que temerle. Lo contrario de la senilidad es la lucidez, que para un escritor tiene que ver con la memoria, y con imaginación. Y es en este umbral cuando empieza el desafío para que las fuentes de la memoria no se agosten, y para que los espejos de la imaginación no apaguen sus reflejos incandescentes.

En El bazar de la memoria: como construimos los recuerdos y como los recuerdos nos construyen, la psiquiatra irlandesa Verónica O’Keane nos enseña la manera en que, con los años, mientras las neuronas cuidan los recuerdos, como un archivo que se puede siempre revisar, su capacidad de grabar los nuevos se va empobreciendo.

Y la imaginación, que no es sino una emanación de la memoria, sigue hilvanando en su rueca. El pasado, que es ese país extranjero donde la gente hace las cosas de manera diferente, como escribe J.P. Hartley en The Go-Between; fotogramas, más que secuencias, y así llegamos a la consabida pregunta: ¿cuál es tu primer recuerdo?

Tengo tres años. Una mañana en que la luz entra a raudales por las ventanas, acaban de bañarme en una palangana de agua y la muchacha me alza, me deposita sobre el cajón de la máquina de coser, y me seca con la toalla. La máquina de coser, la voz de la muchacha que me pide que me esté quieto mientras va a botar el agua de la palangana al patio, ¿son emanaciones de la imaginación que se alzan desde la caverna de la memoria? ¿Cuánto es verdad y cuánto es mentira en el recuerdo? Sin esa incertidumbre, la escritura no existiría.

“Y sabes que lo que ha quedado, o lo que has logrado sacar de ese pozo sin fondo, no es sino una parte infinitesimal de una parte de tu vida", dice Bobbio. "No te detengas, no dejes de seguir sacando. Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto, por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir".

Porque la escritura es una manera de sobrevivir. Sin la escritura sería un viejo jugando una eterna partida de dominó en un parque de provincia, o meciéndose sin tregua en una silla mecedora que saca a la acera cada tarde para llenar las casillas de un crucigrama infinito.

Una manera de sobrevivir y de multiplicarme en otras vidas. Las vidas de los demás, ser varias personas a la vez, las voces de los personajes que me llevan de una mente a otra mente para contradecirme a mí mismo en el contrapunto de los diálogos, una prolongación faustiana de la existencia no hacia adelante, sino hacia los lados. La escritura es la cuarta dimensión.

Mi temor a la vejez no está en la muerte, sino en la pérdida de la curiosidad, sin la cual la escritura tampoco existe. Ese estado de alerta permanente que trae a la página no sólo recuerdos, sino las voces escuchadas en la calle, las historias que cuentan en el autobús o en la mesa del al lado en el restaurante, los hilos minuciosos de que está compuesto el lienzo de la realidad que pasa cada día frente a tus ojos.

Y la curiosidad como una puerta a la modernidad. Para Virginia Woolf en Orlando, la modernidad del siglo diecinueve estuvo marcada por unos pocos inventos, el más decisivo de todos el ferrocarril. En mis ochenta años de vida, de un siglo a otro, he dejado atrás del telégrafo de manivela en clave Morse, el teléfono de magneto, los aparatos de radio de tubos catódicos, la televisión analógica en blanco y negro, la máquina de escribir mecánica, el linotipo y la prensa plana, instrumentos arcaicos y olvidados, a los que he sobrevivido, para entrar en la diversidad infinita del mundo digital que controla todas las formas de comunicación y de expresión cultural. Del monoverso, al pluriverso, al metaverso.

Sentirse extrañado en ese mundo, o apartado de él, como los anacoretas subidos a la columna en el desierto, es aceptar la vejez como condena, y no como desafío. La sorpresa constante demanda una curiosidad constante. La falta de curiosidad es la marginación y el ostracismo frente a un mundo que se desplaza hacia el futuro demasiado veloz, y al que hay que buscarle el sentido de la profundidad, porque lo que nos enseña las más de las veces es su superficie banal. El futuro se acorta en la medida en que dejamos que ocurra por su propia cuenta.

El poeta Salomón de la Selva, en Evocación de Píndaro, me enseñó para siempre una sentencia: “no sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo”.

También para esos males hay cura. Reírse siempre de los gruñones y de los avaros, mala caricatura de los viejos, y, antes que nada, saber reírse de uno mismo.

 

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3 de agosto de 2022
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Las desdichas de Fitzgerald en Hollywood

Extraño tejido urbano el de Los Ángeles, pienso mientras contemplo la urbe vasta y plana desde el observatorio de Griffith Park. Estoy junto al escritor francés Jean Rolin, que ha venido a Los Ángeles para escribir una novela ácida y pop. Rolin me dice:

-No sé si ha advertido usted que nos hallamos en la terraza del observatorio inmortalizado en Rebelde sin causa.

-Lo he advertido. Justamente estaba pensando en la expresión “rebelde sin causa”, que me parece muy norteamericana. La ideología en la que se sustenta el sueño americano es bien evidente: América es la tierra de las oportunidades, donde puede triunfar cualquiera, y si no triunfa ha de suponerse que no es por culpa de América ni por culpa del sistema. Aquí toda rebelión contra el sistema es considerada una rebelión sin causa.

