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'Donantes de sueño' de Karen Russell. Ed. Sexto Piso

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Karen Russell y el terror de un mundo sin sueño

 

¿Qué pasaría si nadie pudiese dormir? Esta distopía de Karen Russell teoriza sobre esta inquietante epidemia

Una de las características de las obras distópicas es el uso de mayúsculas para designar una nueva realidad. Karen Russell (Miami, 1980) hace lo propio en Donantes de sueño, cuando imagina una epidemia de insomnio en Estados Unidos que acabará por convertirse en pandemia cuando se detecten casos en China.

Así tenemos las "Campañas del Sueño", con que se captan donantes del bien más preciado y las "Brigadas Duermevela", que al volante de los "Furgones de Sueño" son quienes se ocupan de la extracción. También van en mayúscula los antros a los que acuden los insomnes, "Mundos Nocturnos", donde consumir productos del mercado negro para mantenerse en vilo por miedo a las pesadillas o las "Zonas Solares", núcleos urbanos con enormes tasas de insomnio.

No se sabe el origen de este déficit de fase REM, pero intuimos que es la evolución lógica de un malestar global de sobra estudiado: dormimos menos y peor, el consumo de somníferos se ha disparado y la sobreexposición a la luz azul de las pantallas ha hecho mella en el descanso de los adolescentes. La autora imagina el momento en que todo esto se va de las manos. Un sueño poco reparador sostenido en el tiempo acelera el deterioro cognitivo. Recordemos: la "peste de insomnio" que se sufre en Macondo tiene "una inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido".

Aquí la anemia onírica extrema es mortal, de modo que todas las esperanzas se depositan en que los laboratorios consigan sintetizar sueño. Entretanto, las Brigadas lo extraen de quienes aún tienen un dormir placentero, sin pesadillas, para hacer transfusiones a los insomnes crónicos u "orexines". Una distopía no sería tal sin neologismos.

En novelas como esta todo se juega a que la tesis inicial encuentre su coherencia interna, que los retos de un mundo sin X o con exceso de Y provoque una cascada de reflexiones sobre su presente al lector. Al fin y al cabo -y como se vio en la pandemia-, todo gira en torno a la solidaridad y la corrupción, a la resistencia y los valores, al miedo irracional y las teorías conspirativas.

Todo está aquí, explicado en primera persona por una "Captadora" cuyo gran éxito ha sido encontrar a un donante universal, la "Bebé A". Como no hay distopía sin historia personal que funcione, Dora, la protagonista, es una "hemofílica de la pena". Su hermana murió de insomnio terminal y eso la convirtió en una Captadora entregada a la causa que explota su tristeza para convencer a nuevos donantes, algo que le pasará factura psicológica.

Russell es hábil haciendo encajar todas las fichas de un futuro que se antoja posible. No sobrecarga el texto con jerga científica ni ahonda en la interesante historia cultural del dormir. El resultado es correcto, pero no contagia la pesadilla de las noches en blanco.

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27 de julio de 2023
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La Arcadia de los Pujol (1)

La mejor opción para aquel verano de 1993 era la montaña. Estábamos a punto de cambiar de ciudad, con todos los gastos que acarrean los traslados, y no podíamos gastar demasiado dinero en vacaciones. Así que una mañana de finales de julio nos dirigimos a un pueblo que nos habían recomendado sin indicarnos previamente lo que ese pueblo significaba. Primero utilizamos el tren y después el autobús. Según íbamos ascendiendo íbamos entrando en un mundo de apacible frescor, habitado por todos los tonos del verde. Pasado Ribes de Frené, el paisaje se fue haciendo más emocionante y turbulento, como el río que se iba despeñando a la derecha. Debimos de llegar a Queralbs a media tarde, y enseguida nos sentimos en el corazón del Pirineo.

No recuerdo que nos recibieran con los brazos abiertos. Por alguna razón, sentimos al principio cierto aire levemente hostil, o por lo menos cierta indiferencia enfática que parecía ser una pose secular muy propia de las gentes de la montaña de cualquier país. Advierto que solo se trataba de las primeras escenas de la comedia. Si continuabas en el pueblo, esa comedia variaba mucho e ibas notando su modificación día a día.

Aunque llevábamos un tiempo en Barcelona, hasta que no llegamos a aquel rincón del Pirineo no supimos que Queralbs era en realidad el feudo de los Ferrusola-Pujol. Tanto Jordi como Marta habían nacido en Barcelona, pero su lugar más mítico e íntimo, aquel en el que se sentían conectados con la Cataluña profunda y sus mistificaciones era Queralbs, algo así como su paraíso particular, y que a ciertas horas y desde ciertos ángulos bien podía parecer una aldea suiza o alemana. En el pueblo le tenían más respeto a la “primera dama” que al señor Pujol, quizá porque ella estaba más vinculada a aquella tierra dotada de una naturaleza contrastada, fascinante y cruel.

La gente de Queralbs, la que se quedaba allí todo el año, aseguraba que había sido de la primera dama la pintoresca idea de que todas las casas en Queralbs fuesen de piedra desnuda y con ventanas, puertas y persianas de madera. En una librería de Ribes de Freser compré libros para informarme de cómo eran antiguamente las casas en Queralbs y comprobé que se parecían muy poco a las de ahora. El proyecto estético que se estaba desplegando en Queralbs no ofrecía dudas: se trataba de convertir un pueblo del Pirineo catalán en un pueblo del Tirol. Y en buena medida lo habían conseguido. Queralbs, ese feudo románico que tuvo muy pronto su castillo y su iglesia, duro, parcialmente aislado, de apariencia tosca y al mismo tiempo encantadora, estaba cayendo en la tentación suiza, y faltaba poco para que alguna fonda llevase el nombre de Guillermo Tell. El plan universal de convertir todo el planeta en un parque temático está llegando también a los pueblos, y eso se notaba perfectamente en Queralbs. Casi todas las casas cumplían la norma de la piedra desnuda y las ventanas de madera, salvo la de Marta Ferrusola, ya que su casa incumplía todas, absolutamente todas las reglas que sí contaban para al resto del municipio, según me aseguraban los del pueblo. Los oriundos de Queralbs llamaban a aquella casa “la Cami”, porque sus colores apastelados recordaban los de un helado de nata, fresa y chocolate. Se trataba de un chalet cremoso y gigantesco, según creo recordar, construido a las afueras del pueblo y sobre una elevación, si bien se hallaba más bien oculto, y no lo podías ver desde cualquier lugar.

