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FOTO ALEX GARCIA.THE CURE 01/06/12

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El vals de la nostalgia

Desde hace semanas nuestra televisión pública nos invita a recordar lo felices que fuimos un día, cuando casi todo estaba aún por hacer y empezábamos a bailar en el salón de casa el Sugar baby love de The Rubettes. En la Nochevieja del 2015 muchos espectadores descubrieron el programa Cachitos de hierro y cromo, un entretenido menú aderezado con fina ironía y guiños generacionales. La suya es una fórmula tan simple como eficaz: a partir de hilos temáticos, ofrece una selección de actuaciones musicales televisadas que, más allá de su valor artístico, nos conectan con paisajes perdidos.

No me extraña que las imágenes del prodigioso archivo musical de TVE se emitan en prime time, después de la segunda edición del telediario. ¿Quién no se va más contento a la cama después de recuperar tan jóvenes a Tina Charles, The Cure o Manzanita y tararear algunos de sus megahits? ¿Cómo no vamos a esbozar una sonrisa, la cabeza ya sobre la almohada, recordando cómo olía aquel primer cigarrillo mientras cantábamos a pulmón y en falsete a Los Pecos: “Yo me dormía y al rato moría por estar ausente de ti”? Todavía no nos dejaban entrar en la discoteca pero éramos capaces de recrearla en un garaje con tocadiscos.

Reconocerse a través del tiempo y el es­pacio, conectar con escenas de un pasado que la memoria ha acabado idealizando, y sen­tirse bien: ese es el poder de la nostalgia que, tras la pandemia, se ha convertido en la ­principal tendencia del marketing. Y, así, el mercado está entregado al recuerdo, po­niendo en juego poderosas artimañas que parecen devolvernos por un instante al pasado.

A partir de los ochenta, hemos ido revisando, abajo y arriba, todas las décadas del siglo pasado. En la moda y la decoración, pero también con el boom de la novela histórica y los biopics. El gusto por mirar atrás y recuperar ideas antiguas para revisarlas desde lo contemporáneo ha sido la principal narrativa de la creatividad del siglo XXI, amplificada ahora por el llamado marketing de la nostalgia.

El informe anual de Klarna –la fintech sueca de financiación de consumo– identifica ese sentimiento como la motivación dominante en las adquisiciones del 2022, tanto en artículos inspirados en el siglo XVIII como en ropa que imita la de principios de los 2000. El revival de Barbie –que pronto tendrá película­­– consigue colocar el rosa en el centro, sin complejos, mientras que el estilo Los Bridgerton decora los juegos de té que adoran los millennials. La tecnología vintage también arrasa: en febrero las ventas de auriculares con cable aumentaron un 371%, y un 80% los móviles plegables, casi un acto de rebeldía ante la permanente actualización de los smartphones. No podemos retornar al pasado, pero sí evocarlo –a menudo mejorándolo– y lograr que la memoria involuntaria nos devuelva sensaciones que habían quedado sepultadas.

En el libro Alma, nostalgia, armonía y otros relatos sobre las palabras (Anagrama), de ­Soledad Puértolas y Elena Cianca, se data en 1869 la aparición en nuestro diccionario del término nostalgia, cuya definición coincidía entonces con el llamado mal de tierra (mal du pays en el Robert). La pérdida de la patria, el exilio o la emigración desencadenaba ese sentimiento de nublada añoranza, que en el siglo XIX era considerado una enfermedad. El estudio de la condición humana obligó a dejar de tratarla como una patología. Y aquel mal del alma se ha transformado hoy en una lluvia emocional, una invitación del aplicado mercado a consumir recordando.

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30 de diciembre de 2022
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Pasiones indestructibles

Cuando Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) se encuentra en estado de gracia, resulta una escritora sublime, virtuosa en transmitir los muchos caminos que pueden conducir al éxtasis. Lo estuvo en Vita, en Ella, tan amada y en La larga espera del ángel. En ellas reconstruyó momentos históricos o biografías de un modo que me atrevería a calificar de monumental: respectivamente, la historia de su familia, la biografía de la fascinante escritora suiza Annemarie Schwarzenbach y la vida de Tintoretto. Su copioso y minucioso trabajo para documentarse y estudiar aquello de lo que quiere escribir hasta conocerlo tan bien que cree llegado el momento de poder inventarlo –la expresión es suya, en su última novela– hace inevitable que el resultado sea grandioso. La desmesura de quien no ignora –que no es lo mismo que saber– que para encarnar una ínfima parte de la existencia es necesario incluir todo lo que se ha ido acumulando en el propio camino. No hay pasión, secreto, gesto o palabra que resulte baladí; de la misma manera que la historia también la protagonizan las proscritas, las que viven al margen, las enfermas, las poseídas y las desheredadas. Éstas últimas, más legitimadas que nadie, porque acaban siendo amas de todo lo que les ha sido negado, porque el deseo y la imaginación también son formas de existencia. Y, al final, cualquier existencia ha valido la pena para la Historia.