-Cierto, o al menos eso nos hacen creer.

Rolin se marcha en un automóvil rojo bermellón de los años sesenta y yo sigo contemplando aquellas urbanizaciones infinitas, bajo el sol desfalleciente. A lo lejos percibo un incendio y recuerdo los disturbios de Los Ángeles de 1992. Aunque los originó una horrenda injusticia que corría un tupido velo sobre el racismo de la policía, pasaron a la historia como agitaciones sin causa, o de causa muy difusa. Como agitaciones exageradas. La rebelión, en Norteamérica, es percibida como una exageración, circunstancia que le confiere al rebelde americano una sorprendente originalidad existencial y plástica. Todos los rebeldes americanos difundidos por la novela y el cine son de aire existencialista más que de aire político. No encarnan rebeliones sociales, encarnan rebeliones personales, porque están condenados a ser libres. Son el triunfo heroico de la individualidad, hasta cuando mueren trágicamente. Es lo que veo cuando pienso en los personajes encarnados por James Dean, Robert Mitchum, Paul Newman, o cuando leo las novelas de Fitzgerald, Hemingway, Kerouac. Hasta en Hemingway pesan más las emociones individuales que las colectivas: se percibe muy bien en Las nieves del Kilimanjaro, su novela más introspectiva y existencial, si nos olvidamos de El viejo y el mar. Ocurre lo mismo con algunos rebeldes de Faulkner, si bien en él tiene mucha importancia el clan, y en el clan se disuelven las individualidades hasta que irrumpe la impronta violentamente personal de algún hombre o alguna mujer, cuyos actos nos dejan profundamente desconcertados, a pesar de su lógica y su implacable geometría emocional

Más tarde regreso a mi hotel, en una oscura bocacalle del Sunset Boulevard. Desde la ventana de mi habitación veo una casa abandonada en la que se refugian los drogadictos más tristes de la tierra y donde se inyectan heroína y ketamina, en un ambiente negruzco y polvoriento. A mi derecha hay un café que permanece abierto toda la noche y donde me vuelvo a encontrar con Jean Rolin. Mientras tomamos cerveza, hablamos de la perra existencia. Rolin ha escrito un libro sobre los perros vagabundos. Un tema perfecto para hablar de nuestro tiempo. Rolin me pregunta por qué me interesa Fitzgerald y yo le digo que en otro tiempo me fascinaba su enfoque de la individualidad y su demolición del heroísmo made in America, pero que ahora lo que más me interesaba es observar cómo Fitzgerald encarnó en sí mismo la muerte de la novela.

Con ese pensamiento regresé a mi cuarto. Me obsesionaban las quemaduras de la moqueta y el aire de provisionalidad, tan típico de Los Ángeles. El ventilador del techo hacía un ruido tremendo y lo tuve que detener. Pero entonces me moría de calor y me refugié en la ducha. Mientras el agua caía sobre mi cabeza como milagrosa lluvia de verano, entretuve mi ansiedad analizando los días de Fitzgerald en California. Francis llegó a Hollywood en 1937, creyendo que inauguraba una nueva vida, si bien tres años después ya estaba muerto. Lo sorprendente fue que, en su estancia en Hollywood, Fitzgerald adquirió una conciencia más aguda de la argamasa política en la que se apoya toda existencia, y percibió con más claridad que antes la estructura económica de las clases sociales, hasta el punto de considerarse “esencialmente marxista” (según sus propias palabras) a la hora de enjuiciar su vida y su fracaso económico y existencial. Esa visión la trasladó a su novela californiana El último magnate, interesándose más por el individuo en relación con la sociedad, y desdeñando una cultura (la americana) que “había vagado en una soledad imaginaria a través de bosques imaginarios durante cien años: demasiado tiempo”. Frase alucinante de Fitzgerald en la que creemos ver el germen de Cien años de soledad, de García Márquez, y de su idea más unitaria y general.

A la mañana siguiente, me dirijo a un café de Santa Mónica, desde cuyos ventanales puede verse el océano Pacífico. Allí me aguarda Robert Sklar, amante de la historia del cine y autor del libro Francis Scott Fitzgerald, el último Laoconte. Robert es un hombre afable, de barba blanca y ojos penetrantes, que conoce bien los avatares de Fitzgerald en Hollywood. Mientras tomamos té helado, Robert me comenta:

-Antes de emprender la escritura de El último magnate, Fitzgerald trabajó durante un tiempo como guionista para la Metro Goldwyn-Mayer. Acababa de salir de una depresión de hondo calado, y aspiraba a resucitar, si bien tenía una opinión muy negativa del cine. Tiempo atrás había dicho: “Vi que la novela, que en mi madurez había sido el medio más poderoso y maleable para trasmitir reflexión y emoción, había quedado sometida por un arte mecánico y masivo que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, solo era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares y las emociones más obvias. Un arte en el que las palabras estaban subordinadas a las imágenes, y donde la personalidad del escritor resultaba tan inservible que descendía hasta el ínfimo nivel de la mera colaboración”.