En el espacio del pueblo, entendido como espacio dramático en el que se está representando algo, el chalet de la primera dama era la representación más genuina del dominio como exhibición, si bien en su versión más cursi. La casa en cuestión incumplía de tal modo las normas estéticas del lugar que tendía a crear una diferencia excesiva entre ella y las demás: una diferencia feudal, evidente y a la vez extrañamente camuflada, pero que dejaba ver con claridad el deseo de destacar y el recurso a la excepción. Los del pueblo me lo decían continuamente, si bien con palabras más burlonas y cortantes. Uno de ellos me lo dijo así: “A menudo las leyes son para todos menos para los que las formulan.”

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26 de julio de 2023

Foto: Javier del Real

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Tres mujeres y un voto

 

El pasado domingo 23 fui a las urnas movido por razones privadas, aunque no íntimas. Todo empezó el 16 de febrero del año pasado, si bien mucho antes, desde la adolescencia, ya mostré un ramalazo izquierdista, que por el momento no ha variado, con sus pequeños deslices o matices.

El 16 de febrero del 2022 tuve que salir a un escenario en el que no se votaba, solo se cantaba, y muy bien, la partitura de la sexta y última obra operística de Luis de Pablo, el más grande compositor español de la segunda mitad del siglo XX, gloriosamente activo hasta la fecha de su fallecimiento, a fines del 2021, cumplidos los noventa.

Fue aquella una jornada histórica, feliz y triste. El músico había muerto pocos meses antes, sin llegar a oír lo escrito fulgurantemente por él a partir del texto de mi novela “El abrecartas”, tan bien entendido y condensado. En el patio de butacas del Teatro Real, donde tenía lugar el “estreno absoluto”, hubo espectadores apresurados que no aguardaron las subidas y bajadas del telón para aplaudir (ni para patear), por las prisas o por la incomprensión de esa música, un oratorio laico según Luis y yo lo entendimos desde el arranque de nuestra adaptación escénica, y así lo vieron los críticos, pero no todos (todo hay que decirlo). Quizá solo los que supieron reconocer algún que otro precedente de Haendel, de Stravinsky, de Janacek.

La ausencia física de Luis de Pablo aquella noche de febrero fue paliada muy delicadamente por la iniciativa del propio teatro y del director del montaje, Xavier Albertí, de hacer bajar del telar una rosa roja que se posara sobre la silla vacía donde estaba la partitura completa del maestro de Pablo.

Y en ese momento irrumpieron ellas en el escenario. No eran sopranos, ni actrices, ni tramoyistas. Tres mujeres maduras de distintas edades: la abogada y activista política Paquita Sauquillo, la sindicalista docente y traductora literaria Carmen Romero, y la vice-presidenta Yolanda Díaz, que no requiere más glosa.

En una realidad en la que la cultura, y sobre todo lo que llamaremos “cultura de la historia y del compromiso”, se ve amenazada por la supresión, la sospecha y los recortes que esconden prohibiciones, (e incomprensiblemente ausente el Ministro de Cultura socialista en aquel estreno póstumo de una gran figura de las artes hispánicas), allí estaban esas tres combativas mujeres para dar testimonio de homenaje al artista que se despedía del mundo con dicho testamento artístico y político.

Y esa misma noche, media hora más tarde, un alma benevolente que sabía de mi ignorante impericia me da a conocer el siguiente tweet:

https://twitter.com/Yolanda_Diaz_/status/1494061890363965460?t=DTvbHCsq7z15Ub3gNQscSg&s=03

Una personalidad política de relieve, comprometida también con la vanguardia en las artes, impulsa al gauchista que sigo siendo a sumarse al espíritu de progreso que representa la vicepresidenta espectadora, innovadora y tuitera.

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26 de julio de 2023

Retrato de José Martínez Ruiz, 'Azorín', en los años veinte. EFE

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Otro grande

 

No ha habido demasiada fiesta de celebración por los ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín y me parece incomprensible

 

En junio se cumplieron los ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín. No ha habido demasiada fiesta de celebración y me parece incomprensible. Otra de las rarezas de nuestro país quiere que los escritores mayores del siglo XX fueran Baroja, Valle, Machado y Jiménez, pero no Azorín. Esta peculiar desmemoria será enmendada por la Real Academia en octubre o noviembre con un homenaje riguroso, pero yo esperaba más respuesta por parte de la prensa. Aparte de un estupendo artículo de Jorge Bustos y otro de Mario Vargas, no he leído nada en verdad remarcable.

¿Será porque se le considera un miniaturista? ¿Alguien dedicado, como un flamenco del siglo XVII, a proponer imágenes exactas, nítidas, casi esmaltadas, de interiores con vajilla de loza, mortero y un ventanuco por el que entra un potente haz de sol levantino? Eso es, desde luego, una parte de lo que sabía hacer, pero hay otras. Sus llamadas Obras Completas constan de nueve tomos editados en aquella deliciosa colección de Aguilar, encuadernada en piel roja que yo le debo al gran librero y editor Abelardo Linares. La alegría que me da ver los nueve lomos cada día en su estantería no podré pagarla jamás. Están pidiendo que los tome en la mano y comience a leer por cualquier parte, todas las hojas son admirables.

Cada tomito tiene unas mil páginas, de modo que estamos hablando del autor de casi diez mil páginas. La obra de Azorín es inmensa y, además, estas Obras completas no lo son ni de lejos. Su editor fue Ángel Cruz Rueda y las comenzó en 1947. El último volumen (al menos en mi edición, que es la segunda) data de 1963 y ya no está encuadernado en piel, sino en un cartón un poco vil. Más de quince años le llevó la empresa a Ángel Cruz y bastante hizo, pero es insuficiente.