La grandeza de La arquitectriz, su última obra aparecida este otoño en Anagrama, reside en el hecho de que no es únicamente –aunque sí principalmente– la biografía de la primera mujer arquitecto. A través de los días de la artista Plautilla Bricci (1616-1705), pintora y arquitectriz, y las muchas vidas que los atraviesan, Mazzucco recrea el poder de los papas en el siglo XVII, especialmente los de Urbano VIII, Inocencio X y Alejandro VII, con sus intrigas, sus ejércitos y sus guerras en una Roma plagada de pintores buscavidas y pendencieros, ansiosos de vincular su nombre a la eternidad de la ciudad. Los talleres, las tabernas, los teatros y las academias aparecen como escenarios con frecuencia similares, entre los que circulan con la misma facilidad la magnanimidad y la miseria. De ahí la importancia de los símbolos, de las historias particulares que sirven para sintetizar todo un siglo de oro y de peste. Mazzucco lo hace mediante la pasión como gramática capaz de organizar y dar sentido a todo. La pasión de Plautilla Bricci por hacer algo meritorio con su vida y la del abad Elpidio Benedetti por formar parte de la corte papal. Sin saber si las respectivas condiciones empujan a las ambiciones, o si bien sucede lo contrario, lo más evidente es que ambos están condenados a una historia de amor secreta y negada, imposibilitada de cualquier descendencia ni trascendencia. Desahuciados de una sociedad que les impide ser quienes son, su venganza consistirá, precisamente, en dar lo mejor de ellos a la ciudad a la que pertenecen: Villa Benedetta, la otra gran protagonista de la novela, el edificio que es fruto de las intrigas, los secretos, la intimidad, la clandestinidad, en definitiva, la complicidad. La villa es el grito expresivo y la reafirmación de lo que no ha podido ser, el contraste entre la ausencia y la materia, como escribe Mazzucco. Conocida como el bajel por su forma, la construcción es el símbolo de muchas derrotas, incluida la de Leone Paladini, idealista aspirante a artista que, dos siglos después, como voluntario de la compañía Medici en defensa de la República Romana contra los franceses, asistirá a la demolición, casi piedra a piedra, del legado de Plautilla y Benedetti. Sin embargo, Mazzucco demuestra que hay pasiones imposibles, pero indestructibles.

La narración omnisciente y minuciosa de las vidas de los protagonistas y su entorno lleva a La arquitectriz de la riqueza de la novela histórica a la indagación psicológica tan característica de Mazzucco y tan efectiva en el momento de reflejar la naturaleza humana, aceptando la sensibilidad que hace frágiles y vulnerables, que transforma en cuerpos resecos en su negación a quienes asumen la responsabilidad de construir cada día un legado que tarde o temprano acaba por configurar un paisaje enorme.

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27 de diciembre de 2022

José Ortega y Gasset, en la Ciudad Universitaria de Madrid en 1934.

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Tres ortegas

 

Para hablar seriamente sobre los toros hay que separarse lo más posible del ruido político, del jolgorio popular, de la plaza incluso, y ponerse a pensar un poco con los codos sobre la mesa

Parecida a la paloma común, la ortega es un ave algo más robusta, que anida en tierra y ama los pedregales. Pero las ortegas que traigo hoy a este lugar pertenecen a otra especie. También vuelan, pero en un espacio superior. Y aquí las une una actividad humana de lo más infrecuente, la tauromaquia.

El primer vuelo le pertenece a Rafael Sánchez Ferlosio, quien le escribió al torero Rafael Ortega Un as de espadas, que es como tituló el artículo dedicado al matador y recogido en Interludio taurino (El Paseo). Es uno de los mejores artículos jamás escritos sobre el toreo y todos los demás del libro demuestran hasta qué punto un gran escritor es inconfundible y lo que ahora abunda es modesta calderilla.

El abuso político de la tauromaquia ha trivializado un asunto que merece las mejores cabezas y la más elevada prosa. Como esta (Rafael Ortega): “Componía una figura tocada por esa luz dinámica en que la piedra puede volverse liviana como la tela y la tela puede cobrar peso de piedra: la luz inconfundible del barroco”. Ferlosio comparaba la unidad de toro y torero con el Laocoonte. Ya lo había anunciado cuando escribió: “La verónica de Rafael Ortega era a la verónica de Curro Romero lo que la escultura de Bernini a la de Donatello”.

A pesar de su trivialización política, el arte del toreo sigue siendo una de las bellas artes, pero no todo el mundo puede apreciarlo. Ferlosio también tuvo sus furias antitaurinas, pero nunca trivializó. Hace falta mucha inteligencia para juzgar un arte. Pues eso es lo que tenía y aún le sobraba a José Ortega y Gasset, mi segunda ortega, para levantar el vuelo en los admirables artículos recogidos como La caza y los toros (Renacimiento), reeditados ahora por la escasez de las ediciones anteriores. También mi segunda ortega distingue entre el espectáculo (o la fiesta) y el arte. Dice: “De lo que pasa entre toro y torero solo se entiende fácilmente la cogida. Todo lo demás es de arcana y sutilísima geometría o cinemática”. Pasa luego a hablar del toro primigenio (el uro) para explicar el milagro de que aún queden toros bravos en un rincón del mundo. De este animal originario, cuando ya se había extinguido, se conservaba una pieza viva guardada en su parque de Berlín por el rey de Prusia. Y fue Leibniz quien le recomendó que lo hiciera retratar antes de su pérdida. Eso era en 1712, pero el insaciable instinto cognitivo de Ortega acabó conduciéndole a la única figura conocida de aquel uro, editada por Hilzheimer en 1950. Y, efectivamente, tiene un inconfundible aire español, por así decirlo.

