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A quién agravian las hamburguesas Ana Frank

Fue un escándalo nacional en Argentina. En un local de comida rápida de Rafaela, provincia de Santa Fe, en julio de 2023 alguien se puso creativo y llamó a una suculenta hamburguesa completa con pepino encurtido, lechuga y tomate “Ana Frank”. Se la podía pedir acompañada de papas fritas con los nombres de Adolf, Benito, Gengis o Mao.
El repudio de todos los medios se hizo viral: como suelen hacer los periodistas, llamaron a dirigentes de entidades que representan a los agraviados por este macabro chiste marketinero: en radios, canales de televisión y diarios corrieron a consultar a dirigentes de la religión judía.
Los medios locales dieron la palabra a la agrupación de pequeña comunidad hebrea de Rafaela. Los nacionales, a la DAIA o a entidades como la Asociación Cultural y Deportiva Israelita IL Peretz, o incluso el Centro Ana Frank para América Latina (CAFA).
Con mayor o menor énfasis, todos hablaron de antisemitismo latente, de la historia de la adolescente Ana Frank, judía de Ámsterdam escondida en una buhardilla durante la Segunda Guerra Mundial, autora de un célebre diario que es símbolo de la persecución nazi y la creatividad de la autora, muerta de tifus a poco de llegar al campo de concentración de Bergen Belsen a los 15 años.
El nombre de la hamburguesa es, efectivamente, repugnante, y hace pensar en los macabros y horrendos chistes sobre los millones de judíos muertos en campos de concentración nazis, convertidos en jabón… o en carne picada.
Entonces, el local corrió a cambiar el nombre de su nefasto producto: en el cartel ahora la hamburguesa se llamaba “Ana Bolena”.
Pero pocos notaron que con este cambio el genial creativo de la hamburguesería demostraba no haber aprendido absolutamente nada.
¿Quién era esta otra Ana? La segunda esposa de Enrique VIII de Inglaterra, el que había fundado la religión anglicana para poder divorciarse de su anterior esposa y tener un heredero varón. Ana tampoco se lo dio, y en un caso que hoy caería derechamente en el concepto de femicidio, Enrique inventó pruebas falsas de adulterio y ordenó que le cortaran la cabeza.
Para protestar por este nuevo nombre gastronómico, les faltó presteza a los mismos medios para consultar a connotadas agrupaciones feministas, tanto en Rafaela como a nivel nacional y continental. Es una afrenta a los derechos de la mujer, un espantoso chiste sobre una esposa asesinada por su poderoso marido.
Pero ambas Anas son, en mi criterio, muestran de un problema mucho más extendido y pernicioso. Uno que se refleja en los carteles enormes que presiden la hamburguesería en cuestión. En letras mucho más grandes que los horrendos chistes de los platos, se lee cuatro veces la frase: “Why not?”.
¿Por qué no? Es con esta pregunta aparentemente inocua que debe entenderse el mezclar a Bob Marley y Elvis Presley (las otras hamburguesas) con Benito (Mussolini) y Adolf (Hitler). Es más que la Biblia y el calefón: es dar patente de aceptable a los genocidas al emparentarlos con músicos y artistas.
¿Por qué no?, dice el gran cartel del fast food. Este es el tiempo del “por qué no” aceptar que cualquier agravio debe ser permitido, porque el único valor es el animarse a decir lo “políticamente incorrecto”. Ser incorrecto es visto por muchos hoy – y usado por más de uno en campañas políticas – como sinónimo de ser rebelde, atrevido, valiente al desafiar las imposiciones del respeto al que piensa distinto, al que viene de otro país o profesa otra religión.
Por qué no pedir unas divertidas papas Adolf, entonces, o por qué no comerse una incorrecta hamburguesa Ana Frank, o Ana Bolena.
¿Y quién puede quejarse? Solamente el que es mencionado en el chiste de mal gusto. Una broma hiriente hacia los homosexuales es contestada por la comunidad que los agrupa. Un ataque a los ciegos, por su propia agrupación. “Insultaron a los tuyos: ¿cuál es la respuesta de ustedes?”
El acto reflejo de preguntar a los representantes de la comunidad a la que pertenecía Ana Frank si se siente agraviada muestra lo difícil que es escapar de la lógica del tribalismo. Llamar una hamburguesa como una víctima de una religión o un grupo étnico o religioso no es un ataque solamente contra esa comunidad. Es un agravio inaceptable a los derechos humanos. Humanos: de toda la humanidad.
En Alemania, llamar Adolf a una papa frita es delito. En un país admirado por su libertad de prensa y de opinión, el negacionismo sobre los crímenes de lesa humanidad está penado, y en su profundo trabajo de décadas sobre su pasado, casi todos los nietos y bisnietos de los antiguos nazis entienden que el horror no sólo fue contra judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, los “otros”. Fue contra la humanidad.
Así, si llaman a la siguiente hamburguesa Martin Luther King, la respuesta no debería ser que los periodistas corran a pedir la frase de queja y denuncia de la asociación que nuclea a los afroamericanos.
Todos somos Martin Luther King.
Todas y todos somos Ana Frank, y Ana Bolena.
Porque en un país democrático y civilizado no todo vale.

Publicado originalmente en el diario La Nación de Buenos Aires el 12 de agosto de 2023

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14 de agosto de 2023

Detalle de la intervención de Sant Moix en la iglesia románica Sant Víctor de Saurí

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Un raro entre fuegos de flores

Se calificó como primera retrospectiva o antológica la amplia exposición que la Fundació Vila-Casas ha dedicado a la obra de Santi Moix (Barcelona, 1960). Sin embargo, él mismo rechaza esa categoría, aunque afirma que «está bien que se haga, son cosas que tienen que pasar, y estoy contento, y Enrique Juncosa, el comisario, ha estado exquisitamente perceptivo».

Prefiere decir que, con la exposición en Espais VolArt, pone el cierre al paréntesis que ha sido el período que marcaba el título, «Santi Moix. La costa dels mosquits. Una antològica (1998-2022)»: «Ya he hecho lo que podía y tenía que hacer con la pintura, la escultura y la cerámica, y me ha servido mucho. Pero ahora toca reflexionar para ver qué es lo que va a venir y cómo se va a desarrollar». Necesita adelantarse a imaginar cómo será la próxima floración o explosión de castillos artificiales que vendrá: «que tampoco será diferente, al final siempre hago lo mismo, sin alejarme de la Naturaleza, del lugar al que pertenezco».