Para empezar, es muy difícil localizar los textos porque no hay un índice general. No te queda más remedio que buscarlo por el año de edición (lo que no es fácil) y rastrearlo en el tomo oportuno. Alguna institución valenciana debería financiar la edición de un índice que facilitara la lectura y la investigación. ¿Hay en Alicante alguna que se dedique a mantener la memoria de uno de sus más brillantes hijos? La Fundación Mediterráneo, por ejemplo. ¿O en la Universidad de Valencia, donde estudió? Bien es verdad que Valencia es una comunidad curiosa, particular y difícil. Azorín tiene un libro, justamente llamado Valencia, que es de lo mejor que escribió.

A ver qué tal sale el homenaje de la Real Academia y si alguna otra institución se suma al recuerdo de aquel hombre que al final de su vida era tan filiforme como don Quijote, sobre quien escribió múltiples y densas páginas que merecerían una publicación por ahora inexistente. Yo llegué a conocerlo, ya tumbado en su cama de la que apenas se levantaba, en 1967, que fue el año de su muerte, pero muy divertido al ver a un jovenzano que le traía un libro para firmar. Era un Lope en silueta de la mítica editorial Cruz y Raya, de 1936. Y aún tuvo la humorada de sonreírle a mi acompañante y decir con voz cascada, “Vaya moza reguapa”. Pocas semanas antes de morir estaba aún perfectamente vivo.

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25 de julio de 2023
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«Vox populi», del pensamiento débil al pensamiento fácil

 

Vivimos en un tiempo de incertidumbres, aceleradas. Cuando cayó el Muro berlinés y algunos anunciaron el fin de la Historia, en realidad lo que nos sobrevino fue el vacío geopolítico y el arranque de una nueva era de transformaciones tecnológicas de cuyo alcance, todavía, atisbamos lejanas nebulosas. El foco, una vez más, se situó sobre la economía y la necesidad de repensar el sistema capitalista. Como quiera que los intelectuales apenas saben nada de cómo funcionan las leyes del mercado, se han venido refugiando en un pensamiento débil (como lo definió el filósofo posmoderno y poscatólico Gianni Vattimo), en el sentido de que carece de formulaciones rotundas y concretas. Hay quien le ha llamado pensamiento «líquido» (Zygmunt Bauman), que previamente también fue «deconstruido» (en concepto del insobornable Jacques Derrida).

El pensamiento «fuerte», por contraste, se ocupa de certezas. Su origen lo encontramos en la esencia de los grupos humanos que se asientan en comunidades sedentarias al descubrir la agricultura y domesticar animales, que con el tiempo construirán las primeras ciudades que llamamos como tales. Creyeron en el monoteísmo y convinieron una moral colectiva que hiciera posible la vida en sociedad, mediante las tablas de la ley (revelada). El idealismo político y la utopía comunitaria derivan de esta visión sagrada del mundo (Antonio Escohotado).

Por eso se antoja que resulte muy difícil, por no decir imposible, que una civilización pueda organizarse a través de ideas relativistas por más que la física cuántica y la razón ilustrada nos induzcan a ello. La gente necesita creencias, dioses y naciones (o tribus y equipos deportivos), de lo contrario es incapaz de enfrentarse sin angustias a los mitos y realidades de la vida (Alain Finkielkraut, Rubert de Ventós…). ¿Se imaginan un sistema educativo contemporáneo basado en la duda? No parece que estemos capacitados para formalizar a gran escala una pedagogía de tal naturaleza por mucho que invoquemos a su teórico Descartes, o los magisterios de Maria Montessori, Freinet, Steiner o Giner de los Ríos.

De ahí que los avatares históricos sean oscilantes: a un largo periodo de prosperidad económica le corresponde una política estable y una paz social, pero siempre le sucede una crisis que primero debilita la economía y luego contamina a la sociedad y canibaliza la política. Justo en orden contrario a lo que vaticinaba Carlos Marx. Así lo entendió, en cambio, el genio de John Maynard Keynes, el primer gran economista que supo ver la necesidad de ser dúctil, combinando iniciativas públicas (o sea, decisiones políticas), con el impulso privado y hasta con el riesgo inversor (financió a su universidad de Cambridge jugando a la bolsa). Para el keynesianismo nunca habría que tomar decisiones que hagan sufrir a las personas, porque siempre existe la posibilidad de encontrar otros caminos, incluso inventarlos.

Y dado que la realidad actual es tan compleja como líquida y relativista, de futuro incierto ante el rápido advenimiento de la tecnociencia, cuyas supuestas ventajas económicas para todos están por llegar, lo que aflora de nuevo es el pensamiento fuerte de las certezas que ya ha empezado a contaminar la política. Rusia quiere volver a ser imperial, Europa ve resucitar los movimientos ultras de cariz xenófobo, los franceses no soportan a su presidente-intelectual-pragmático, en los Estados Unidos reaparecen cuáqueros y supremacistas mientras la América latina se debate entre el indigenismo antiespañol y los nuevos evangelistas. Todo tiene mala pinta.

En España también hemos vuelto a las andadas. A los restos críticos del antiguo y poderoso Partido Comunista en la clandestinidad siguieron los pactos de la Transición, dando paso a esta sana alternancia democrática que pudo superar un golpe de Estado y las matanzas de una organización terrorista. El franquismo no era compatible entonces y quedó arrumbado en un armario. La crisis económica que arrancó en 2007 (la que negó Pedro Solbes y presagió Manuel Pizarro) dio paso al 15-M, el imberbe movimiento juvenil que ocuparía el espacio del pensamiento «fuerte» a la izquierda de la socialdemocracia. Su eclosión a través de Podemos y sus contradictorias mareas (un combinado de poscastrismo, espíritu de asamblea libertaria e independentismo excursionista) ha traído avances en la pluralidad social, desde luego, pero también ha propiciado efectos perniciosos, entre otros la resurrección del franquismo. En formato Vox, en el extremo derecho del liberalismo y la democracia cristiana, como caricatura que reivindica también su presencia (y soldada) en la fiesta democrática.

