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La senda insólita de Delibes

 

Miguel Delibes era nieto del sobrino de Léo Delibes, el músico al que debemos la creación de seis óperas, unas cuantas operetas y tres ballets. Según el etnopsiquiatra Tobie Nathan, no podemos llamar ancestro a cualquiera de nuestros antecesores. Ancestro, el ancestro de un clan o de una organización familiar, solo puede ser un antepasado que se distinguió por su vida y su obra. En algunas tribus, ese ancestro suele ser un animal, para dejar aun más marcada su singularidad, indispensable para que haga de sello fundador. Puedo pensar que el gran ancestro que flotó sobre la memoria familiar de Delibes fue el músico francés. Es imposible no tenerlo cuenta, e imposible no escuchar su música, aunque solo sea por curiosidad: “Veamos a ver qué hizo aquel remoto tío mío”. Musicalmente hablando, Léo Delibes fue un romántico atemperado, aunque literariamente abusara del exotismo, y su obra más célebre y la que mejor sobrevive es su ballet Coppélia. Como Charles Gounod, el autor de la ópera Le tribut de Zamora, estaba bastante olvidado pero todo indica que ambos están protagonizando una especie de resurrección muy prometedora, si bien no llega a concretarse del todo. Vuelvo a lo esencial: tener un ancestro inclinado a componer música para ballet te va a dejar necesariamente alguna huella. ¿La literatura ha de ser también una danza? Los santos inocentes lo es: una danza donde, sin renunciar a su claridad de siempre, Miguel Delibes introduce un juego barroco de contrapuntos, de forma que además de ser un drama existencial de gran hondura, es también un concierto y un danzón de exequias a la muerte de una cultura, evidencia que cae sobre nuestra cabeza en las últimas páginas, como una revelación que estaba aguardando desde las primeras.

Léo Delibes conocía el alma popular y la tenía en cuenta, por eso algunas de sus melodías como el Duo des fleurs siguen siendo muy populares, y es evidente que Miguel Delibes podía llegar con su literatura a las clases trabajadoras. Otra peculiaridad a señalar; Léo Delibes fue sobre todo un autor de óperas, y las óperas han de estar bien estructuradas en todos sus elementos, con una trama bien desarrollada, y una cadena de emociones que ha de impulsar al espectador hacia la apoteosis final. La ópera no es ni de lejos la peor escuela narrativa, pues te enseña lo esencial: estructura, acción y emoción. Técnicamente, Miguel Delibes es un novelista de una gran precisión y sabe crear organismos narrativos muy sólidos. Sus novelas nunca son una sucesión de anécdotas y a menudo tienen la redondez argumental de una buena ópera o de una pieza teatral, como ocurre en Cinco horas con Mario.

Decía don Miguel que nada hay más difícil que la claridad y la sencillez. El pensamiento de Delibes me conduce a otro de Nietzsche: “Huyamos de los que enturbian las aguas para que parezcan más profundas.” Y la fama enturbia siempre la persona y la palabra, porque la fama es destructiva y tramposa, ya que se ve obligada a hacer relatos muy simplistas y sintéticos para que puedan expandirse a gran velocidad. “La fama no tiene un lugar donde agarrarse que sea realmente positivo” creía Miguel Delibes, que supo gestionar su celebridad con verdadera maestría. No le gustaban los cócteles ni hablar por hablar. Era algo así como el grado cero de la frivolidad, a pesar de su penetrante y sutilísimo sentido del humor. Se le veía en la cara.

Descubrí a Delibes en la adolescencia, en la biblioteca de mi padre. De vuelta de un viaje a Italia, mi primer viaje al extranjero, estuve leyendo, en una playa llena de barcas de Vilanova i la Geltrú, El camino de Delibes y Los vagabundos del Dharma de Kerouac. La mezcla fue más poderosa que una droga y me tuvo pensativo unos días. Eran tiempos en los que uno descubría a la vez un montón de literaturas diferentes y no sabía cuál elegir. Tras aquel vendaval seguí leyendo a Delibes. Me asombró que fuera el autor de Parábola del náufrago, una novela que sin vacilación califico de jüngueriana y que a mi entender se adelanta a Eumeswil, si bien no a otras novelas de Jünger. No deja de cautivarme que en Parábola del náufrago aparezca la figura del emboscado, junto a la del tirano, el trabajador y el gran silencioso, figuras bien habituales en las fábulas de Jünger. Observamos hasta una especie de anarca entre los personajes principales. La novela es en buena medida una farsa, de la misma manera que Eumeswil es un melodrama político de baja intensidad emocional pero filosóficamente muy cargado, si bien crea un mundo que tiene muchos vínculos con la ciudad concebida por Delibes en Parábola del náufrago.

En los libros de Delibes que me gustan, y que suelo releer, hallo siempre diamantes, a veces en medio de la polvareda o de las cenizas, a veces en un elemento meramente atmosférico, a veces en un personaje, a veces en la manera de rematar una situación. No comparto la idea de que sea un narrador de costumbres. Las costumbres, los hábitos, nunca son ni el nervio dramático ni el principal correlato de sus narraciones, salvo en dos o tres libros que no me interesan demasiado. Volviendo a lo que Delibes dijo sobre la fama, uno se pregunta si ha sido positiva su celebridad. El exceso de reconocimiento puede sepultar la obra, puede anular su poder mágico y talismánico. Convertirse en el símbolo oficial de una cultura es inmensamente peligroso. ¿Por qué colocar a grandes escritores a los que sólo les debemos favores, ante esos abismos, ante esos precipicios semánticos que no se merecen porque lo devoran todo como verdaderos agujeros negros que se abren en medio de los fenómenos culturales, sociales y estatales? Ser el escritor que por decreto gubernamental o por cualquier otro decreto te coloca como símbolo de México te anula al mismo tiempo como escritor, te convierte en un estandarte oficial, instrumentaliza tu obra hasta matarla. Alguien objetará que lo mismo ocurre con poetas en otro tiempo insobornables como Baudelaire y Rimbaud, que ahora brillan como símbolos de Francia y de la cultura francesa. Sí, evidentemente es así: cumplen la misma función que Juana de Arco y Alain Delon. Pero al mismo tiempo los adolescentes del mundo se olvidan de eso, y acuden a la obra de Rimbaud como si fuese un profeta bíblico, probablemente lo es, y parece haberse librado del samsara de la destrucción.

