Francisco Ferrer Lerín
No conocí a mi abuelo paterno pero conservo algunas fotografías suyas, color sepia. Abilio Ferrer Morer fue un señor barcelonés, hijo del notario de Puigcerdá, cuyo aspecto grave encaja a la perfección con lo que me contaba mi padre, que nunca le vio sonreír y que en la mesa jamás permitió que alguien hablara sin su autorización. Abilio Ferrer Morer murió joven, afectada la salud por el descalabro económico que le supuso una mala inversión en bolsa, en tiempos en los que parecía imposible que esta cayera más aún, riesgo que no deben correr los hombres de profesión liberal como él, como mi padre y como yo mismo, que nunca aprenderemos.
Estos días, ante una foto que no recordaba y en la que mi abuelo se muestra con ese porte característico de la aristocracia francesa de provincias, he imaginado qué pensaría al comprobar que al turrón de Jijona lo llaman “blando” y al turrón de Alicante lo llaman “duro”; ‘póngame una barra del blando y otra del duro’ se oye decir a una mujer en una pastelería/panadería, mujer que no conoce los nombres de las cosas, en este caso de nuestros productos culinarios más arraigados y que, por supuesto, acepta, puede que no tan ingenuamente, la grosera carga de la expresión, que bascula entre la radical obscenidad y el cotizado campo de los chistes de lavabo que tanto gustan en esa Comunidad Autónoma.
Estoy fantaseando sobre las virtudes de Abilio, quizá la intransigencia la principal, y me doy cuenta que yo podría ser mi abuelo cuando rechazo, de manera exagerada, los mismos enunciados que él rechazaría. Pienso, como paradigma, en la progresiva sustitución de “tapa” por “pincho” (aunque ya existieran los pinchos morunos) y, en especial, cuando “pincho” no lo escriben así sino que, como recurso cabalístico, supongo, aparece “pintxo” o algo similar. Querido y quimérico abuelo, qué bien descansar en la impoluta tumba, este mundo zafio no nos corresponde, no te gustaría, sigue tranquilo ahí, no vuelvas por Navidad.