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De los forenses como héroes

Los héroes que popularizamos dicen mucho sobre el mundo en que nos tocó vivir. A nadie extraña que en algún momento gozaran de fama los principios de la caballería. En un continente de fronteras siempre variables, donde no existía razón más persuasiva que la del poder militar, el código de honor del caballero sugería un patrón moral general: valores cristianos y la convocatoria a desfacer entuertos. El cowboy fue en esencia un héroe solitario que se proponía rediseñar un espacio desierto o salvaje a su imagen y semejanza; allí donde estuviese, encarnaba la civilización. La aparición de los superhéroes coincide con un momento de optimismo de la humanidad, cuando creemos haber dejado atrás la peor parte del camino, incluída la Guerra para Acabar con Todas las Guerras. (Por supuesto, enseguida llegarían el Crack del 29 y la otra Guerra, la Segunda, que ya desde su título asumía el realismo de presuponer que podía haber una Tercera.)

¿Qué dice sobre nuestro mundo la popularidad de los forenses? Ya se perfilaba desde hace algunos años, con el éxito obtenido por una vieja serie llamada Quincy y por las novelas de Patricia Cornwell. El fenómeno estalló con la serie CSI y sus variantes de Miami y New York. Ahora hay una nueva serie, Bones, cuyos personajes han sido extraídos de otra saga novelística. Mis hijas, familiarizadas con la tarea por el hecho de vivir en la tierra de los desaparecidos y de haber conocido a algunos de los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, se prendieron a CSI de inmediato. La hija de mi mejor amiga cursa el secundario con la idea de dedicarse al asunto apenas se reciba. Para ellas un forense es un héroe, cosa que asumen con la misma naturalidad que nosotros dedicábamos a Sir Lancelot, a Wyatt Earp o a James Bond.

En esencia, un forense es un médico que llega siempre tarde. Encuentra las causas del mal ex post facto, cuando ya no puede ser remediado y todo lo que nos queda es la esperanza de hacer justicia. Que no es poco, por cierto; pero imagino que en la consagración de los forenses como héroes existe algo de resignación, un subtexto que nos sugiere que el mal es irrefrenable, que no debemos alentar la fantasía de evitarlo como en otra época lo hicieron el caballero andante, el sheriff y el superhéroe. No podemos negar la actuación del Mal, no podemos erradicarlo de nuestra naturaleza, ergo, no aspiramos a otra cosa que no sea castigar a sus más eficaces cultores; una enseñanza que suena sensata en un mundo post Auschwitz y post-Hiroshima, pero que no deja de producirme un cierto dolor. Preferiría que mis hijas conservasen la ilusión, que no se viesen forzadas a identificar el mal con lo inevitable, que entendiesen la necesidad de trabajar no tanto sobre sus consecuencias como sobre sus causas.

Por mi parte, el encanto que ejercen los forenses sobre mi imaginación queda explicado por una frase que Margaret Atwood incluyó en su novela The Blind Assassin: “Prosperamos gracias a los huesos; sin ellos no habría historias”.

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11 de mayo de 2006
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Vírgenes y putas

Cuando yo era chico, en mi colegio religioso poblado de aspirantes a sementales con las hormonas desbocadas, las mujeres estaban divividas en dos grupos: las vírgenes y las putas. Las primeras debían ser blancas y llevar apellidos lustrosos. Los chicos las pretendíamos con la esperanza de casarnos con ellas y, teóricamente, no las tocábamos hasta el matrimonio. El sexo era considerado una falta de respeto.

Las otras, en cambio, se dejaban faltar al respeto. Debían ser de color humilde, y no era necesario conservarlas, porque estaban de antemano eliminadas como candidatas a nuestro altar señorial. Solíamos llamarlas de muchas maneras: rucas era la más frecuente. En cambio, a las virginales las llamábamos simplemente “chicas”. El mundo estaba bien organizado y cada cosa tenía su lugar. Mi problema, precisamente, era que no era capaz de comprenderlo, y siempre me enamoraba de las del lado equivocado de las buenas costumbres.

Años después, mientras visito la colección permanente de Fernando Botero en el museo de Antioquia, me encuentro con los mismos ideales de mujer de mi pubertad. El criterio clasificador de las redonditas boterianas es el de mujeres decentes contra prostitutas. Pero la ironía de sus pinturas hace que los papeles, por momentos, se inviertan, y que la línea divisoria se difumine.

