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URIBE Y KIRCHNER

Del caribe a la Tierra del Fuego, de la reelección de Álvaro Uribe, el domingo, en Colombia, al discurso de Kirchner recordando el lunes a los militares argentinos que tienen su casa en los cuarteles, no en el palacio presidencial, vemos dos caras de América Latina, dos caras del autoritarismo. No hay que equivocarse en la interpretación de cada episodio, pues puede ser que Hugo Chávez no sea siempre la figura que cambia el juego político del continente. Colombia y Argentina se mueven también.

En el caso de Colombia, Uribe no acaba de ganar un partido sino de cambiar las reglas de la política. La BBC se equivoca cuando ve, como muchos medios de comunicación en el mundo occidental, un éxito de la mano dura, el triunfo de un presidente que se encerró en una política de restablecimiento del orden público. Uribe representa mucho más, lo adivina El Tiempo en su editorial: con este presidente se termina el viejo juego que permitía un vaivén entre liberales y conservadores en el ejercicio del poder. Hay que volver al general Gustavo Rojas Pinilla (hablamos de los años cincuenta) para entender lo que se produce en Colombia.

Rojas Pinilla era un militar al servicio de una política de mano dura que utilizaba para salir del ciclo de las violencias y otros bogotazos. Desde entonces, un presidente era un señor que tenía una casa en la zona norte de Bogotá y, más allá de la lucha entre los partidos liberal y conservador, defendía los intereses de una oligarquía única (la que va de compras a Miami y cuyos hijos encuentran su pareja en la Universidad de Los Andes). Esa oligarquía está todavía en el poder pero tiene que compartirlo. Con Uribe, no es solo la mano dura la que aparece; ya existió antes, lo he dicho, con los militares en el poder. No, con Uribe se construye el poder presidencial con el trabajo de un cacique, de un jefe que manda al Estado tal como se habla en un consejo comunal; es decir, de un hombre que no se siente cómodo con la sociedad bogotana. Tarde o temprano habrá que entender esto: Uribe es el presidente de la Colombia que Pablo Escobar dejó a los colombianos, un país donde cambió la distribución de la riqueza, con nuevos ricos y una competencia entre paramilitares y guerrillas. Otro país.

No se trataba de esto cuando Kirchner habló el lunes frente a los militares argentinos. El espectáculo de un presidente democráticamente elegido que dice a los oficiales: “No tengo miedo, no les tengo miedo”, tal como lo cuenta Clarín, es también la imagen de un poder fuerte. Pero, al contrario de lo que representa Uribe en Colombia, traduce la continuidad de la sociedad argentina, y de su clase rica. De verdad, el gran acto de Kirchner en los últimos días fue su discurso público para el tercer aniversario de su llegada al poder, en lo que él llamó “la plaza del amor y la reconstrucción”. Era la Plaza de Mayo, la plaza de siempre, arrebatada por sindicalistas y miembros del justicialismo en un acto de falsa espontaneidad que recordaba las horas más altas del peronismo. No faltaron grupos para gritar “Borombombón, borombombón, todos queremos la reelección”. El presidente no les hizo caso pero parece claro que ya se ha metido en el mismo camino que Uribe, con una gran diferencia: no busca otro cambio en Argentina que el retorno a una cultura política autoritaria y el mantenimiento de la distribución de la riqueza tal como funcionó siempre en un país con una corrupción grande.

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30 de mayo de 2006
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El taxista que jugó con Maradona

Es difícil escribir sobre Argentina. Cuando viajo a un lugar del que no sé nada, como Marruecos, todo me llama la atención, cualquier detalle da para contar una historia. Cuando voy a cualquier otro país de América Latina, por el contrario, me bastan unos minutos para comprender los códigos, los sobreentendidos, las situaciones, porque son equivalentes a los del Perú. Pero en Argentina, siempre tengo la sensación de que algo se me escapa, de que hay una parte del código que no llego a entender.

Quizá se deba a que éste es un país con más clase media, y un país hecho por inmigrantes, de modo que los conflictos habituales de los demás latinoamericanos aquí no operan. Por lo que sea, el caso es que me paso un día entero rumiando ideas, sin saber qué cuernos escribir para este blog. Un periodista me sugiere visitar las tiendas de armas de una céntrica galería comercial, pero cuando voy, no hay más que un pequeño puesto de cuchillos. No me sirve, y las horas pasan sin saber de qué escribir.

Aún no lo sé cuando tomo el taxi para la presentación de mi novela, en la Boutique del libro de Palermo. Estoy inquieto y de mal humor. Por eso, cuando noto que el taxista quiere conversar, trato de responder con monosílabos para ver si se aburre. Pero es inconmovible:

-¿De dónde es usted?
-Soy peruano.
-¡Ah! Tenían buen equipo de pelota.
-Sí. Cuando los partidos eran en blanco y negro.
-No. Aún mucho después. Lo sé porque yo jugaba por el equipo argentino.
-¿En serio?
-Yo jugaba con Maradona.