Para este ejercicio predictivo, que es habitual en su proceso creativo, ha vuelto a la esencia del dibujo, al blanco y negro, en busca del nuevo lenguaje, o el nuevo código que ha ejercitado en los dibujos sobre la isla de Menorca realizados desde diferentes puntos de observación y que han podido verse en la galería Marlborough de Barcelona. Dice que dibuja como se escribe, para reflexionar, y cita a Klee para asegurar que el dibujo y la literatura tienen el mismo fondo.

Moix ha vivido el dibujo como un refugio desde la infancia. De la misma manera, vuelve a la tranquilidad del Pallars Sobirà o de la alicaída Barcelona –donde ha establecido también un estudio– desde la ciudad de Nueva York, en la que vive desde 1986, «porque para mí son importantes los pies tan grandes de la campesina de Miró, que la aposentan bien sobre su tierra, necesito saber de dónde soy».

Los viajes son una constante para él. El movimiento siempre ayuda a conocer mejor lo que tenemos cerca. Su obra ha sido exhibida con más frecuencia en Estados Unidos o Japón que en España. Al regresar a Barcelona, no puede evitar sentirse un pintor «más americano que español», en cuanto a «la eficacia, a la ejecución de las ideas y en intentar no quejarme», ante el desinterés de los artistas de aquí por lo que hacen los demás o el desprecio que cree generalizado por el dibujo y la pintura: «en Estados Unidos los galeristas no se preocupan por los medios que utilizas, si están de moda o no, lo que les interesa es si pueden hacer algo por defenderte y ayudarte a desarrollar tu obra». Un impulso decisivo para él fue la de su galerista y amigo Paul Kasmin, fallecido en 2020, y que le alentaba: «sé un raro, sigue siendo un raro».

Igualmente determinante fue el lote de papel que le dieron en Pace Gallery, recién llegado, para que mostrara lo que sabía hacer. De allí salieron formas oníricas, sobre o bajo el agua, supervivientes de tormentas e inundaciones, como él y sus dos hermanos sobrevivieron a las riadas del Vallès de 1962 en las que murieron sus padres. Pero eso sucedió en otra vida, o eso le han contado. Santi Moix volvió a nacer y tuvo otra familia y otra infancia. Y se fueron sucediendo las oportunidades ofrecidas por la Fortuna, que ha intentado no desaprovechar: con el dinero de los primeros cuadros que vendió se fue a Nueva York, en 2002 recibió la preciada beca Guggenheim y entre 2015 y 2018 llevó a cabo su apabullante intervención en la iglesia románica de Sant Víctor de Saurí, en el Pallars Sobirà, sacralizando su mundo de flores y fuegos de artificio. La exuberancia de los sueños y la imaginación envolviendo el silencio solitario de la meditación: «para mí fue un proyecto muy importante, pero sobre todo porque quería que cuando las personas entraran, se sintieran ensalzadas», comenta.

Entre los seres reales e inventados que copan las paredes del templo, no faltan los omnipresentes mosquitos, de los que asegura que «son un autorretrato». Animales que le fascinan y le fastidian en la misma medida, que imaginó o soñó en una noche de tormenta e inundaciones volando y zumbando por encima de las personas, despertándolas para que no fueran arrastradas por la corriente de la inundación. Eso es, exactamente, lo que le gustaría conseguir con su obra.

Su trabajo reclama una observación detenida, con el sosiego del asno cargado de cachivaches que nos ofrece la imagen de su grupa porque está a punto de marcharse después de haber visto lo necesario. En él también se ha retratado el artista, siempre a punto de desaparecer y abstraerse como lo hacía Huckleberry Finn, el solitario personaje creado por Mark Twain en el que ha encontrado un amigo y reflejo fiel: «los dos somos Moisés, dos outsiders que se han impuesto a la precariedad de sus orígenes, obligados a reinventarse para no ser engullidos por la uniformidad, siempre dejando una ventana abierta por la que escapar».

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6 de agosto de 2023
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Visiones

El exclusivo sello barcelonés Días Contados publica el ensayo Carta sobre los ciegos para uso de quienes ven (Denis Diderot, 1749), en una cuidada y completa edición, marca de la casa, que cuenta en los créditos con Nicolás Rodríguez Galvis, Juan Arnau, Oliver Sacks, H.G. Wells, Mar Arza y Javier Fernández de Castro.

El tránsito de no ver a ver es el núcleo del libro. ¿Qué les ocurre a los recién operados?, ¿qué descubren?, ¿cabe que algunos deseen volver a la ceguera? En mi condición de recién operado he descubierto un color, el azul cobalto, que precisamente es el del elegante vestido que en este instante luce mi amiga Almudena de Navascués, o quizá no lo he descubierto, pues lo correcto sería decir que el color cobalto lo he redescubierto, que ya lo había descubierto, que lo conocía desde antes del deterioro del cristalino, pero de eso ha pasado tanto tiempo que lo tenía olvidado.

Diderot habla de la obtención del conocimiento, del valor de la verdad y de la axiología que se establece a partir de la ablepsia; yo no sabía, o también lo había olvidado, que los ciegos de nacimiento no sueñan, que no pueden soñar porque no almacenan imágenes ya que nunca las conocieron. Pero algo falla en todo esto, qué pasa con las imágenes del sueño no correspondientes con las que tengo almacenadas; son tergiversaciones de las que sí almaceno me dicen por ahí los miembros de un grupo regional de sabios, pero estos sabios regionales no me convencen, y no deseo el marchamo de tipo pintoresco pero, en mi caso al menos, las imágenes han de ser, como poco, el fruto de alucinaciones futuras, de cálculos establecidos ya entrada la muerte, de residuos de la actividad agonizante del cerebro en el ocaso, emisiones desesperadas que anticipan el final, y se despiden. Por ejemplo soñé que entraba en el panteón, que tanto he deseado, en el centro de la parte vieja del cementerio napolitano de Poggioreale, aunque ignoro, y eso da igual, si lo veía desde el interior de la caja de madera de nogal o yo era uno de los caballeros ciegos que, a hombros, la transportaba. Axiología pues, estudio reposado de la naturaleza de lo agradable, disciplina potenciada por la invidencia y que surge ahora, con rotundidad, en lo oscuro del interior del ataúd, permitiendo valorar el esplendor de los contornos marmóreos de los cuatro ángeles trompeteros que coronan el mausoleo.

