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Palabra de Don Luis

Se conoce como acaparador, en el mundo de los anticuarios, a quien lo guarda todo, a quien acumula sin límite y de modo compulsivo, a quien apenas vende, a quien le cuesta vender pese a ser la venta la razón de su negocio. Pues en esas estamos, en un rebosante almacén de mi propiedad, y en el hallazgo en él de una monumental caja de cartón, quizá no abierta desde principios de siglo, donde encuentro un ejemplar de la malograda revista Archipiélago, en concreto el número 41, correspondiente a abril/mayo del año 2000, ejemplar cuya procedencia no recuerdo y que, por su perfecto estado, parece que nadie lo ha tenido en las manos, desde luego no en las mías. El número está dedicado, por un lado, a la cacareada muerte del Arte y, por otro, a la figura de Luis Buñuel, siempre definida como polémica.

La muerte del Arte, tratada con similares argumentos a los que al cabo de los años se esgrimirán para anunciar la muerte de la Novela, dispone de algún artículo grandemente filosófico, tanto, que hace buena esa en exceso chocarrera definición que considera a la Filosofía una actividad encaminada a describir lo obvio con herramientas sofisticadas, por no decir deliberadamente crípticas.

La figura de Luis Buñuel es abordada de modo misceláneo, no exhaustivo, al no haber espacio para otra cosa, destacando, entre todos los artículos, el titulado “Palabra de Don Luis”, un conjunto de frases, atribuidas a Buñuel, seleccionadas y prologadas por Víctor Erice. Un trabajo, que yo suponía iba a abundar, a la perfección, en la imagen hosca que tengo del personaje conocido como El Sordo de Calanda, imagen que, sin embargo, se dulcifica al descubrir que no todas las frases responden a ese patrón, pues se recogen, eso sí en clara desventaja numérica, algunos enunciados que pudiéramos considerar luminosos, incluso clarividentes. Enumero algunos:

Me parece que no era necesario que este mundo existiese, que no era necesario que nosotros estuviéramos aquí.”

Pertenezco, y muy profundamente, a la civilización cristiana. Soy cristiano por la cultura, si no por la fe.”

No quiero hacer el papel de profeta, pero pienso que nos acercamos a la catástrofe final. Si no es por la bomba atómica será por la destrucción del medio ambiente.”

En La edad de oro me propuse ofender al público, sin embargo cuando en Un perro andaluz tuve que cortar el ojo a una ternera muerta, tuve que armarme de valor.”

Entiendo poco a las mujeres, me encuentro mejor entre hombres que entre mujeres.”

Quemaría todas las obras de arte sin el menor remordimiento. A mí no me interesa el Arte. ¿De qué sirven y han servido tanta obras de arte? Prefiero a la Virgen María, que por lo menos era la castidad y la pureza. No me interesan los genios en lo más mínimo si no son personas decentes. Y casi todo lo mejor en el Arte lo hacen o lo han hecho los hijos de puta.”

Las trompetas del Apocalipsis suenan a nuestra puertas, y nosotros nos tapamos los oídos ante los nuevos cuatro jinetes: la superpoblación, la ciencia, la tecnología y la información.”

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20 de junio de 2024
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La llave guardada

Uno de estos días, por azar, me encontré en el forro de una maleta las llaves de mi casa de Managua. Me las había metido en el bolsillo, como siempre, aquella mañana de mayo de 2021 en que mi mujer y yo salimos hacia el aeropuerto sin saber que, al cerrarse la puerta tras nuestros pasos, ya no volveríamos a traspasar el umbral.

 Recordé entonces, al tenerlas de nuevo en la mano, a los judíos de Sefarad desterrados en 1492 por decreto de los reyes católicos, y cuyos descendientes, siglos después, conservan en Tesalónica, en Estambul, en Jerusalén, las llaves de las casas de sus antepasados, y la historia que cuenta en uno de sus artículos Manuel Vincent (La Llave, 2014) del comerciante de ámbar al que se encontró en un mercado de Estambul: “había realizado varios viajes a España con la llave de una puerta que solo estaba en sus sueños. La puerta y no existía, pero pensó que, tal vez, la cerradura pudiera estar en manos de algún chamarilero”. Hasta que, “entre los cachivaches de una almoneda, que regentaba un gitano de Plasencia, encontró una cerradura herrumbrosa del siglo XV en la que su llave encajaba y funcionaba perfectamente”. Y dijo: “así es como se abre y se cierra el destino”.

Una llave guardada abre y cierra el destino, y una maleta abierta significa también las incertidumbres y las esperanzas del destino que pesa sobre todo exiliado en cualquier parte del mundo. Incertidumbre, pesar, nostalgia, esperanza, que son las marcas de la imposibilidad del regreso a la tierra natal.

Cuando salimos de Managua hace ahora tres años, llevábamos cada uno de los dos, como siempre, por razones prácticas, una sola maleta, y esas maletas siguen aún sin cerrarse. El síndrome de la maleta abierta denuncia al exiliado que no se resigna a quedarse, y espera siempre regresar. Estar de paso es hallarse siempre esperanzado de volver.

Como escribe Bertolt Brecht en Meditaciones sobre la duración del exilio: “No pongas ningún clavo en la pared,/ tira sobre una silla tu chaqueta./¿Vale la pena preocuparse para cuatro días?/Mañana Volverás…/¿Para qué hojear una gramática extranjera?/La noticia que te llame a tu casa/vendrá en tu idioma conocido…”

Mientras tanto el clavo no se clava en la pared, la vida del exilio se vuelve una mezcla de ansiedad, infortunios, gratificaciones. La bondad se cruza con las incomprensiones. La cercanía con el alejamiento. La solidaridad con los desentendimientos.

En San Martín el bueno, San Martin el malo, el opúsculo que escribió sobre el exilio del general José de San Martín, don Gregorio Marañón habla de “el patetismo de lo insignificante en la vida del exiliado”. Lo que por general no importa en el país propio, llega a ganar relevancia inusitada, empezando por las escaleras burocráticas por las que hay que ascender cada día quienes buscan arreglar sus papeles migratorios, tener un permiso de trabajo. Un techo.