No busque usted, sin embargo, la lámina del uro en la edición de las obras completas. Asombrosamente, no viene. Solo la encontrará en la antigua edición de Austral, si aún quedan ejemplares en los vendedores de viejo.

Algún espabilado me estará diciendo: “Pero eso son dos ortegas, ¿y la tercera?”. Pues la tercera es Domingo Ortega, sin relación alguna ni con Rafael ni con José. Fue el dignísimo autor de un libro emblemático, El arte del toreo, publicado por Revista de Occidente en 1950, y que vino adornado con el artículo de Ortega y Gasset Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro, a modo de epílogo. Con lo que cierro el vuelo de las ortegas.

He aquí que para hablar seriamente sobre los toros hay que separarse lo más posible del ruido político, del jolgorio popular, de la plaza incluso, y ponerse a pensar un poco con los codos sobre la mesa.

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27 de diciembre de 2022
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Esperando al lector de sí mismo

Quizá con la intención de consolar a sus críticos Proust dejó dicho que “en cien años nuestros libros habrán dejado de existir”. Sin embargo, consumido ya un siglo desde la publicación de su obra podemos confirmar la magnética presencia de la Recherche y la actualidad de ese “telescopio psíquico” del que habló Deleuze.

Aunque por prudencia, y en lugar de perder el tiempo con entretenimientos ociosos -¡a menudo tan odiosos!-, convendrá sentarse a leer la Recherche antes de que fatalmente se cumpla el mal agüero de su autor. Por si acaso.

El que lo haga deberá tener en cuenta lo que Proust esperaba de sus lectores: que a través del pausado y penetrante soliloquio de su obra cada lector consiga ser el más sagaz y lúcido lector de sí mismo.

A ello contribuye el catedrático y editor francés Bernard de Fallois (1926-2018) con unas “conferencias” pensadas para un público atento, sensible y cultivado. Un público ajeno a la excitación de la banalidad contemporánea y dispuesto a entender las ideas maestras que Proust desplegó en su magna obra.

La idea de los “dos yo” sugiere apreciar las diferencias entre la personalidad del escritor y la voz del narrador. A fin de evitar que la tentación biográfica perturbe el significado de la obra de arte con las trivialidades domésticas de la vida vulgar, los trastornos íntimos y los complejos dolosos del autor.

La idea de las “dos memorias” distingue entre el recuerdo deliberado, el que nos lleva a creer en el orden cronológico de los acontecimientos, y la imaginería del recuerdo accidental, que al rescatar de repente simetrías inesperadas entre momentos distantes revela el verdadero sentido de un instante fugaz.

La idea de la omnipotencia del Tiempo desmiente que lo temporal sea un algo que pasa. El tiempo, la piedra angular de la obra de Proust, es la sustancia invisible en la que vivimos sumergidos, la que modula y transforma “las intermitencias del corazón”. Su escritura sigue el flujo ondulante de los meandros que a imagen del Tiempo configuran el curso de su pensamiento.

La idea del amor se presenta como un fenómeno carente de realidad tangible, frágilmente vinculado a la persona que por azar reflejará su poderosa emoción. El amor entendido como “mal sagrado” precede a la aparición del ser amado y sobrevive y emigra a pesar de él. Lo que conlleva “el más espantoso de los suplicios”: los celos.

Las ideas maestras de Proust hacen de En busca del tiempo perdido un tratado narrativo de la mente humana, una novela compuesta por personajes de extraordinaria vivacidad y decenas de miles de impresiones, anotaciones sobre el carácter de los hombres, el disfraz de sus costumbres, el pálpito de su oscura sospecha, y la belleza de los aromas, colores y destellos que iluminan las estancias morales. La inteligencia del escritor que ha culminado este inmenso tapiz literario, tejido con las sensaciones más sutiles, abarca la totalidad de la existencia.

Hace cien años Proust lamentaba que la literatura se pusiera a merced del festejo mundano y al servicio de toda cuanta causa recibe el aplauso social. Ya entonces, nos cuenta Fallois, Proust soportó las afrentas de diversos editores, que nada entendían de su libro, se negaban a leerlo o se lo devolvían ¡con comentarios ofensivos! Según el mismo Proust, nada raro hay en ello, pues “el artista de verdad, al ser original, no puede ser reconocido enseguida por sus contemporáneos”.

Reseña del libro: Siete conferencias sobre Marcel Proust, de Bernard de Fallois (Ediciones del Subsuelo, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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26 de diciembre de 2022
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Intransigente Abilio

No conocí a mi abuelo paterno pero conservo algunas fotografías suyas, color sepia. Abilio Ferrer Morer fue un señor barcelonés, hijo del notario de Puigcerdá, cuyo aspecto grave encaja a la perfección con lo que me contaba mi padre, que nunca le vio sonreír y que en la mesa jamás permitió que alguien hablara sin su autorización. Abilio Ferrer Morer murió joven, afectada la salud por el descalabro económico que le supuso una mala inversión en bolsa, en tiempos en los que parecía imposible que esta cayera más aún, riesgo que no deben correr los hombres de profesión liberal como él, como mi padre y como yo mismo, que nunca aprenderemos.

