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¿DOS O MÁS?

Jorge Castañeda publica en Foreign Affairs un balance impecable de lo que pasó en la política de América Latina en los últimos diez años. Conocemos a Castañeda, su capacidad para comunicarse con audiencias en varios idiomas, su visión de universitario, su experiencia de militante en sectores cercanos a Cuba, su experiencia como ministro de Fox, sus libros (sobre la izquierda y el Che).

En su artículo entrega un análisis del giro de América Latina hacia la izquierda que se parece al que propuso en Venezuela Teodoro Petkoff, el candidato que, después de pasar por la guerrilla y por puestos de ministro, tomó este fin de semana la decisión valiosa y agobiante de desafiar a Chávez en la próxima elección presidencial. Petkoff publicó un libro que se titulaba Las dos izquierdas, para hacer campaña sin hacerlo de verdad. Castañeda propone “un cuento de dos izquierdas” (a tale of two lefts), aprovechando una fórmula de Dickens, pero ambos caminan en caminos parecidos.

Castañeda se ubica aparte en un punto: condena a una de las izquierdas. Habla de una izquierda correcta y de otra errónea (right and wrong). La segunda, dice, es irresponsable y merece un tratamiento específico por parte de los países occidentales. No voy a discutir ni cómo, ni dónde, ni si se debe hacer esto. Lo que me interesa es cómo podemos mantenernos en una lectura tan pobre de un continente. Cada día se publica una nueva síntesis de este tipo que intenta repartir el abanico político: Bachelet, Lula, Chávez, Castro, Morales, Humala, etc. América Latina es mucho más compleja. Lo voy a recordar con la anécdota que viene al principio de Fathers and son, las memorias de Alexander Waugh, nieto de Evelyn e hijo de Auberon. Cuenta que silbaba al subir la escalera para visitar a su padre tendido en la cama de una habitación y esperando su muerte.

- Qué maravilla, dijo su padre, un pájaro ha venido a visitarme”.
- No, papá, contestó Alexander, soy yo. Me has confundido con un pájaro porque iba silbando”.
- Es un poco más complejo de lo que crees”, dijo su padre al pronunciar lo que fue su última frase.

Creo que lo real en América Latina es un poco más complejo de lo que vamos leyendo. Primero porque no hay que creer lo que cantan sus líderes. Tal como lo dice Castañeda, existe una tradición retórica y una dependencia emocional de Cuba que genera siempre una categoría de discursos más extremistas que la práctica que viene después.

En segundo lugar, no hay que olvidar que la euforia de las izquierdas se basa en una visión muy fácil de vender: hay plata por la subida de los precios de las materias primas; aquella plata es para el pueblo. Nadie puede detener una retórica como ésta en países con desigualdades aplastantes.

Tercer y último punto: no puedo comprar la idea de las dos izquierdas porque me parece que hay una fragmentación enorme de las sociedades, entre  generaciones, entre ciudad y campo, entre conexión o no conexión a la red, entre los que tienen remesas y los que no, entre sonido de Miami y música todavía folklórica, entre las fiestas colectivas y la soledad del locutorio cibernético. El auge de los latinos en EE. UU. no es una dinámica aislada de una evolución cultural que la contradice.

Lo sentí, hace unos meses, al asistir a un pequeño concierto en Caracas frente a un centro comercial. En el escenario, había canciones chavistas, saludos al “comandante Che Guevara” y cosas de lo que Castañeda califica de mala izquierda. Pero veía cómo ciertos jóvenes pasaban de la audiencia donde participaban y cantaban, a las tiendas de Morgan, Gap o Zara. ¿A cuál izquierda pertenecían? A la de las viejas ideologías o a la que no se aparta del gran mercado de pacotilla y de las marcas. Basta de hablar de política, tenemos que leer a América Latina en su nueva e indescifrable sociología cultural.

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25 de abril de 2006
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Las aventuras del fiscal Chacaltana

Discurso de recepción del Premio Alfaguara
Santiago Roncagliolo

A lo largo de mi trabajo creativo, me han obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a ignorar cualquier norma de convivencia para satisfacer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no satisfacen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas. Esta novela es un enfrentamiento entre ambos.

Mi perdedor se llama Félix Chacaltana Saldívar y ostenta el cargo de fiscal distrital adjunto en la provincia de Huamanga. El fiscal Chacaltana cree en la ley, cree en el orden, cree que todos seremos felices si respetamos los procedimientos estipulados en el código procesal civil, procedimientos que sabe recitar de memoria. Pero en esta novela, se enfrenta a un asesino en serie que considera que el descuartizamiento es un arte y esculpe a sus víctimas con motivos religiosos de la Semana Santa, un criminal no previsto en el ordenamiento jurídico, que hace estallar los estrechos márgenes en que el fiscal trata de encerrar el mundo. 