Cuando la maleta se cierra del todo es que se han soltado las amarras y el país lejano se va a la deriva entre la bruma, perdido para siempre, y no se recupera más que en los sueños, y en la memoria, donde realidad, deseo e imaginación se funden y confunden. Nostalgias, figuraciones, cuando “el sueño (autor de representaciones), en su teatro, sobre el viento armado, sombras suele vestir”.

En el sueño recurrente que sueño en mi piso de Madrid me veo entrando al pueblo donde nací subido a un vehículo abierto, a la vista de todos, recorro las calles con la gente asomada a las puertas, paso por la casa de mi infancia donde mis padres están también asomados a las puertas y yo no puedo bajar a abrazarlos porque el vehículo en que voy no se detiene. Se hace tarde, va a oscurecer, pero pienso que cuando termine el recorrido ya tendré tiempo de regresar a encontrarme con ellos a la hora de la cena. Estarán también mis hermanos alrededor de la mesa.

El destierro que es “ese sueño hacia atrás en que se empeña la memoria, flota como la nube, pero es más tenaz”, dice en Durante el exilio Víctor Hugo, obligado a huir de Francia por la tiranía de “Napoleón el pequeño”, y que por obra del exilio escribió Los Miserables en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha. No tan lejos llegó Unamuno, porque se quedó “a las puertas de España, y como su ujier”, según sus palabras, y desde Hendaya podía al menos escuchar las campanas de Irún.

La circular de la policía secreta que forzó a Hugo al exilio, fechada el 3 de diciembre de 1851 decía: “hoy, a las seis en punto, se ofrecerán veinticinco mil francos a cualquiera que arreste o asesine a Hugo. Saben dónde está. No le dejen escapar bajo ningún pretexto”.

Cuando una tiranía pone precio a la cabeza de un escritor, significa que las palabras han cumplido su cometido. Ha conseguido que sea lo que debe ser, letra viva, no letra muerta.

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17 de junio de 2024

'Los árboles no huyen', de Verena Stössinger (Periférica, 2024)

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Verena Stössinger: la necesidad y los peligros de buscar nuestras raíces

Un hombre mayor viaja a su infancia, no con las alas de la memoria, sino por carretera de Suiza a Kaliningrado y al istmo de Curlandia, acompañado de su esposa. Nunca había regresado desde que, junto con su hermano, lo llevaron a Berlín en el otoño de 1947 en un tren repleto de niños. Reflexiona que, con unos pocos años más, su vida habría sido totalmente distinta, pues también lo habrían reclutado: "A eso lo llaman la gracia de nacer más tarde".

Era un viaje largamente postergado, hasta "que fue plenamente consciente: si no lo hago ahora, no lo haré nunca. Y jamás volveré a ver los paisajes ni los lugares de antaño, las ciudades, el mar, los árboles, ni tampoco encontraré nunca las piezas que deberían encajar en los vacíos que se abren cuando pienso en el pasado".

UN DEAMBULAR SINUOSO En el ocaso de su vida, renace el deseo de pasar cuentas con ese tiempo pretérito, pero sobre todo de enfrentarse a sus lagunas. Porque lo único que aún conserva de aquellos primeros años, aparte de unos pocos recuerdos (él mismo enterró a su madre y su padre, desapareció), son cuatro fotografías en blanco y negro. "Ojalá los paisajes sigan siendo los mismos entonces, piensa, mientras el narrador, como un compañero de travesía, sostiene que "a quien no recuerda nada se le permite formular cualquier deseo".

Los árboles no huyen, novela-ensueño de Verena Stössinger (Lucerna, 1951), se divide en dos mitades, el durante y el después de esa visita a un territorio de la infancia donde hasta la toponimia ha cambiado -ya no son Königsberg o Dánzig, sino Kaliningrado y Gdansk-, así como las lenguas habladas allí y las fronteras, para las cuales necesitará visado. Lo que inicialmente es una tentativa bienintencionada de revivir el pasado sin más guía que unas imágenes mentales muy tenues, casi espectrales -"a su edad (...) ya es imposible detener el tiempo y pronto esa fuerza que aún posee la necesitará para dominar el presente"-, convierte este viaje de retorno en una suerte de deambular sebaldiano, cámara fotográfica en mano, en un intento de (re)conocer las huellas arqueológicas de lo vivido.

La narración es sinuosa, como las circunvoluciones del cerebro, una bruma cuyos sonidos de fondo son los bombardeos y "un olor a humedad y a viejo, a miedo y meado". Bea, su esposa, más joven que él, "muy terrenal, práctica y diligente", lo ayuda con sincero interés a encontrar los lugares donde él vivió. Llevan casi media vida juntos y "se complementan". Ella cree que "todos los problemas tienen solución", por lo que su pragmatismo e iniciativa a veces chocan con las intuiciones de él.

EL PESO DE LA VERDAD Será Bea quien ayude a su marido, en la segunda parte, de regreso en casa, a saber más, pero ya no sobre el terreno, sino a través de documentos: libros, archivos, recuerdos de otros. Entonces, la poética de la memoria del inicio cambia a un lenguaje más sobrio que revela una verdad angustiante. De cada indicio sobre quién era, por ejemplo, el padre de él, surgen más y más preguntas en un torrente irrefrenable (y turbador).

Stössinger aborda con inteligencia en este bellísimo libro algo tan quebradizo como los recuerdos y las herencias recibidas, tanto de un refugiado arrancado de cuajo de sus raíces (de ahí su anhelo de "ser como un árbol de grandes raíces fijas") como de una Europa que aún mira por el retrovisor con sentimientos encontrados: la sensibilidad de la víctima y el descaro del verdugo.