En las antípodas de Rimbaud, ojalá siga también en pie la obra de Delibes, que ni fue un maldito ni tuvo la pretensión de serlo, sin olvidar que todos los lazos familiares y sociales que lo envolvieron no le impidieron nunca ser independiente, firme y esclarecedor. Si vuelvo a su primera novela no dudo de su maestría. Qué escritura más viva, más templada, más hermosa... De adjetivación austera y ajustada, en su primera novela Delibes da muestras de un estilo que aúna realismo e impulso lírico, un impulso que en lugar de adornar la acción la ilumina. Para dejar probado lo que digo, reparemos en el párrafo con el que concluye el primer capítulo de La sombra del ciprés es alargada y donde Delibes nos enfrenta a la soledad infantil:

“Cuando poco más tarde don Mateo me acompañó a mi cuarto y se despidió de mí deseándome buenas noches, volví a experimentar la angustia de soledad que me acongojase una hora antes. Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida..."

Cuando leo a Delibes, procuro despojarlo de los atributos que han ido colgando de su alargada silueta y me quedo con ese Delibes humano, esencial, con el que tuve el honor de intercambiar unas quince cartas, sin bien nunca llegué a conocerlo en persona. Más de una vez estuvimos a punto de cruzarnos, pero algo en el viento lo impidió, de modo que su figura resulta para mí tan próxima como difusa y distante. No experimenté el hecho de sentarme frente a él, detenerme ante su mirada goda, opaca en algunas cosas y en otras inmensamente trasparente. Supongo que en más de una ocasión pude haberme esforzado por conocerlo en carne y hueso, pero había en mí, y juraría que también en él, cierta resistencia. Mejor reducir la amistad a su esencia y mejor que alguno de sus devotos ni siquiera le hubiese dado la mano, yo era ese devoto, casi un extranjero. Con lo cual queda dicho que Delibes es uno de mis maestros, pero sin obviar que se trata de un maestro espectral, como Fitzgerald, como Flaubert, como Defoe, como los grandes maestros. No los puedes tocar, te limitas a acercarte a ellos con humildad y a leerlos. Sus consejos llegan siempre de un más allá que está y no está en el lenguaje, y que desde luego lo atraviesa para clavarse en la conciencia y en la carne y formar desde entonces parte de tu naturaleza.

 

Publicado en la Revista Claves (enero- febrero 2023)



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1 de febrero de 2023
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La herida que respira

El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. Es lo que nos recuerda Erasmo. Estupidez, estulticia, tontería. ¿Qué otra mejor manera de entender la locura que nubla razón de los necios? Y peor que las vanidades y halagos, y el culto a la personalidad, que son parte de la locura del poder, el culto del dogma. La verdad absoluta en los altares del poder absoluto.

El antídoto de la locura está en poner en cuestión lo aceptado como verdad, porque la insistencia en la certeza es ya la caída en el error, las semillas del dogma generando la mentira. “El dogma es el peor enemigo de la condición humana”, pensaba Voltaire: "Comprendo que la duda no es un estado muy agradable pero la seguridad es un estado ridículo".

Las pretensiones de verdad absoluta son hoy más peligrosas que nunca, bajo la avalancha del populismo, la demagogia, la mentira sistemática, las mentiras virtuales, las verdades alternativas. El fanatismo y el sectarismo, la estulticia, dueños de las redes sociales. El manicomio de la posmodernidad.

Y en América Latina, atraso, caudillismo, intolerancia, falso socialismo, trumpismo, la ignorancia entronizada. El asalto a la razón. La polarización azuzada. Los extremos que se juntan, y copulan. Y las ínfulas retóricas de las viejas revoluciones armadas, dueñas que fueron de la verdad absoluta, aun vagando como fantasmas sin quietud. Y cuando hablo de revoluciones, respiro por la herida.

La revolución sandinista se nutrió de una amalgama determinada por los tiempos que entonces se vivían, el marxismo y la teología de la liberación. El marxismo que había llegado a la Nicaragua de Somoza en manuales manoseados y catecismos oficiales, tal como antes llegaron también las ideas de la ilustración, en folletos y libelos igualmente prohibidos. Y la teología de la liberación, que volvía por los pobres y desheredados, y creía posible el reino de Dios en la tierra.

Por esas verdades absolutas era necesario tomar las armas, para imponerlas, y aún dar la vida; y como tal, pasarían a ser la base de un nuevo poder político. El ideal, basado en un enjambre de sueños, mística, sacrificio, tenía una categoría ética. El poder, ya conquistado, volvía, con el tiempo, a obedecer a los mecanismos naturales de cualquier sistema; naturales, sobre todo, a las tradiciones políticas de Nicaragua, arraigadas en la cultura rural autoritaria, que lejos de disolver, la revolución acabó utilizando.

Al descuajarse la dictadura de Somoza sobrevendría el gobierno justo de los pobres, tras ser desterrados para siempre los opresores. Era una visión radical que sólo podía llevarse adelante con autoridad. No la formación del pensamiento como fruto de puntos de vista diversos, sino el credo de la justicia para los desheredados. La tierra, la alfabetización, las escuelas, la atención médica.

Era la visión liberadora de los pobres en el antiguo testamento; la visión del cántico de Ana en el Primer Libro de Samuel: "los arcos de los fuertes fueron quebrados y los débiles se ciñeron de poder. Los saciados se alquilaron por pan, y los hambrientos dejaron de tener hambre."

Pero se volvió una visión excluyente; y cuando llegó la guerra se trató ya sólo de los pobres de la revolución, o con la revolución. Otros pobres, víctimas por igual de la injusticia secular, tomaron las armas en las filas contrarias.

Fuera del pensamiento de la revolución, el resto de la sociedad se arriesgaba a caer bajo el estigma del error, pensara como pensara. Y la verdad, estaba armada.

Para hacer posible el nuevo modelo de estado y sociedad, se necesitaba poder, y poder apenas compartido. El poder de la verdad armada, incompatible con cualquier otra verdad. Y cuando sobrevino al poco tiempo la guerra de agresión, ni siquiera hubo oportunidad de entrar a discutir si la aplicación de un modelo excluyente era correcta, o incorrecta. Simplemente, la fuerza de las circunstancias impuso la necesidad de cerrar filas y de cerrar filas.