Salman Rushdie dice que uno de los principales retos de un escritor es el retrato del horror, quizá porque queda precisamente más allá de lo que se puede explicar con palabras. Algunos de los novelistas que le han dado forma a este libro son precisamente los maestros de la violencia: Ian McEwan, Coetzee y Roberto Bolaño, incluso Tabucchi, que ha mostrado su lado más gris y cotidiano. Pero el fiscal distrital Félix Chacaltana Saldívar se ha alimentado también de los materiales que los escritores suelen despreciar: las películas como El Silencio de los Inocentes, Seven, incluso las historietas como From Hell de Alan Moore. Me gusta la capacidad de la cultura popular para atrapar a los lectores, y creo que se puede poner perfectamente al servicio de las preguntas más profundas sobre la condición humana.

De hecho, nuestra comprensión de los conflictos más brutales no suele ser más compleja que una historieta, con buenos y malos. Con enternecedora inocencia, siempre consideramos que estamos del lado bueno, que nuestros asesinos son unos héroes y los del otro lado son criminales sanguinarios. A que quien plantee alguna duda al respecto lo confinamos a la orilla opuesta y, por eso, evitamos escucharlo. Nos preguntamos ¿Cómo voy a discutir con alguien que no está de acuerdo conmigo? Y hablamos sólo con los que piensan como nosotros, felicitándonos mutuamente por tener la razón.

En eso, todos nos parecemos un poco al fiscal Chacaltana. Pero en Abril Rojo, el fiscal descubre que la línea que divide a los dos bandos de una guerra, incluso de una guerra contra el terrorismo, es más tenue de lo que creía. Y peor aún, que él mismo no sabe de qué lado está. De alguna manera, su confrontación con el psicópata representa el enfrentamiento entre un país de asesinos y un país que se niega a verlo. Sólo que ambos países son dos caras del mismo, son compañeros de cama involuntarios.

Supongo que el fiscal Chacaltana vive algo similar a lo que vivió su país. Él creció en una sociedad de asesinos, pero nadie se lo dijo. Había terroristas, luego declararon una guerra contra el terrorismo, y llegó un momento en que ambos bandos se volvieron difíciles de distinguir uno del otro. El Perú tardó años, y decenas de miles de cadáveres, en poder mirarse al espejo y empezar a recoger los pedazos de su propio rostro. Este libro es sólo uno más de los que están escribiendo nuestros muertos por la mano de autores como Mario Vargas Llosa, Miguel Gutiérrez, Alonso Cueto, Oscar Colchado, Jorge Benavides, Luis Nieto Degregori, Víctor Andrés Ponce, y muchos otros.

Sin embargo, las preguntas en la base de Abril Rojo no son una exclusividad peruana. En España también, escritores como Javier Cercas o Ignacio Martínez de Pisón siguen ofreciendo nuevas versiones de una guerra que ocurrió hace setenta años, y que se ha tomado todo este tiempo para descubrir que la vida no es en blanco y negro. Es decir, que lo blanco nunca es tan blanco, pero lo negro sí que es tan negro, y peor.

Con diferentes rostros, estas reflexiones se suscitan una y otra vez a lo largo de la historia. Ahora mismo, cuando la guerra contra el terrorismo se ha vuelto global, nos preguntamos cuánto debe matar para que no haya más muertos, cuántas libertades hay que restringir en nombre de la libertad, a cuántos países se puede invadir para que el mundo sea un lugar más seguro.

De eso también habla esta novela. A medida que transcurre su investigación, el fiscal Chacaltana va descubriendo que la guerra deja cicatrices incluso debajo de la piel, y que los muertos que produce siguen habitando el mundo en la memoria, e incluso en el olvido de los vivos. Por eso me alegra que el fiscal Chacaltana esté hoy en España, que recuerda setenta años de una guerra y podría celebrar el aniversario con el fin de otra. Y me alegra que este premio vaya a llevar al fiscal a Colombia, y a Chile, a Argentina, y a muchos lugares que han sufrido ese momento de la historia en que, bajo distintas circunstancias y con muy diversos matices, algunas personas han decidido que la única solución legítima a los problemas políticos es la muerte.