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6 de agosto de 2023
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Crónica de un marciano

 

Se busca describir con palabras inocentes lo que se desconoce. Hay mucho asombro en las mentes de los cronistas de Indias, que desde los vericuetos y espejismos de su mentalidad renacentista buscaban describir lo antes nunca visto,  como cuando oímos a Gonzalo Fernández de Oviedo dar noticia de la naturaleza tan pródiga del nuevo mundo, como si se tratara del primer día de la creación, y así describe el cacao: “echan por fruto unas mazorcas verdes y alumbradas en parte de un color rojo, y son tan grandes como un palmo y menos, y gruesas como la muñeca del brazo, y menos y más en proporción de su grandeza…”.

Oviedo anota con ingenua precisión, como la haría un marciano en su bitácora, después de contemplar el paisaje desconocido que tendrá luego que describir, con las palabras más veraces, cuando regrese a su planeta en su platillo volador.

A mis años, y viniendo ya de vuelta de tanto ver y andar, entrar en un recinto electoral para depositar libremente un voto, gracias a mi nueva nacionalidad española, se convierte en una experiencia parecida a la de Oviedo con el fruto del cacao, o a la del marciano frente al paisaje desconocido, solo que, en mi caso, el mucho olvido es lo que mueve el asombro.

La última vez que voté en Nicaragua fue en el ya lejano año de 2006, hace casi ya dos décadas, tiempo pasado que si se mide en términos de democracia puede equivaler a dos siglos. La democracia real es constante, nunca esporádica, y solo existe mientras se ejerce. El esfuerzo de construcción democrática que comenzó en Nicaragua en 1990, cuando el sandinismo reconoció la derrota electoral ante la coalición opositora que llevaba como candidata a doña Violeta de Chamorro, duró apenas tres lustros. Un gran momento de nuestra historia, que fue a dar al tacho de desperdicios.

Mi antiguo recuerdo es el de una democracia desconfiada, por incipiente. Tras depositar la papeleta, al votante le manchaban el dedo pulgar con tinta indeleble, una manera de evitar el doble voto. Las instituciones electorales, tan precarias, requerían de seguros; pero para burlar las virtudes de transparencia que la ley quería imponer por medio de cerrojos, ha habido siempre expertos en ganzúas en nuestras tierras: las urnas ya previamente llenas, o secuestradas a punta de pistola, las actas falsificadas, los votantes acarreados como ganado, los votos con precio en metálico o en comida, y hasta en raciones de aguardiente.

El viejo Somoza, maestro en trampas y ardides, que en 1947 se vio impedido de reelegirse, decretó que hubiera dos filas de votantes en las mesas electorales: una para su candidato, otra para el candidato de la oposición. Cuando se presentó a votar, las filas contrarias daban vueltas a la manzana, y depositó su voto entre sus pocos adláteres, entre sonoras rechiflas. Les hizo la guatusa, la higa, que se dice en España. Mandó esa noche secuestrar las urnas en los sótanos del Palacio Nacional, y allí estuvieron tres días, hasta que su candidato fue proclamado ganador.

Hoy en Nicaragua ya ni siquiera son necesarias esas trampas burdas. Los candidatos opositores son apresados de antemano, y el candidato oficial, siempre el mismo y para siempre, gana por el 98% de los votos, aún sin necesidad de filas de votantes.

Cuando este domingo me pongo en la fila en el recinto electoral que me toca en mi barrio de Madrid, el patio de recreo del Colegio Salesiano, me siento como lo haría Oviedo frente a la mazorca de cacao, o el marciano que acaba de aterrizar en un planeta desconocido. No hay dedo manchado, no es requisito perforar la cédula. Casi estoy por preguntar si eso es todo, si ya puedo irme, porque la operación de votar ha tomado diez segundos.

Poco después del cierre de las urnas comienza el conteo de los votos, que progresa de manera constante, hasta que, antes de la medianoche, y apenas han pasado tres horas, ya están los resultados oficiales del 90%. La celeridad tampoco está en el radar del marciano.

Tampoco es que esta haya sido una campaña inocente. Se manipularon encuestas, hubo mentiras martilladas hasta remacharlas como verdades, -bulos, como se dice en España-, un ambiente de polarización, -crispación como se dice en España-, que a veces le recordaba al marciano a su propio planeta. Pero el domingo electoral ha sido como un domingo cualquiera, de terrazas veraniegas llenas, de colas en los museos tan largas como las de los recintos electorales, de gente que después de votar se ha ido a los cines de estreno a teñirse de rosa los ojos con Barbie, o a ver Oppenheimer.

Las calles frente a los cuarteles del Partido Popular y del Partido Socialista, los dos grandes contendientes, se llenan a medianoche de partidarios en espera de los discursos de sus candidatos. Las elecciones han dejado un panorama incierto, para el que está democracia, que se ha probado una vez más a sí misma en su fortaleza, se halla preparada.

Gobernará quien sume más votos en el nuevo parlamento, y si no, habrá nuevas elecciones.

Y el marciano se va a dormir, porque mañana es otro día de levantarse a escribir temprano.

 

 

 

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3 de agosto de 2023
Imagen de La carrera del libertino en el Teatro Colón. Foto de Arnaldo Colombaroli
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La carrera del libertino: una sátira muy actual de Stravinsky en el Colón