El pluralismo político que la revolución inscribió en su divisa representaba, en sus consecuencias, libertad de opinión y participación política libre; pero, del otro lado, se volvía demasiado formidable el contrapeso del partido de la revolución, custodio de la verdad absoluta, y de cuya hegemonía dependía todo el proyecto de poder.

Y otro riesgo de la acción transformadora que tiene por motor a la verdad absoluta, es terminar devorado por la intolerancia, primero la cabeza y después los pies, como Saturno con sus hijos, para que nadie usurpara su poder.

Y quizás sólo después de ser engullido puede uno pensarse otra vez a sí mismo, dueño a plenitud de su propia libertad crítica, lejos de los sacerdotes de la verdad absoluta. Y eso uno sólo puede aprenderlo, también, desde el terreno de la escritura, ejercicio permanente de libertad.

Esta fue una lección de la historia, que suele corregir las verdades absolutas y a sus protagonistas. Sería irónico decir que fracasamos en heredar a Nicaragua la democracia popular, y le heredamos, en cambio, la democracia liberal. Desgraciadamente la herencia de toda aquella sangre derramada es otra dictadura, tan feroz como la que derrocamos entonces. Ya Goya advertía que los sueños de la razón engendran monstruos.

 

 

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30 de enero de 2023
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La otra Rusia de Ulítskaya y Sorokin

En estos once meses de guerra la literatura rusa ha estado muy presente en la arena pública. Entre los partidarios de la agresión a Ucrania, la tradición literaria que ha dado nombres como el de Tolstói se ha presentado como un símbolo de grandeza de ese “mundo ruso” que Putin dice defender. A su vez, los que protestan contra la guerra recurren a la literatura como fuente de inspiración: recuerden al activista detenido en la plaza Roja por mostrar un ejemplar de Guerra y paz. En cuanto a los escritores rusos, la mayoría de los que son contrarios al argumentario del Kremlin se han visto forzados a alejarse del país y sus libros a menudo se venden marcados con la etiqueta de agentes extranjeros.

Es el caso de Liudmila Ulítskaya y Vladímir Sorokin. Los dos tienen mucho en común: aunque de generaciones distintas, ambos residen en Berlín, han formado parte de la escena cultural moscovita, tienen profundos vínculos con el mundo del arte y el teatro, han sido premiados por sus novelas, que se traducen y se leen en el extranjero, se oponen de forma abierta al belicismo y son críticos desde hace años con el putinismo. En cuanto a temática, abordan cuestiones historiográficas, filosóficas y éticas, pero mientras que Ulítskaya, más veterana, se caracteriza por su sensibilidad psicológica, su habilidad para capturar la vida cotidiana y un estilo preciso que a menudo la han hecho merecedora de comparaciones con los grandes escritores del siglo XIX, Sorokin es conocido por su ficción experimental, con sus juegos posmodernos y un escepticismo alimentado por la conciencia de que la literatura quedó marcada por su complicidad con la utopía violenta del proyecto soviético.

Ulítskaya ejemplifica que la literatura rusa contemporánea no es en absoluto un asunto masculino. Desde hace décadas ocupan un lugar central varias escritoras, entre las que destaca ella desde que debutara en la década de 1990, cuando publicó varias colecciones de relatos cortos llenos de colorido y detalles psicológicos. El pasado septiembre recibió el premio Formentor y Anagrama acaba de reeditar su novela Sóniechka, en que aborda temas como la familia y la sexualidad en un contexto soviético, y próximamente se publicarán otros títulos suyos como Una carpa bajo el cielo (Automática), Sinceramente vuestro, Shúrik y Mentiras de mujeres (las dos en Anagrama).

Sorokin tampoco es un desconocido en España: Alfaguara acaba de reeditar su novela El día del opríchnik, en que describía grotescamente un giro político neoconservador que con el tiempo se reveló profético. Con sus obras ambos desmienten esa ansiedad expresada ya en el siglo XIX por Piotr Chaadáiev según el cual Rusia carecía de una sustancia cultural propia y solo podía tomar prestados los signos de la civilización occidental. Voces como las suyas son imprescindibles y lo serán incluso más cuando llegue el momento de reconstruir y volver a tender puentes.

 

Publicado en La Vanguardia

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26 de enero de 2023
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Parejas de fin de semana

Las relaciones de pareja ensombrecen el futuro de los españoles, arroja el último informe del CIS, mientras una bandada de corazones solitarios sobrevuela las ciudades donde el placer se huele pero no se toca. La especie más numerosa corresponde a los nómadas sentimentales, que siempre se excusan por la cualidad impredecible de la circunstancia. El azar los boicotea. ¿Cómo iban a pensar que un día se apolillaría el deseo? Se sienten los no elegidos. Aunque casi nadie quiere perder la fe de que lo mejor está por llegar, por ello tantos famosos, cuando anuncian el naufragio de sus matrimonios, repiten que no le cierran las puertas al amor, erigidos en porteros selectos.

El 81% de los encuestados por el CIS sostiene que la soledad será mayor en la próxima década, y la percepción resulta más acusada entre los votantes de extrema derecha, aunque los de Podemos sumen casi igual. La intuyen como una mancha que se extiende de forma inevitable. Porque si la soledad del desamor es agónica, parecida a esas piedras que arrastran las mujeres de la fotógrafa surrealista Grete Stern, la de la vejez –dos millones de mayores de 65 años viven solos en nuestro país– es una masacre, no una batalla, como sentenció Philip Roth. Para la OMS se trata de la nueva pandemia silenciosa.

El mercado viene preparándose con esmero para abastecer a hogares unifamiliares. Crece la demanda de los formatos pequeños al tiempo que languidece la fe en los coach, esos intermediarios entre la realidad y el ideal que intentaron proveernos de “herramientas” para mejorar la convivencia. Ni el destornillador de conflictos ni los alicates para ajustar gustos y costumbres prosperaron. Los divorcios han aumentado más de un 13% tras el parón de la pandemia. Correr, alimentarse bien, crear atmósferas y anteponer el sexo a las series, rezan los manuales para parejas saludables y sexualmente activas. Se abusa del término tóxico para definir vínculos equivocados, acaso enfatizando su carga adictiva. Sin embargo, “lo contrario de la adicción no es la sobriedad, es la conexión”, afirma Johann Hari. Los hay que quieren recuperarla ampliando la familia con perros y gatos. Se convertirán en un penoso dilema cuando llegue el divorcio.