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14 de junio de 2024
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Picasso / Picazo

Hará de esto diez años. Me movía entonces con cierta soltura en el entorno de la Universidad y el Consulado General de España de la ciudad francesa de Pau, capital del departamento de los Pirineos Atlánticos. Recuerdo un almuerzo con el señor cónsul general y con los organizadores españoles y franceses de la exposición montada en el museo de Bellas Artes de dicha ciudad, una exposición, a la que se le dio el título de L´éternel féminin, sustanciada en sesenta y seis grabados pertenecientes a los fondos de la Fundación Picasso de Málaga. Algo diría el cónsul acerca de mi interés por la avifauna y por el arte contemporáneo para que yo me lanzara, de modo imprudente, a especular acerca del apellido Picasso, del sospechoso parecido con “picazo”, el nombre castellano que hasta el siglo XVI se daba al ave que ahora conocemos por “urraca”, tal como lo cita Fadrique de Zúñiga y Sotomayor en su Libro de Cetrería de caça de açor, Salamanca, 1565. Los expertos museólogos, molestos por mi intromisión en su coto cerrado, saltaron al unísono de sus asientos, camino de mi yugular, para corregirme diciendo que no, que “Picasso” era un apellido italiano ya que la familia materna del artista procedía de Liguria… pero, eso sí, no supieron explicar cuál era el significado del mismo. Ahora, por esas cosas del destino, he conocido la historia del apellido, de su origen español, andaluz, con la vacilación característica entre ceceo y seseo, y con la circunstancia de que en época no determinada, unas gentes así apellidadas se establecieron en esa parte de Italia, regresando a España, algunas de ellas, en tiempos recientes, y, además, he averiguado que en el Museo Picasso de Málaga, existe un cuadro, de su época temprana, que está firmado “Picazo”. O sea, según escribe Jesús Esteban Rodríguez en El Periódico de Extremadura el 9 de junio del pasado año, unos españoles de apellido Picasso, quizá procedentes de Málaga, se fueron a vivir a las posesiones ligures que tenía España y, luego, se perdieron, hasta que, en un movimiento de ida y vuelta, algunos regresaron, y, en cuanto a la vacilación entre “z” y “ss”, cita el caso de otro pintor, el sevillano Pedro José de Uceda, cuyo apellido aparece a veces como “Uzeda” y otras como “Usseda”. Y otra cosa, y esto lo digo yo, el nombre italiano de la urraca es “gazza”, y “Picazo” es apellido español contemporáneo, recordemos a Miguel Picazo y su Tía Tula, y a Mario Picazo, meteorólogo televisivo a caballo entre Estados Unidos y España.

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12 de junio de 2024
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Artículo 25, apartado F: La disputa

 

Retomo el texto de ley citado en la columna anterior, referente al trato de animales de compañía. Se estipula la prohibición de “Utilizarlos de forma ambulante como reclamo” y se añade “Sin que este precepto cuestione el derecho de las personas sin hogar a ir acompañadas de sus animales de compañía”

Más allá de la incongruencia que supone reconocer un derecho que supone excepción a la ley en base a la aceptación de una evidente injusticia, el espíritu mismo de este y otros párrafos, remite a un problema filosófico de fondo.  Se  considera que el ser a tomar como fin y no como medio no es aquel que habla y razona, sino el ser que dotado de sentidos es en consecuencia susceptible de sufrir: hay que amar a los seres animados como se ama al ser humano”, viene a decirse;  hay que homologar la condición humana a la condición de seres que nos son cercanas en la historia evolutiva, pero que no dieron ese salto abismal que constituye la conversión de sus códigos al servicio de la subsistencia en algo tan singular como el lenguaje humano.

Si se pregunta: ¿por qué tal imperativo? La respuesta en última instancia viene a ser que lo primordial es la vida, que ésta constituye el valor supremo y que las diferencias en el seno de la vida poco pesan. Uno puede sin duda objetar:

La indisociabilidad de inclinación social y tendencias naturales en el hombre hace que nuestros sentidos estén siempre mediatizados por el orden de los símbolos, de tal manera que una actividad sensorial puramente inmediata, no atravesada por lo simbólico sería una actividad deshumanizada. Sólo en base a una concepción antropológica sustentada en estas premisas se hace inteligible esta radical afirmación del Marx filósofo: “Es evidente que el ojo humano goza de modo distinto que el ojo bruto, no humano, que el oído humano: goza de manera distinta que el bruto, etc”. (Manuscritos Económico filosóficos del 44).

No hay manera de reducir a bruto el ser cuya esencia natural es la superación del lazo inmediato con el orden natural. Lo que sí puede acontecer- y de hecho acontece- es que el ser humano entre en una suerte de paréntesis, que el ser humano deje en acto de responder a su esencia, es decir deje de responder a una naturaleza que es la medida de la humanización y viceversa. Nuestra relación con la naturaleza es así un criterio determinante del fracaso o triunfo de la causa del hombre, Criterio (de nuevo Marx) de “en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana”.

En cualquier caso, si no hubiera seres pensantes, partidarios o no de la homologación animal, todo este problema carecería de sentido y habría simplemente seres vivos confrontados o aliados, habría convivencia, incluso cooperación, sin que todo ello tuviera sentido moral alguno.

Objetará entonces la otra parte, que también hay cultura y ética en otras especies animadas. A lo cual se opondrá el argumento de que no se trata de cultura inserta en el seno del lenguaje, como lo son todos los productos culturales de la especie humana. La discusión podría continuar, soslayando quizás la pregunta fundamental: ¿dónde reside el enorme poder de tal idea?

La máxima de valorar al ser sentiente más que al ser de palabra no marca los   sueños (nunca obedientes a lo que conviene al soñador), pero sí la imagen especular de quienes la erigen en imperativo. Quien se estima sabedor con certeza apodíctica de en qué consiste el bien, tiende a desplazar a los arcenes de la moralidad a todo aquél que enarbole dudas. Y en este caso dará gracias a la madre naturaleza por haber permitido que él la ame más que a los humanos, elegido así para estar del buen lado, a diferencia de lo que le ocurre al desgraciado publicano: " Gracias te doy Señor por no ser como ese".

