Francisco Ferrer Lerín
Quizá fue el etólogo Heródoto de Halicarnaso quien señaló que las leonas paren una sola vez porque su cría antes de nacer desgarra con las uñas el útero materno. De no producirse esta lesión irreparable los depredadores se multiplicarían y agotarían sus presas lo que iba a suponer, a la larga, el exterminio de los propios leones. Pero algo pasó y nuestros antepasados olvidaron su conducta recolectora y se volvieron depredadores al inventar artilugios venatorios de sílex, madera u otros materiales, artilugios que se fueron sofisticando y les permitieron ejercer su autoridad sobre el resto de animales, al tiempo que, dada su condición omnívora, explotaban el conjunto de recursos de la naturaleza. Mas el hombre no disminuyó su tasa reproductiva y, además, acompañó progresivamente los argumentos tróficos, la única excusa hasta entonces para emplear las armas, con otros argumentos, de porte intelectual, como las ideas, creencias y convicciones.
Es útil Heródoto para comprobar nuestro origen asesino, y es útil leer a Heródoto, que quizá nunca leeríamos, a través de un intermediario, en este ocasión Roberto Calasso en su vertiginoso y trepidante ensayo El cazador celeste, una manera, la noticia, cada vez más extendida, de alcanzar el conocimiento, porque cada vez gusta más acudir a la reseña antes que al libro, a la crítica antes que a la película; a las solapas ya acudían, de siempre, los periodistas culturales para redactar sus artículos. Sí, este es el tiempo de las barritas enérgéticas, los concentrados de minerales, los cócteles vitamínicos.