Si algo sabe el fiscal Chacaltana por experiencia propia, es que toda paz implica mirar al horror a la cara y ser capaz de cierto grado de perdón. Pero también sabe que todo perdón entraña una injusticia. Vivir sin sangre implica en cualquier caso convivir con quienes la hayan derramado. Después de lo experimentado en este libro, el fiscal se pregunta qué hay que es peor: si dejar en paz a los asesinos o dejar que sigan asesinando. Pero también sabe que no le toca a él responder a esa pregunta. Las sociedades van dando sus propias respuestas y no se preocupan mucho por su opinión al respecto.

Quizá el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar sea vagamente conciente de que él mismo está hecho de palabras, y peor aún, de mentiras. Por eso, como toda la literatura, es incapaz de ofrecer respuestas. Pero con suerte, como la buena literatura, pueda señalar algunas preguntas, el tipo de preguntas que se repiten en todos los rincones del tiempo y el espacio, y que dibujan los contornos de lo que llamamos humanidad. Si es capaz de conseguir eso, el fiscal sentirá que su vida ha tenido algún sentido. Y yo sentiré que ha valido la pena pasar con él los meses que hemos compartido en mi escritorio, y el largo viaje que nos espera.

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25 de abril de 2006
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Repetición

Le doy vueltas al tercer punto de Steiner (vd. el blog del lunes), cuando dice que todo se ha pensado ya millones de veces. Puede querer decir dos cosas, una claramente artística, la otra quizás moral.

La primera es que a lo largo de millones de años, varios trillones de humanos se han enfrentado a las mismas experiencias con iguales resultados. Cuatrillones de pensamientos sobre el amanecer y el ocaso, sobre el sol, sobre la lluvia. Quintillones de pensamientos sobre la inmortalidad y sobre la igualdad y sobre la armonía y sobre lo pequeño y lo grande y sobre la injusticia.

En este sentido, y a la manera de Borges, dice Steiner que yo soy aquel que fue pez y pájaro, planta y estrella, el mismo que inventó el teorema de la hipotenusa y descubrió los fractales, he sido un guerrero mongol, he comido carne humana, he creído en la reencarnación, he descrito con toda exactitud la posición de Orión, pude distribuir la tierra inundada por el Nilo gracias a la misma geometría con la que navegan los reactores, he asesinado monjas en Tarrasa, y así sucesivamente.

Pero (y aquí viene el momento de la tristeza, siempre según Borges), yo no soy aquel en cuyos brazos desfallecía, por ejemplo, Elena de Troya.

Ahora bien. ¿No lo soy? ¿O Elena siempre ha encontrado su Paris? ¿Una y otra vez? ¿Millones de veces y millones de guerras? ¿La está abrazando algún Paris ahora? ¿En una isla del Pacífico? ¿En una central nuclear rusa?

El sentido moral sería más bien el de Nietzsche y su eterno retorno. El número de átomos es hoy el mismo que cuando estalló el Big Bang.
Si imaginamos la temporalidad cósmica como el líquido de la pecera donde flotamos, no hay novedad posible, de modo que una y otra vez repetimos pertinazmente las mismas figuras disfrazadas con formas que parecen novedosas. Como decía Ferlosio, sólo cambia el rostro de los dioses, pero no su terca e insistente tartamudez. Las novedades son siempre formales, nunca substanciales. El cosmos es nuestro córtex.

Bueno, en esta segunda posibilidad por lo menos podemos recordar. De hecho, no hacemos otra cosa, recordar y recordar, como el esclavo de Platón que sabe geometría sin saberlo. A cada nuevo rostro del dios, renovación del embalaje. Ya me conformaría.

Pero no. Resultaría entonces que yo soy un recuerdo de mi mismo. Prefiero no recordar.

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25 de abril de 2006
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La lección del maestro

La generosidad no es la característica más difundida entre los escritores, y menos aún cuando se trata de consagrados. La presencia de Tomás Eloy Martínez en la inauguración de la Feria del Libro local (ya anduvo por aquí Hanif Kureishi, juntando multitudes que habitualmente sólo atraen rockeros o estrellas de la TV) me trajo el grato recuerdo del Tomás que conocí hace ya muchos años, cuando editaba el primer suplemento cultural que tuvo el diario Página 12 (la era pre-Radar) y yo era un simple colaborador. A pesar de que ya acreditaba algunos años de experiencia periodística, Tomás fue el primer editor verdadero con quien me topé: discutía mis textos, solicitaba correcciones; en suma, me exigía por encima de lo que yo parecía dispuesto a dar. Poco tiempo después, durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista, me abrió la riqueza de su archivo periodístico personal. La foto de Perón y de su primera esposa, Potota, que figuraba al final del texto, me la prestó Tomás. Las cartas originales de Potota también me las proporcionó él; fue su lectura la que me sugirió la idea de que Potota escribía a los suyos con un código secreto.