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11 de junio de 2024
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¿Qué hay en un nombre? Buscando el secreto de la obra póstuma de García Márquez

1. Anna Magdalena Bach

Los dos volúmenes del Pequeño libro para Anna Magdalena Bach están entre las obras musicales más emotivas y generosas que se conozcan.
Son un regalo de Johann Sebastian Bach a su segunda esposa, Anna Magdalena, poco después de su boda en 1721. El primero es un cuaderno en el que Bach, con primorosa notación musical, transcribe algunas de sus propias obras: delicados minuets, polonesas, y rondós y los combina con algunas de sus melodías más queridas, como el aria inicial de las Variaciones Goldberg y el aria central de su cantata para bajo “Ich habe genug” (Tengo suficiente), una emotiva reflexión sobre el final de la vida.
En el segundo cuaderno, descubrieron musicólogos recientes, hay partituras trazadas por ambos esposos. La propia Anna Magdalena copió, además de obras de Bach, también las de otros compositores contemporáneos, como François Couperin, Gottfried Stölzel, Johann Adolf Haase y Carl Phillip Emmanuel Bach, hijo del primer matrimonio del compositor.
Un tercio de las obras son para teclado y soprano solista.
Se sabe que Anna Magdalena era una apreciada soprano profesional, buena ejecutante del teclado, fina conocedora de las plantas y aves y eficaz administradora de un hogar donde crecían los 13 hijos del matrimonio y los cuatro que Bach tenía de su primera esposa, su prima Anna Barbara, que murió joven.
Albert Schweitzer, el abnegado médico en África, Premio Nobel de la Paz, organista y erudito musical, dice en su influyente libro dedicado a Bach (J. S. Bach, el músico poeta), que esta joven de 21 años, independiente económicamente e hija de un trompetista, probablemente se casó con Johann Sebastian, 15 años mayor que ella, con un puesto poco brillante en la modesta corte de Cöthen, viudo y con cuatro hijos, por razones que no tenían que ver con el estatus o la comodidad económica.
Anna Magdalena Bach es un personaje misterioso, pero los pocos datos conocidos dan a los biógrafos la idea de que era un matrimonio de artistas, que celebraban veladas con amigos en su casa, que trabajaban en lo que ambos amaban y que se mantuvieron unidos hasta la muerte del compositor en 1750.
En su libro sobre Bach, Música en el castillo del cielo, dice el gran director de orquesta John Eliot Gardiner: “Anna Magdalena Wicke era una cantante profesional empleada en la corte de Saxe-Weissenfels y venía de una familia musical. Su boda fue en su casa ‘por orden del príncipe’, a mitad de semana en diciembre de 1721, para permitir que los músicos invitados lleguen a tiempo a sus tareas en los servicios del domingo después de beber el copioso vino que Bach compró al costo de casi dos meses de su salario”.
En su biografía, Gardiner apunta: “Aparte del dato de que Anna Magdalena era aficionada a la jardinería (especialmente los claveles amarillos) y los pájaros (especialmente los pardillos), sabemos dolorosamente poco de ella”.
Dolorosamente poco. Qué forma delicada de decirlo.
En un programa de Radio Nacional de España sobre Anna Magdalena, el erudito divulgador musical Sergio Pagana, brinda algunos datos más: desde los 17 años, Anna Magdalena fue alumna de la gran soprano operística de tiempo, Christiane Pauline Kellner. Como tal, seguramente escuchó a su maestra ejecutar las partes de soprano en los oratorios y cantatas de su futuro esposo. Y cuando se casó con Johann Sebastian, ella era una profesional con el segundo mejor sueldo de los músicos de la corte, sólo más bajo que el de su marido.
“Esta unión fue singularmente feliz”, continúa Schweitzer, “y Anna Magdalena, que poseía una bella voz de soprano y era buena música, supo comprender a su marido y animarlo en todos sus trabajos. Bach la conoció probablemente en la corte, donde ella se desempeñaba como cantante, y se encargó de desarrollar sus notables habilidades musicales.”.
Durante toda su vida juntos, Anna Magdalena copió numerosas partituras de su marido y de otros que ambos admiraban, como el mucho más exitoso Georg Friedrich Haendel, y con los años su grafía en el pentagrama cada vez se fue pareciendo más a la de su esposo. Por eso los estudiosos tardaron en reconocer su letra en muchas de las obras de Bach. Los esposos hicieron numerosos viajes juntos, entre ellos uno para visitar a Carl Phillip, hijo del primer matrimonio del compositor, que triunfaba como músico de la corte prusiana.
Dice Gardiner que según los recuerdos del hijo Carl Phillip, “con Anna Magdalena, Bach mantuvo una ‘casa abierta’: no permitía que ningún músico relevante pasara por la ciudad sin hacer buenas migas con mi padre y ser escuchado por él”.
Los visitantes incluyeron a luminarias de la época como Jan Dismas Zelenka, Johann Quantz y el mismo Johann Adolph Haase, una de cuyas obras copió Bach en el ‘librito’ para su esposa. Y también los hijos de su primer matrimonio, tres de los cuales ya brillaban en el mundo musical germánico.
El primer biógrafo del genio, Johann Nickolaus Forkel, el único que pudo entrevistar a sus hijos, colegas y amigos, relata que Willhelm Friedemann, el hijo mayor, se quedó con ellos cuatro semanas en 1739 “y tocó varias veces en la casa”.
Pero a la muerte del gran Johann Sebastian, la suerte cambió drásticamente para Anna Magdalena.
Según cuenta Schweitzer, “Anna Magdalena sobrevivió diez años a su marido, en la más completa indigencia. Los hijos del primer matrimonio la desampararon por completo y la sola manera en que se repartieron los manuscritos de su padre antes del inventario testimonia el escaso afecto que sentían por su segunda madre. En 1752, dos años después de la muerte de Bach, la viuda del maestro y sus tres hijas tuvieron que solicitar una ayuda en dinero al Concejo (municipal) para sobrevivir. Y más adelante la miseria fue peor. Tuvo que vivir de limosnas y falleció en una pobre casa en la Hainstrasse, sin que nadie sepa dónde fue enterrada.”
Yo tengo dos versiones del Pequeño libro de Anna Magdalena: una de 1999, del tecladista Pieter-Jan Velder y la soprano Johannette Zomer y otro más reciente, de 2021, donde el pianista de vanguardia Giovanni Mazzocchin interpreta las obras para teclado solamente. Éste tuvo un gran éxito, con más de cinco millones de reproducciones en Spotify.
Lo estoy escuchando mientras escribo este artículo, y me tiene hipnotizado. Si bien está grabado en un gran piano de cola, cuya sonoridad era imposible de imaginar en la época de los Bach, la fluidez, la alegría tranquila contenida en el pulso rítmico y la lógica impecable y juguetona de las construcciones armónicas me transportan a un ambiente doméstico de arte compartido a la luz de las velas.