El Teatro Colón de Buenos Aires presentó en julio una aparentemente ligera, divertidamente profunda ópera neoclásica de Igor Stravinsky. En mi crítica para la revista Opera News, que escribí en inglés y aquí traduzco y adapto, valoro la dirección de actores de Alfredo Arias, la alta calidad de los principales intérpretes y un desempeño notable de la Orquesta Estable del teatro bajo la batuta del gran director francés Charles Dutoit.
A más de 70 años de su estreno en 1951, aún sigue manteniendo su fresca inteligencia esta ácida farsa sobre un joven pueblerino del siglo XVIII, arrojado a los peligros de la gran ciudad (Londres) por un diablo canchero que tiene algo del Mefistófeles de Goethe y una pizca de Leporello, el sirviente del Don Giovanni de Mozart y su libretista Lorenzo Da Ponte.
La idea de The Rake’s Progress (el título original y la obra, en exquisito inglés, producto de la fecunda labor de Stravinsky en Estados Unidos) tiene dos orígenes: el más evidente es una serie de grabados del pintor inglés William Hogarth de 1734, que inspiraron el brillante libreto de W. H. Auden y Chester Kallman. Los grabados muestran el descenso de un joven emprendedor por caminos de vicio, juego y prostitución hasta acabar en el manicomio.
Pero el uso irónico de la palabra “progress” – que no es cualquier camino, sino uno de elevación espiritual – viene de la inmensamente popular The Pilgrim’s Progress, considerada la primera novela en inglés, escrita por John Bunyon en 1678. Este progreso del peregrino es una alegoría religiosa donde un hombre común llamado Christian sigue el camino de perfección cristiana que marca la Biblia y asciende los escalones con la ayuda de Evangelista y la oposición de Obstinado y – como Dante en La divina comedia – cuenta su viaje en primera persona.
Este viaje opuesto, hacia las delicias terrenales y la perdición, es a la vez una burla descarada a la fábula moral y una reafirmación de su denuncia a de los males del mundo y sobre todo de las grandes ciudades y la modernidad (el medio siglo que media entre la novela de Bunyon y los dibujos de Hogwarth son los de la revolución industrial y el crecimiento desenfrenado de la ciudad de Londres).
Stravinsky y sus geniales libretistas crean – como el Monteverdi de La coronación de Poppea, el Mozart de Las bodas de Fígaro y el Verdi de Rigoletto – una feroz crítica a la vida disipada de su propia época, regida por el dinero y el poder, usando un lugar lejano y un tiempo pasado.
En el Colón, esta sátira intemporal funcionó con transiciones rápidas y precisa vis cómica de los cantantes, como un perfecto juego teatral de relojería fina. Uno de los puntos altos del director de escena Alfredo Arias y la escenógrafa Julia Freid fue precisamente el lugar preponderante que dieron a un enorme reloj de pared, de madera clara como el resto de la caja escénica, que iba marcando inflexible el tiempo que se le escapaba al muchacho Tom Rockwell en sus aventuras y desvaríos, mientras se acercaba el plazo (un año y un día) en que debía cumplir el pacto con su diablo Nick Shadow.
En esta versión, las diez escenas de la tragicomedia se desarrollan en un mismo gigantesco escenario que es a la vez un teatro con sus gradas y escaleras a ambos lados y en el centro, una mesa alta, como la de La lección de anatomía de Rembrandt, donde en la primera, potente escena el coro examina a Tom como si fuera un espécimen digno de estudio, mientras Nick observa, burlón, desde lo alto de las gradas.
Las delicadas telas y brocados diseñados por Julio Suárez, con sus colores fuertes, que de hecho se parecían más a los coloridos óleos del primer Rembrandt que a los oscuros grabados de Hogarth.
El elemento menos convincente de la puesta de Arias fue el movimiento sin criterio ni rumbo de los coristas y unos actores secundarios que representaban a la multitud en las calles de Londres, los personajes de burdeles, fiestas y finalmente el manicomio donde es encerrado. El más atractivo fue la actuación de los cinco protagonistas, que ejecutaban una deliciosa coreografía de gestos y voces, y hacían mover la acción con ribetes absurdos o cómicos, hacia su fatal desenlace.
El tenor estadounidense Ben Bliss y el barítono británico Christopher Purves brillaron como la pareja de corrompido y corruptor. En la impecable interpretación de Purves, Nick es a la vez el diablo encarnado y la sombra (shadow) de su víctima.
La soprano guatemalteca-norteamericana Andrea Carroll trepó con soltura a las suaves notas altas y proyectó con gracia patética la determinación amorosa de Anne Trulove, la novia de Tom que lo siguió por los pasos de su caída hasta el psiquiátrico. Hernán Iturralde, como su padre sufrido y digno, se prodigó en su rotunda tesitura de bajo, y la mezzo irlandesa Patricia Bardon brilló en las escenas de la exótica Baba la Turca, la mujer barbuda del circo con la que se casó Tom a instancias de su macabro demonio burlón.
En un costado del foso, el clavecinista Manuel de Olaso ejecutó con cristalina precisión el complicado acompañamiento neobarroco de los recitativos, y para guiar a la Orquesta Estable y todos los artistas del escenario, el veterano especialista en música del Siglo XX Charles Dutoit combinó fiereza y suavidad en las cuerdas y las maderas, nunca tapando a los cantantes.
A propósito, Dutoit se está prodigando en estos días en Buenos Aires: participa también en el Festival Argerich con su exesposa Martha Argerich, y en la temporada de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, dirigiendo el complejo oratorio Juana de Arco en la hoguera de Arthur Honegger, con la hija de ambos, Annie Dutoit Argerich, como narradora en francés.

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1 de agosto de 2023
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La Arcadia de los Pujol (y 2)

Creo recordar que hasta mediados de agosto no se percibieron en el pueblo los trastornos que suelen acarrear los gobiernos y sus farándulas. Hasta que de pronto, una mañana, fue como si media Generalitat hubiese desembocado en Queralbs. Los funcionarios más próximos al presidente llegaron con sus mujeres y sus hijos, y por las noches llenaban el bar donde un individuo de aire expresionista hacía números de hipnosis y prestidigitación.

El individuo en cuestión era uno de los hipnotizadores más hábiles que me ha dado a conocer la vida, y ya la primera noche logró hipnotizar a dos funcionarios. A uno de ellos consiguió dejarlo rígido y recto, sosteniéndose sobre dos sillas como una tabla de planchar. El pobre hombre regresó a la realidad con cara de haber hecho un viaje interplanetario de naturaleza inconfesable. Se sentó junto a mí con aire apesadumbrado y como si estuviera preguntándose cómo se había dejado hipnotizar por aquel sujeto con cara de vampiro, truculento y quizá un tanto necio, ante la mirada de asombro de su mujer y su hijo.

Esa misma noche, un rumor más poderoso que el viento que llegaba desde el páramo de Nuria empezó a recorrer el pueblo de parte a parte: el señor Pujol había llegado a Queralbs y en esta ocasión pensaba hacer un poco de montañismo, como en sus días de juventud. En parte el presidente decía la verdad, y en parte mentía. Sí, al día siguiente salió a dar un paseo por el campo, digámoslo así. Fue descendiendo hacia el río, rodeado de su séquito y de una legión de policías. Yo me hallaba haciendo yoga junto al río, en un estado de gran placidez y de gran concentración, cuando vi el bosque lleno de agentes vestidos de negro, que se deslizaban entre los árboles como marines que estuviesen tomando una isla del Pacífico.