Estos días, ante una foto que no recordaba y en la que mi abuelo se muestra con ese porte característico de la aristocracia francesa de provincias, he imaginado qué pensaría al comprobar que al turrón de Jijona lo llaman “blando” y al turrón de Alicante lo llaman “duro”; ‘póngame una barra del blando y otra del duro’ se oye decir a una mujer en una pastelería/panadería, mujer que no conoce los nombres de las cosas, en este caso de nuestros productos culinarios más arraigados y que, por supuesto, acepta, puede que no tan ingenuamente, la grosera carga de la expresión, que bascula entre la radical obscenidad y el cotizado campo de los chistes de lavabo que tanto gustan en esa Comunidad Autónoma.

Estoy fantaseando sobre las virtudes de Abilio, quizá la intransigencia la principal, y me doy cuenta que yo podría ser mi abuelo cuando rechazo, de manera exagerada, los mismos enunciados que él rechazaría. Pienso, como paradigma, en la progresiva sustitución de “tapa” por “pincho” (aunque ya existieran los pinchos morunos) y, en especial, cuando “pincho” no lo escriben así sino que, como recurso cabalístico, supongo, aparece “pintxo” o algo similar. Querido y quimérico abuelo, qué bien descansar en la impoluta tumba, este mundo zafio no nos corresponde, no te gustaría, sigue tranquilo ahí, no vuelvas por Navidad.

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24 de diciembre de 2022

La final del Mundial en la residencia del embajador argentino.
Foto de Emilia Shabnam, Depto. de Prensa de la embajada

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El que no salta

Recuerdo perfectamente cuando escuché por primera vez el himno que desde entonces me representa.

Era adolescente, vivía bajo dictadura militar, se jugaba el Mundial de 1978 en mi país y todos saltaban felices por el triunfo. En la final y después, en las calles, entre banderas y cornetas, se cantaba “El que no salta es un holandés”.

Holanda era la selección a la que le habíamos ganado la final de ese mundial, en un estadio abarrotado a pocas cuadras de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde se torturaba a los prisioneros políticos.

Y yo mientras escuchaba un casete grabado de otro casete que me pasó un amigo del colegio. Y ahí estaba. Mi himno, el de la patria común de los que no siguen las órdenes de la corneta militar ni las arengas pomposas de los que se escudan en el nacionalismo para ocultar sus intenciones oscuras.

Lo compuso y lo sigue cantando para los inconformes del mundo Georges Brassens, y se llama La mala reputación. Hay una versión gamberra y exacta que tradujo y canta Paco Ibáñez, otro juglar anarquista.

Cuando la fiesta nacional
Yo me quedo en la cama igual,
Que la música militar
Nunca me pudo levantar.
En el mundo pues no hay mayor pecado
Que el de no seguir al abanderado
Y a la gente no gusta que
Uno tenga su propia fe

Yo estaba escuchando ese casete en mi cama, y me vino la iluminación, como le viene a un adolescente que busca su propio camino, “su propia fe” y se convoca a sí mismo a una revolución pacífica y solitaria.

Desde entonces, supe cuál era mi lugar. Yo era el que no salta. El que no sigue al abanderado, el que no sigue la consigna de los que mandan. Mundial y Dictadura fueron para mí desde entonces la misma cosa. La estupidización de las masas, el cantar y saltar todos a una, no para expresar la propia alegría sino para censurar y basurear al que no se une a la alegría obligatoria, dictatorial.

Desde entonces, el que no salta soy yo.

Con Brassens y Paco Ibáñez, yo iba a estar siempre en el bando de los insumisos. Tres años más tarde, en el servicio militar obligatorio, a la mañana del primer domingo de la instrucción, el capellán naval, un cura con pistola al cinto, que venía de cumplir funciones en la Escuela de Mecánica de la Armada, convocó a todos los conscriptos a misa. Y ordenó que los que no fueran sufrieran un duro castigo.

Recuerdo esa mañana, y las siguientes mañanas de domingo durante la instrucción. Con silbatos y golpes corrimos hasta la extenuación, nos tiramos al barro, hicimos miles de flexiones, corrimos otra vez. Al que no podía levantarse, lo ponían al medio y los otros teníamos que pegarle, porque por su culpa debíamos seguir corriendo.

Nunca pensé que los católicos o los que fueron a misa para evitar el castigo fueran culpables de nada. ¿Quién puede juzgar al que cree o al que tiene miedo en el cuartel en dictadura? Pero los represaliados, los otros – ateos, judíos, musulmanes, testigos de jehová, hare krishna, quién sabe qué – los que no íbamos a la misa del capellán naval, esos eran mis hermanos.
Los míos. Los que no íbamos a misa. Los que no saltábamos.