Mientras el taxi abandona la avenida Corrientes, pienso: porteño mentiroso ¿esperas que te crea este cuento para turistas? Pero él continúa:

-Jugamos en la categoría juvenil. Primero fuimos al Sudamericano de Uruguay, luego al mundial de Tokio, en el 79. Y lo ganamos. 3-1 les dimos a los rusos.

Sí, hombre, y yo soy el Nene Cubillas.

Desde donde estamos aún se ve el obelisco, cada vez más lejos. No es tan grande como Maradona, pero también es un símbolo. Trato de pillar al taxista en alguna mentira:

-¿Y no jugó en la de mayores?
-No me convocaron. Tampoco duré mucho en el fútbol. Jugué en el Español cuatro años más y me lesioné la rodilla. Dos veces me lesioné. La segunda acabó con mi carrera.
-¿Y cómo era Maradona?
-Un pibe más. Igualito. Luego ha cambiado.
-¿Cómo ha cambiado?
-Un hijo de puta se volvió.
-¿Ah, sí? ¿Qué te ha hecho?
-No, a mí, nada. Pero a muchos otros los ha tratado muy mal. Yo debo haberlo visto unas diez veces más, y siempre fue un pedante que se creía más que todos los demás.
-¿Por ejemplo?
-Lo que te digo, un hijo de puta.

Por más que lo intento, no consigo sacarle detalles sobre cómo se volvió Maradona tan mala gente. Quiero alguna anécdota sórdida, al menos picante, pero el taxista se limita a repetir su adjetivo. Al final, antes de bajar, le pregunto su nombre.
Minutos después, le pregunto a Fernando, el librero de la boutique, si Argentina ganó el mundial juvenil de Tokio en 1979.

-¡Claro! Todos madrugamos ese día para ver el partido. 3-1 les dimos a los rusos.
-¿Y te suena el nombre de Sergio García?
-Era el portero. Era bueno. Pero no se volvió a saber de él. Creo que jugaba en el Chacarita o en el Español.

Por la noche, al volver al hotel, busco datos en Internet sobre esa final, de ser posible, sobre ese portero. Me encuentro con unas declaraciones de Maradona sobre el mundial juvenil: "nunca me divertí tanto dentro de una cancha. Sacando mis hijas, me cuesta encontrar una alegría semejante". También encuentro un artículo de Página 12 que conmemora las bodas de plata del campeonato y narra un conversatorio entre ocho de los participantes, incluidos el entrenador del equipo, César Menotti y el portero García. Todos recuerdan el equipo con ilusión. Uno habla de Maradona como “un pibe que tenía la misma alegría dentro y fuera de la cancha”. Otro añade: “Cuando fuimos a Japón, Diego ya era una figura a nivel mundial, y jamás hizo diferencias con sus compañeros”.

Más abajo, en la misma nota, leo que el gobierno trató de convertir la final de Tokio “en una manifestación política contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que recogía denuncias de familiares de desaparecidos en la Avenida de Mayo, intentando manipular para beneficio de la dictadura militar lo que había sido una conquista deportiva legítima”.

Escudriño la minúscula foto que ilustra el artículo tratando de reconocer al taxista en el borroso caballero que abraza a Menotti. Supongo que puede ser, como también puede ser cualquier otro. Pero me pregunto, ¿qué le habrá hecho Maradona? De verdad, lo odia.

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30 de mayo de 2006
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¡Menuda cara!

Doscientas cincuenta fotografías de Cindy Sherman en el Jeu de Paume de París, dan para un buen rato. Cada una de ellas es una historia, pero el conjunto también lo es.

Las fotografías, especialmente las de los años setenta, pequeñas y en blanco y negro, nos invitan a fantasear la vida de cientos de mujeres irrepetibles, como esa atractiva ama de casa que recoge su cabello con un pañuelo y mira de reojo mientras cierra la puerta del chalecito suburbial.

Está asustada, pero también excitada. ¿Ha visto algo inquietante? ¿Un extraño? ¿O acaso no está saliendo de su casa? ¿Quizás estaba abriendo la puerta cuando alguien apareció a su espalda? ¿Alguien excesivamente conocido? ¿No sabe si dejarle entrar o gritar pidiendo auxilio? ¿Es su exmarido? ¿Será el inspector de Hacienda?

Esta primera época es excelente porque Sherman conoce muy bien los arquetipos populares del cine negro, de los seriales televisivos, de la cultura barata, de las revistas femeninas de los años cincuenta y sesenta. Esas figuras están fijadas para siempre en las portadas de miles de noveluchas. Son su pasión, las ama, quiere ser como ellas. Pero entonces sucedió algo terrible: tuvo un éxito loco. Se convirtió en una estrella. Ganó muchísimo dinero.