Una vez más estalló ante mis ojos la excepción: aquel lugar de paz donde crecían las fresas silvestres se había convertido en un territorio ocupado de forma más o menos militar. No dejé de hacer yoga pero maldije aquella situación. Enseguida un nuevo rumor comenzó a deslizarse por el lugar: Pujol se acababa de romper una pierna cuando descendía hacia el río, y se suspendía la excursión presidencial que con tanto pompa y aparato se estaba desplegando en los rumorosos y apacibles bosques de Queralbs.

Mientras Pujol se reponía, quizá en el mismo Queralbs, quizá en algún otro lugar menos agreste y peligroso, nosotros seguimos en el pueblo. Ya dije que no nos recibieron demasiado cálidamente, pero resulta que luego no nos querían dejar marchar, y con sus relatos intentaban hacernos deseable el invierno en la región, deseable el aislamiento, el fuego en la chimenea, la nieve en los tejados. Costaba renunciar a tanto paraíso, pero con la llegada de septiembre dijimos adiós a las montañas. Los árboles enrojecían y el viento cada vez más frío nos iba indicando que se acababa el verano en Queralbs. La mañana que nos fuimos, pensé que habíamos estado en la Arcadia, quiero decir en la Arcadia de los Pujol. Ya en Barcelona percibimos, nada más llegar, y como nunca antes en la vida, lo extraña que es una ciudad: una sucesión de murallas, y de vez en cuando árboles. Nada que ver con los parajes de piedra y de agua que habíamos dejado atrás.

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1 de agosto de 2023
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Poema titulado “Así están las cosas” o “Esto es lo que hay”

Cuando el término ‘orgullo’ deja de ser un sentimiento de satisfacción ante cualquier logro conseguido y se convierte en el rótulo de una exultante fiesta del lobby homosexual.

Cuando ‘oler’ se utiliza en vez de ‘oler mal’, acompañándolo además con el acercamiento a la nariz de los dedos de una mano.

Cuando ‘escuchar’, que aún es definido por la RAE como ‘prestar atención a lo que se oye’, se emplea, en vez de ‘oír’, en todo tipo de situaciones incluyendo explosiones y otros accidentes inesperados.

Cuando ‘buenos días’ se bate en retirada ante la catalanada ‘buen día’.

Cuando ‘la India’ mengua, convertida en ‘India’.

Cuando el verbo hacer’ se convierte en el paradigma de las palabras comodín dando lugar a empobrecidas construcciones como ‘hacer un café o un aperitivo’ en vez de ‘tomar un café o un aperitivo’, ‘hacer gasolina’ en vez de ‘poner o echar gasolina’, ‘hacer un cine’ en vez de ‘ir al cine’, ‘hacer un infarto’ en vez de ‘sufrir o tener un infarto’, ‘hacer podio’ en vez de ‘lograr un podio’, ‘hacer cima’ en vez de ‘alcanzar la cima’, 'hacer la siesta' en vez de 'echar la siesta', y así un extenso rosario de tercos barbarismos.

Cuando se olvida que la lengua posee exónimos y nos bombardean con Lleida, Girona, A Coruña, Ourense, Gasteiz, Donostia, Castelló, València, Alacant y ya pronto Xixón y Uviéu.

Cuando el disparate inclusivo es la seña de identidad más sofisticada de la izquierda política.

Entonces.

Desplazados, ignorados, machacados.

Y ante un panorama de charanga y no retorno.

Sólo nos queda rezar.

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31 de julio de 2023

En 'Person of Interest', una inteligencia artificial benigna (Samaritan) se enfrenta a una diabólica (The Machine)

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James Bond contra Big Data y la IA (y 2)

Miénteme, pero no me engañes

Apolillado James Bond y autodestruido su arquetipo en No Time to Die, el primer engaño que plantean los herederos de las coreografías de acción es al espectador: ritmo frenético (filmes y videojuegos aceleran hasta el vértigo el número de fotogramas por segundo), desprecio por la realidad de los países árabes, asiáticos, latinoamericanos o africanos que sirven de telón de fondo y absurdos giros de guion para lograr un gaseoso efecto sorpresa. «Miénteme, pero no me engañes», se suele decir en los negocios o en las relaciones de pareja. «La ficción, aun la más fantástica, es una mentira que dice la verdad», diría un escritor. Nabokov demostró el arte (no fraudulento) del engaño literario en Otchayanie (Desesperación), cuyo protagonista planea asesinar a su doble para hacerse con su dinero e identidad, cuando sólo al final se desvela que la semejanza de rasgos era delirio de su mente perturbada. Haneke denunció los trucos engañosos del cine de testosterona (tipo Jack Ryan) en Funny Games: un secuestrador, al descubrir la muerte de su compañero, coge un mando a distancia y rebobina la cinta para retroceder en el tiempo y, conocedor de lo que va a suceder, quitar el rifle a la secuestrada y evitar que dispare.

En un filme tan trivial como Mission: Impossible (1996) de Brian de Palma, el agente Jim Phelps (Jon Voight), próxima su jubilación, acusa al jefe de un sección secreta de la CIA de haber asesinado a su equipo. «¿Por qué lo haría?», pregunta el joven Ethan Hunt (Tom Cruise). «Reflexiona. Era inevitable. Se acabó la Guerra Fría. Se acabaron los secretos que solo tú conoces. Se acabaron las misiones en las que tú eres el único juez. Un día te despiertas y el presidente dirige tu país sin tu permiso. ¡A la basura! ¡Hay que joderse! Te das cuenta de que estás acabado. Eres material no reciclable y te ves con un matrimonio de mierda y sesenta y dos mil dólares al año», responde Phelps. Eran aún recientes las detenciones de Aldrich Ames (CIA) y Robert Hanssen (FBI) como agentes dobles que trabajaban para Rusia.

La serie Homeland, con Carrie Mathison, su protagonista bipolar, y Nicholas Brody, no se sabe si héroe, psicópata o agente doble, reprodujo la neurosis y el estado de ansiedad creados por la amenaza yihadista, una guerra llamada del Terror contra un enemigo indetectable, capaz de burlar los filtros del contraespionaje, cuya burocracia fue desnudada en The Looming Tower, y que la CIA intentó compensar apadrinando Argo, de Ben Affleck. Pero la serie también refleja los trucos de los servicios secretos de varios países para obstaculizar la paz en Afganistán y el creciente antagonismo bélico con la Rusia de Putin (nunca disuelta la dinámica de la Guerra Fría), presente también en series previas a la invasión de Ucrania, tan distintas como The Blacklist, House of Cards, The West Wing o The Americans. Esta última recupera la psicosis macartista del enemigo interior mediante un matrimonio de espías rusos que pasan por ser nativos norteamericanos y sigue la fórmula ensayada con éxito por The Sopranos: asesinar a mansalva en los ratos libres que dejan los conflictos familiares con hijos adolescentes, aunque también esconde un mensaje patriótico a favor del modo de vida norteamericano. El yihadista nativo, sometido a un lavado de cerebro, será otro modelo tomado de The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo), de John Frankenheimer.