No tengo forma de medir cuánto influyó La novela de Perón en mis escritos, pero doy fe de que me marcó a fuego. Sin saberlo, Tomás Eloy Martínez me demostró que nuestra historia inmediata no era algo de lo que convenía huir (como, de hecho, hacían y hacen la mayor parte de mis coetáneos) sino que, por el contrario, se trataba de nuestra materia dramática más próxima –la misma que, como cultura viva, necesitábamos convertir en literatura de la manera más perentoria. Una de las funciones tácitas de los artistas es la de ayudar a su público a asumir, y por ende a digerir, las experiencias más traumáticas de la historia. La novela de Perón me hizo sentir que no estaba solo, que existía un escritor que escribía para mí como si respondiese a mis deseos y mis necesidades más profundos, exorcizando los mismos fantasmas. Agradezco haber tenido la posibilidad de descubrir a Tomás Eloy Martínez el escritor, pero ante todo el hecho de no haber sufrido decepción al conocer a Tomás Eloy Martínez el hombre. Si hay algo que no abunda en nuestra generación son los maestros merecedores de verdadero respeto.

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25 de abril de 2006
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Intolerancia

¿Existe uno solo de nosotros que no esté infectado por la intolerancia? No hablo de las circunstancias en que somos víctimas de esa actitud, sino por el contrario, de aquellas en las que somos los victimarios. Yo reconozco a diario este impulso en mi propia persona. Conduciendo mi auto, por ejemplo, me convierto en un Führer ambulante. Taladro a bocinazos a aquellos que avanzan a paso de mula, con el argumento de que necesito mi tiempo para cosas más valiosas. Taladro a bocinazos a aquellos que van por el medio de los dos carriles, impidiéndome sobrepasarlos por uno u otro lado. Taladro a bocinazos a aquellos que parecen haberse dormido al volante y no reaccionan ante la luz verde del semáforo. Y nunca pierdo de vista que, al hacerlo, alimento la intolerancia de aquellos que son sensibles a los bocinazos.

Sé que el Figueras al volante constituye la peor expresión de mi persona. Y al mismo tiempo hay algo de juego en mi intolerancia, de mecanismo de descarga: en un momento estoy gritándole al del auto vecino –que no me escucha, por supuesto- y al otro segundo he retomado la canción que venía cantando; el tránsito entre uno y otro estado anímico es tan veloz como natural.

Por supuesto, nunca olvido mi intolerancia en el interior del auto: es mi compañera, un Colt metafórico cuya culata siempre está al alcance de mis dedos. Soy intolerante con los escritores que considero mediocres. (Ayer, sin ir más lejos, el elogio que alguien destinó en el dominical de El País a la espantosa novela de una argentina me puso de mal humor.) Soy intolerante con determinadas músicas, sus cultores y sus fans: la cumbia en versión argentina contemporánea, por ejemplo, a la que considero la única música popular latinoamericana que carece por completo de swing. Soy intolerante con la televisión de aire. (Dios sea loado por la invención del cable.) Soy intolerante con Bush y con todos los que representan sus políticas. (Con especial predilección por Condoleeza Rice: pienso en toda la gente que luchó para que las mujeres accedan a una posición de poder, y en toda la que también luchó para que alguien de raza negra llegue a esas alturas políticas, ¿y todo para abrirle camino a este personaje?) Berlusconi, por ejemplo, me pone frenético. También soy intolerante con los hombres que hablan todo el tiempo de fútbol y con las mujeres que hablan todo el tiempo de asuntos domésticos. Y detesto esperar en los restaurantes, así como detesto todo tipo de trámites y de filas ad hoc.

Podría seguir así el día entero. En materia de intolerancias, me considero un hombre muy generoso. Si no lo fuese seguramente me sentiría perdido en un país tan rico en intolerantes. Yo vivo en una ciudad que sufre de intolerancia a los piqueteros. Husmeo con regularidad las páginas virtuales de diarios que son intolerantes con un presidente al que acusan de intolerancia. No satisfechos con los entrerrianos que expresan su intolerancia ante la instalación de las papeleras, ahora tenemos a otros entrerrianos que se manifiestan intolerantes con los intolerantes, quebrando su corte de rutas por medios violentos. ¡Dentro de poco, cuando comience el Mundial de Fútbol, nuestra intolerancia hacia el resto del orbe llegará a cotas insospechadas!