El resto es la historia de una decadencia. Las fotografías de los años ochenta son más grandes y en color. Las de los noventa aún mayores (ocupan toda una pared), utilizan soportes muy caros de un vívido cromatismo hiperrealista. Las más recientes hacen llorar: son mediocres, carecen de imaginación (las que imitan cuadros de maestros antiguos), buscan un efecto inmediato y banal (las pseudoporno), se dan facilidades intolerables (esa serie dedicada al gore), resultan pretenciosas (las llamadas “surrealistas”).

Y al final, en 2003/04, el batacazo descomunal. La serie de los payasos. Una payasada en la que los críticos desesperados tratan de ver alguna trascendencia. La burla de sí misma, el descrédito del arte, etcétera. La nausea.

He aquí una joven inteligente y creativa que inventa un género fotográfico, pero que, incapaz de sostener la tensión artística, deriva hasta convertirse en una fábrica de objetos cada vez más caros, espectaculares y ordinarios.

Tengo para mí que el concepto mismo de decadencia se define con el helenismo. Los llamados primitivos griegos inventaron recipientes de alfarería cuyas formas admirables, el kilix, el skyphos, la cratera, perduraron durante siglos. Llamamos decadencia a esos mismos objetos, pero producidos por artesanos sin imaginación en tamaño gigante y con materiales lujosos como el ónice, la plata y el oro.

La mejor historia femenina de Cindy Sherman es la suya. Y lo más curioso es que esa historia carece de imagen.

 

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30 de mayo de 2006
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Héroes al gusto del consumidor

En su edición dominical, el New York Times informaba de la tendencia de las editoriales de comics más populares (DC, la de Batman y Superman, y Marvel, la de Spiderman y X-Men) a crear cada vez más superhéroes que representan a minorías. Parece ser que ahora existe una BatWoman que es lesbiana, y un tal Blue Beetle que extrae su poder de un amuleto precolombino y que en su vida civil, esto es cuando no se disfraza como Blue Beetle, es un muchacho de origen mexicano. Le va a hacer falta ese amuleto y muchos más para revertir la política del gobierno norteamericano hacia los inmigrantes ilegales.

No niego que la tendencia pueda ser positiva, pero como tantas cosas que hacen los norteamericanos, huele más a mercadotecnia que a buenas intenciones. Si de verdad están tan interesados en representar a las minorías, ¿por qué accionaron legalmente para prohibir una exposición de arte que mostraba a Batman y Robin embarcados en actos sexuales –el uno con el otro? Si aspiran a la corrección política, ¿por qué no permiten que cada tribu urbana se apropie de los héroes clásicos como más le guste?

Estoy seguro de que los departamentos de comercialización de Marvel y DC cuentan con estudios que informan sobre la composición étnica y orientación sexual de su público; deben estar tratando de entregarle a sus compradores lo que imaginan que desean, y por eso alteran sus líneas narrativas y sacan a luz proyectos que habían enterrado. Esta suerte de “creaciones dirigidas”, que tanto tienen de laboratorio, no suelen dar buenos resultados. El artículo informa que muchas series concebidas de esta manera ya han sido discontinuadas, porque el público no respondió como esperaban.

Los cálculos aplicados al arte nunca funcionan bien. Pocos días atrás, el mismo New York Times publicó una encuesta que realizó entre doscientos escritores, críticos y editores en busca de la mejor novela norteamericana de los últimos veinticinco años. El resultado es el paradigma de la corrección política aplicada al arte: triunfó Beloved, de Toni Morrison, por encima de novelas indiscutiblemente superiores como Underworld y Libra de Don DeLillo, la saga de Rabbit Angstrom escrita por John Updike y American Pastoral de Philip Roth. Imagino que la mayoría de los votantes puso Beloved alto en la lista para cubrirse de cualquier sospecha (Toni Morrison es negra, y Beloved habla de la dolorosísima experiencia negra en los Estados Unidos), y al hacer la cuenta final los votos para DeLillo, Updike y Roth resultaron divididos entre muchas de sus novelas y terminó triunfando la culpa (norte)americana por encima de la literatura. Toda la lista final transpira cierta angustia introspectiva, se trata de novelas que aunque más no sea tácitamente intentan responder a la pregunta: ¿Qué fue lo que salió mal? Yo prefiero toda la vida Wonder Boys y The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, de Michael Chabon, antes que Beloved.

En lo que respecta a los superhéroes que representan a las minorías, me gustaría decirle a los señores de Marvel y DC que no se preocupen por crear personajes de origen latino, que de eso nos encargamos nosotros.

O por lo menos deberíamos estarlo haciendo.