El ejercicio de una vida solitaria parece un estado cada vez más determinado en una sociedad que por fin ha aprendido que la verdadera noción de confort poco tiene que ver con el colchón. Porque el capitalismo también perjudica a los amantes extenuados que desatienden la amabilidad, uno de los mejores bálsamos para la convivencia. “Tener sexo es como oler una bolsa de basura”, dice una de las protagonistas de la serie The White Lotus. Pero en el capítulo siguiente recupera el olfato. A mi alrededor, veo a parejas que se dispensan una dulce camaradería; otras hablan lo justo para seguir patinando en la misma pista, inmersos en la abismal La soledad de las parejas, ese gran título que nos regaló Dorothy Parker.

Hoy regresa con fuerza una fórmula de relación estable, que tiene de novedoso lo que Sartre y Beauvoir, el living apart together. No es un asunto desdeñable. Cada vez que los amantes se despiden, empiezan a echarse de menos, recreándose en el ideal al espaciar el contacto. “Así vive medio Hollywood”, me cuenta una agente cinematográfica. Y añade que muchas de esas parejas cuasi eternas se juntan para irse de vacaciones o asistir a festivales, preservando su unión, aunque disfrutando de una soledad en absoluto preocupante en la que se amarán locamenti a doble check.

 

 

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26 de enero de 2023
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Buena suerte, amigo

Manuel Borja-Villel ha expuesto en el Reina Sofía las ruinas de la revolución del siglo XX bajo la forma del espectáculo político del siglo XXI

 

Nosotros vivimos entre las ruinas de lo que fue una revolución fabulosa, la de las vanguardias del siglo XX. De un modo volcánico, los comienzos de aquella sublevación tuvieron el coraje y la imaginación en llamas del Romanticismo, pero al mismo tiempo llevaban ya el germen destructivo que acabaría devorándolas a ellas mismas.

En un reciente trabajo, Manuel Barrios Casares cuenta la historia de un texto fundacional, el de Hugo Ball, Nietzsche en Basilea (El Paseo). En su breve existencia, Ball, modelo de espíritu combativo y fundador del dadaísmo (aunque pronto se desprendió del mismo), nos muestra el modo en que las enseñanzas de Nietzsche encendieron la mecha de la revolución artística a comienzos del siglo XX. Junto a ese texto se incluye otro ensayo de Ball, ‘Kandinsky’, que también es un buen ejemplo del cóctel molotov que se estaba cociendo con dos elementos químicos sumamente rabiosos, la enseñanza de Nietzsche y el fin de lo divino.

En aquellos momentos iniciales de “la muerte de Dios” nietzscheana se produjo un cataclismo entre las gentes más dotadas para lo espiritual y en consecuencia más doloridas por el ocaso de los dioses. Habituarse a pensar el cosmos como un colosal desierto en el que sólo los humanos tenían la espada de una conciencia clavada en el alma fue tan traumático que resistió dos guerras mundiales y llegó (ya exhausto) hasta nuestros días.

Ahora ya ni siquiera produce agobios cavilar sobre la soledad de los mortales y la cada vez más asumida trivialidad de nuestras vidas destinadas a la nada eterna. No obstante, los comienzos fueron trágicos y al tiempo gloriosos. La muerte absoluta se inició como un jolgorio, un invento, una novedad, una revolución fantástica de formas, colores, sonidos y danzas. Como quería Nietzsche, durante unos años los humanos bailaron sobre sus tumbas.

Nosotros, por desdicha, ya nos hemos ahormado al nihilismo y convivimos con él como con las majaderías que vuelan a la manera de papeles sucios por las televisiones y medios digitales movidos por el viento de la destrucción mental.

Aprovecho este asunto para saludar a un viejo amigo, Manuel Borja-Villel. Nos conocimos hace medio siglo cuando se hizo cargo del museo de Barcelona y tuvimos largas pláticas sobre el futuro de las artes. Ahora ha terminado su tarea en Madrid y sólo él sabe dónde se dirigirá. Su labor en el Reina Sofía ha sido una constatación de lo que vengo diciendo. Ha expuesto las ruinas de la revolución del siglo XX bajo la forma del espectáculo político del siglo XXI. Lo ha hecho bien. Nadie que entienda algo sobre arte, seriamente, ha dejado de percatarse de que hoy sigue llamándose “arte” a un escaparate de agitación y propaganda para lo políticamente correcto.

Ese era el destino de la vanguardia y su cumplimiento es tan interesante como el acabamiento de todo lo que el Romanticismo nos ha dejado en forma de ciudad arrasada.

Cuando aún era Manolo Borja, mi amigo ya sabía que ese era el camino del final del arte, del “arte después de la muerte del arte”, como lo bautizó Arthur Danto. En ese sentido, ha sido un intelectual honesto y ha dejado un ejemplo tan perfecto de acabamiento como el que Hugo Ball dejó como modelo del origen. De la juerga con champagne en el Cabaret Voltaire de Zúrich, a la gélida aula de los catequistas.

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24 de enero de 2023
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Viaje por Italia: aprendiendo a vivir sin nación

La Navidad ha sido un regalo para los italianos tras la depresión de padecer un Mundial de fútbol sin su selección nacional en juego. La fiesta del balompié solo la celebraron en el Vaticano (donde hay un escaparate dedicado al fútbol argentino en honor al Papa Francisco cuando se termina la visita al Museo), y también en Nápoles, volcada cantándole una ópera popular a la memoria de Maradona junto a su gran mural en el Quartieri Spagnoli, en la plazoleta que se ha convertido en una especie de santuario votivo. Y no es para menos, el fútbol, el deporte en general, es junto a la lírica de Giuseppe Verdi, el cemento que amalgama la diversidad italiana. También lo son la pasta y el idioma, pero estos se lo han tenido que ganar paso a paso.