Hay un retrato, por ejemplo, de una prostituta de mirada altiva que fuma un cigarro con boquilla y no se toma la molestia de mirar el fajo de billetes que el cliente le extiende. Es una puta digna. Es tanta mujer que el aspirante a sus encantos ni siquiera aparece en el cuadro. Otro de los lienzos representa un burdel, pero la imagen tampoco es sórdida o grosera. Hay una pareja en la cama –él tiene cara de susto pero ella está rosadita y segura de sí- y otros dos juguetean de pie. Hay una fisgona asomándose a la puerta y una señora de la limpieza haciendo su trabajo. Todos en la misma habitación, un lupanar como una carnicería o una tienda de abarrotes, por donde cualquiera pasa un rato y saluda a los amantes. Las prostitutas, para Botero, ofrecen el amor como un servicio social, como un producto de consumo en una sociedad tan rígida que amar gratis está mal visto.

Otro de los objetos de su fascinación son las señoras de los generales y de los ricos, a las que pinta enfundadas en estolas de zorro, flanqueadas por ridículos perros de agua y enjoyadas como árboles de Navidad. Estas mujeres compran su decencia, igual que las prostitutas venden la suya. La virtud para ellas depende del precio de sus atuendos, pero ellas mismas son sólo un elemento decorativo de sus maridos, generalotes con galones, sables y medallas. Las señoras son como llaveros gigantes de esos poderosos, como escaparates del dinero con que compran sus accesorios de vestir.

Por supuesto, tanto las putas como las señoras decentes en los cuadros de Botero se definen por su utilidad para los hombres. Como amantes de ocasión o símbolos de poder, todas están determinadas por lo que los caballeros quieran hacer con ellas. Incluso sus vírgenes son solicitadas por caballeros que les piden dinero, posiblemente para gastarlo en putas. Hasta el pequeño carboncillo de Adán y Eva invierte el mito bíblico para mostrar a Adán cogiendo la manzana. Ni eso les permite Botero decidir por sí mismas a sus mujeres.

Y sin embargo, hay un tercer grupo. Algunos cuadros representan a la familia o a la pareja clasemediera y estable. En ellos, sólo en ellos, la mujer aparece al mismo nivel que el hombre. Por lo general, ambos miran a la cámara, tienen tamaños similares y sus atuendos no presentan especial distinción de ningún tipo. Nunca están desnudos, nunca se divierten. En uno de los cuadros, las moscas sobrevuelan la habitación familiar, y parecen más reales que los propios humanos.

Estos últimos cuadros completan la mirada sobre las mujeres que nos ofrece el pintor colombiano. En su universo creativo, las prostitutas son personajes más entrañables y vivos que las señoras decentes y las amas de casa. En realidad, son las únicas que dominan a los hombres, y a la vez, las únicas que les ofrecen algo más allá de las obligaciones rutinarias. En sus burdeles atestados los hombres pueden desnudarse de sus medallas, pero también de sus grises uniformes de hombres comunes, y pueden por una vez jugar a ser lo que les gustaría ser. Las altivas putas de Botero les cobran a los caballeros por no ser lo que la realidad les ofrece y les prometen todos los placeres que la vida les niega, incluso el de suplicar.

Ahora que veo los cuadros de Botero, supongo que eso era exactamente lo que yo quería de las adoradas rucas de mi pubertad: el placer de estar con las chicas con que no debía estar, un placer que sólo es posible cuando existe esa categoría de chicas. El amor correcto siempre tiene reglas, y uno nunca termina de encariñarse con sus obligaciones. Sin embargo, si algo bueno tienen las obligaciones es que te ofrecen el placer de saltártelas.

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11 de mayo de 2006
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La oscuridad

Armin Meiwes conoce a Bernd Brandes gracias al sistema de contactos globales puesto en marcha por Internet. Ambos pertenecen a un rincón extraño y subterráneo de la sexualidad. Sus deseos no son precisamente populares, aunque pueden llegar a serlo. Ambos son antropófagos.

Espero que aparezca un libro que explique con detalle los protocolos de la pareja. En este caso, los detalles son esenciales. La prensa dice cosas inquietantes. Por ejemplo, leo en El País de hoy esta línea de José Comas, corresponsal en Berlín: “Meiwes mató, con consentimiento de la víctima, al ingeniero Bernd Brandes, tras cortarle el pene e intentar comerlo juntos”.