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30 de mayo de 2006
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LILITA ABREU

Era cubana. Se llamaba Rosalía Abreu Sánchez. Todos le decían «Lilita», menos Alexis Léger que ponía «Liu» en sus cariñosas cartas. Alexis Léger es el poeta que consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1960 bajo el seudónimo Saint-John Perse. Por primera vez se publica su biografía: Saint-John Perse, les rivages de l’exil, de Joëlle Gardes (Editions Aden). Un trabajo serio, largo (trescientas cincuenta páginas) y con limitaciones obvias. Falta emoción, falta el anhelo de convivir una aventura poética en lo que es más bien una recopilación de hechos desplegados en un orden cronológico. Por suerte, tenemos a «Lilita».

Ella es un fantasma ineludible en la historia literaria francesa del siglo XX. Nació en París, pero de padres cubanos, y creció haciendo muy largas estancias en la isla y en EE. UU. Su padre era el típico hijo de una familia de las Canarias enriquecida en Cuba. Dejó a la madre, que era todo un caso al atender siempre sus trescientos monos antes que a sus hijos. Cuando Lilita llega a París, en 1907, tiene veintiún años. Se convierte enseguida en la reina del salón de la tía que la hospeda en una casa espléndida de la calle Beaujon. Por un año, fue novia de Louis Pasteur Vallery-Radot, bisnieto de Eugene Sue, médico famoso y futuro héroe de la resistencia contra los nazis. Lo deja y enloquece a Jean Gireaudoux, el novelista y dramaturgo. La biografía de Gireaudoux, que publicó Jacques Body hace dos años, no deja duda alguna sobre la eficacia de su coqueteo. Gireaudoux tiene el corazón machacado, como en la canción de Ary Barroso, y huye a Francia por ella.

Todavía se puede comprar en París por unos cien euros las Dix lettres à Lilita (Diez cartas a Lilita) de Leon-Paul Fargue, otra víctima de esa bomba cubana que termina por casarse con un empresario que tiene plata y pocas exigencias («Lilita» mantiene un piso suyo). Pensar en Anaïs Nin, otra cubana con sumo talento para la seducción, sería un error. «Lilita» fue una mujer sencilla y sensible. Aparece en la vida de su amante como una luz generosa que Saint-John Perse se dedica a mantener en la sombra. Se encontraron hacia 1925; llegaron a ser íntimos a principio de los años treinta; compartieron, sin convivir, un exilio en los años cuarenta en Washington.

No hay scoop en el relato de la relación que ofrece la biografía. El scoop tuvo lugar en 1987, cuando Mauricette Berne, una conservadora de la Biblioteca Nacional de París, publicó Lettres à l’étrangère en Gallimard. El título venía como un eco al famoso Poème à l’étrangère (Poema para la extranjera): «vous qui chantez –c’est votre chant…» (no, no me atrevo a traducirlo). El libro revelaba la naturaleza de la relación entre el poeta y su “Liu”. Saint-John lucía bastante mal en su papel de amante escondido. Tampoco parece muy simpático en la biografía. Llegó a ser secretario general en el ministerio francés de asuntos exteriores. Típico funcionario francés de la haute administration: un señorito que por ocupar una posición social cree tener una visión suya. La Segunda Guerra Mundial le ofreció una oportunidad tremenda. De Gaulle le esperaba. Pero se dedicó, después de una mala entrevista con Churchill, a una presión ineficiente sobre el presidente americano Roosevelt. Esperaba todo de la Casa Blanca. La biografía recuerda la valoración aplastante de De Gaulle en 1942: «A pesar de sus grandes apariencias, Léger no tiene casta. Puede ser un diplomático, pero no sabe lo que es la política. Entonces sigue la política de cualquier otro. Es lo que ha hecho siempre. No le podemos dar la importancia que no tiene».

Por lo menos estaba la poesía. De esto, sí, Léger sabía algo. Y «Lilita» también, que no se equivocó al ser la primera en leer el Poème à l’étrangère. Entendí que era una carta de ruptura. Termina con: «Je m’en vais, ô mémoire…» (Me voy, memoria…). En realidad no fue así: «Lilita» se marchó de Washington sin despedirse del gran poeta y pequeño hombre cuyo talento debe tanto a su presencia.

Tendremos mucho Saint-John Perse en Francia el año que viene: su obra es el tema del próximo concurso de la agregation (el concurso para ser profesor de literatura en la universidad). Quizá sea una buena oportunidad para mejorar el sitio Internet dedicado al poeta. No seduce para nada. Prueba de esto: habla poco de «Lilita».