Y al mismo tiempo sé que es nuestra historia reciente la que me previene contra toda forma de intolerancia y su corolario de violencia y discriminación. La lección que impartieron con su conducta las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo (y detrás de ellas, todos los parientes y amigos de los desaparecidos) es una que jamás me perdonaría desoír. Cualquiera de ellos que hubiese hecho justicia por mano propia habría contado con mi comprensión; y sin embargo persistieron en el reclamo cívico hasta el día de hoy, convencidos de que un sólo un gesto de intolerancia dirigido a los intolerantes los convertiría precisamente en aquello de lo que siempre quisieron diferenciarse.
Por eso, aun cuando reconozco mi propia intolerancia y lidio con ella a diario en la certeza de que jamás lograré borrarla del todo, conservo un sensor escrupuloso que me impide pasar a mayores. Vivimos en un mundo que se ha puesto difícil, y que parece estar en manos de gente que ganó un concurso televisivo en busca del intolerante mayor. (American Idolizer?) Consecuentemente, la esperanza que deposito en la perdurabilidad de la especie no puede sino estar basada en la paciencia de los mansos y en su capacidad de buscar la concordia. (Dije mansos, lo cual no es igual a decir idiotas ni sumisos.)

Sería deshonesto si no aclarase que lo que me puso a pensar en la cuestión de la intolerancia fueron ciertos intercambios de mensajes que encontré en el blog. No me asustan, soy de los que ama discutir a los gritos y se enfervoriza en las polémicas. Pero no pasa un día en que no piense cuánto me gustaría encontrar la forma de ser igualmente apasionado en la búsqueda del entendimiento y de la concordia. ¿Por qué será que hacer algo malo es tan fácil y tan instantáneo, mientras que hacer algo bueno es lento y trabajoso?

Y sí, Olga Trevijano, leo todos los mensajes. Tal como imaginas, lo hago con una sonrisa en los labios. Pocas armas son más eficaces en contra de la intolerancia que el sentido del humor. Ante todo el humor que empleamos para reírnos de nosotros mismos.

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24 de abril de 2006
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Abdul, el musulmán

Según una reciente encuesta, el 90% de los españoles considera que los musulmanes son autoritarios. El 79% los acusa de intolerantes. Y un 68% los llama violentos. Pero mientras atravesamos la cordillera marroquí del Alto Atlas, mi guía Abdul parece una persona de lo más moderada y amable.

-¿Cuántas veces al día rezas? –le pregunto.
-Debo rezar cinco veces, pero puedo diferir algunas oraciones si estoy trabajando. Alá comprende.
-¿Y qué pasa si no lo haces? ¿Ustedes creen en el Diablo, como los católicos?
-No. Alá no necesita asistentes. Él decide todo, él juzga quién merece un premio después de la muerte y quién no.

La religión está más presente en la vida de Abdul que en la de cualquier católico que yo haya conocido. De hecho, lo está en la de todos aquí. Hay una mezquita en cada pueblo que atravesamos. Hay incluso más mezquitas que pueblos. Están pintadas de blanco para que destaquen entre las construcciones de un monótono color tierra. Y sus torres son siempre los edificios más altos, incluso de las ciudades como Marrakesh. Cinco veces al día –una de ellas a las tres de la mañana- los altavoces de esas torres llaman a rezar con voces que a mis oídos suenan como de ultratumba. Si no encuentras la mezquita, es que estás muerto. 

Por supuesto, la importancia de esas mezquitas para sus fieles es mucho mayor que la de las iglesias para un cristiano. En cada pueblo, el imán es prácticamente el alcalde. Recibe un sueldo del estado y asiste a una escuela durante unos cinco o seis años, donde entre otras cosas, se aprende de memoria el Corán. Una vez graduado y destinado a un pueblo, sus funciones incluyen la integración de los nómades que lleguen de las montañas: los alfabetizan, los adoctrinan y les buscan algún trabajo en el pueblo, para evitar la aparición de marginales.

-Marruecos parece un lugar muy seguro. ¿No roban?
-La religión lo prohíbe.
-¿La religión? Dirás la ley.
-Es lo mismo.

En efecto, el jefe del Islam en el país es el rey. El estado y la religión se conciben como una sola institución que cuida de la salud espiritual y el tejido social de la comunidad. El mundo musulmán tiene un sentido comunitario de todo, incluso de la propiedad. Abdul, por ejemplo, parece un millonario: usa dos casas, una de ellas de cuatro pisos y con vista al valle del Draa. Pero ninguna es suya.

-Los propietarios son mi padre, dos hermanos de mi madre, una tía, su cuñado y dos de mis hermanos.
-¿Y tú por qué no eres propietario?
-Porque no me he casado. Cuando tenga hijos, parte de la casa será mía.