El error, como bien ha señalado Arcadi Espada en un memorable artículo («Ministerio de la Guerra»), consistiría en dejar la gestión de la cultura a los representantes del pensamiento fuerte y no al relativismo. Sin una ideología de visión amplia e integradora es difícil que tengamos un buen futuro social. Creer que la cultura es una asignatura «maría» con poco presupuesto constituye una equivocación gravísima que ya cometió el PSOE al cederla al nacionalismo. Es desde la política cultural que se puede construir una sociedad madura (Stefan Zweig así lo narró en sus memorias vienesas).

Por eso hay suplementos de cultura en los periódicos, por eso la prensa dedica cuatro y cinco páginas diarias a la cultura y no al gasto farmacéutico, sirva como ejemplo (el análisis es de Fernando Villalonga, exconseller de la Generalitat Valenciana). Por eso el cine es la segunda industria norteamericana, el diseño estético y la conservación del patrimonio lo son de la italiana, el idioma y su teatro o la música pop generan buena parte de los negocios británicos o la nouvelle cuisine y la moda de valor aspiracional reflotan la economía francesa. Por esta vez, el pensamiento fuerte ha confundido la vox populi (lo que piensa la gente) con el pensamiento fácil. Y la realidad, sin demagogias, se presenta en sentido totalmente opuesto.

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24 de julio de 2023

La Inteligencia Artificial a la que se enfrenta Tom Cruise en la nueva entrega de 'Misión Imposible'

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James Bond contra Big Data y la IA (primera parte)

 

Todos engañamos, todos somos espías y todos nos sabemos espiados. En todos los libros hay un engaño que oculta un secreto. Si leyéramos el Génesis cristiano como una novela de espías, Dios sería el invisible ojo de la Razón de Estado, el Bien Supremo que está en todos los lugares y que todo lo ve y todo lo oye para garantizar con su poder de consuelo, protección y castigo la identidad, la ley y el orden. Satán («el antagonista») o el Diablo («el que divide») sería el ángel vengativo, el agente del Reino del Mal, sombra que engaña mediante el disfraz y el ardid a Eva, y esta, a Adán, incitando a la traición, introduciendo la sospecha y revelando el conocimiento del Secreto para adueñarse del Mundo. A no ser, claro, que en realidad se tratara de una operación de falsa bandera, un autoengaño colectivo para crear una norma y unos jueces metafísicos que buscaran impedir que el carnívoro ser humano se despellejara y se extinguiera como especie. Un no creyente diría que el Secreto estuvo tan bien custodiado por la burocracia celeste en la tierra (sacrilegio significa «leer, robar lo sagrado») que tardó miles de años en ser hecho público.

¿Cuál es el engaño hoy? ¿Qué secretos se ocultan, cuando con la Inteligencia Artificial se ha hecho realidad la milenaria fantasía del Ojo de Horus y la veracidad de los hechos ha quedado anegada bajo un piélago de palabrería y desinformación? ¿Cuando la culpa no es haber desoído a una divinidad, sino al equilibrio de la Naturaleza y haber creado un dios tecnológico? En la nueva entrega de Mission: Impossible, Dead Rackoning part One, el enemigo es el poder omnipresente de la Inteligencia Artificial, ente sin forma, fuera de control humano, y el traidor ya no es el que sirve a una potencia enemiga, sino el nuevo Judas que traiciona a la Humanidad. El nuevo supervillano que quiere llevar al mundo al Apocalipsis o al Armageddon es una deidad artificial maligna que representa el pavor a la máquina. El antagonista que amenaza al ser civilizado occidental  ya no es sólo el salvaje, el zombie, los virus invisibles, la bestia, el otro o el robot, sino también un demonio abstracto y tecnológico creado por él y que exaspera el miedo a una transformación ontológica. El film, pura coreografía, sin más, se suma a la tendencia de la privatización de ejércitos y agencias secretas.

Amazon lee y vende los datos que le damos gratis y al mismo tiempo nos ofrece bolsas Faraday para evitar intromisiones en la privacidad de nuestros móviles y ordenadores y sistemas. Por muchas barreras de contraespionaje que levantemos contra el spyware o malware, sabemos que todos vivimos bajo un techo de cristal y damos a los antivirus acceso a los santuarios de nuestros discos duros. Bush padre fue director de la CIA. Putin, exagente del KGB, no ha dejado de practicar la estrategia soviética del engaño (maskirovka) y las «medidas activas» (aktivnyye meropriyatiya) de desinformación: uso de agentes de influencia y falsificación de noticias para distorsionar la percepción de la realidad. Matthew Potolsky, en un libro apasionante, The National Security Sublime: On the Aesthetics of Government Secrecy, analiza los secretos de Estado en Occidente y su reflejo en la cultura a lo largo de los siglos, desde la muerte del rey Claudio por Hamlet y la conjura contra Kennedy, ficcionada por Don DeLillo en Libra, a las intrincadas constelaciones del poder financiero y político del artista Mark Lombardi o las acciones performativas de Jill Magid. Potolsky dice que inició sus investigaciones al observar que la National Security Agency (NSA), creada en 1952 por Truman, era un fantasma que no aparecía reflejado en ninguna novela, ni film, ni ensayo político de la época, a pesar del papel central que desempeñó durante la Guerra Fría, junto con otras agencias similares, llamadas The Five Eyes, entre las que figuraba  la británica GCHQ. Su invisibilidad dio pie a leer el acrónimo NSA como No Such Agency.