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29 de mayo de 2006
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La Eternauta

El artículo que José Pablo Feinmann publicó ayer en el diario Página 12 disipó la intriga que yo conservaba desde el acto del 25 de Mayo en la Plaza: ¿quién era esa mujer que aparecía detrás de Kirchner en el escenario, durante el discurso presidencial? Porque había otras mujeres muy fáciles de identificar: la propia Cristina Fernández de Kirchner, y las inconfundibles Hebe de Bonafini y Estela Carlotto, en representación de una agrupación de Madres y de las Abuelas de la Plaza. Pero esta otra mujer, con el rictus de dignidad en el rostro que sólo confiere un dolor extremo, ¿quién era? Feinmann me lo confirmó: era Elsa Oesterheld, la viuda de Héctor Oesterheld, el creador de historietas inolvidables como El Eternauta, Ernie Pike y Sargento Kirk. Oesterheld es uno de los treinta mil desaparecidos durante la dictadura. Pero no es el único Oesterheld en esa lista, como Elsa puede confirmar. Hay otros cuatro Oesterheld desaparecidos: sus cuatro hijas.

Dice Feinmann que Elsa fue siempre antiperonista, furibunda, cerrilmente antiperonista. Y que por eso su tragedia es doble: no sólo perdió a sus seres amados, sino que además no comprendió en su momento la causa por la que ofrendaron la vida. Sin embargo Elsa aceptó la invitación a participar del acto, y a subir al escenario en el que no había ningún signo de la liturgia peronista; tan sólo un cartel que rezaba La Patria somos todos. Dice además Feinmann que la llamó esa noche y que la encontró contenta. Según contaba Elsa, al subir al escenario Kirchner le dijo que bajase la cabeza para que no se golpease con un caño, y ella replicó: “Vea, Presi, nunca un presidente me había cuidado la cabeza. Al contrario, si me habrán golpeado ahí y en todas partes…”

Elsa tiene 81 años y está entera. Le dijo a Feinmann que en un momento del acto del 25 miró a la multitud y le pareció que en cada chico de la multitud veía a sus hijas. Todo lo que les queda de ellas es un nieto llamado Fernando, que está en Alemania, y otro llamado Martín, que le ha dado un bisnieto llamado Tomás. Y por supuesto, también estamos todos aquellos que crecimos venerando las historietas de Oesterheld. Sería justo que nos considerase su familia extendida, porque los relatos de Héctor fueron parte vital de nuestra educación. Oesterheld escribía aventuras protagonizadas no por superhéroes, sino por hombres parcos y siempre dignos. No eran héroes de profesión, sino tipos que llegado el momento decidían estar a la altura de su propia Historia. Como el mismo Héctor, en suma.

Su obra más conocida, El Eternauta, tiene como protagonista a Juan Salvo, un hombre común y corriente a través de cuyos ojos vemos una invasión extraterrestre. Salvo, su mujer y su hija sobreviven por casualidad a una nevada mortífera que los extraterrestres envían sobre Buenos Aires. Cuando comprueba que también hay otros sobrevivientes, Salvo se integra a la resistencia. La lucha es desigual, en aquel Buenos Aires de los años 60 no existen medios para combatir contra una tecnología tan superior. Pero Salvo y los otros perseveran hasta obtener una triste victoria. Al término de esa batalla, Salvo comprende que su hija y su mujer han desaparecido. De allí en más se dedica a buscarlas por toda la eternidad, por eso es un eternauta, porque navega el tiempo en busca de los seres amados que ha perdido y con los que, está seguro, terminará reencontrándose en algún momento.

Siempre pensé que había mucho de Oesterheld en Juan Salvo, pero ahora creo que existe otra lectura posible, más cercana a la verdad: Juan Salvo es Elsa. Ella es La Eternauta.

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29 de mayo de 2006
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El equilibrista

Desde mi llegada a Buenos Aires me llaman la atención los carteles con leyendas como “El presidente tiene algo que decirte”, “Ahora el pueblo sabe de qué se trata” y “Todos a la plaza con Kirchner”. Están por toda la ciudad, y convocan a los ciudadanos a festejar el 25 de mayo, día nacional de Argentina y tercer aniversario de la toma de mando del gobernante. De hecho, la estrategia de marketing enfatiza hábilmente la doble celebración. Los diversos carteles transmiten constantemente el mismo mensaje: Kirchner es Argentina, un líder y un pueblo que se comunican directamente y sin  intermediarios.

Al verlo tan imponente, tan por todas partes, parece mentira que este hombre haya llegado al poder con un mísero 22% de los votos. De hecho, el entonces delfín de Duhalde era un desconocido para casi la mitad de los votantes en el 2003. Pero desde entonces, la pobreza se ha reducido en veinte puntos, el desempleo ha bajado a la mitad y el PIB crece a un ritmo del 9.2%, sólo superado por el crecimiento de China. Paralelamente, la intención de voto por Kirchner ha escalado hasta el 53% y la aprobación de su gestión ronda el 80%. Por eso, su equipo quería que la celebración del 25 de mayo fuera una gran manifestación de apoyo desde todos los confines de Argentina. Nadie menciona en público la palabra “reelección”, pero eso es lo que está en juego.