Después me mandaron a la guerra de Malvinas (sí, yo soy uno de los “pibes de Malvinas que jamás olvidaré” de la canción de este Mundial). Volví más pacifista, más anarquista, menos seguidor de la corneta militar. Decidí entonces que mi patria iba a ser la humanidad y los valores humanistas.

Nunca seguí un Mundial. Me alegré por la victoria argentina en México 86, pero lo vi más como un borrar la vergüenza del triunfo sucio del 78. Y admiré a Maradona, un chico pobre que cumplía el sueño y traía la alegría a gente que yo quería. Eso era suficiente.

Después todos los mundiales me tocaron fuera del país. Viví en Costa Rica, en Nueva York, en Barcelona, ahora en Chile.

Y ahora, en este diciembre de 2022… ahora es distinto. Ahora me siento convocado. ¿Cambié?

Voy contento a ver todos los partidos de mi selección en los jardines de la residencia del embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, un hombre culto y abierto a escuchar, que decidió que sus compatriotas serían bienvenidos en su casa. Me mezclo con decenas de jóvenes con camisetas de la selección, gritamos, saltamos, cantamos el himno, nos angustiamos cuando ataca el otro equipo, nos admiramos por la destreza de Messi.
Saltamos y nos abrazamos. Me siento con Carmen y Laura, mi familia chilena, en casa. Ya no guardo la bronca de la dictadura. Detesto a los que la defienden, pero desde la calma, desde una paz lograda por años de trabajos y diálogos con los distintos. Y encontré mi identidad de argentino estilo Brassens, estilo Paco Ibáñez. Sin insultar a nadie, viviendo con alegría la fiesta popular.

Eso sí, cuando cantan “El que no salta es un inglés”, yo no salto, no canto.

Los que animan a los jugadores y celebran a Diego y a Lionel sí son los míos. Pero que cada uno salte si quiere. Jamás voy a ser de los que persiguen a los que no se paran a cantar el himno, a los que no siguen al abanderado. Mi patria es tanto la de los que respetuosamente se hacen a un costado, y quieren estar solos, como la de los que alegremente quieren pertenecer, el abrazo buscado y querido.
Por eso, aunque suene contradictorio, yo sigo siendo el que no salta.
Y soy también el que acá está, saltando, en este bello jardín, feliz y porque quiero.

Publicado en el medio digital argentino Infobae después de la semifinal del Mundial de Catar, el jueves 15 de diciembre de 2022.

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22 de diciembre de 2022

La escritora francesa Annie Ernaux

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Conquistadoras de lo ordinario

El mensaje era escueto: “Akerman ha desbancado a Hitchcock”. Luego unos emoticonos –aplauso, pulgar alzado, cara sonriente– y el enlace a la lista de mejores películas de la historia que cada década propone la revista del Instituto de Cine Británico. Quien me enviaba el watsap sabía que estoy en Tel Aviv y que, hace unos años, aquí vi el autorretrato fílmico de Chantal Akerman, Là-bas (2006), rodado en el mismo barrio donde me alojo ahora. Los buenos amigos son los que te envuelven en risas, te renuevan confidencias y recuerdan qué películas te marcaron.

Con los directores que nos conmueven nos suele pasar: después de ver un filme suyo, se transforma nuestra relación con algo concreto, ya sea una ciudad, una situación o un objeto. Y con Là-bas empecé a mirar de otra manera ventanas, persianas y estores. Su trama es sencilla: llegada a Israel para dar un curso­ en la universidad, la directora belga ausculta el exterior de Tel Aviv desde un piso alquilado. Como James Stewart en La ventana indiscreta, se confina por una indisposición temporal. Pero mientras él fisgoneaba con los prismáticos y un teleobjetivo, primero por aburrimiento, luego para resolver un crimen, ella se detenía con el objetivo de su cámara en los gestos de los vecinos, las modulaciones de la luz, en sus cavilaciones ante ese país sobrecargado de significados. Hija de una superviviente de Auschwitz, Akerman gira en sus obras en torno a la figura materna, el monstruo de la memoria y el desarraigo heredado. “Siento que no pertenezco a ningún lugar… Voy a la deriva”, dice la voz en off.

Pero la película que coronaba la lista era otra: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). La rodó con veinticinco años y –cosa insólita– con un equipo técnico en su mayoría femenino. Doscientos minutos para mostrar tres días en la vida de un ama de casa viuda que compagina sus quehaceres domésticos, milimétricamente ritualizados, con los servicios sexuales. Doscientos minutos de intimidad aparentemente anodina en que lo ordinario (cocinar, comer, limpiar, asearse, hacer la compra) se presenta con su duración real.

Si algo bueno tiene este tipo de rankings, es que de pronto se vuelva a hablar de una cineasta. No es que 1.639 expertos creyeran que su película fuera la mejor –las diez que cada uno seleccionó recibieron un punto por igual–, sino que fue la más nombrada. ¿Cambio de sensibilidad? De los personajes femeninos de Hitchcock, bellas rubias en apuros rescatadas por hombres, a otros menos glamurosos que cargan con el cuidado rutinario de la casa. Pero estas clasificaciones también son abono para polémicas: ¿Ese experimento es mejor que Vértigo?