La familia es el encaje social de las personas. Tener hijos es la mejor inversión, porque ellos también tendrán hijos y entre todos podrán compartir sus posesiones. Abdul tiene seis hermanos. Cuando vamos a su casa, tomamos el té con la abuela, el abuelo, tres señoras que no son pareja de los otros tres señores, tres niñas y dos pequeños. Pregunto varias veces cuánta gente vive en esa casa, pero nadie me lo sabe decir con exactitud. Eso sí, no hay fotos de ellos en las paredes ni sobre las mesas. En vez de eso, hay versículos del Corán enmarcados. La única figura humana que decora la casa es un gigantesco retrato del rey Mohamed VI, que Abdul observa con genuino afecto.

-Es un buen rey. No le gustan los ricos. Es un hombre sencillo que quiere a los pobres.
-¿Pero no me dijiste que tenía un campo de golf privado y ha construido un palacio especial para que su hijo vaya a tomar el aire del campo? 
-Sí, pero es muy sencillo. El día en que se casó, invitó a todos los pobres a celebrarlo con él.
-¿En su palacio?
-No, por las calles.

En una sociedad tan protectora de la familia, el matrimonio es, por supuesto, la institución fundamental. Si tienes dinero, la boda puede durar hasta nueve días. En Ouarzazate, nos cruzamos con alguna caravana que festejaba en la calle, bloqueando el tránsito, para que todo el mundo pudiese ver que se casaba alguien de la familia. Proporcionalmente, lo peor que le puede ocurrir a tu familia es que no te cases. De ahí el tabú de la homosexualidad.

-Los gays son ilegales, y sólo traen problemas. Mi hermano administra un hotel. Cuando llega un par de varones europeos y pide un cuarto con una sola cama, les pide sus documentos para ver si son hermanos. Si no lo son, les niega el cuarto. Que hagan lo que quieran, pero con dos camas. Así, si llega la policía, mi hermano no es cómplice.
-En España, los gays se pueden casar. Es legal.
-En eso vamos a terminar aquí también. Ya han empezado con leyes de igualdad de la mujer y esas cosas.
-¿No estás de acuerdo con la igualdad de la mujer?
-Es discriminatoria.
-¿Qué?
-Claro, porque las leyes benefician sólo a las mujeres de la ciudad, que tienen educación y pueden conseguir trabajos. En cambio, las mujeres del campo lo tienen más difícil. El 80% son analfabetas. ¿Quién se va a casar con ellas? Ahora todos los hombres quieren mujeres de la ciudad, porque ellas tienen dinero.
-Bueno, pero las de la ciudad también son más propensas a divorciarse.
-Da igual. Con la nueva ley, tras el divorcio, los bienes se reparten en partes iguales, sin importar que la mujer trabaje o no. Una razón más para que los hombres sólo quieran casarse con las mujeres de la ciudad. Esas leyes quizá sirvan dentro de varios años, pero la sociedad marroquí no está preparada para ellas.

Por momentos, recuerdo la manifestación contra el matrimonio gay que la Iglesia convocó el año pasado en Madrid. Pienso en los sacerdotes argumentando que el matrimonio gay acabaría con la familia. Rememoro a las madres manifestándose con los cochecitos de sus bebés. El 79% de los españoles piensa que los musulmanes son intolerantes, pero quizá, después de todo, no seamos tan distintos.    

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24 de abril de 2006
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¿DÓNDE?

Hay días en que la sola lectura de las noticias basta para preguntarse si se mantiene el planeta tal como lo conocemos o si nuestros dirigentes intentan crear otro mundo. ¿Dónde estamos?

1. Hugo Chávez anuncia que Venezuela se retira de la comunidad andina de naciones. Le parece que los esfuerzos de los vecinos para mejor su entorno no tienen sentido y propone a su país no cambiar su entorno sino cambiar de vecinos. Como lo pregunta el editorial del diario El Nacional: “¿Quién le dijo al Presidente que queremos ser sureños y no andinos?”.

2. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, recibe al primer cosmonauta brasileño que viaja al espacio, el teniente coronel Marcos Pontes.
Vestido con su traje de astronauta, el brasileño es condecorado en una ceremonia especial. Por favor: no leer ceremonia espacial, aunque uno se pregunta cuál es el espacio que más interesa al poder brasileño, que ahora quiere involucrarse en la industria del espacio aunque no sabe cómo traer comida al noreste.

3. Evo Morales dice a José Miguel Insulza, secretario general de la OEA, que si no sabe donde están las playas bolivianas en el pacífico, su país encontrará el camino para llegar a ellas.

