Marta Rebón
A principios del siglo pasado, Berlín era una fiesta, antes de que se empezaran a cavar trincheras en Europa o la ciudad se convirtiera en la capital de los rusos blancos. Mejor dicho, era un teatro de variedades donde se daba rienda suelta a los sueños, hasta entonces, como genios, encerrados en la botella del inconsciente. Era también un gran café atestado de emigrados, artistas, intelectuales y bohemios llegados de todas partes para inventar la experiencia urbana contemporánea.
O la pista de un circo que un funámbulo cruzaba desde lo alto, clavando la mirada en un punto fijo. O era un parque de atracciones, como el Lunapark, que exhibía también a seres humanos esclavizados para el espectáculo de la mirada (los Völkerschauen, o zoos humanos).
En ese Berlín -y en esos ambientes- se integró Else Lasker-Schüler (Elberfeld, 1869-Jerusalén, 1945), una de las poetas alemanas más originales, desinhibidas e inclasificables, adorada y detestada a partes iguales. Lasker-Schüler, que se había mudado allí a los veinticinco años, fue definida por Karl Kraus, llamado en estas páginas el «Dalai Lama de Viena», como un cruce de arcángel y pescadera. Todas estas localizaciones se describen en esta novela epistolar.
Un manual de cartas de amor
Dirigidas a su marido, Herwarth Walden (y a su acompañante, el abogado Kurt Neimann), durante su viaje por Noruega, los protagonistas de estas cartas son la ciudad y los sentimientos de la autora. Ella explora ese espacio intermedio entre lo público y lo privado llamado extimidad. Hoy, sería fácil etiquetar Mi corazón como «literatura del yo», aunque esta clasificación resulta insuficiente tanto en la actualidad como en vida de Lasker-Schüler. Aunque ha sido más estudiada por su poesía, la apreciación de su prosa ha crecido en las últimas décadas.
En cualquier caso, para definir esta obra, me quedo con el subtítulo de su edición original de 1912: Ein liebesroman mit Bildern und wirklich lebenden Menschen (Algo así como «una novela de amor con imágenes y personas realmente vivas»). En Mi corazón sólo leemos las cartas de ella, su tránsito por los territorios del amor, la pasión, los celos, la confusión, la tristeza o el desencanto, pues su relación con Walden estaba llegando a su fin: «Te conozco y me conoces, ya no podemos sorprendernos y yo sólo puedo vivir de los milagros. ¡Inventa un milagro, por favor!».
Su visión del sentimiento amoroso es intensa, sin medias tintas. «El amor, Herwarth, ya sabes lo que yo pienso del amor: que, si fuera una bandera, la conquistaría o moriría por ella», le dice, y bromea con comercializar el epistolario como «el único manual verdadero para escribir cartas de amor».
Tener el cielo dentro
Pero que no lleve esto el lector a engaño. Mi corazón mira para adentro, y desde ese «adentro» mira también afuera, a Berlín, que no siempre es amable («Berlín solo tiene una mirilla, un cuello de botella, y casi siempre está taponado, hasta la fantasía se ahoga»). Esa mezcla, de un tono íntimo, irónico y algo descarado, nos seduce. Lo hace con un lenguaje acrobático, sensual y juguetón, sin por ello ocultar las penurias económicas.
(«Pero tener poco dinero lo soporto aún peor, no estoy acostumbrada a vivir en miniatura»), cuyo sabor agridulce compensa con descargas líricas imprevistas: ahora unos besos son «mariposas de amatista quemada», una voz es «como un cráter humeante» o de ella «resuenan flores de cristal veneciano y verdaderos encajes palaciegos crujen bajo sus palabras», y de la escritura de alguien dice que tiene «olas sagradas con aroma a oración».
El conjunto es como la búsqueda de una respuesta, con palabras y dibujos, a la pregunta que lanza Lasker-Schüler, a sí misma y al lector: «No se puede entrar en el cielo si no se tiene el cielo dentro, sólo lo eterno apremia hacia la eternidad. (…) Los milagros de los profetas, las obras de los artistas y todas las iluminaciones, también la imprevisible alegría de los ojos, surgen de la eternidad, del azul duradero del corazón». ¿Lo es este corazón?