-Parecen frases proféticas.

-Lo fueron, ya que la labor de nuestro escritor en Hollywood no pasó de la colaboración. Empezó revisando el guión de Un americano en Oxford, y luego colaboró en el de Tres camaradas. Un trabajo amargo, pues el productor Mankiewicz le tachó todas sus frases y las reescribió a su manera. Todos piensan que Mankiewicz destruyó el guión, algo muy habitual en el mundo del cine. Más tarde trabajó en el guión de Infidelity, que no llegó a convertirse en película por problemas con la censura, y luego colaboró en otro sobre Madame Curie, que también fue descartado. Al año siguiente concluyó su contrato con la M.G.M, y no fue renovado. Fitzgerald tenía que ganase la vida y pagar su deudas, y volvió a colaborar en la revista Esquire con la serie de cuentos de Pat Hobby, a la vez que intervenía como guionista independiente en la primera fase de los guiones de Lo que el viento se llevó y Carnaval de invierno. Fitzgerald pensaba que en la vida de los norteamericanos no hay segundos actos, y no le faltaba razón. Hollywood lo llenó de amargura y desolación, y en el año 1939, regresó al arte de la novela con El último magnate.

-Una novela muy paradójica.

-Sin duda, ya que fue la novela que le permitió ver el cine de otra manera, a través de su protagonista, el productor Monroe Stahr. Por lo que he podido ver revisando sus notas, el texto inconcluso que nos ha quedado de The Last Tycoon es muy inferior a la obra que Fitzgerald había imaginado. Fitzgerald quería darle un aire épico y nacional, desplegando todo lo que ha significado el cine para América, y aventurándose a desarrollar ideas generales sobre el esplendor y la decadencia de las civilizaciones, parcialmente inspiradas en las ideas de Spengler, que no eran ninguna novedad en su vida, pero también de Marx, si bien muy a su manera. Quería diseccionar muy bien las clases sociales, su dependencia de la economía y sus luchas recónditas y venenosas, así como el desmoronamiento de toda una concepción del héroe que había sobrevivido hasta su generación y que había sido ampliamente resucitada por el cine. Hollywood recogía los sueños de América, los deglutía, los reelaboraba, y los entregaba a las masas abrillantados y rejuvenecidos. El cine participaba en la historia nacional, trasmutádola en mito y en un destino social más grande que el propio yo. El cine no era desde luego una cuestión personal, como bien sabía Monroe Stahr. Pero en esa playa tan próxima y tan remota Fitzgerald rara vez disfrutó. En 1940 sufrió tres ataques al corazón, y con el tercero dijo adiós a la vida y adiós también a todos los sueños de redención.

Fui casi lo último que me dijo Robert Sklar. Curiosamente, al año siguiente él también murió y Jean Rolin publicó la novela que había estado escribiendo en Los Ángeles, mientras frecuentaba los mismos hoteles y los mismos bares que yo. A veces los hechos conforman extrañas cascadas de vida y de muerte, Fitzgerald lo había dicho en más de una ocasión.

-Claves de Razón Práctica, 2020-

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1 de agosto de 2022
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Escritores perfectos

Dice Jesús García Cívico en La condición despistada (Candaya, 2022) que “hay escritores perfectos porque sus obras nunca salen de sus cabezas, porque acaban las obras en sus mentes”. Llega ahora noticia de que en un pueblo de la provincia de Toledo ha desaparecido una niña, y el informador aporta preciso su edad, su estatura, el color de sus cabellos y, cómo no, su nombre, Alena, que es el mismo de un personaje de mi hagiografía Familias como la mía (Tusquets, 2011), personaje secundario pero robusto, originalmente llamado Elena pero que tras su paso por Cataluña abre fonéticamente de tal modo la “E” inicial, átona, que acaba trasladando el fenómeno al campo de la grafía. Imagino una historia truculenta. Niña desaparecida, pronto recuperada por su tía que hace de madre. Niña, ya adolescente, que en una segunda fuga acaba viviendo, no en malas condiciones socioculturales, en una localidad catalana, pongamos Figueras, donde desarrolla sus amplias habilidades para el espionaje industrial dada su condición hermafrodita. Niña no adolescente, ya adulta, volviendo al pueblo manchego, donde sodomiza esporádicamente a su anciana tía y colabora en la experimentación de una mochila abortiva, cuyos planos ha robado a un inventor leridano, destinada a reducir el nefasto impacto en La Mancha de la explosión demográfica. Quedan por resolver algunos detalles como el porqué Alena se llama ya así cuando, aún niña, desaparece sin haber pasado obviamente por la inmersión lingüística, pero es un detalle menor, como otros relacionados con la falta de linealidad temporal, detalles que no merecen ser explicados, corregidos. Lo importante es la gran potencia argumental que, aquí volvemos a García Cívico, para ser preservada en toda su vastedad requiere no pasar por el trance de su traslado al papel; dejemos que se mantenga en la cabeza del autor, que medre incluso, cobijada en los repliegues de su cerebro. Toda extracción, todo vertido, constituye un fraude, una mutilación, una ignominia.

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31 de julio de 2022
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El Boomeran(g)
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