 

El momento agónico del espía ante el desierto de espejos

«Deception is a state of mind and the mind of State» es la frase del exdirector de contraespionaje de la CIA, James Jesus Angleton, que abre el documental Operation Gladio, de Allan Francovich, sobre la red clandestina que ejecutaba atentados de falsa bandera en los años setenta para promover un régimen autoritario y evitar la llegada al poder del Partido Comunista. Angleton, protagonista de The Good Shepherd (2006), de Robert de Niro, y gran lector de poesía, describía con un verso de Eliot («wilderness of mirrors») el momento agónico del espía, aquel en el que se encuentra perdido, solo, aislado, y no sabe qué hacer ni en quién confiar. En un desierto de espejos fiables el sentimiento de la población de estar a la intemperie y de ser engañada es omnipresente. La frase más repetida por los personajes de numerosas películas en sus momentos más dramáticos es trust me, confía en mí, frase balsámica que se ha de repetir más de cinco veces, casi una plegaria, para ser convincente.

Los agentes no saben a quién sirven ni por qué. Los objetivos últimos de la misión son mantenidos en secreto por la cúpula jerárquica. Los espías de los films, como muchos ciudadanos están desorientados por la posverdad, la inseguridad, el auge de la Inteligencia Artificial, los profundos cambios en su vida cotidiana, las deslealtades, la competitividad incluso con los compañeros de trabajo, el miedo a un futuro incierto, la falta de respuesta política a su malestar…, y estos espías se hacen preguntas, dudan, investigan; otros siguen con entusiasmo las banderas que enarbolan sus jefes, confortado su desasosiego por la comunidad de acólitos que comparten la misma fe en una verdad única.

«Cuando el sistema falla, el hombre honrado se alza», dice un policía de la serie Bosch. En su caso, busca la supervivencia de la justicia ahogada en un océano de corrupción generalizada, pero la misma frase es entendida de otra manera por una secta cercana a las tesis conspirativas de QAnon. Y ahí reside el engaño de las palabras, el doublespeak orwelliano: defender la democracia para acabar con ella, o, como en la carta robada de Poe (un experto en esconder códigos secretos en sus textos), acusar de conspiración al Deep State cuando ellos son manejados por el Deep State. El mensaje en ambos casos es que la única opción es individualista, nunca la acción colectiva, y, cuando se opta por un activismo colectivo, entra en juego la resignificación de la palabra libertad: la máscara de V for Vendetta la utilizaron activistas de izquierdas (mi libertad termina cuando empieza la libertad del otro) y, después, ultraderechistas defendiendo una libertad sin conciencia social.

Laberinto de secretos

En Three Days of the Condor (1975), de Sydney Pollack, Robert Redford descubre que detrás de una serie de asesinatos se esconde la mano de una CIA secreta dentro de la CIA con un plan para invadir Oriente Próximo en caso de crisis petrolera. «No es más que un juego para probar cuántos hombres, qué riesgo, cómo se desestabiliza un régimen», dice el jefe de los servicios secretos a Redford. «Para eso nos pagan. Es una cuestión económica. Hoy hablamos de petróleo, en diez o quince años, quizá antes, hablaremos de alimento o de plutonio. ¿Qué crees que la gente espera de nosotros? Cuando las reservas se agoten, cuando no puedan calentarse, cuando sus coches no arranquen, pregúntales. Cuando tengan hambre aquellos que nunca han pasado hambre, ya no querrán que les pregunten, solo querrán que les abastezcan». El plan era solo prospectivo, pero el líder de la CIA secreta quería ponerlo ya en práctica mediante atentados de falsa bandera, por lo que la CIA oficial se había deshecho de él. Aún no era el momento de aplicarlo, aunque el plan era válido y había que mantenerlo en secreto para que no llegara a oídos del enemigo y eso exigía la muerte de cuantos lo conocían.

La conversación tiene lugar frente al edificio de The New York Times. «Ellos lo saben», sonríe Redford. «¿Cómo sabes que lo publicarán?», responde enigmático el agente secreto. La cinta resulta ingenua hoy, en el mundo del egoísmo posdemocrático y de la posverdad, en el que los líderes populistas han conseguido que sus seguidores crean que cualquier hecho documentado por los medios anatemizados es pura fábula. En la filmografía de ficción reciente salen a la luz vagamente los entramados que mueven el mundo: intereses petroleros (Syriana, de George Clooney), de la industria del armamento, tecnológicas, farmacéuticas, ejércitos privados subcontratados, como Blackwater y Wagner (Dirty Wars, de Richard Rowley), narcotráfico, luchas personales por el poder, presidentes norteamericanos asesinos, golpes de Estado en la Casa Blanca…

Es tentador trasladar a las películas de espías la crisis de identidad (lo que soy, lo que creo ser y lo que aparento ser), agudizada por el narcisismo competitivo. Hay series excelentes, como la francesa Le Bureau des légendes, de Eric Rochant, que retrata los problemas de identidad de un agente con el personaje que ha representado durante su infiltración en Siria y que aborda con verosimilitud la situación en Oriente Medio, Irán, el ciberespionaje, la rivalidad con Rusia o las intromisiones de la CIA y el Mossad. El protagonista padece el mismo síntoma que Jason Bourne (The Bourne Identity), Leamas (The Spy Who Came in from the Cold) y Razumov (Under Western Eyes), que intentan resituar sus identidades respecto a las adoptadas en sus reinos de sombras. El mismo tono melancólico mantiene el film Beirut, de Brad Anderson, con guion de Tony Gilroy y con un Jon Hamm que podría haber encarnado al cónsul Firmin de Under the Volcano, de Lowry. La lista de protagonistas con trastornos ansiosos es larga, como el hacker encapuchado Elliot Alderson, del techno-thriller Mr. Robot, que sufre identidad disociativa y depresión patológica. Y en esta serie, como en tantas otras, el mensaje sigue siendo la opción del héroe individual.