Homeland entró de lleno en sus últimas temporadas en una de las novedades más inquietantes de la última filmografía, latente incluso en la saga de Star Wars: el miedo a la conversión de la democracia norteamericana en un régimen autoritario mediante una conspiración de miembros del aparato estatal (la privatización de la razón de Estado) en alianza con exitosos divulgadores de opinión populistas. El tema ha nutrido series como The Man in the High Castle o The Plot Against America. Una serie no de espionaje, la francesa Baron noir, inquietó con el retrato de un Zemmour presidente de Francia. Un episodio de Black Mirror mostraba cómo Waldo, un grotesco personaje de animación, podía ganar las elecciones frente a candidatos humanos, si obtenía el favor del electorado. La polaca Hejter (Hater) abundó en la manipulación de las redes sociales. La nórdica Furia siguió la trama de un atentado ultraderechista. Years and Years mantuvo el temor a una involución autoritaria y añadía la cuestión cibernética.

Tecnologías de control

El control mental del individuo y la sociedad de la vigilancia planteados por Zamiatin y Orwell o por la serie de culto de 1967, la psicodélica The Prisoner, de Patrick McGoohan, son otros de los grandes temas reflejados en la filmografía reciente. La existencia de Echelon no se divulgó hasta 1976. En 1998 el filme Enemy of the State, de Tony Scott, que parece la continuación de The Conversation, de Coppola, trataba del asesinato de un congresista que quería impedir la aprobación de una ley que diera a la NSA poderes ilimitados para vigilar a la población. Reynolds (Jon Voight), agente del servicio secreto, lo justifica ante Brill (Gene Hackman) diciendo que hay millones de chiflados dispuestos a disparar sus rifles, atentar con gas sarín o construir una bomba nuclear de bajo nivel, o hackers adolescentes que entran en los sistemas de instituciones estratégicas. «La privacidad ha muerto, la única privacidad que queda es la que está en el interior de tu cabeza. Pensarás que somos los enemigos de la democracia, cuando somos su última esperanza», dice Reynolds. Una serie que no es de espionaje, Silo, reúne al viejo Big Brother con el futuro distópico postcrisis climática, añadiendo otra inquietud contemporánea: el borrado de la memoria y que el prospecto publicitario de un parque natural sea censurado y su difusión, sancionada con la expulsión del cuerpo social y la muerte. Tenet, de Christopher Nolan, sigue la ola de ciencia-ficción con viajeros del futuro que viajan al pasado para impedir que sus antepasados culminen la destrucción del planeta.

En 2010 Shane Harris desveló en The Watchers: The Rise of America’s Surveillance State el programa de vigilancia masiva desarrollado por la NSA. Un año después, la serie Person of Interest, de Jonathan Nolan y J. J. Abrams, reproducía el recelo a programas como Echelon, Carnivore, Narus, Candiru o Pegasus y a que en un futuro el ser humano fuera gobernado por una implacable inteligencia artificial, temores tan presentes en Philip K. Dick y J. G. Ballard Léase Informe desde un planeta oscuro.

En Person of Interest, la Máquina, nacida para predecir el comportamiento de los individuos y prevenir delitos (variante, pues, de Minority Report), acaba sien.do objeto de deseo de oscuras fuerzas y agencias secretas que quieren imponer un orden dictatorial a partir de la hipervigilancia de la población. En los últimos capítulos, la Máquina, dotada de sensibilidad ética, entabla una batalla agónica con su doble maligno, Samaritano, fuera del control humano. El 10 de mayo de 2012 fue emitido un episodio en el que los protagonistas de la serie salvan a Henry Peck, un analista de la NSA que ha decidido desvelar el sistema espía y es perseguido por asesinos contratados por el Gobierno. Solo un año después, la ficción se hacía realidad y Edward Snowden desveló desde Hong Kong documentos de alto secreto y detalles de los programas Prism y Xkeyscore de la NSA, proceso filmado por Laura Poitras en el documental Citizenfour.

Privatización de ejércitos, agencias y cadena de satélites

El espionaje entraba en una nueva era. Una era en la que el ciudadano ha sido privado de privacidad; sus secretos, mercantilizados; su mente, bombardeada a diario por la desinformación y los mensajes subliminales creados a medida por la lógica de los algoritmos; su cuerpo, sometido a la exigencia del modelo de salud y belleza, al mismo tiempo que ve con temblor su invasión por diminutos virus, pavorosos enemigos interiores, o, en fin, la paradoja de la realidad inmersiva en un mundo virtual, análogo al capitalismo metafísico (derivados financieros, criptomonedas, NFT…), cuando el planeta avanza hacia la crisis climática y resurge la amenaza de una guerra nuclear. Un futuro apocalíptico, un no futuro, que aumenta la demanda de orden, patrioterismo, protección y seguridad y, por eso, las tentaciones posdemocráticas.

A más amenazas, más vigilancia y engaños para proteger el secreto. El contrato social por el que el ciudadano cede al Estado parte de sus libertades y derechos individuales a cambio de protección (una de las estrategias predemocráticas de las burocracias guerreras o mafiosas) queda pulverizado si los guardianes del Estado reproducen las mismas chapuzas vividas en su mundo laboral cotidiano. Las palabras mágicas para acallar las trabas legales o los problemas de conciencia son seguridad nacional. El dilema entre el sacrificio de unos pocos para garantizar la seguridad de muchos suele resolverse a favor del primer enunciado, aunque la idea de salvar a la familia siga siendo seminal en la filmografía norteamericana, mientras los ejércitos (Wagner), las agencias secretas o la hipervigilancia (Elon Musk) se privatizan.