Para conseguirla, la clave es el equilibrismo. En este país en que el peronismo es la izquierda y la derecha, Kirchner camina con notable habilidad siempre en el borde del abismo: en algunos carteles aparece con veteranos líderes justicialistas, para ganarse a los del partido de toda la vida. En otros, dirigidos al electorado de izquierda, lo vemos triunfalmente rodeado de Hugo Chávez, Evo y Lula, la guardia de honor del progresismo latinoamericano. Kirchner sabe bien que los de derecha no necesitan carteles, les basta con las cifras. Y en la mayoría de los afiches, simplemente aparece la K mezclada con el mapa argentino, o los colores de la bandera. Esa es la propaganda para los votantes patriotas, siempre mayoritarios. Seas del color que seas, tienes que querer a tu país.

La publicidad televisiva del 25 de mayo siguió el mismo esquema: sucesivamente,  contemplamos a Kirchner en una reunión internacional en pose de estadista, dando un discurso con gesto enfático, cantando el himno nacional solemnemente junto a su esposa Cristina y, finalmente, descendiendo del estrado para fundirse con su pueblo: ¿alguien dijo Perón?

Este nivel de detalle con las imágenes y gestos políticos supera lo estratégico y alcanza lo obsesivo. La relación de Kirchner con la prensa ha sido tensa en estos años. Varios periodistas se sorprenden del grado de detalle con que recuerda y refuta cada crítica a su gestión, incluso de los periódicos regionales. Un entrevistador me cuenta una anécdota significativa: fue a la Casa Rosada a entrevistar a la primera dama y salió el presidente en persona a decirle que la señora iba a demorar, que si no quería mientras tanto dar un paseíto por la residencia. Durante el paseo, Kirchner se quejó al periodista por una nota que había sacado meses antes y que ni siquiera era especialmente agresiva. Pero el presidente recordaba en qué párrafos estaban sus “inexactitudes” y las corrigió una por una.

Muchos de los periodistas críticos protestan precisamente por lo que consideran el doble discurso de Kirchner: una especie de argentinidad total pero selectiva. De hecho, en una pared de la avenida 9 de julio se puede ver el lema “la patria somos todos” junto con los afiches que lo desmienten: uno de los posters muestra fotos de quienes “no van a la plaza”: Menem, de la Rúa, Cavallo –que fue ministro de los dos- y el opositor Macri. Otro lema acusa al Partido Radical de faltar a la plaza y preferir asistir a la asunción de un diputado acusado de torturador durante la dictadura. El silogismo refuerza por negación el sentido de toda la campaña: si quieres a Argentina, vas a la plaza. Y si vas a la plaza, quieres a Kirchner.

Ése es el equilibrio retórico más delicado del presidente. Pero funciona. El 25, la Plaza de Mayo está a reventar. El gobierno habla de 350 mil personas, incluso los cálculos más mesurados le conceden unas 200 mil. El transporte público es gratuito, pero además la gente ha venido de toda Argentina, muchos de ellos después de viajar toda la noche. Está el Sindicato de Obreros Maestranza, el Sindicato de Vendedores de Diarios y Revistas de Tucumán, las Madres de Mayo y las abuelas, los piqueteros con sus camisetas de Evita, incluso intendentes del Partido Radical. Durante su discurso, Kirchner convoca “a todos los argentinos que, por encima de cualquier cuestión, quieran consolidar una patria cada vez más plural”. Eso sí, advierte que los periodistas “escriben cualquier cosa”.

¿Qué es entonces el pluralismo? Para explicarlo, el ministro del Interior Aníbal Fernández hace unas declaraciones ilustrativas. Cuando le preguntan si los líderes políticos como Macri o Carrió estarán incluidos en el proyecto plural, responde: “no los imagino dentro del pluralismo, porque no piensan como nosotros”.

No todos tienen ese talento funámbulo para usar las palabras.

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29 de mayo de 2006
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Sucesión

Cuando los príncipes mueren jóvenes, el reino llora pero la corte tiembla. Todos giran el rostro para no ver el dolor del viejo rey cuya vida había ya concluido en el sosiego y ahora vuelve a comenzar sometida al peor de los sufrimientos: vivir más que los hijos. El más insoportable de los destinos.

El príncipe Edouard se ahogó el pasado viernes tras el hundimiento de su navío de placer, un fileyeur-ligneur de apenas nueve metros de eslora, con el que había salido a pescar lubinas.

La juventud del príncipe hace imposible, para mayor desesperación de la corte, que la corona pase a sus hijos: los varones son de muy corta edad y las hembras están excluidas del trono en este peculiar y poderoso reino.