Las películas que siguen generando debate son las que revelan nuevas lecturas en el futuro, y Jeanne Dielman, además de haber puesto en el centro a una mujer de 1975, se adelantó a los reality shows y a esas vidas anónimas que hoy inundan las redes. Además, no ha faltado la coletilla: “La primera directora en…”. Ser mujer conlleva que te recuerden que lo eres.

Para Annie Ernaux el Nobel de Literatura ha ido acompañado de críticas en Francia por sus opiniones al margen de lo estrictamente literario (algo que también le pasó en el 2018 a la polaca Olga Tokarczuk), como si desmereciera un reconocimiento copado por hombres. Es mucho lo que tienen en común Akerman y Ernaux: además del idioma francés, una relación maternofilial singular, la voluntad de hacer aflorar “una memoria reprimida” y de romper con el estilo “bello” o “correcto” que perpetúa una visión determinada del mundo. Jeanne Dielman es también la mujer helada de la novela homónima de Ernaux, aislada con un bebé en una casa vacía donde se amontonan tareas minúsculas.

Descubro otro vínculo entre las dos creadoras en el discurso de Ernaux en Oslo, cuando se sitúa “al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despre­ciadas por sus modales, su acento, su incultura”, y ese vínculo es el desarraigo. Como­ apuntó Simone Weil, el desarraigo no lo provocan solo las guerras y las migraciones: surge también de las relaciones económicas y de clase. Echar raíces, afirmó, quizá sea “la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. ¿Y en qué consiste? En “la participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad”. Visto así, la historia de las mujeres ha sido una historia de desarraigo. Cada vez somos más conscientes.

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22 de diciembre de 2022
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El enviado de Venus

En una película de Lars von Trier un planeta errante llamado Melancolía se dirige a la Tierra. Cuando la colisión es ya inminente uno de los personajes dice: “No debemos lamentar lo que va a suceder: la Tierra es un planeta cruel”. Y lo es, por eso algunos científicos creen que la vida no se originó en la Tierra, y que su aparición fue debida a la llegada de un cometa con materia orgánica. Siguiendo esa suposición, la vida se fue abriendo camino en circunstancias difíciles y en un planeta hostil. Pues bien, si la Tierra es un planeta cruel y hostil, ¿qué pensar de Venus? La temperatura en su superficie se acerca a los quinientos grados, y su presión atmosférica es noventa veces superior a la de la Tierra. Según la ciencia, la vida en Venus solo sería posible en las capas más elevadas de su atmósfera. Pero todas estas circunstancias tan definitivas como aplastantes importan poco cuando nos movemos en el territorio de la mitología, que tiene la virtud de sobrevolar todas las contradicciones e hilvanar narraciones más allá de las leyes de la razón, que es una diosa muy severa.

En los años cincuenta del siglo pasado la teoría de que la vida en Venus era muy improbable estaba ya asentada, pero esa circunstancia no impidió que fuera entonces cuando surgió el mito de Valiant Thor, el enviado del planeta Venus que llegó a nosotros con la intención de cambiar nuestra tendencia belicista y convertirnos en seres más apacibles. La primera vez que me topé con esta leyenda no pude menos que asombrarme ante el nombre del protagonista, que parece el de un héroe del cómic: Valiente Thor. Precioso, pero ¿cómo olvidar que Thor es el dios del trueno en la mitología nórdica, además de un dios guerrero, capaz de abrirse camino a martillazos entre ejércitos de gigantes? Todo lo cual para decir que Valiant Thor no es el nombre más apropiado para alguien que viene en son de paz, teniendo en cuenta que la mitología nórdica es la más violenta de Europa y que sus imágenes vinculadas al último crepúsculo (o crepúsculo de los dioses) son de una crueldad escalofriante. Pero ya hemos dicho que los mitos se nutren de contradicciones, a menudo disparatadas, y que en su amplio universo son bienvenidas todas las paradojas.

El mito de Valiant Thor tiene muchas variantes, la más difundida sitúa su aparición hacia el año 1951, cuando llegó a la Tierra en una nave procedente de Venus que albergaba doscientos tripulantes y de la que Thor era el comandante. El iluminado Frank E. Stranges, autor del libro Un extraño en el Pentágono, asegura que conoció a Valiant Thor en 1959. El extraterrestre medía 1,82 metros, tenía el pelo y los ojos castaños, y pesaba 84 kilos, lo que indica que era un alienígena bastante estilizado. Según Stranges, Thor se entrevistó con el presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon en 1957, tras haber burlado la vigilancia de la Casa Blanca, y aseguró a los dos mandatarios estadounidenses que procedía del planeta que la Biblia llama estrella de la mañana. Cuenta Stranges que en aquel encuentro Nixon dio muestras de sentir miedo, a diferencia del presidente, que acogió a Thor con su característica sonrisa, mitad amable, mitad burlona. Thor ofreció sus servicios a Eisenhower para librar a la humanidad de la enfermedad y la miseria, tras indicar que si los hombres no deponían su actitud beligerante el futuro sería cada vez más sombrío y catastrófico. Por lo visto los señores de la Casa Blanca ignoraron su oferta, temiendo que un mundo sin problemas arruinaría la economía del planeta.