Cuando parece que todo lo que es América Latina hace un giro político hacia la izquierda, existe una especie de pérdida compartida de la burbuja geopolítica. Es un movimiento doble en que se suman los sueños o las viejas aspiraciones que nunca fueron atendidas y las renuncias a trabajar en los problemas reales. América Latina es una tierra que consiguió a la vez su independencia y el fracaso de cualquier cooperación internacional. Si se quiere modificar el curso de la historia es lo que hay que hacer de verdad. En lo que tiene que ver con geografía, es una tierra ubicada entre desigualdades y despilfarro. Esto también se puede atender pero de manera seria, fuera de las posturas retóricas. Al leer las noticias, tengo la sensación de que viene otro futuro fenomenal para las novelas de dictadores. Conocemos la pregunta del caudillo: ¿Qué hora es? Y la broma para responder: La hora que usted quiera mi general. Ahora descubrimos la afirmación de los presidentes electos: “He soñado que mando en otro país, hay que crear este país, ya”.

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24 de abril de 2006
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Sobre la inconveniencia de pensar

El pensamiento es inseparable de una indestructible y profunda melancolía. Eso decía Schelling, y a su sombra, el patriarca George Steiner propone diez razones para justificar tan temible tristeza del entendimiento en uno de sus últimos trabajos.

1. Nuestro pensamiento (thought) es tan vasto como incompleto. La tierra fue científicamente plana durante miles de años. Nada puede asegurarnos de que no persistimos en similares chifladuras.

2. Nuestro pensamiento es necesariamente disperso ya que un exceso de concentración inutiliza la esfera neurológica e impide la vida. Se aguanta en punto muerto.

3. No puede haber novedad en los contenidos del pensamiento. Todo ha sido pensado millones de veces por millones de humanos, la esfera del pensamiento es limitada. Sólo las formas cambian.

4. El lenguaje natural es soberano y no se somete a la matematización. Todo él es metafórico. Cualquier constructo del pensamiento es lingüístico y metafórico. No podemos escapar de la metáfora.

5. El pensamiento se desperdicia en todo momento, no es “economizable”. Einstein confesaba haber tenido dos ideas en toda su vida. Heidegger, una. Los demás, ninguna o media.

6. Entre el pensamiento y el acto hay tantas interposiciones que ningún pensamiento puede coincidir con ningún acto. La inversa también es cierta y aún más triste.

7. No hay “realidad” ninguna accesible al pensamiento, sólo reflejos (reflections) del propio pensamiento. Aunque el pensamiento no fuera un espejo y fuera una ventana, los cristales estarían igualmente sucios.

8. Aquellas personas a las que más amamos son absolutamente opacas para nuestro pensamiento, el cual sólo conoce la soledad.

9. No hay pedagogía capaz de formar un pensamiento con garantías de no estar creando un idiota. Sobre todo, en nuestro modelo social.

10. Nuestro pensamiento nos hace extraños a nosotros mismos. Asunto muy bien visto por Sófocles.

Algunos dirán que, como Schelling, también Steiner al final de su vida confiesa no haberse enterado de nada y la rabia que le provoca irse como llegó, como un tonto. La tristeza de los viejos, etcétera, etcétera.

Yo opino que estos diez motivos de tristeza mental demuestran que Steiner, como casi todos los viejos, conserva un perfecto sentido del humor.

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24 de abril de 2006
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Romanticismo zen

Me sorprendió que tantos se enganchasen a hablar de amor, a partir del texto que ayer me inspiró un disco de Joni Mitchell. Durante un rato temí que fuesen sólo mujeres las que recogían el guante, en cuyo caso habría certificado aquello de que los hombres somos víctimas inescapables de nuestro género; pero aparecieron al fin el Jevi-llano y Javier Andrade, confiables como las mareas. De cualquier forma sigo pensando que las mujeres son más francas al hablar de sus requiebros, lo que a la larga termina convirtiéndolas en más sabias. Me gusta una canción de KT Tunstall que comienza diciendo: “Mi corazón me conoce mejor de lo que yo me conozco, así que voy a dejar que sea él quien hable”. Los hombres también tenemos corazones que nos conocen bien, pero nosotros insistimos en tratarlos de usted y no los consultamos ni para saber la hora.