El Nuevo Orden de Señales Electrónicas que cubre la red de comunicaciones universal, desde los satélites a las cámaras de los semáforos o de cualquier teléfono móvil, ha transformado por completo las películas de espías. En el mundo real, si el Big Brother desdibujó el icono gallardo de James Bond, tal vez el big data, el data mining  y la Inteligencia Artificial han desplazado ya al Big Brother, acumulando billones de datos imposibles de imaginar o de conocer ni con el algoritmo más sofisticado. La datavigilancia se ha privatizado e innumerables compañías comercializan con altos beneficios los datos de sus usuarios al tiempo que, paradójicamente, les venden softwares para crear la ilusión de que así evitan las intromisiones en sus ordenadores o teléfonos móviles. En este nuevo Génesis también sufre en el cine de espías (no en los otros géneros, tipo Marvel) la figura icónica del malvado. Al imaginario del Deep State y los tecnoprogramas secretos se contraponen la Dark Web o la Deep Web, utilizadas por los conspiradores, que se sirven también de los mensajes de los videojuegos para transmitir sus consignas. Tras las imágenes de Abu Ghraib y las ejecuciones de narcos y yihadistas y como contraste a tanta inteligencia artificial, los filmes ofrecen imágenes de brutalismo gore en sus escenas de acción. Ya pocos mueren de un disparo limpio: los infiltrados capturados son sometidos a sádicas torturas con instrumentos espeluznantes, largas agonías y abundancia de sangre y sesos derramados.

La sombra de una duda

A pesar de todo, el cine de espías de corte clásico seguirá atrayendo público, como en la serie The Mole; Undercover in North Korea (El infiltrado), de Mads Brügger, o en el sofisticado engaño de Spy no tsuma (La mujer del espía), de Kurosawa o las sutiles estrategias inconfesables de The Diplomatic. La trama funciona porque está instalada en nuestro imaginario desde cuando tuvimos que desarrollar el engaño y la astucia para adquirir la cena o no servir de cena a depredadores más fuertes. Todos mentimos, todos engañamos y todos somos espías espiados. Nos perseguimos, nos apasiona descubrir secretos y vivimos con suspense la posibilidad de que se descubran los nuestros, incluso nos torturamos, tonteamos con vidas dobles y flirteamos con cruzar líneas éticas inconfesables. Seguimos temiendo como nuestros ancestros un fin del mundo apocalíptico o la picadura de la serpiente oculta entre la hierba y proyectamos en nuestros sueños o en nuestros libros y filmes relatos de angustia que se desvanecen con alivio al despertar de la pesadilla, cerrar el libro o salir del cine, aunque quede la sombra de una duda, diría Hitchcock, de que hay quienes suplantan las tareas informativas y analíticas, propias de los servicios secretos, por las tareas estrictamente políticas que, en democracia, pertenecen a los representantes electos, aunque no todos ellos sean políticos fiables.

Desde que empecé a escribir este artículo para JotDown, mi portátil se está comportando de forma extraña: se calienta en exceso, aparecen páginas web en ruso y carpetas antiguas en el escritorio. En la bandeja de mi correo ha aumentado el número de e-mails sin sentido de empresas con las que trabajo y están llegando a mi cuenta de WhatsApp mensajes de personas que conozco con links que no me atrevo a clicar. En el edificio de enfrente ha desaparecido el cartel de «Se Alquila» que llevaba años colgado. Un Seat Arona de color blanco suele aparcar en la esquina opuesta al bar donde quedo con mis amigos. Parece que sus ocupantes esperan la salida de alumnos del colegio vecino, pero aún no he visto subirse en él a ningún niño. Ahora está sonando el timbre de la entrada. Una voz anuncia que viene a revisar la instalación del gas. Envío el artículo y apago el ordenador antes de abrir la puerta…

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31 de julio de 2023
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El peso de la metáfora y las tentativas de reducirlo

De la misma manera que el genio matemático hace que a un momento dado emerja una nueva fórmula, la inteligencia poética parece, cuando menos, exigir la aparición de una metáfora nunca anteriormente contemplada. Esta erección de la metáfora en criterio mayor se inserta en la concepción anteriormente expuesta (¡y defendida!) del lenguaje como singular emergencia en la historia evolutiva que no tiene otra finalidad que sí mismo, y en la consideración de que la metáfora es como la cristalización mayor de dicho código.

El argumento obviamente se desmorona si se niega alguna de estas dos premisas, considerando que el lenguaje es un instrumento de comunicación entre otros, todo lo complejo que se quiera, y que la metáfora es un recurso más al servicio del mismo. No se puede dudar que en ocasiones la metáfora juega un papel instrumental, así la metáfora del Big Bang para referirse al origen de la expansión del universo, de hecho, un paradigma de la utilización de la metáfora en ciencia.

En una columna de este foro correspondiente al 18 de marzo de 2022 analizaba un artículo que reivindica el carácter instrumental de la metáfora, mediante el recurso de la homologación de las funciones de la misma en la ciencia y en las artes (Walter Veit and Milan Ney: “Metaphors in arts and science”, European Journal for Philosophy of Science, Springer Nature B.V.2021.  Published online: 03 May 2021). Recojo de nuevo la tesis general del artículo (que utilizo como un hilo conductor contrapuntístico), añadiendo algún aspecto en aquella ocasión no comentado, e incrementando las   observaciones por mi parte que iban en el sentido de diferenciar radicalmente la situación en la que la metáfora juega un papel instrumental y la situación en la que constituye un fin en sí.

El recurso instrumental a la metáfora adopta múltiples formas, Tanto en arte como en ciencia se utiliza la metáfora para diferentes funciones, por ejemplo, mnemónica, económica o ética. Así el fresco “Triunfo de los Medici entre las nubes del Monte Olimpo” de Luca Giordano añadiría a su valor pictórico un efecto reactivador de la memoria en lo concerniente a la magnificencia de esta familia.  Como ejemplo de función económica, una idea expresada en frase más corta, los autores del artículo señalan que la metáfora del Big Bang, es desde luego más concisa que “expansión del universo desde un estado de extremada alta densidad y alta temperatura”. Y en lo referente a la ética se ofrece como ejemplo la expresión “especies invasivas”, que por ella misma induciría a cambios en el comportamiento en nuestra relación con la naturaleza. Pero estas funciones mnemónica y económica serían secundarias respecto al uso epistémica de la metáfora el cual, a juicio de los autores, concerniría tanto a la ciencia como al arte. También la función estética sería compartida por igual en el arte y en la ciencia.