Siempre según Stranges, Thor también estuvo en el Pentágono, donde le hicieron menos caso que en Washington. Desalentado y dolido por la incapacidad humana para modificar su destino, Thor regresó a Venus el 16 de marzo de 1960. Desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de él.

La leyenda de Thor es un ejemplo más de la figura arquetípica del enviado, ya presente en muchos mitos de la antigüedad, y ha servido sobre todo para alimentar la narrativa vinculada a los extraterrestres, cada vez más vasta y envolvente. Antes de abandonar nuestro planeta, Thor confesó que residían en la Tierra setenta y siete infiltrados de Venus, que intentaban influir en las altas esferas con su mensaje de paz. Nadie pensaría que una esfera tan volcánica y maldita como Venus pudiese generar almas tan pacíficas y dolientes. Milagros de la mitología.

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20 de diciembre de 2022

Ambiente en la final del Mundial en la residencia del embajador argentino en Santiago.
Foto: Carmen Sepúlveda

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Una final del mundo en la casa del embajador

Las embajadas y las residencias de los embajadores son legalmente territorio del país que representan, como si fuera una tierra fuera de lugar. Muchos no lo saben y para mí no significaba nada hasta ahora.
Pero algo extraño y maravilloso pasó en estos días en el centro de Santiago de Chile. En este mes mágico, los verdes jardines, poblados de árboles frondosos que lanzan florcitas amarillas de la residencia del embajador argentino se transformaron en suelo de la patria de los argentinos que vivimos en Chile.
Como argentino que vive y trabaja feliz en Santiago, como vecino de ese edificio señorial que lame la Zona Cero del Estallido, por Vicuña Mackenna a pasos de Plaza Italia, durante el mundial la casa de Rafael Bielsa fue también la mía y la de decenas de compatriotas.
Todo empezó cuando unos 300 argentinos recibimos la invitación a ver el segundo partido del Mundial, el Argentina-México, en el la casa del embajador. Yo pensaba que iba a ser una ceremonia de corbatas y sillones en el auditorio, y me encontré con una fiesta de pantallas gigantes en el jardín, con choripán y Cocacola.
Éramos unos 50, y me gustó tanto que decidí volver, aunque no soy futbolero y vi muy poco de los mundiales anteriores.
Para el duelo con Polonia ya éramos más de 100, y las pantallas se movieron al fondo del jardín. Rafael Bielsa, fanático del fútbol y de su Newell’s Old Boys, pasión que comparte con su hermano menor, Marcelo, el recordado entrenador de la Roja chilena, me dijo que su misión era abrir la casa a todos los argentinos. Los funcionarios de la embajada me confirmaron que estos festejos populares no se veían en tiempos de otros diplomáticos.
Vino el partido de octavos de final contra Australia y el jardín se llenó, aparecieron las medialunas con dulce de leche, y el perro del embajador, un majestuoso Golden que lucía orondo la camiseta de la selección, se adueñó del espacio y correteó con los perros que traían varios hinchas.
Y llegó la etapa de cuartos y semis, a todo o nada. El partido con Países Bajos tuvo un final de infarto que cimentó la relación de la hinchada argentina con su selección en todo el mundo, y en el jardín de Vicuña Mackenna provocó un estallido de bombos y platillos, con la esposa del embajador bailando feliz con la hinchada. En mis casi 30 años por el mundo, nunca había vivido una escena similar en las embajadas de mi país. En vez de tomar el micrófono y atribuirse el éxito del convite, Bielsa se paseaba tranquilo por el césped o, en los últimos partidos y aquejado de los efectos del Covid, veía el partido en su habitación, mientras una multitud vociferante saltaba en su jardín.
La semifinal ante Croacia, el partido más plácido de todos, fue una fiesta colectiva. Ya nos conocíamos: la señora con el penacho de plumas celeste y blanco en la cabeza, el muchacho con el bombo que combinaba el escudo del Racing Club de Avellaneda con el cóndor y el huemul de la enseña chilena, las chicas rubias que saltaban y prometían su amor a los jugadores de la pantalla, el ‘sacado’ que insultaba al árbitro, como si pudiera escucharlo.
Y minutos antes del intervalo, se esparcía de entre los árboles el invitante humo de los choripanes y empezaba a poblar las mesas del jardín los cuencos con el inimitable chimichurri de los asados rioplatenses.
Y llegó la gran final. Se tuvo que cerrar la inscripción online porque ya eran más de 800, y desde una hora antes del partido había colas en las afueras de la puerta de hierro del predio. Éramos casi mil. La esposa del embajador lucía una camiseta con la discutida y festejada frase de Leo Messi después del partido con Países Bajos: “Qué mirás, bobo”.
Los funcionarios de la delegación, con camisetas de la selección argentina, iban y venían con cajas (ya no bandejas) de choripanes. Cuando Francia empató al final del partido y otra vez al final del alargue, se sentía como si estuviéramos en el estadio: gritos, cantos, bombos, aplausos, lágrimas, sufrimiento.
Y ganamos, y se desató la danza colectiva, mucho más catártica por lo que sufrimos al final. Tres canales de televisión se acercaban a los festejantes, que no tenían palabras, después de 36 de esperar la copa del Mundial.
El último triunfo, en México 1986, había sido un año antes de que naciera Lionel Messi.
Y salimos a la calle, y ahí estaba la verdadera fiesta: cientos de argentinos habían inundado Vicuña Mackenna con más bombos, y banderas y camiseta de al menos cuatro equipos del país, más camisetas de Messi (casi todas) y de Di María y De Paul. Se hicieron las cuatro, las cinco, y seguían llegando de todos lados con banderines y ‘remeras’ celeste y blanca a bailar la canción de La Mosca (“Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar…”), y a gritar Argentina, Argentina, y hasta a desgañitarse cantando el Himno nacional.
Cuando pensé que esa alegría desatada frente a la residencia y el consulado eran el ojo del huracán de los festejos argentinos en Santiago, camino hacia la Plaza donde estaba la estatua de Baquedano… y ahí había más hinchas, más banderas, más bombos y más “Muchachos”. ¡La plaza estaba inundada!
En las redes me llegan celebraciones de todo el mundo, pero esta del epicentro de las protestas y los festejos de los chilenos, me dejaron turulato. Nunca pensé que había tantos argentinos en Santiago, ni que nuestra victoria querida y merecida fuera acompañada con tanta alegría por nuestros amigos trasandinos.
La adusta sede del embajador fue la casa de los argentinos en un enloquecido mundial que nos hermanó pese a tantas diferencias internas. Y por un día, la Plaza Dignidad fue la de nuestra alegría compartida con los chilenos y todos los latinoamericanos.
Hoy somos campeones. Y los argentinos de acá estamos doblemente en casa.