2. Ana Magdalena Bach

En marzo de 2024, el mundillo literario de habla hispana se sacudió con una aparición sorprendente: Random House publicaba la novela póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos.
Hacía diez años que el autor había muerto, dejando dicho que no la consideraba digna de publicarse. En el prólogo los hijos Rodrigo y Gonzalo explican que, al releerla años después, la encontraron mejor de lo que recordaban, y que no querían privar a los devotos del Nobel colombiano de un libro más de su pluma.
Pero muchos críticos reaccionaron con sorna o acritud. Primero salieron las diatribas y críticas ácidas: la filósofa mediática Carolina Sanín lideró los ataques con un video donde considera la novela indigna de Gabo y a sus hijos y editores, peseteros sin piedad por el legado del padre. En un artículo más mesurado, Álvaro Santana-Acuña, estudioso de Cien años de soledad, califica En agosto nos vemos como “la obra sin pulir de un maestro anciano”, aunque defiende que se hubiera publicado.
Después vinieron las defensas. En Anfibia, la profesora de literatura Gabriela Polit, quien trabaja en la universidad de Austin, donde se conservan los manuscritos del escritor, planteó un punto poco tocado por los adustos críticos: al leerle en voz alta la novela a su madre, pertinaz lectora, ambas constataron que el libro es una delicia y un sorprendente vuelco feminista del autor.
A esta visión contribuyó un artículo en The New York Review of Books del novelista y dramaturgo chileno Ariel Dorfman, quien constató con admiración la maestría que el colombiano todavía tenía para derramar luminosos adjetivos y detalles precisos. Y otra cosa: que este libro es el único del autor donde la sensibilidad, el punto de vista, el protagonismo es de una mujer. Y una mujer dueña de su destino, moderna, desprovista de las ataduras de la tradición.
En agosto nos vemos cuenta la historia de una mujer a punto de cumplir los 50 que viaja todos los veranos a una bella isla donde está enterrada su madre, para dejarle unos gladiolos en su tumba.
La mujer está casada con un hombre a quien ama, con quien comparten el amor por la música clásica y las artes. De hecho, la música es importante en su vida y en la de su familia: su marido es director de un conservatorio, uno de sus hijos es director de orquesta; la otra tiene de novio a un trompetista de jazz.
A lo largo de la breve novela desfilan los nombres de muchos músicos: Mstislav Rostropovich, Claude Debussy, Edvard Grieg, Sergei Rachmaninov, Frederic Chopin, Antonin Dvorak, Wolfgang Amadeus Mozart, Ernest Chausson y Franz Schubert.
En los sucesivos viajes a la isla, la mujer va entablando relaciones efímeras, sexuales, peligrosas, algunas deliciosas, otras dolorosas, con hombres que pasan pero que dejan un poso en su ánimo, hasta que en la última visita a la tumba de su madre descubre algo que la deja alelada y la hace comprender algo esencial de la vida de su progenitora y de la suya propia.
La mujer se llama Ana Magdalena Bach.
¿Por qué?
Los nombres tienen su significado y su valor en las novelas de García Márquez, desde los Buendía de Cien años de soledad hasta Florentino Ariza y Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera e incluso los cambiados de los originales, como Santiago Nazar y Ángela Vicario en Crónica de una muerte anunciada.
¿Era García Márquez un amante de la música de Bach? El compositor no está entre los artistas mencionados en En agosto nos vemos, pero en su otro libro invernal, Memoria de mis putas tristes, sí aparece una obra bachiana.
Es la obra que escucha el protagonista y narrador, un antiguo periodista, para calmar su ansiedad la tarde anterior a su 90 cumpleaños, en el que decide regalarse una noche con una virgen adolescente.
El anciano está esperando la llamada de la celestina que le conseguirá a la niña. “A las cuatro de la tarde traté de apaciguarme con las seis suites para celo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casals. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito, me dejaron en un estado de la peor postración. Me dormí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que quería, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años.”
La forma en que se cuenta la historia hizo que esta novela fuera criticada por unos como inmoral, y por otros como banal e innecesaria. Pero es allí, en el momento clave de la aparición del anhelo asqueroso e ilegal del viejo, cuando aparece la única referencia que encontré a la obra de Bach en la novelística de García Márquez.
Busqué el nombre de Bach en la copiosa biografía de Gerald Martin. En 27 páginas repletas de nombres, sólo aparece un Bach: es Caleb Bach, un fotógrafo que lo retrató y lo entrevistó en su casa en México y con quien habló de la foto de la portada de Vivir para contarla, con él de bebé.
Nada más.