Edouard, de 42 años de edad, había conducido a su pueblo con destreza y audacia, convirtiendo el reino de Michelin en uno de los más poderosos de Europa. Durante los últimos años había vivido sus mayores victorias gracias al contrato de armas que mantuvo con el mercenario español Fernando Alonso, un capitán de indescriptible arrojo, campeón en todas las batallas.

Tiemblan los cortesanos, llora el pueblo. En el horizonte se perfilan los reyes de Goodyear y de Bridgestone afilando sus espadas. El vacío de poder atrae a la sangre como el imán a las virutas de hierro. No hay vacío más vertiginoso que el anillo de aire formado por una corona sin cabeza. Lo dijo Shakespeare, pero no suele equivocarse.

La estrategia de Edouard había consistido en no firmar alianzas más que con aquellos feudales que demostraran poseer grandes cantidades de oro, en especial el grupo conocido como “los 4X4”. Simultáneamente, había abandonado a su suerte a los pequeños súbditos sometidos a robos y estafas por los innumerables señores de la guerra que martirizan a esa pobre gente. Un modo de actuar quizás algo cruel, posiblemente algo cínico, pero de impresionantes resultados. En 2005 el reino había ganado 889 millones de euros.

El difunto Edouard sabía lo que se hacía: el grupo de los 4X4 cuyo origen es rural, se ha impuesto en las ciudades y sus corazas negras, relucientes, sus cristales ahumados, las parrillas atigradas, el penacho altivo de sus antenas direccionales, dominan plazas y caminos. De grandes dimensiones, muy potentes y con gran atractivo entre las mujeres, son hoy en día los más envidiados y gloriosos. A su paso, todos los demás se apartan e inclinan los guardabarros.

La bandera del reino, la célebre Bibendum que representa a un humano formado por ruedas de caucho, ondeaba en todo el mundo desde 1898. Los cortesanos se preguntan ahora si seguirá alzada muchos años más. Se oye relinchar a lo lejos a los caballos sajones. Caballos CV, evidentemente.

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29 de mayo de 2006
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(Continuará.)

A veces me pregunto cómo sería aquella época en que los lectores esperaban la aparición del nuevo episodio de una ficción serializada; como los estadounidenses que aguardaban la llegada del barco que llevaba los últimos capítulos de The Old Curiosity Shop, de Charles Dickens, y que le preguntaban a los marineros aun antes de atracar: “¿Ha muerto la Pequeña Nell?” Pero no tengo muchas dudas al respecto, porque salvando las distancias históricas y tecnológicas, puedo entender la ansiedad y el dulce placer de una espera que es también dolorosa. Yo soy de los que espera cada semana la emisión del nuevo capítulo de la serie Lost.

Se trata de un arte que los escritores ya no practican, y que ha quedado por completo en manos de la gente que produce seriales o melodramas: el de terminar cada capítulo satisfaciendo al espectador y a la vez produciéndole deseos de saber más. Los creadores de Lost tienen claro que Dickens ha sido su precursor en la persecución de ese delicado equilibrio: en el último episodio de la segunda temporada, que acaba de ser emitido en los Estados Unidos, un personaje clave lleva siempre consigo un ejemplar de Our Mutual Friend. (Según declararon a The New York Times, se trataba de un homenaje a dos bandas: a Dickens, por las razones ya explicitadas, y a John Irving, otro discípulo del maestro, que dijo a la prensa que no había leído Our Mutual Friend “porque quería guardarse para el final” la única novela de Dickens que no ha leído aún.)

Yo mido mi semana de acuerdo a estas ficciones adictivas: el lunes, por ejemplo, no es el primer día de la semana laboral sino el día de Lost. Envidio a aquellos que, como el cineasta Marcelo Piñeyro, tienen la presencia de ánimo de esperar la salida de la temporada completa en DVD. (Parsimonia que esconde una glotonería peor que la mía, ya que se trata de tener a mano la temporada completa para poder ver capítulo tras capítulo sin parar.) Y manifiesto un cierto desprecio por aquellos que como mi amigo Nico Lidijover se los bajan de internet apenas los transmiten en USA; yo pretexto que los ven de manera horrible, con saltos e imagen granulada, cuando en realidad siento una terrible envidia porque no sé cómo bajármelos…

Lo que más me tienta de la idea de producir alguna vez para la televisión es el deseo de generar en otros esta ansiedad a la vez horrible y maravillosa que tanto disfruto como espectador. Mientras tanto me limitaré a tratar de producirla con mis novelas. Creo que en la nueva, La batalla del calentamiento, se me ha colado algo de esta intención. Y cada vez estoy convencido de que será un elemento clave en la novela que ya empecé a organizar. Lo ideal sería poder editarla en partes; ya sé que el esquema es anacrónico, ¡pero a Stephen King no le fue nada mal con The Green Mile!

