Marta Rebón
El mensaje era escueto: “Akerman ha desbancado a Hitchcock”. Luego unos emoticonos –aplauso, pulgar alzado, cara sonriente– y el enlace a la lista de mejores películas de la historia que cada década propone la revista del Instituto de Cine Británico. Quien me enviaba el watsap sabía que estoy en Tel Aviv y que, hace unos años, aquí vi el autorretrato fílmico de Chantal Akerman, Là-bas (2006), rodado en el mismo barrio donde me alojo ahora. Los buenos amigos son los que te envuelven en risas, te renuevan confidencias y recuerdan qué películas te marcaron.
Con los directores que nos conmueven nos suele pasar: después de ver un filme suyo, se transforma nuestra relación con algo concreto, ya sea una ciudad, una situación o un objeto. Y con Là-bas empecé a mirar de otra manera ventanas, persianas y estores. Su trama es sencilla: llegada a Israel para dar un curso en la universidad, la directora belga ausculta el exterior de Tel Aviv desde un piso alquilado. Como James Stewart en La ventana indiscreta, se confina por una indisposición temporal. Pero mientras él fisgoneaba con los prismáticos y un teleobjetivo, primero por aburrimiento, luego para resolver un crimen, ella se detenía con el objetivo de su cámara en los gestos de los vecinos, las modulaciones de la luz, en sus cavilaciones ante ese país sobrecargado de significados. Hija de una superviviente de Auschwitz, Akerman gira en sus obras en torno a la figura materna, el monstruo de la memoria y el desarraigo heredado. “Siento que no pertenezco a ningún lugar… Voy a la deriva”, dice la voz en off.
Pero la película que coronaba la lista era otra: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). La rodó con veinticinco años y –cosa insólita– con un equipo técnico en su mayoría femenino. Doscientos minutos para mostrar tres días en la vida de un ama de casa viuda que compagina sus quehaceres domésticos, milimétricamente ritualizados, con los servicios sexuales. Doscientos minutos de intimidad aparentemente anodina en que lo ordinario (cocinar, comer, limpiar, asearse, hacer la compra) se presenta con su duración real.
Si algo bueno tiene este tipo de rankings, es que de pronto se vuelva a hablar de una cineasta. No es que 1.639 expertos creyeran que su película fuera la mejor –las diez que cada uno seleccionó recibieron un punto por igual–, sino que fue la más nombrada. ¿Cambio de sensibilidad? De los personajes femeninos de Hitchcock, bellas rubias en apuros rescatadas por hombres, a otros menos glamurosos que cargan con el cuidado rutinario de la casa. Pero estas clasificaciones también son abono para polémicas: ¿Ese experimento es mejor que Vértigo?
Las películas que siguen generando debate son las que revelan nuevas lecturas en el futuro, y Jeanne Dielman, además de haber puesto en el centro a una mujer de 1975, se adelantó a los reality shows y a esas vidas anónimas que hoy inundan las redes. Además, no ha faltado la coletilla: “La primera directora en…”. Ser mujer conlleva que te recuerden que lo eres.
Para Annie Ernaux el Nobel de Literatura ha ido acompañado de críticas en Francia por sus opiniones al margen de lo estrictamente literario (algo que también le pasó en el 2018 a la polaca Olga Tokarczuk), como si desmereciera un reconocimiento copado por hombres. Es mucho lo que tienen en común Akerman y Ernaux: además del idioma francés, una relación maternofilial singular, la voluntad de hacer aflorar “una memoria reprimida” y de romper con el estilo “bello” o “correcto” que perpetúa una visión determinada del mundo. Jeanne Dielman es también la mujer helada de la novela homónima de Ernaux, aislada con un bebé en una casa vacía donde se amontonan tareas minúsculas.
Descubro otro vínculo entre las dos creadoras en el discurso de Ernaux en Oslo, cuando se sitúa “al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura”, y ese vínculo es el desarraigo. Como apuntó Simone Weil, el desarraigo no lo provocan solo las guerras y las migraciones: surge también de las relaciones económicas y de clase. Echar raíces, afirmó, quizá sea “la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. ¿Y en qué consiste? En “la participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad”. Visto así, la historia de las mujeres ha sido una historia de desarraigo. Cada vez somos más conscientes.