3. Mercedes Barcha

Y, sin embargo, se me hace totalmente lógica la inclusión de este nombre en su obra final. Aunque Bach no esté en el panteón del novelista, su Ana Magdalena es, como su homónima del siglo XVIII, una mujer libre para elegir, inteligente, enamorada de las artes, observadora de la naturaleza, danzando al borde del abismo.
A medida que García Márquez se recluía en su casa definitiva en Ciudad de México y crecía en años y en tranquilidad, sabemos que cambiaba la música que sonaba en su tocadiscos. Los amigos que lo visitaban cuentan que escuchaba cada vez más música clásica.
¿Había indagado en la historia de Bach? ¿Se pasó por su cabeza la historia de su segunda y más influyente esposa, Anna Magdalena Bach, al momento de poner nombre a su último personaje?
Nunca lo sabremos.
Pero hay algo más. Pienso que la historia de Anna Magdalena que cuentan los libros se parece un poco a la de su personaje, pero mucho más a de su propia mujer. Mercedes Barcha, su esposa de toda la vida, fue el apoyo, la compañía, la socia, la organizadora de la vida en común y de su escritura. Es a su lado que el genial escritor suelta las amarras del mundo y hace volar su pluma.
Dice el biógrafo Gerald Martin que Mercedes “otorgaría a su vida serenidad y método. De manera gradual, a medida que creciera su confianza en sí misma – o, mejor, a medida que hallara el modo de exteriorizar su confianza interior –, empezó a imponer su ahora legendario sentido del orden en el muy cultivado caos de García Márquez. Organizó sus artículos y recortes de prensa, sus documentos, relatos, los textos mecanografiados de ‘La casa’ y El coronel no tiene quien le escriba.”
Como no lo sabremos nunca, quiero creer que el nombre de su último personaje es un homenaje secreto a la mujer que lo acompañó y le dio el amor, la confianza, el don de no sentirse nunca solo y la libertad para producir su gran obra que aquí se cierra.
Por eso creo que, en su propio “pequeño libro” de esta otra Ana Magdalena Bach, García Márquez nos lega, como en los dos cuadernos de la soprano y clavecinista, un puñado de imágenes refulgentes, algo desordenadas, no del todo pulidas, pero que nos quedan en la memoria y vencerán el juicio del tiempo.

Publicado en la web del Centro Gabo el 14 de mayo de 2024.

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10 de junio de 2024
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Nadia: la escritura sobre el agua de Nuria Claver

1

Nadia es un libro sobre un abismo que nunca está lejos. Estuvo al borde de la cuna cuando éramos niños, estuvo al borde de la cama más tarde, y más tarde tuvo su mejor cobijo en las simas del corazón. Sí, en el corazón de Nadia que se parte en voces igual que una fuente de montaña que se rompe y se rompe mientras baja, para llegar intacta al río. La voz quebradiza del primer poema, la voz conjetural, la voz de profetisa que desgarra las sombras, es la misma voz que en el último poema le roba sonidos a la conciencia y escucha el ruido de las palabras cuando se precipitan desde los acantilados del alma, cuando renacen, cuando estallan, cuando se suicidan.

2

Nadia es una sombra, un fantasma, un alter ego, un instrumento de cuerda, un espejo mágico donde poder ver la ruta desierta en la que no existe ni pasado, ni futuro, ni presente resbaladizo. Un espejo que aniquila el tiempo e inaugura el reino de Nadia, que es el reino de la noche donde florecen las voces menos corrompidas del ser, más cortantes y más cristalinas, que a veces llegan al lector como caricias heladas que le rescatan del silencio que reina en el vacío, que reina en el abismo que estuvo junto a la cuna y después junto a la cama, y después junto al alma y toda su cohorte de deseos, de ascensos, de descensos, de abominaciones.

3

Mece tus pupilas en el recóndito infinito ¿estás?

Caer en el fondo todo está en silencio

¿Quién podría nombrar? honda es la ausencia

Dime que no hay nada bajo tierra que los pies descansan sobre un hueco

Caer no sería tan violento

¿Estás? Silencio

He aquí uno de los poemas centrales de Nadia. Lo destaco porque tiene la pureza de un poema de Celan. Parece una balada irracional que no halla ni tiempo ni espacio para sostenerse, pero es un poema sobre el abismo, una vez más. Cada estrofa es una apuesta y una paradoja dentro de su brevedad. Si miras la infinita interioridad que tanto le asustaba a Pascal, si la miras, ¿no te perderás? ¿Seguirás estando donde estás? Y si te tiras, ningún problema, pues todo está en silencio, un silencio innombrable, lleno de su propia ausencia. No hay nada bajo la tierra y danzamos sobre la panza de un río. No sería tan violento caer. ¿Estás ahí? Nadie responde, todo es ausencia, todo es silencio. El arte de confundir se mezcla aquí con el intento de expresar lo inexpresable.

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El río de Heráclito, el río de Celan y el río de Nadia parecen el mismo río del que hay que explorar el corazón, y es que la segunda parte del libro se titula justamente El corazón del río. El agua se agita y habla con la misma voz que Nadia en esa zona turbulenta del libro. Es un río que sentimos como real, por la forma en que a veces está descrito, pero sobre todo es un río interior, de límites muy difusos, lleno de recodos felices y recuerdos peligrosos, que funcionan como ecos que llegan de muy lejos y del propio corazón.

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Que llegan de muy lejos o de muy cerca, como los secretos. ¿De dónde llegan? ¿Cuál es su origen? ¿Cuál es el origen de los secretos? La voz de Nadia lo dice en el poema titulado justamente Secretos:

Golpeáis, insistentes, las paredes de mi mente dejo que me inunden vuestros ecos os dejáis oír para que jamás os nombre mi boca, celosa, se abre, tiembla…

Qué oscuras secuencias Qué emocionantes las horas a las que debí gratitud porque fueron eternas

Qué sórdidos entreactos

Qué extraordinarios los días que amé por amar y disfruté de un gozo sin sombras

Qué oscuras vigilias, qué delirantes sus haces de luz pálida y fiera

Qué lenta la espera tras el fulgor del deseo, la niebla y el miedo Giraba la rueda, la suerte cambió ¿La dicha era eterna?

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La dicha no es eterna y es mucho más fugaz que el corazón del río y el corazón del fuego. Tras el río de Heráclito, que viajó a la región del ser, hace epifanía el fuego, que se apodera de las últimas estancias del poemario, unido a la lluvia, a veces ácida a veces amable y purificadora. Concluyo este paseo por los parajes de Nadia con Fuegos, uno de los poemas más rotundos del libro, y también más conclusivos.