No discuto las razones para sostener que la metáfora tiene importantes funciones epistémicas tanto en arte como en ciencia, pero este lazo de unión entre la actividad cognoscitiva y la actividad estética (sea creativa o receptiva), no excluye la conveniencia y aun la necesidad de no confundir ambos roles.  En el caso de la ciencia, la metáfora tiene (cuando menos muchas veces) la función de servir de peldaño para alcanzar el concepto, y a menudo simplemente para encontrar un sustituto del mismo. Sustituto siempre débil, pero que a falta de lo esencial (por ejemplo, la fórmula en matemáticas) ya es mucho. He señalado aquí varias veces que el nombre de Einstein está asociado a prodigiosas metáforas que han servido a los no físicos para introducirse en la relatividad, y quizás a los físicos mismos para percibir con mayor acuidad la trascendencia filosófica de la disciplina. Tratándose de la función epistémica de la metáfora cebe diferenciar diversas modalidades: expresar un conocimiento proposicional simple; comunicar información cuyo carácter de verdad es fácilmente aceptable como logro científico; facilitar el conocimiento holístico de lo tratado; facilitar la predicción, etcétera. Los autores enfatizan el hecho de que en ocasiones “las metáforas pueden suponer beneficios epistémicos que son difíciles o imposibles de proporcionar con otras expresiones.

De todo esto hay poca duda, pero tampoco hay duda de lo siguiente: ninguna modalidad de ciencia puede quedarse en la mera metáfora, pues el meollo científico de la cuestión tratada no reside en esto que la metáfora ofrece. En ciencia, la metáfora no deja de ser auxiliar de la cosa misma, y en ocasiones un mero preliminar. Como los autores mismos escriben “las metáforas se adelantan a la intelección”, pero, en la ciencia, cuando se llega a esta última ya no es seguro que la metáfora tenga peso. La pedagógica metáfora del tren utilizada por Einstein apunta a facilitar un segundo momento, a saber, la compresión cabal de los lazos tiempo espacio y velocidad, comprensión que sí constituye un fin en sí en la teoría relativista y que exige pasar de la metáfora a la fórmula.

¿Mismo caso tratándose del arte? Está claro que en ocasiones la metáfora puede también tener valor propedéutico o pedagógico. Y en este caso cabe decir que se trata de un caso análogo al uso como apoyatura de la metáfora en ciencia. Pero no se trata de un peldaño hacia el mismo objetivo: en el caso de la ciencia, la metáfora es una impulsión hacia lo cabalmente epistémico (como decía, tratándose de la física matematizada, peldaño hacia la fórmula); en el caso del arte se trata de impulsión hacia otra dimensión de la vida del espíritu, difícil de determinar objetivamente, porque precisamente no se trata de episteme.

Las metáforas pueden ser verbales o visuales. Entre estas últimas quiero situar en contrapunto dos imágenes: por un lado, la doble hélice del ADN, junto a la cual se fotografían los descubridores Crick y Watson; por otro lado, la escultura conmemorativa realizada en 2010 por Charles Jencks para la Universidad de Cambridge.  La primera imagen no parece aspirar a otra cosa que a servir de trampolín para la intelección por parte de quienes carecen aún   del concepto propio de lo que está en juego. La segunda tiene una pretensión ornamental, pero también me atrevo a decir que artística (aunque el autor era un teórico del paisaje más que un escultor). No se trata de la misma dimensión: una cosa es una imagen como peldaño de la ciencia, otra muy diferente la imagen como obra de arte.  Por así decirlo, hemos pasado a un plano ortogonal al que estábamos.

Pues si el recurso utilitario a la metáfora se da en arte y en ciencia, cabe decir que para el arte el verdadero trato con la metáfora no es algo que tenga que ver con el uso. Las metáforas entonces no tienen ya (o no tienen exclusivamente) valor de uso, porque al menos en ciertas modalidades de arte, la metáfora es causa final. Intentaré en la próxima columna ilustrar este extremo.

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28 de julio de 2023

'Donantes de sueño' de Karen Russell. Ed. Sexto Piso

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Karen Russell y el terror de un mundo sin sueño

 

¿Qué pasaría si nadie pudiese dormir? Esta distopía de Karen Russell teoriza sobre esta inquietante epidemia

Una de las características de las obras distópicas es el uso de mayúsculas para designar una nueva realidad. Karen Russell (Miami, 1980) hace lo propio en Donantes de sueño, cuando imagina una epidemia de insomnio en Estados Unidos que acabará por convertirse en pandemia cuando se detecten casos en China.

Así tenemos las "Campañas del Sueño", con que se captan donantes del bien más preciado y las "Brigadas Duermevela", que al volante de los "Furgones de Sueño" son quienes se ocupan de la extracción. También van en mayúscula los antros a los que acuden los insomnes, "Mundos Nocturnos", donde consumir productos del mercado negro para mantenerse en vilo por miedo a las pesadillas o las "Zonas Solares", núcleos urbanos con enormes tasas de insomnio.

No se sabe el origen de este déficit de fase REM, pero intuimos que es la evolución lógica de un malestar global de sobra estudiado: dormimos menos y peor, el consumo de somníferos se ha disparado y la sobreexposición a la luz azul de las pantallas ha hecho mella en el descanso de los adolescentes. La autora imagina el momento en que todo esto se va de las manos. Un sueño poco reparador sostenido en el tiempo acelera el deterioro cognitivo. Recordemos: la "peste de insomnio" que se sufre en Macondo tiene "una inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido".

Aquí la anemia onírica extrema es mortal, de modo que todas las esperanzas se depositan en que los laboratorios consigan sintetizar sueño. Entretanto, las Brigadas lo extraen de quienes aún tienen un dormir placentero, sin pesadillas, para hacer transfusiones a los insomnes crónicos u "orexines". Una distopía no sería tal sin neologismos.

En novelas como esta todo se juega a que la tesis inicial encuentre su coherencia interna, que los retos de un mundo sin X o con exceso de Y provoque una cascada de reflexiones sobre su presente al lector. Al fin y al cabo -y como se vio en la pandemia-, todo gira en torno a la solidaridad y la corrupción, a la resistencia y los valores, al miedo irracional y las teorías conspirativas.

Todo está aquí, explicado en primera persona por una "Captadora" cuyo gran éxito ha sido encontrar a un donante universal, la "Bebé A". Como no hay distopía sin historia personal que funcione, Dora, la protagonista, es una "hemofílica de la pena". Su hermana murió de insomnio terminal y eso la convirtió en una Captadora entregada a la causa que explota su tristeza para convencer a nuevos donantes, algo que le pasará factura psicológica.

Russell es hábil haciendo encajar todas las fichas de un futuro que se antoja posible. No sobrecarga el texto con jerga científica ni ahonda en la interesante historia cultural del dormir. El resultado es correcto, pero no contagia la pesadilla de las noches en blanco.

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27 de julio de 2023
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