Otras obras dignas son Tehran, Kalifat, The Honourable Woman, Counterpart (la posibilidad de haber vivido otra vida y la amenaza de una pandemia exterminadora), Spy/Master (la turbia deserción de un espía de Ceaucescu, en el que la verdadera malvada es la esposa del dictador rumano) o The Spy, de Yuval Adler, con una Diane Kruger que renuncia por convicciones morales al Mossad y The Little Drummer Girl y The Night Manager (ambas de Le Carré). O, también, A Most Wanted Man, otra de Le Carré, versionada por Anton Corbijn y un Philip Seymour Hoffman estelar en el papel de un agente que tiene que dilucidar si un checheno es un simple emigrante o un peligroso terrorista. La irónica Slow Horses permite lucirse a un gran Gene Hackman descreído y Old School. Disparatadas e innovadoras son Killing Eve, Babylon Berlin (reinvención del Berlín decadente de Weimar) y Utopia (primera versión, la de Dennis Kelly de 2003): una conspiración malthusiana de ecologistas radicales con premonición de una pandemia de gripe rusa provocada como excusa para insertar en la población un chip de exterminio racista.

Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué

En uno de los capítulos, uno de los conspiradores regaña a una mujer que, con conciencia medioambientalista, ha optado por viajar en autobús con su hijo pequeño en lugar del contaminante avión: «Nada produce más CO2 que un humano del primer mundo —dice airado el terrorista— y tú has tenido uno. ¿Por qué? ¿Por qué lo has tenido? Producirá quinientas quince toneladas de CO2 a lo largo de su vida, lo mismo que cuarenta camiones. Haberlo tenido será equivalente a realizar seis mil quinientos vuelos a París. Podrías haber volado noventa veces al año, ida y vuelta, un viaje cada semana de su vida, y eso no tendría el impacto en el planeta que va a tener tu hijo. Por no mencionar los pesticidas, los detergentes, los plásticos y los combustibles nucleares que se usarán para que no pase frío… Traerlo al mundo fue un acto egoísta, algo brutal. Tú has condenado a otros al sufrimiento. Si este asunto te preocupa tanto, lo que tienes que hacer es cortarle el cuello a tu hijo ahora mismo».

Masahiro Higashide y Yû Aoi en Supai no tsuma (La mujer del espía), 2020. Fotografía: C&I Entertainment.

Las guerras de Irak, Siria y Afganistán y la ola de atendados yihadistas generaron una multitud de films sobre conspiraciones de Al Qaeda o el ISIS, expresión de una herida de ansiedad que no lograron cicatrizar la muerte de Bin Laden (Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow) ni la difusión del gran engaño y el inmenso error de Bush (Official Secrets, de Gavin Hood). Ya hace décadas que los filmes subrayan la parte más oscura del ser humano. Nadie es malo ni bueno los trescientos sesenta y cinco días del año y algo hemos aprendido: «Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué», decía John Le Carré. En los films patrióticos más convencionales, el yihadista suele justificar sus acciones («ellos mataron a mi familia, yo tengo derecho a matar a la suya»), aunque no vayan más allá de una contraposición entre el buen árabe moderado (ya se sabe que el colaborador nativo morirá en algún momento) y el radicalizado, según modelo calcado de las películas coloniales o de las de indios y vaqueros, que demonizan al otro. (Continuará)

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21 de julio de 2023
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El país de las escasas primaveras

Los mayas creían que la historia era circular, sujeta a constantes ciclos de repetición, y la de Centroamérica da para creerlo.

Según se repetía la posición de las estrellas, se repetía la historia. Ahora mismo, parecen encontrase de nuevo en el lugar que tenían en el cielo hace 80 años, en 1943, cuando el istmo se hallaba sometido a crueles dictaduras que, a su vez, eran símiles de otras de más atrás: el general Ubico, que se peinaba con un mechón de pelo suelto sobre la frente para parecer a Napoleón, reinaba en Guatemala; el general Hernández Martínez, vegetariano que profesaba el espiritismo, en El Salvador; el general Carías, que utilizaba una silla eléctrica de voltaje suficiente para chamuscar a los prisioneros políticos, en Honduras; y el general Somoza, que metía a sus propios prisioneros en jaulas de su jardín zoológico, en Nicaragua.

Al año siguiente, en 1944, cuando soplaban vientos antifascistas en los finales de la guerra mundial, una ola de protestas callejeras en las capitales de Centroamérica se llevó al general Martínez y al general Ubico. Sobrevivieron a duras penas Carías, que murió en su cama, y Somoza, que años después se encontró con las balas disparadas por un poeta.

Y sucedió lo inaudito: derrocado Ubico, el doctor Juan José Arévalo, un maestro normalista, exiliado en Argentina, fue electo presidente de la república con el 85% de los votos.

Los folletos turísticos ensalzan a Guatemala como el país de la eterna primavera. El prócer cultural Luis Cardoza y Aragón hablaba más bien del país de la eterna balacera, y hay un cuadro del pintor Luis Diaz que se titula Guatebala.

Los años de gobierno del doctor Arévalo son reconocidos justamente como los de una primavera democrática, interrumpida cuando su sucesor constitucional, el coronel Jacobo Árbenz, fue derrocado en 1954 por un golpe militar patrocinado por la United Fruit y los hermanos Dulles, adalides de la guerra fría. La caída de Árbenz es tema de la novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos Recios.

La primavera democrática duró diez años. El doctor Arévalo, igual que Árbenz, fue anatemizado por comunista. Proclamaba un “socialismo espiritual” a través de reformas profundas en la educación, algo que un marxista ortodoxo clasificaría como socialismo utópico; pero los retrógrados de entonces no quisieron escuchar sus discursos donde dejaban explícito que "el comunismo era contrario a la psicología del hombre".

Un reformador que quiso modernizar la sociedad guatemalteca, feudal en su estructura agraria, con una inmensa población indígena sometida y apartada, y que, en los años posteriores a la guerra mundial, advertía: "temo que el occidente haya ganado la batalla, pero en sus ataques ciegos al bienestar social, pierda la guerra contra el fascismo". Una reflexión que no pierde vigencia.

Contra ese mismo muro chocó Árbenz, juzgado y sentenciado como comunista por los hermanos Dulles, entre otros pecados mayores porque intentaba una reforma agraria basada en las tierras ociosas de la United Fruit, una medida que se quedaba pálida frente a las que la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy declararía permisibles después.