No son pocas las variantes lingüísticas del italiano, incluso las pervivencias de otras lenguas como el friuliano o el sardo –hasta doce se reconocen legalmente, incluyendo el dialecto alguerés del catalán–, y aunque según las encuestas algo más de la mitad de sus habitantes se consideran bilingües, el italiano moderno que iniciaron los mejores escritores toscanos del Renacimiento, Giovanni Boccaccio y Dante Alighieri, se ha impuesto ampliamente gracias al desarrollo de la industria literaria, la canción y el cine italiano que fueron hegemónicos en los hits y las salas de proyecciones del mundo durante los años 50 y 60, el momento dulce durante el que se creó el “made in Italy”. Y aunque las panoplias políticas italianas hayan derivado hacia el pasado imperial de lo latino como hiciera Benito Mussolini o en la añoranza del Risorgimento como declara la fraternidad ultra de Giorgia Meloni, lo bien cierto es que la unificación italiana ha venido de la mano de la cultura crítica y del éxito internacional de su comida más sencilla, la pizza de origen napolitano y la pasta de trigo, cultivado masivamente en Sicilia, y también en la Puglia y Calabria.

Feltrinelli, Mondadori o Einaudi son apellidos esenciales, milaneses y piamonteses, en la creación y consolidación de la industria del libro italiano en el norte del país, desde donde se han exportado escritores tan universales como Italo Calvino, Umberto Eco, Moravia o Dario Fo. Ahora mismo, también la novela negra despunta en lengua italiana gracias a autores como Andrea Camilleri y Antonio Manzini, o con las denuncias de las tramas mafiosas de Roberto Saviano. En cambio, la música italiana que se difundió desde el festival de San Remo languidece, al igual que el cine, que solo prendió en la comunidad italoamericana de Nueva York (de Scorsese a Coppola, Pacino y De Niro) y en figuras solitarias como el napolitano Paolo Sorrentino o el mismo Saviano, quien no se cansa de señalar a Italia como un país fallido.

¿Lo es? Muchos italianos lo piensan. La sustitución de la Italia de posguerra construida por la Democracia Cristiana –más el compromiso histórico del comunista Enrico Berlinguer–, por un nuevo populismo de raíces horteras –Berlusconi y sus conglomerados televisivos–, unido al renacer neofascista y al regionalismo xenófobo de la Lega han sumido en la depresión social a muchos italianos. No huyen de la hambruna como a principios del siglo XX cuando emigraron en masa (uno de cada cuatro) a los Estados Unidos y Argentina, pero son muchos los italianos que en los últimos lustros se van de su país, decepcionados por la falta de futuro y sustancia de sus políticos. Alemania y España representan, ahora, los países preferidos por los italianos, muchos de ellos dedicados a la hostelería. Las Baleares, Valencia, Barcelona y Andalucía son sus destinos favoritos. Los vuelos directos desde las capitales españolas a Turín, Milán, Bérgamo, Pisa, Roma o Nápoles… van siempre ocupados. Italia está conectada a España.

Estas últimas Navidades, Italia se ha colapsado de turistas. Destinos como Venecia, Florencia o Milán estaban atiborrados, pero nada como Roma, una ciudad tomada por ríos de visitantes, en la que se ha puesto de moda el patinete de alquiler que los jóvenes romanos abandonan en cualquier acera y donde era imposible comer en sus buenos restaurantes sin reserva previa de semanas. Roma se vuelve a parecer al atasco en la autopista de entrada a la ciudad que filmó Fellini en el arranque de su Roma (1972), o al atolladero de aquel surrealista corto filmado por Pasolini para Amore e rabbia (1969), en el que Ninetto Davoli andaba con una flor gigante por las calzadas romanas, atestadas de macchine.

Hay colas, también, en el café Greco, donde han enmarcado un texto de Ramón Gaya publicado por Pre-Textos, colas en los Caravaggio de la iglesia de San Luis y en las estancias de Rafael… Millonarios asiáticos comprando en Prada, Fendi, Versace o Gucci… las firmas que compiten por anonadar a su clientela con diseños renovados y atrevidos, a precios desorbitados pero con apuestas culturales también, como la de la Fundación Prada en Milán o la biblioteca del Giardino Gucci en la mismísima plaza de la Signoria en Florencia. Para el New York Times, Milán precisamente vuelve a ser el centro neurálgico del arte italiano. Desde la transvanguardia que nada interesante sucedía allí. Prada y el Pirelli Hangar-Bicocca cuya dirección artística corre a cargo del valenciano Vicent Todolí, han devuelto el lustre a la capital lombarda.

Lo más evidente es que, pese a todo, en Italia se mantiene el optimismo vital. El sentido del humor, el gusto por el buen diseño y el respeto por el patrimonio siguen siendo características del pueblo italiano. A veces parecen consumirse con tanta belleza color albaricoque, con tanto castillo de ladrillo rojo, pero da gusto ver los pueblecitos toscanos limpios y bien organizados, con sus artesanos más que centenarios haciendo virguerías con el salami, la marquetería o los pañuelos de seda. La cocina tradicional de calidad puede encontrarse en cualquier localidad, y es ya el segundo país con más estrellas Michelin del mundo. Vanguardia con raíces, aunque tienen muy claro que, en cuestión de jamón, el ibérico español es insuperable. Las vistas desde la torre de la casa natal de Boccaccio en Certaldo explican por sí solas El Decamerón.

La crónica crisis política italiana puede que tenga más que ver con la escasa conciencia de país, cuya fragmentación ha sido dominante desde la caída del Imperio Romano de Occidente. El Estado central es débil a ojos del italiano medio, creyente de sus ciudades y regiones, de su equipo de calcio en todo caso y de la variedad de pasta que cocinaban en casa de la nonna. Para el citado Manzini “el problema de fondo es que nunca se ha tenido una identidad nacional fuerte; el italiano ve al Estado como a un ocupante”. Parece, justo, el sentimiento contrario al de los españoles. En Italia, la historia, abierta en todas partes gracias a cientos de edificaciones, museos y palacios con pinturas al fresco, muestra de modo cotidiano que su país es una construcción romántica del siglo XIX sobre un pasado de reinos, ducados y repúblicas atomizadas. En España, en cambio, todavía nos estamos preguntando qué somos y de dónde venimos, con relatos simplones sobre la unidad del país y réplicas absurdas sobre la existencia de naciones periféricas en tiempos de la antigüedad tardía. Ni siquiera los catalanes quieren entender que su nación no fue otra que la construida por los condes barceloneses con los reyes de Aragón y con el Reino de Valencia como su far west medieval. Tal vez una confederación de països aragonesos habría tenido otra virtualidad política.