(PD I: mientras escribo esto, jueves por la tarde, soy consciente de que en el fondo de mi mente existe la consciencia de que hoy es el día E.R., serial que vengo siguiendo adictivamente desde hace, ugh, er… ¡doce años!).
(PD II: a veces me pregunto si lo que más me gusta de este blog no será el mecanismo adictivo, la generación de una curiosidad diaria. Ya sé que se los ha usado alguna vez para colgar ficciones serializadas, pero en general están teñidas de una modernidad que parece inevitable dada la propia modernidad del medio. Lo que me pregunto es si un blog no sería el mejor medio posible para colgar una ficción adictiva con corazón decimonónico…).

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26 de mayo de 2006
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Héroes

Cuando era periodista, durante el gobierno de Alberto Fujimori, trabajé en un diario oficialista. El periódico no se vendía en realidad, y perdía mucho dinero. Pero sus portadas a favor del gobierno le granjeaban al dueño ventajas en todos sus demás negocios: concesiones mineras, permisos de construcción, invulnerabilidad judicial, esas cosas.

Los trabajadores estábamos contentos. El diario era de los pocos que pagaba puntualmente, y no nos hacíamos demasiados problemas de conciencia. A veces, cuando había alguna manifestación política en las calles, bajaba una asistente del director y nos preguntaba casualmente nuestra opinión al respecto. Todos sabíamos responder con evasivas. Los editorialistas tenían un concurso: quién escribe el artículo oficialista más rápido. El récord estaba en cuatro minutos con cuarenta segundos. Alguna vez le pregunté a un redactor de la sección política si realmente creía lo que escribía. Me respondió:

-No, para nada. Pero tengo una mujer e hijos que mantener.

El libro Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll me ha recordado esos años, con una diferencia: en el Perú, a la dictadura solía bastarle con comprar a la gente. En la Argentina de los setenta, le pegaban tiros en la cabeza.

Graham-Yooll recopila sus historias como periodista durante los años del gobierno militar. Hay una historia escalofriante de un tipo al que unos neofascistas peronistas pasearon en un coche media hora con un arma en la nuca. Tiempo después, el jefe de sus asesinos abrió un restaurante y lo invitó a cenar. Los camareros eran los que lo habían encañonado aquella vez. Todos los relatos son por el estilo.

La guerrilla no queda mucho mejor parada en el libro. Para Graham-Yooll, los guerrilleros jugaron con las ilusiones de una generación que se sentía obligada a ser heroica, y no consiguieron morir por nada en particular. Sólo consiguieron morir.

Mientras paseo por Buenos Aires se cumplen 30 años del golpe militar, y esa estampa que pinta Graham Yooll se parece a lo que aquí muchos llaman “la teoría de los dos demonios”: la idea de que ambos bandos –y muchos más- desataron una violencia innecesaria que sólo consiguió legitimar a su oponente. Esa teoría se parece enormemente a la que dice que los campesinos peruanos fueron puestos “entre dos fuegos” por Sendero Luminoso y el Ejército.

Supongo que todos los conflictos políticos, con el tiempo, adquieren esa dimensión en la historia. En España, libros como Soldados de Salamina o Enterrar a los muertos han sorprendido por demostrar, setenta años después, lo obvio: que en ambos bandos había canallas y gente buena, que la hijoputez no tiene bandera.

Y sin embargo, lo que más me sorprende de Memoria del miedo es el papel de los otros, no de los asesinos, sino de todos los demás. Por sus páginas se pasean viejos amigos que dejan de saludarte por miedo a meterse en problemas. Reporteros que cubren noticias y luego no se atreven a publicarlas. Porteros que te anuncian que ha venido la policía a matarte, pero por suerte no estabas. Asistimos al espectáculo de un país acostumbrado al horror haciendo lo posible por adaptarse a él, como si fuese un nuevo modelo de coche.

Los seres humanos terminamos por acostumbrarnos a cualquier cosa. No somos muy afectos a ser héroes. Luego, cuando los asesinos son derrotados, nadie recuerda haberlos apoyado. Pero mientras tanto, respondemos con evasivas, hacemos el concurso de quién dice más rápido las palabras obligatorias y tratamos de ocuparnos de nuestra esposa y nuestros hijos, como los periodistas del periódico en que yo trabajaba. Terminamos por ser cómplices de las barbaridades pero ni siquiera tenemos el valor de asumirlo. Mientras tanto, los valientes, los que están dispuestos a matar y morir por lo que creen, son precisamente los asesinos. En los conflictos violentos, los más crueles terminan por considerarse moralmente superiores.

Me dan miedo los héroes. Espero nunca vivir en un país que los necesite.

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26 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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