Esta crónica se publicó el domingo 18 de diciembre de 2022 en la revista digital chilena El Desconcierto

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19 de diciembre de 2022
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Vidas cansadas

No hay película más amarga que Vidas rebeldes. Ciento veinticuatro minutos y un hilo de esperanza. Lucha y combate. La imagen de los caballos indomables es de una belleza inenarrable, los espectadores siempre necesitaremos un final feliz. Vidas rebeldes trata sobre una mujer desnortada, Marilyn Monroe, que se lanza a los brazos de dos vaqueros, Clark Gable y Montgomery Clift, y los acompaña a la captura de unos caballos salvajes para vender su carne. El denominador común de los tres personajes es el desarraigo y el vacío existencial, buscan redimirse construyendo una nueva vida, pero no saben cómo hacerlo. La historia de muchos. ¡Ah! Prefiero el título original, The Misfits, es decir, desplazados. No creo que sus vidas fueran rebeldes, simplemente estaban cansados.

Fue la última película de Marilyn y Gable antes de que murieran. Si ya estaban mal, el rodaje fue la gota que colmó el vaso. Para empezar, fue rodada en el desierto de Nevada, donde el gobierno estadounidense llevaba a cabo ensayos atómicos. El tufo a toxicidad estaba muy presente. Marilyn se presentaba a las grabaciones completamente alcoholizada, ya era adicta a los barbitúricos, y tuvo que ser ingresada varias veces en clínicas de desintoxicación, además de un susto de dos semanas en el hospital. Rodaje a trompicones. Marilyn siempre llegaba tarde. El guion fue obra de Arthur Miller, su esposo, quien escribió la historia para que ella se luciera, para que el mundo viera que también era capaz de protagonizar un drama. De poco le sirvió, Miller acabó poniéndole los cuernos con la fotógrafa del rodaje, Inge Morath. Se casaron y formaron una familia.

Clark Gable, que ya estaba desgastado, renunció a su doble. Quería ser él quien realizara las escenas forcejeando con los caballos. Sufrió un infarto fulminante tres días después de acabar el rodaje. Muchos criticaron a Marilyn porque, como siempre llegaba tarde, Clark tenía que esperarla bajo el sol infernal del desierto, fumando incontables cigarrillos para amenizar la espera. Por otra parte, Montgomery Clift seguía depresivo, no aceptaba su homosexualidad y todavía no se había recuperado de ese accidente de coche horrible que le desfiguró el rostro. Su expresión facial había cambiado por completo. Una rareza fascinante. Desde luego, Huston, el director, aprovechó el momentazo agónico de sus actores para configurar una atmósfera lacerante, insoportable, culminando con hermosas imágenes de caballos libres, salvajes, felices.

Lo más bello de nuestras vidas surge en los destrozos. Vidas rebeldes es la película de un mundo a punto de terminar, un mundo que termina para dar paso a otro, mejor o peor. La película peca de precursora. Pocos dramas como este en los años 60. Ahora, en cambio, todo son dramas. El final es un final feliz, claro, pero no era el final que Arthur Miller había pensado. Sólo el personaje de Clark Gable demuestra una voluntad de cambio. El de Marilyn, en cambio, se enfrasca en el llanto. Es su papel. Marilyn hace de Marilyn; romántica e ingenua. Huye de la naturaleza, del desierto; huye de la felicidad, lo fértil. Me gusta mucho su papel, sobre todo cuando estalla furiosa, cómo maldice a los tres hombres que sólo son felices si matan. Demostró una rabia espectacular. Nadie sabe si esa escena fue real o parte del guion. A veces, viene a ser lo mismo.

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17 de diciembre de 2022
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El Boomeran(g)
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