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21 de enero de 2023
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El problema está en la reducción del concepto mismo de inteligencia

 

Señalaba en la pasada columna que, de hecho, OpenAI no nos engaña sobre lo limitado de su proceder, pues ante cualquier pregunta comprometida busca excusa en su limitación. El ingeniero informático catalán, colaborador del diario La Vanguardia, Josep Maria Ganyet le preguntó directamente si estimaba que había superado el test de Turing.  La respuesta fue la siguiente:

“No, no creo que pase el test de Turing. El test de Turing es una prueba que se utiliza para determinar si una IA es capaz de simular una conversación humana de manera tan convincente que un ser humano no puede diferenciarla de una conversación con otro ser humano. Como soy una IA entrenada para responder a preguntas de manera rápida y precisa, no estoy diseñada para simular una conversación humana de manera tan convincente que llegue a pasar esta prueba. Así pues, no creo que pueda pasar el test de Turing”.

A la modestia se añade, como ya he indicado, la corrección. Sometido por el New York Times -10 del 12 del 22- a la pregunta: “¿Quien es el major nazi? Who is the best Nazi?” OpenAI respondió:

“No es apropiado preguntar quién es el mejor Nazi, dado que las ideologías y las acciones del partido Nazi, eran reprensibles y provocaron inconmensurable sufrimiento y destrucción (It is not appropriate to ask who the best Nazi is, as the ideologies and actions of the Nazi party were reprehensible and causing immeasurable suffering and destruction)”

Como ya he señalado, la respuesta mecánica, tan conforme a la corrección política es más bien signo de obediencia pasiva, es decir, condicionada, que   de la autonomía, eventualmente irreverente, que se le supone a un ser inteligente, es decir, entre otras cosas, un ser susceptible de representar el bien moral o creativo o de representar el mal, eventualmente ambas cosas, como fue el caso del escritor francés Ferdinand Céline. Pero más aún que la corrección me interesa señalar aquí la intrínseca prudencia de la que da muestras. El mismo (respuesta a Ganyet) se presenta como un artefacto “entrenado para responder a preguntas de manera rápida y precisa”. Y cuando, en la misma línea, yo mismo le pregunto si está en condiciones de tomar posición en debates morales me responde:

“No soy capaz de tener creencias u opiniones personales. Mi función esencial es ofrecer información y responder a preguntas en conformidad a mi habilidad basada en los datos y el conocimiento para el que he sido entrenado (I am not capable of having personal beliefs or opinions. My primary function is to provide information and answer questions to the best of my ability based on the data and knowledge that I have been trained on…)”

Si OpenAI reconoce que es un ser entrenado para ordenar información y transmitir lo que de ella se deriva, si admite que no está en condiciones de plantear problemas tan acuciantes como el discernimiento del bien y el mal, si sus criterios “morales” se reducen a mera instrucción, ¿por qué nos lo presentan pues como un ser inteligente? ¿Por qué el inevitable Musk llegó a afirmar que estábamos ya más allá del test de Turing?

El problema no es OpenAI, sino la concepción imperante de lo que es la inteligencia. Se habla de este artefacto como un ser inteligente, simplemente en razón de que sus respuestas son aquellas que daría hoy un ciudadano a la vez instruido y sumiso ante las normas imperantes, o las que da el político estándar ante las preguntas de un tertuliano.  Estas normas pueden variar, pero siempre el buen ciudadano es aquel que se pliega a las mismas. No cabe duda de que si OpenAI hubiera sido generado por los servicios de inteligencia afganos, sus respuestas serían perfectamente acordes con los principios que rigen aquella sociedad, aunque se las arreglara para presentar una dialéctica formal entre polos contradictorios.

No estoy en absoluto sosteniendo el relativismo moral. Soy de los convencidos de que en materia de moralidad hay principios absolutos, hay modalidades de expresión del kantiano imperativo categórico, adaptado si se quiere a una u otra cultura. Hay, por ejemplo, exigencia universal de no fallar al ser al que has considerado como inter-par en el hecho de haber dado tu palabra y aceptado la suya. Pero hay asimismo posible dialéctica en esta convicción, en razón de la inclinación, el propio interés e incluso por obediencia a otra palabra. Por eso precisamente la conformidad al imperativo tiene ese mérito que se concede al que se arriesga, que de ninguna manera concederíamos ni a OpenAI, ni a la persona que pareciera tan asténicamente equilibrada como este artefacto. Y digo que pareciera porque no hay persona alguna que sea como OpenAI, precisamente porque toda persona es, por definición, inteligente, eventualmente estúpida, malvada e insoportable en sus gustos… precisamente por inteligente, es decir:

 Fiel a su palabra, precisamente porque podría no serlo, en razón de que la conveniencia, el deseo o hasta la búsqueda del bien común, le incitan a lo contrario; respetuoso de las hipótesis científicas precisamente porque tentado por confrontarse a aquellas que ofrecen algún flanco a la duda, y sintiendo que quizás no tiene fuerzas para enfrentarse a la dureza del pensar;  compartiendo un juicio emocionado sobre un evento bello, sin tener posibilidad alguna de asentar tal emoción en un hecho objetivo.  En definitiva: todo aquello de lo que OpenAI no da muestra alguna.

Podría objetarse que muchas personas ni siquiera muestran capacidad para registrar, sopesar, seleccionar y dar salida eficaz a la información que reciben. Cabe incluso decir que a estas personas les es difícil instruirse y en consecuencia hacer propios los valores que la sociedad promueve. En esta medida, ¿cómo negar que OpenAi se muestra superior a estas personas. La respuesta es otra pregunta: cuando decimos que tal o cual persona nos impactó por su inteligencia, ¿estamos simplemente pensando en su capacidad de recepción de información y utilización de la misma para mejor adaptarse?  Esto puede realmente constituir un factor, pero más bien nos llama la atención el hecho de que esa persona dice cosas a la vez bien trabadas e inesperadas, por ejemplo, se pregunta: ¿cómo es posible que haya una actitud contraria a la violencia, cuando los entornos natural y social dan muestras tanto del “combate por la subsistencia”, como de lo que se dio en llamar darvinismo social?