Los astros de la historia vuelven a colocarse ahora en la misma posición en que se hallaban en el cielo maya en 1944: la férrea dictadura de Ortega en Nicaragua, la dictadura digitalizada de Bukele en El Salvador, una dictadura institucional en Guatemala que cambia de rostros, pero no de esencia, ayer Jimmy Morales, un cómico de la televisión, hoy Alejandro Giammattei, antiguo director penitenciario.

Los dueños de este sistema cerrado y excluyente han terminado con la independencia judicial, han obligado al exilio a jueces y fiscales, encarcelan y destierran periodistas, y tienen el poder de vetar a los candidatos presidenciales, como ha ocurrido con estas últimas elecciones, en cuya primera vuelta se les coló un candidato al que no daban importancia porque se hallaba en el piso de las encuestas. Su partido Semilla, formado por intelectuales de clase media, les parecía igualmente inocuo.

Sorpresa te da la vida, canta Rubén Blades: ese candidato es Bernardo Arévalo, hijo de aquel profesor normalista de la primavera democrática. Disputará la segunda vuelta el próximo 25 de agosto con Sandra Torres, que concurre por tercera vez. Y ahora los señores feudales están aterrados: si en la primera vuelta una cuarta parte de los electores votaron nulo o en blanco, porque sentían no tener candidato, ahora sienten que sí lo tienen. Otra vez, el fantasma de la amenaza comunista en escena.

Zancadilla tras otra, han buscado sacar del juego a Bernardo Arévalo. Usaron las maltrechas instituciones judiciales para ordenar un nuevo recuento de votos, y no les resultó, los votos siguieron siendo los mismos. Un juez decretó invalidar al partido Semilla, bajo el argumento de la obediente fiscalía, de que la firma de un adherente era falsa. Tampoco resultó. Hasta lo inaudito de un allanamiento judicial al propio tribunal electoral.

Pero los astros están alineados, otra vez de la misma manera. En el firmamento se lee cansancio ante la corrupción pública, la penetración creciente del crimen organizado, la burla de las instituciones, el feudalismo arcaico, los abismos de desigualdad social. Como en 1944, la sociedad quiere modernización, vientos de libertad.

Que repitan los dioses mayas la primavera democrática.

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20 de julio de 2023

Ellos de Kay Dick (Automática Ed. 2023)

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Kay Dick y el inquietante espejo de vivir en un mundo sin arte

Hay un enemigo común en las distopías más conocidas, como las de Zamiatin, Orwell, Bradbury o Atwood, que retratan un poder autoritario. Además de la prensa independiente, se persigue el arte, entendido como una vía de escape de las normas impuestas o un generador de alternativas. En estos mundos opresivos, el uso de los libros como trinchera por parte de los disidentes los convierten en un objeto subversivo que debe erradicarse. El fascismo, el fundamentalismo y el neopuritanismo comparten el afán de prohibir la libre circulación de ideas en su cruzada permanente contra una ciudadanía libre y crítica, para lo cual recurren a la dicotomía entre un "nosotros" monolítico y un "ellos" que hay que derrotar. Pero también hay otras formas efectivas de neutralizar la subjetividad vigorizante del arte: rebajarlo a entretenimiento, precarizar a los creadores o ensalzar la ignorancia sin rubor alguno.

Estas reflexiones se hallan en el núcleo de la perturbadora novela Ellos de Kay Dick (Londres, 1915-Brighton, 2011). La historia se desarrolla en una Inglaterra reconocible, trasladada a un futuro impreciso, donde artistas e intelectuales viven aislados en colonias rurales. El narrador, cuyo género está difuminado, vive en soledad con un perro, escribe y es uno de sus miembros. Alrededor, un grupo creciente de filisteos los vigila, los acosa y, si es necesario, actúa sin miramientos: cuando se ausentan, a veces sustraen libros u obras de arte de sus casas. Tampoco tienen reparos en ser más drásticos: ciegan a un pintor o queman la mano de una poeta por dar rienda suelta a su pulsión creativa. El amor, la fraternidad y el duelo también están proscritos. La terapia más radical se practica en unas torres de internamiento donde se extirpan la sensibilidad y los recuerdos.

En esta novela, dividida en nueve capítulos independientes que conforman la "secuencia" desasosegante a la que se hace referencia en el subtítulo, se muestran los distintos posicionamientos de los artistas: la connivencia, el compromiso, la protesta o el exilio interior. La sociedad parece adentrarse en un periodo pre-Gutenberg, en que la memoria, y no el papel impreso, es el ámbar que conserva la gran literatura. Dick, editora de Orwell y participante activa en la vida intelectual inglesa, librepensadora abiertamente bisexual, vio cómo su inquietante, aunque delicada especulación futurista pasó sin pena ni gloria en 1977. Cayó en el olvido, y no fue hasta hace un par de años, cuando un agente literario la "redescubrió" en un mercadillo y la devolvió al anaquel de las novedades.

Pero ¿quiénes son "ellos"? A diferencia de los autores mencionados, Dick elige retratar a una masa reaccionaria que no sigue a un líder ni es el brazo ejecutor del Estado. Ese "ellos" se informa solo por la televisión, prefiere "mirar el mar desde el refugio seguro del monstruoso puerto deportivo" y gustan de las mujeres dóciles. Se ha simplificado tanto el discurso que apenas se sabe articular palabras y perciben cualquier forma de emancipación como "una amenaza". El narrador recuerda que todo comenzó como "una parodia para la prensa". ¿Les suena familiar? Kay Dick nos ofrece un espejo que refleja hoy nuestros tiempos.

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19 de julio de 2023
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 La fórmula con la metáfora

Y quiero enfatizar una de las tesis del texto de Novalis citado en la anterior columna:

“Si uno pudiera siquiera hacerle entender a la  gente que con el lenguaje ocurre lo mismo que con las fórmulas matemáticas... Estas constituyen un mundo en sí mismas; juegan solo consigo mismas; no expresan sino su maravillosa naturaleza y precisamente por eso son tan expresivas – precisamente por eso se espeja en ellas el singular juego de relaciones de las cosas”.