Por algún motivo, seguramente vinculado a mi torpeza en la expresión de cualquier elemento emocional, Olga Trevijano interpretó que mi visión del amor era derrotista, o tal vez cínica. No es ninguna de las dos cosas, ¡y eso que cargo con un cofre lleno de frustraciones! Defendería la imagen del amante como autoestopista porque creo que el amor suele conducirse de esa forma: nos recoge ocasionalmente, nos transporta por un rato y la mayoría de las veces vuelve a dejarnos al borde del camino, pero no creo que esto sea una visión negativa del asunto, sino más bien realista –y desde la esperanza. En este terreno no hay nada más venenoso que las expectativas equivocadas. Hace ya tiempo que no aliento la fantasía de “conducir” el amor; creo que todo lo que puedo hacer es comportarme como un surfer, esto es ser paciente en la espera de la ola justa, cabalgar encima de su fuerza aprovechando el impulso y aspirar a no caer antes de tiempo.

Cuando digo que la satisfacción emocional es imposible, me refiero a la satisfacción definitiva. Por supuesto que conozco la felicidad, pero me consta que es tan fugaz como una ola y la acepto tal cual es. En su esencia no se diferencia mucho del fenómeno de la vida del que por supuesto forma parte, y al que alude como un eco: algo que tan sólo es, y siempre brevemente. En cuanto tratamos de imponerle nociones intelectuales como el transcurso en línea recta o la perdurabilidad del calendario, sólo produce dolor. Esos dolores tan profundos como los que impulsaron al amigo de Ana María a decir que desearía no haber vivido determinadas experiencias aun cuando no sea verdad, porque se bajó de esas experiencias en otro lugar de la autopista –un lugar más próximo al nuevo amor.
(Días atrás oí algo sabio de boca del más improbable de los oráculos, esto es una ex modelo: ella decía que la fantasía del amor eterno era propia de una época en que la vida era por fuerza mucho más corta. Una cosa era conservarlo cuando moríamos a los treinta años, y otra muy distinta es conservarlo ahora, cuando nuestra expectativa de vida llega a los ochenta o noventa. De cualquier forma yo sigo aspirando a que mi amor dure lo que me resta de vida.)

No creo que la oposición clasicismo-romanticismo nos ilumine en esta materia. Lo que nos serviría, imagino, es una suerte de combinación de ambos estilos que quizás podría llamarse romanticismo zen: un approach que utilice la intensidad del romanticismo con la perspectiva del zen y nos permita gozar de la pasión con plena conciencia de su fugacidad. Y aquí subrayo: gozar de la pasión, no sufrirla. Encontrar el punto en que la noción de ser transpasados por una emoción que no podemos retener ni encapsular se convierte en parte del goce, y no de sus espinas. Está claro que no existen dos olas iguales, pero la certeza de que tarde o temprano otra ola romperá en la playa lo aproxima a uno a un cierto equilibrio que facilita la verdadera apertura del corazón.

Que es de lo que se trata, finalmente: volverse disponible al amor, habiéndole perdido el miedo al dolor.

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21 de abril de 2006
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Más anacronismos

Que Zeus se viera obligado a adoptar los disfraces más indignos para ocultarse de su vigilante esposa cada vez que copulaba con una mortal, que llegara a la ignominia de hacerse pasar por un cisne, me parece intolerable. Desde luego, muy impropio de nuestros ancestros, que eran gente por lo general apersonada y de buenas maneras.

¿Cómo es posible que ya entonces el adulterio fuera asunto espinoso y mal reputado? Sin embargo, los fornicios de Afrodita con Marte y de Helena con Paris, tan fieramente castigados, así lo atestiguan. La maldición del adulterio suele justificarse por la legitimidad de la descendencia, pero me parece muy flojo argumento.

No es evidente que se considere una traición a la sangre. Ciertamente, un dolor intenso atraviesa al marido, pero a ese dolor debe añadirse la vergüenza, porque el cornudo siempre y en todo lugar ha sido motivo de burla. No así la adúltera, la cual recibe castigo, pero no humillación.

Todos sabemos además que, por sublime paradoja, sólo una porción pequeñísima de adúlteras acaba siendo conocida. Todos los adúlteros, en cambio, son descubiertos al instante. Si con el adulterio se jugara la herencia, no habría burla. El populus no hace chistes con el oro. Ha de ser algo mucho peor.

La última versión de adulterio que ha llegado a mi conocimiento es la de Separate lies, película de Julian Fellowes, architípicamente inglesa, que entretiene mientras dura y luego se olvida. Sin embargo, plantea el asunto de un modo poco frecuente.

En esta historia, el cornudo es un buen hombre que ni queda en ridículo, ni da pena, ni es un canalla, ni tampoco un payaso, sino un ciudadano que negocia el asunto con considerable dignidad.

Muy bajo ha tenido que caer el adulterio para que se haga héroe a un cornudo. Aunque sea inglés. 

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21 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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