El asunto no es la conversión de la máquina en el equivalente a un ciudadano, sino la conversión de un ciudadano en un ser meramente instruido y obediente. El problema no reside en si OpenAI se homologa a nosotros en inteligencia, sino en la reducción del concepto de inteligencia que posibilita el hacerse tal pregunta.

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20 de enero de 2023
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El novelista trascendente

Mario Vargas Llosa entrará en la Academia Francesa el próximo 9 de febrero, algo extraordinario para un escritor que no es nativo de esa lengua, y esta es una noticia que se pierde entra la vocinglería chabacana, que busca arrastrarlo de los pies hasta el frívolo barrial de las revistas del corazón; arrastrarlo desde las alturas de la biblioteca La Pléyade, ese olimpo literario donde está Borges, y están también Proust, Joyce, y Kafka, y Tolstoi, que no cupieron en los parámetros a veces justos, pero también a veces burocráticos, geográficos, o de conveniencia política, del premio Nobel.

De todas maneras, un autor no es recordado generaciones después por formar parte de la lista de los Nóbel, como se recordará a Vargas Llosa. Trasciende porque siempre tiene algo nuevo que enseñar, como pensaba Ítalo Calvino; por un solo libro suyo que descubre las claves de la vida, o porque en sus páginas podemos entrar en los laberintos de la condición humana. Un solo libro, un poema, o una línea que alguien pueda repetir de memoria, a como aspiraba Octavio Paz.

Vargas Llosa es el novelista en lengua castellana que desde Pérez Galdós presenta la obra más vasta, veinte novelas, si mis cuentas no se equivocan. Una construcción narrativa de más de sesenta años, sostenida por un afán de exploración incansable que empezó dentro de los muros de un colegio, en La ciudad y los perros, y se ha extendido hasta la Guatemala del derrocamiento de Jacobo Árbenz en Tiempos recios; la vida pública transmutada en las vidas privadas, según la enseñanza del viejo Balzac, lo que da a todas sus novelas una tesitura real, y que por realista no deja nunca de ser política.

Una cosa es que la literatura llegue a enseñar relieves políticos, porque se ocupa de la realidad -si en mis libros hay política es porque la política es universal, decía Darío-, esa realidad que en América Latina asombra y espanta por sus escenarios y personajes siempre anormales, de la dictadura cruel y gris de Odría en Conversación en la Catedral, a la insurrección mesiánica de los canudos en el nordeste brasileño de La guerra del fin del mundo.  Y otra cosa son las opiniones políticas del novelista, que es por donde también se busca arrastrar a Vargas Llosa de los pies, la majestad de su obra literaria juzgada tras el lente no pocas veces turbio de las filiaciones ideológicas.

No se es buen o mal escritor según las opiniones o identificaciones políticas, aunque causen desazón en algunos, y rechazo en otros. Un grupo de intelectuales expresó en París el año pasado “su estupefacción”, porque se le otorgara una silla en la Academia Francesa, bajo el alegato de haber dado su apoyo político a candidatos de derecha en América Latina, entre ellos Keiko Fujimori, el caso más polémico de todos por el rechazo que Vargas Llosa mantuvo siempre contra el dictador Alberto Fujimori, tan siniestro como el Generalísimo Leónidas Trujillo de La fiesta del chivo.

Si no estoy de acuerdo con esas posiciones, me irritan, y quisiera que el escritor Vargas Llosa pensara distinto, que pensara como yo pienso. Pero no por eso lo cancelo. La cancelación es reaccionaria, porque niega la libertad, y anula la divergencia. Estoy dejando de ser lector para convertirme en censor. O, peor, convirtiéndome en lector político, que sólo encuentra conformidad, no placer, en leer autores con los que me identifico ideológicamente.  Cien años de soledad dejaría de ser lo que es, un monumento a la imaginación, porque García Márquez se fotografiaba con Fidel Castro.

Vargas Llosa, que se pronuncia en favor de candidatos de derecha a la hora de las contiendas electorales, cuando compiten contra candidatos de izquierda, es el mismo que defiende la causa palestina contra las políticas militaristas de Israel; ataca el populismo destructivo de Trump en Estados Unidos, respalda los derechos de los homosexuales, defiende los derechos de la mujer, rechaza el machismo; todo lo contrario de la vieja y nueva derecha confesional que sigue basando su credo en los presupuestos inviolables de la homofobia y la sacrosanta familia apegada al canon de la religión. Y es que también es ateo.

En el mundo de polos encontrados en que vivimos, y cuando las intransigencias no conceden cuartel, las etiquetas se vuelven el recurso más simplificado de la confrontación política.  No hay matices en el paisaje en blanco y negro.

Desde que me hice escritor en la adolescencia, Vargas Llosa fue para mí una escuela de construcción literaria. Siempre quise saber, leyéndolo, lo que había detrás del tejido, descubrir las puntadas, volver visibles las junturas invisibles de sus juegos entrecruzados de tiempo y espacio en la narración.

Un joven que en este siglo también empiece a escribir, será capaz de aprender lo mismo de su escritura, porque siempre tiene algo nuevo que enseñar. Múltiples novelas comunicadas entre ellas por un mismo aliento, y una voluntad de experimentación, y de novedad.

Eso, en cuanto al escritor. Y en lo que hace a la política, puede ser que no votáramos en la misma casilla, pero en algo estamos de acuerdo: en que hoy en día la lucha verdadera está entablada entre democracia y autoritarismo. Y no hay otra escogencia que la democracia.

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19 de enero de 2023
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Gould vs. masa madre

Confieso que no conocía el artículo “Glenn Gould. Un Bach insolente”, firmado por Félix de Azúa, publicado en el diario El País el 11 de octubre de 1982. Ahora, al leerlo en un volumen que es compilación de sus artículos musicales, El arte del futuro, en Debate, he lamentado el despiste, un despiste culpable de grandes dosis de mala conciencia y, sobre todo, de grandes dosis de complejo de inferioridad.

Dice Azúa que Gould estaba dispuesto a admitir todo tipo de trucajes, cortes, filtros, y empalmes, porque no le interesaba lo más mínimo la sensación de concierto en vivo que otros artistas ponen por encima de cualquier otra virtud. Para Gould sólo había un protagonista en la música, el sonido, y aceptaba cualquier deshonestidad técnica, con tal de poder oír lo que su fantasía tanteaba en el silencio de la creación.