Sus labios se estrellaron contra el frío sus brazos se perdieron en la niebla las noches se agotaron en suspiros

Junto al horror de no ver a nadie nació el deseo de incendiarse

Tan hondo es el temor de girar a solas en el espacio, que es destino del hombre arder como es su destino apagarse

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Nadia es un libro sobre un abismo que nunca está lejos. Estuvo al borde de la cuna cuando éramos niños, estuvo al borde de la cama más tarde, y más tarde tuvo su mejor cobijo en las simas del corazón y en el centro del ser.

Nadia es la escritura sobre el agua de Nuria Claver.

 

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7 de junio de 2024
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A propósito de la Clase Aves

Una ilustración en la revista Playboy, en color y a toda página, nos permite ver a un anciano y señorial caballero sentado en un sillón chesterfield de cuero, en el centro de una lujosa habitación, en el momento en que su exuberante, joven y pizpireta esposa se asoma a una de las puertas y un reloj de cuco da la hora. Se trata de un chiste aunque el lector no anglosajón y de exiguos conocimientos ornitológicos no le vea la gracia; el cuco o cuclillo (Cuculus canorus) es ave poliándrica, cada hembra tiene varios machos; en inglés “cuckold” es “cornudo” y la proximidad de este término con otro de esa lengua, “cuckoo”, nuestro “cuclillo”, es notoria.

En España aún quedan regiones, Aragón, Cataluña, Galicia, León, Extremadura, en algunas de cuyas comarcas nuestra lengua romance se obstina en no evolucionar y se sigue nombrando “pardal”, por su coloración parda, al pájaro al que mayoritariamente llamamos “gorrión” (Passer sp.). En tiempos, “pardal” se mantuvo hasta que la homonimia obscena (“pardal” era uno de los nombres del miembro viril) resultó insoportable, recuperándose o acuñando entonces un apelativo, quizá onomatopéyico, desde luego no latino, el hoy extendido “gorrión”, con sus numerosas variantes como “gurrión”, “gurriato”, “gurrió”, “gorrió” y “gorriato”.

"Diminutivo", nos dice la RAE, es el sufijo que añadido a un nombre le otorga, entre otras cosas, carácter afectivo; de hecho coincide con "hipocorístico" en su condición infantil y cariñosa. Las niñas muy amigas se hermanan o, mejor, se hacen primas, “primillas”, en prácticamente toda Andalucía, y los cernícalos primilla (Falco naumanni), la rapaz diurna europea de menor tamaño nidifica (o nidificaba, hoy ha sido en gran parte exterminada) en el interior de los pueblos, en los mechinales de los campanarios y bajo las tejas árabes de las cubiertas de las viviendas. El concepto “primilla” en lo que tiene de familiar, cotidiano, cómplice, se aplicó a un ave que convivía con los humanos.

Ocurre algo parecido con “adrián”, referido a los globosos y notorios nidos de urraca (Pica pica) en localidades, como San Adrián de Navarra, en las que es común el nombre masculino “Adrián”, igual que son comunes los nidos de urraca en los árboles que flanquean los caminos por los que al atardecer pasean grupos de vecinos. Es decir, pues, que en la villa adrianesa se adjudica el más común de los nombres de pila de sus vecinos a la más común de sus estructuras orníticas.

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6 de junio de 2024
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Barcelona y los viajeros silenciosos

 

El mundo se divide entre aquellos happy few que se empeñan en ser llamados viajeros y se pierden en un callejón oscuro –como en el encantador relato de Miquel Molina en Cinco horas en Venecia (Catedral / Univers)– y quienes siguen siendo Vicente, y no solo van adonde va la gente sino que disfrutan de esa sensación de borreguismo turístico. Aman la multitud y adoran el tópico, por lo que se mueven ufanos en una lenta procesión de colas. Un modelo de turismo que se derrama en masa y, lejos de convertir el descubrimiento en experiencia, vomita ruido y alcohol. Su paso por las ciudades deja una huella catastrófica en lo medioambiental, socioeconómico e incluso cultural.

No es el turismo que sueña España cuando se anuncia que nuestro país está a punto de batir a Francia como primer destino del mundo gracias a los 100 millones de viajeros que nos visitarán este año. Pero convertirse en paraíso global puede parecer una fortuna envenenada. Nuestro lifestyle superó aquellas exaltaciones de Hemingway, transformó la pasión en decoración, y las noches salvajes en tardeos luxemburgueses. Hoy la demanda se cuadriplica, por lo que se inauguran hoteles cada semana y la orgía desatada de los pisos de uso turístico –a la que Nueva York ha empezado a poner coto a fin de detener el vaciado de los barrios céntricos– no hace sino crecer, con los fondos buitre revoloteando sobre urbes que acabarán siendo decorados, donde la vida siempre estará de paso y nunca más habrá sábanas tendidas ni aroma a caldo de pollo.

La semana pasada, mientras atardecía en el Park Güell y las palmeras, en primer plano, acercaban la visión del mar, arrancaba el desfile Crucero de Vuitton bajo las columnas proyectadas por Gaudí. Todo cobraba sentido en aquella ciudad que un día fue elegante y vanguardista, transgresora y al tiempo educada. La misma en la que Gaston-Louis Vuitton presentó sus baúles –en la Exposición Internacional de 1929– cuando la ciudad desplegaba su voluntad cosmopolita. La misma ciudad debe gran parte de su pujanza al negocio textil, que acabó disolviéndose en los años noventa­ del siglo pasado. Pero el legado de aquel esplendor permanece, y, ahora, con la celebración de la Copa del América, tiene la oportunidad de volver a brillar. Porque dentro de esa escandalosa cifra de 100 millones de turistas se agazapa una selecta minoría de viajeros silenciosos que, allá donde van, buscan conectar con la memoria del lugar.