El sorprendente hecho de que las matemáticas den cuenta de la realidad física es una cuestión sobre la que se han interrogado múltiples científicos y filósofos.  La sorpresa misma es indicativa de que, de entrada, se considera que, en su esencia, los entes matemáticos no son reflejo en la mente de una realidad exterior, sino cosa exclusivamente mental, lo cual implica:

Las reglas que determinan las conexiones entre las mismas (que Kant veía como generadoras de auténtica novedad, es decir, de una síntesis que va más allá de la yuxtaposición de los elementos de salida), no exigen subordinación a una objetividad ajena a la propia tarea de la mente. Los métodos para descubrir y corregir errores, las hipótesis que se avanzan, los criterios para contrastarlas, serían cosa generada por los propios conceptos matemáticos, estos tendrían por así decirlo “vida” propia. Perseverar en tal “vida”, es decir, enriquecerla permanentemente con nuevas adquisiciones, vencer la amenaza de necrosis que supone la mera estabilidad (la reiteración de lo ya alcanzado) sería el objetivo primordial de la matemática. La matemática trabajaría al servicio de sí misma.

Interesantísima la afirmación de que es precisamente su independencia, la libre expresión de la riqueza de las vinculaciones, lo que habilitaría a las matemáticas para llegar a ser espejo de las cosas. Las cosas no forjan aquello en lo que se reflejan. Habría una primacía ontológica del espejo conceptual, en el cual las cosas vendrían ulteriormente a reconocerse; reconocerse tan exhaustivamente que ya no quieren saber de sí más que a través del espejo. De ello sería eco el hecho de que los físicos sólo se expresen en lenguaje matemático. Esto sería una prueba más de la autonomía del lenguaje, del cual las matemáticas no dejan de ser una manifestación.

Cuando se plantea el problema de la singularidad del ser humano, de la irreductibilidad (me atrevo a decir) de la inteligencia humana, en el seno de la animalidad, el texto de Novalis ayuda a reafirmarse en una  convicción: el hombre es el ser hábil para  fraguar fórmulas y hacer surgir metáforas; unas y otras, en lo esencial, al servicio exclusivo  del propio lenguaje.

 

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13 de julio de 2023
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Una escena

 

La mayor parte de las actuales confesiones reales de escritores que cuentan su particular martirio son inverosímiles precisamente porque son reales

 

Hay algunas rarezas de la conducta humana que sólo son aceptables en las novelas. Ninguna ciencia puede dar cuenta de ellas y si el psicoanálisis no pertenece al orden de la ciencia, sino al de la literatura, es porque suele ocuparse de estas rarezas tan singulares y únicas, normalmente espantosas. Las novelas contienen un saber oscuro sobre los humanos que no puede encontrarse en ningún otro lugar y, si se encuentra, es por imitación de la novela, como en el cine, pero de un modo menoscabado.

Es en el primer volumen de su trilogía levantina, continuación de la trilogía europea que publicó El Asteroide, donde Olivia Manning pone a su protagonista de visita en una gran mansión colonial cuyo dueño, un alto cargo del Gobierno británico, le recibe con extremada caballerosidad. Estamos en El Cairo y aunque Manning nunca facilita el año de la acción, ha de ser hacia 1942 porque los aliados están tratando de expulsar a Rommel del desierto y EE UU acaba de sufrir el ataque de Pearl Harbour que cambiará el destino de la contienda.

En medio de una conversación trivial con los visitantes se oyen gritos en el jardín de la mansión e irrumpe una mujer desesperada, que se derrumba desvanecida en un sofá. Tras ella, los sirvientes traen el cuerpo de un niño de once o doce años y lo extienden sobre una de las grandes mesas del despacho. Al cuerpo le falta el ojo izquierdo, el derecho está apagado, tiene un gran agujero en la mejilla por la que se ven los dientes y otras roturas espantosas. Uno de los sirvientes le dice al atribulado caballero que el pobre chico había cogido una bomba enterrada en la arena creyendo que ya había explosionado y le estalló en plena cara.

El caballero, sin duda padre de la víctima, le limpia con ademán mecánico la sangre seca de la boca mientras musita, “está muy débil, ciertamente, pero se repondrá, de momento hay que darle de comer”, y manda a uno de los sirvientes a por una sopa mientras continúa limpiando al muchacho. Cuando le traen el gran cuenco de sopa, el caballero coge la cuchara y trata de darle de comer, pero la boca está destrozada, así que empieza a verter el líquido por el agujero de la mejilla. Los visitantes se retiran horrorizados.

La escena es terrible, pero lo peculiar, a mi modo de ver, lo que es extremadamente eficaz para describir el desvarío del padre ante el cadáver de su hijo, es ese momento insoportable en el que comienza a alimentarle por el agujero de la mejilla. Y eso sólo es posible en una novela. Lo más curioso es que el lector, o por lo menos esa fue mi reacción, no sólo asume la escena por la célebre suspensión de la incredulidad, sino además porque tiene la convicción de que aquel horror lo tuvo que vivir en persona Olivia Manning. La experiencia es tan brutal, tan agobiante, que no puede uno imaginarla: ha de haberla vivido.

Evidentemente, puede tratarse de todo lo contrario, puede ser una muy notable muestra de imaginación, como es lo propio de los grandes narradores, pero la exactitud de la descripción y sobre todo la peculiar extrañeza del gesto enloquecido del caballero dando la sopa a su hijo por el agujero de la mejilla, es lo que impone un aire tenebroso que lleva a sospechar el conocimiento personal.

Quizás es este detalle lo que me lleva a pensar que la mayor parte de las actuales confesiones reales y verdaderas de escritores que cuentan su particular martirio (una amigdalectomía, la muerte de la madre, el terremoto, el suicidio de un amante, el secuestro del abuelo) son inverosímiles precisamente porque son reales y carecen de ese misterioso elemento, ese veneno infalible de la gran ficción, a saber: que puede ser más verdadera que cualquier confesión, siempre que no nos quiera imponer una realidad.

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11 de julio de 2023
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El Boomeran(g)
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