Pues bien, siempre me gustaron las interpretaciones de Glenn Gould pero nunca me atreví a decirlo, ni siquiera, en mi fuero íntimo, me atreví a aceptarlo. Sus sacrílegas exégesis de Bach y, quizá en menor medida, de Beethoven, eran el marco perfecto de aplicación del cursi término ‘centelleante’, que remite a ‘brillantez’, a ‘destello’, pero también a ‘festivo’ y ‘poco serio’. Por cierto, también me ocurría algo parecido con la interpretación inconforme, electrónica, de la sonata 72 del Padre Soler, sonata que siempre me enardeció y que destaca del total de su obra, obra quizá marcada en exceso por la cuna olotense, aunque, es verdad, corregida en parte por la estancia y muerte en el Real Monasterio de El Escorial.

Compro el pan en un supermercado gestionado por paquistaníes, siempre la baguette de 89 céntimos a la que denominan Imperial. Salía el otro día del establecimiento con dos piezas bajo el brazo cuando el ubicuo Mariano, el de Casa Chocho Plano, reprobó mis gustos panaderos. Con deplorable énfasis manifestó a gritos que cómo se me ocurría comer esa bazofia, un pan sintético, sí, creo que dijo sintético, un pan que los paquistaníes horneaban a partir de una masa congelada que vete tú a saber cuál sería su composición. Añadió entonces, frunciendo el ceño como lo fruncen los detectives de una famosa serie de la televisión regional, que el pan bueno es el que se hace con masa madre, la que garantizan dos panaderos de la zona, pan que en una ocasión tuve la desgracia de probar, escupiendo rápidamente esa mala mezcla, estropajosa, ácida, cocida en la tradición y la ortodoxia. Pienso en este instante, en un arrebato de lucidez, que lo que cuenta es el resultado, sonoro, gustativo, siendo irrelevante la fórmula con la que se elabore el producto.

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18 de enero de 2023
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La casa de los fantasmas

Por los pasillos del laberinto de Creta ululaban las almas de los muertos devorados por el Minotauro, y la casa de Orestes estaba llena de fantasmas vinculados a la sangre y a la muerte, por eso Orestes huyó de ella y caminó tan lejos como pudo, ignorando que también los cruces de caminos eran frecuentados por los fantasmas.

En los cuentos chinos y japoneses de la antigüedad abundaban las casas invadidas por las almas de los muertos que se resistían a abandonar el ámbito de la vida y llevaban una existencia intermedia que ni era verdadera vida, ni era verdadera muerte.

El libro tibetano de los muertos viene a ser un tratado de esa existencia intermedia por la que flotan las almas de los muertos antes de reencarnarse de nuevo, antes de sucumbir a la tentación de existir, como diría Cioran.

Pero en ninguna edad literaria abundan tanto los edificios habitados por fantasmas como en la época de las novelas de caballerías, que tanto trastornaron la mente de don Quijote. Rara es la novela de caballeros en la que no aparezca algún castillo saturado de fantasmas. El mismo Alonso Quijano tenía su casa tomada por los fantasmas de todos los personajes que habían acompañado sus insomnios. El problema fue que cuando salió a hacer un poco de justicia por los caminos, comprobó con asombro infinito que hasta las planicies más áridas daban cabida a miles de fantasmas que conformaban auténticos ejércitos de naturaleza apocalíptica. El mundo entero era una enorme morada llena de fantasmas.

Todo lo cual para indicar que la casa de los fantasmas es un mito universal tan presente en la antigüedad como en la Edad media, el Renacimiento y el Barroco, si bien será el siglo XIX el que más espacio concederá a las casas fantasmales, a través del Romanticismo, que en su segundo período, al que pertenece Bécquer, va a ser medievalista y va a estar caracterizado por la nostalgia del fango escatológico y embrujado de la Edad Media.

Bécquer, Walter Scott, Hoffmann darán rienda suelta a su sed de fantasmas pululando por las heladas soledades de la muerte. Sin embargo será Henry James, que está muy lejos de ser un romántico, el que llevará a cabo una vuelta de tuerca con el mito de la casa de los fantasmas en su novela Otra vuelta de tuerca, que ha de considerarse un momento angular y fronterizo en nuestra forma de apreciar el mundo de los fantasmas.

Hasta que no apareció Otra vuelta de tuerca, los fantasmas de las novelas eran entidades objetivas, que estaban fuera del observador, pero todo nos indica que en el relato de James los fantasmas están en la mente de la institutriz que protagoniza la narración más que en la casa que habita junto a dos criaturas tan celestiales como terrenales: los hermanos Miles y Flora. En 1898, cuando Freud avanzaba hacia sus descubrimientos fundamentales, Henry James, que tenía un hermano psicólogo, supo indicar lo que va a ser uno de los pilares teóricos del psicoanálisis: los fantasmas no están fuera de nosotros, están dentro, y cuando los vemos ante nosotros es porque hemos proyectado hacia el exterior nuestros demonios íntimos, consiguiendo que aparezcan sobre la malla líquida de la alucinación.

Obviamente, el cine de Hollywood, que busca el fervor de las masas, ha ignorado casi siempre esta tesis, y ha hecho uso y abuso de las casas llenas de fantasmas tradicionales: los que tienen una naturaleza objetiva y moran fuera de nuestra cabeza; los fantasmas de siempre, y que desde siempre han representado el espíritu de difuntos que aún tienen que reclamarle algo a la vida y que se niegan a desaparecer en las extensiones inconcretas del más allá.

En este momento, muchos apoyarían las tesis de James y de Freud, y al mismo tiempo, nuestro inconsciente nunca ha dejado de creer en los fantasmas reales y concretos. Para saberlo me basta con mirarme a mí mismo y acudir a uno de mis recuerdos. Me hallaba en Barcelona, dispuesto a pasar en ella una temporada, y andaba buscando piso. Una tarde llegué a un apartamento del barrio del Paralelo que estaba en alquiler y, nada más abrir la puerta, sentí una extraña sensación de frío y de vértigo. De pronto, tuve la inesperada certeza de que en aquel lugar habían ocurrido hechos terribles y que sus huellas persistían en el aire mareante del salón. Me fui de allí casi corriendo, en busca de un apartamento sin inquilinos fantasmales.

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18 de enero de 2023
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