De la Acrópolis a la Fontana di Trevi, pasando por el Museo Rodin o las Pirámides egipcias, las grandes firmas de moda homenajean cada año lugares icónicos del mundo. Y peregrinan como los viajeros de antaño, con un séquito de amigos e invitados célebres. Se trata de las llamadas colecciones crucero , que alientan la cultura del viaje y la artesanía local –Vuitton, que suma cuatro fábricas en Catalunya y 1.800 empleados, acaba de adquirir el 80% de la curtiduría Riba Guixà–. Y sobre sus prendas se vuelca el tema de la colección, en este caso Barcelona y Gaudí, y se realiza una investigación para tirar de los hilos que acabarán trasladando los mosaicos modernistas al cuerpo.

La capital catalana reúne todas las condiciones para volver a ser el centro cultural y artístico que fue. Y, tras años excluida de la agenda internacional de la moda, la puesta en escena de la colección de Nicolas Ghesquière le ha devuelto un merecidísimo foco. Millones de impactos han mostrado una visión glamurosa del skyline de Barcelona, también de su hospitalidad, a pesar de doscientas cazuelas.

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6 de junio de 2024

Anagrama, 2009

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Modelos para armar

 

En el vuelo de regreso a Madrid desde Panamá, donde celebramos en los días pasados el festival literario Centroamérica Cuenta, vine leyendo la novela de Rodrigo Rey Rosa El material humano, que comienza con un listado de fichas policiales sacadas del Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Aparecen registrados ciudadanos señalados por comunistas, por distribuir propaganda subversiva, por repartir volantes sediciosos, por contravenir el toque de queda; o por posesión de armas de fuego o explosivos.

Pero también hay un chusco anotado por liberar un zopilote dentro del teatro Capitol, y otro por tirar con cerbatana en el teatro Lux al amparo de la oscuridad; un sastre por jugar juegos prohibidos; una mujer por ejercer el amor libre, otra por practicar ciencias ocultas, la quiromancia y la cartomancia; un barbero por “ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores”; un oficinista por publicar obscenidades, un proxeneta por explotar a mujeres de la vida galante; y uno detenido por difamación, pues “aseguró tener relaciones carnales con Carmen Morales, quien a petición de su madre sufrió examen médico, resultando ser virgen”; y, en fin, un jornalero por insubordinarse contra su patrón.

Las fichas policiales registran la vigilancia política sobre la corrección de conducta, y los pecados capitales contra la seguridad pública se revuelven con los pecados veniales, que pasan ambos a tener la misma categoría de infracción que merece ser registrada, porque la ficha queda abierta a las reincidencias. Toda irregularidad de comportamiento, cualquiera sea su tamaño, es potencialmente peligrosa para el estado policial.

Este inventario de fichas da paso en la novela a un descenso a los infiernos de la represión y la corrupción en Guatemala, ese mundo de sombras y dualidades donde el terror cambia continuamente de rostro, tan kafkiano si este término no fuera ya un lugar común en América Latina. Oscuro mundo cerrado por el que Rodrigo se mueve buscando las claves que están en todas partes y en ninguna; y ese amasijo de viejas cartulinas policiales que abre las puertas de El material humano, es la imagen de un país que en sus estructuras patriarcales ha variado poco desde los tiempos del general Jorge Ubico, uno de los proverbiales dictadores del siglo veinte centroamericano.

Ubico mandó a dictar en 1934 la Ley contra la Vagancia, que empezaba por definir quiénes debían ser considerados vagos, o sea, los pobres: “los que no tienen oficio, profesión, sueldo u ocupación honesta”; los que ejerzan la mendicidad y, de paso, los entretenidos, “los que concurran ordinariamente a los billares, cantinas, tabernas, casas de prostitución”; y “los que comprometidos a servir a otro con su trabajo en fincas, no lo cumplen”, una manera de forzar a la servidumbre.

La pena del delito de vagancia era la cárcel, y el trabajo forzado “en el servicio de hospitales, limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles y otros establecimientos, obras nacionales, municipales o de caminos”. Y los desertores de sus lugares de trabajo en el campo, eran puestos a merced de sus patrones.

Leo en un entusiasta comentario sobre la época florida de Ubico: “No faltan las historias de los abuelitos que cuentan que durante su gobierno se podían dejar las puertas de las casas abiertas y que el crimen común era casi nulo, ya que todos sabían lo que les podía suceder si llegaban a ser apresados por la policía nacional”.

La historia se repite en Centroamérica con sórdida pertinacia, y vale la pena recordarlo ahora que el presidente Nayibe Bukele inicia en El Salvador su segundo periodo presidencial bajo un estado permanente de suspensión de garantías ciudadanas. La reelección estaba prohibida por la Constitución, pero qué importa, si obtuvo más del 80 por ciento de los votos, los partidos políticos se esfumaron y sólo existe prácticamente el suyo; y si controla, además, todos los poderes del estado. Un milenial de puño de hierro.

Y los adultos que serán abuelitos se hallan listos para contar que pueden dejar las puertas de sus casas abiertas y caminar sin temor por parques y avenidas porque los miles de pandilleros que antes asolaban los barrios se encuentran encerrados en una mega cárcel de donde no volverán a salir nunca.

“Les decomisamos todo, hasta las colchonetas para dormir, les racionamos la comida y ahora ya no verán la luz del sol” tuitea triunfalmente el presidente Bukele. Los criminales castigados de por vida junto con otros que serán inocentes y también están presos de por vida, pero allá quien se detenga a averiguarlo.

A quien se hubiera atrevido a protestar por las arbitrariedades de la ley de la vagancia, el general Ubico le habría respondido que se llevara a uno de esos vagos a vivir a su casa y lo mantuviera. Es lo que responde Bukele a quienes protestan porque sus tribunales violentan los derechos humanos. Que se lleven a los pandilleros a vivir a sus casas.

El modelo Ubico. El modelo Bukele. Las distopías de largo alcance. El material humano.

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4 de junio de 2024
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El Boomeran(g)
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