¿Cómo ha dicho? La neutralidad informativa a veces es cruel.

No me interesa el asunto por morbosidad o esnobismo. Me interesa porque muestra de un modo casi intolerable la naturaleza del deseo, esa pasión de la que apenas nada puede decirse.

Solemos considerar el deseo como algo bueno (¡deseable!) y sin embargo es la mejor demostración de nuestra inconsistencia, debilidad y fragmentación. Deseamos porque somos incompletos. El humano perfecto carecería de deseos, ese es el principio ineludible de una enorme cantidad de literatura utópica y de ciencia-ficción. También, de la teología: los ángeles no desean.

Los humanos que deseamos, somos tanto más imperfectos e incompletos cuanto más violentos son nuestros deseos. Por fortuna, la mayor parte de la población no tiene excesivas dificultades para satisfacer sus deseos, aunque sea mediante placebos reunidos hoy bajo el término vacío de “consumistas”.

No obstante, algunos humanos son incapaces de aliviar la angustia de su fragmentación si no es mediante objetos escasos, peligrosos o criminales. En estos humanos suele fructificar eso que reunimos bajo otro término vacío: “lo patológico”.

Sin embargo, ellos sólo son el ornitorrinco, la jirafa, el elefante blanco de nuestra especie animal, nuestro espejo deformante. Es en ellos en donde podemos comprobar lo arbitrario del deseo que padecemos. Algunos desean pies, otros violan cadáveres, otros quieren acariciar pieles de visón, otros sólo cuero y látex, otros corderos y vacas, otros se traspasan las tetillas con alfileres, otros quieren ser pinchados por tacones de fino acero, leí hace unos días que se están disparando las ventas de porno escatológico. En el rincón último de la escala, los caníbales.

El deseo es tan diverso y arbitrario que en sus momentos superlativos señala un enorme vacío, el océano de nuestra carencia. El deseo, finalmente, se busca a sí mismo, pero fuera de sí. Es como tratar de salvarse de las arenas movedizas tirándose del pelo.

En los caníbales urbanos aparece el rastro último de nuestro recuerdo más primitivo. En el origen, todos hemos sido antropófagos. El Estado comienza cuando los notables reunidos en asamblea se comen al rey muerto. En las guerras antiguas devorábamos los sesos del enemigo. Los caníbales urbanos juntan lo más arcaico con lo más actual. Internet facilita la satisfacción de un deseo antediluviano.

De todo el asunto, lo que me sobrecoge es esta frase de la información antes citada: “El asesino y la víctima se conocieron a través de los foros de canibalismo de Internet”.

¿Cómo ha dicho? ¿Foros de canibalismo?

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11 de mayo de 2006
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Cómo matar a Franco

El coche que me lleva es confortable por dentro pero sólido, probablemente blindado, por fuera. Lo contrario le ocurre al chofer, que bajo su elegante traje lleva mal escondido el revólver. Al bajar, me encuentro el espectáculo de la seguridad inexpugnable: una fila de guardaespaldas y un mayor del ejército se reparten entre varios vehículos y me piden que me identifique en la puerta. En el interior del recinto, todas las personas llevan corbata y, aunque son corteses, me hacen esperar un buen rato antes de subir. Para cuando llego a mi destino, estoy completamente intimidado.

Sin embargo, el hombre que me recibe se muestra afable y me invita a un whisky. Acepto. Como hago siempre que estoy nervioso, trato de ser divertido y cuento chistes con un tema infalible: los políticos latinoamericanos. No es una buena idea. Al segundo o tercer chiste caigo en la cuenta de que este amable caballero, Belisario Betancur, es el ex presidente de Colombia.   

Durante un instante, cruza por mi mente la idea de que Betancur enviará a su batallón de vigilantes a fusilarme por graciosito. Y sin embargo, él se ríe. No sólo no se ha ofendido, sino que, conforme transcurre la conversación, soy yo el que se ríe. Y mucho. El señor Betancur tiene una galería de anécdotas con los más variados personajes del siglo XX, que narra con un sentido del humor a prueba de balas, literalmente.

Transcribo a continuación una de sus historias. La del día en que un joven y flamante embajador Betancur presentó credenciales diplomáticas al Generalísimo Francisco Franco. Habla Betancur:

“En esa época, los embajadores asistíamos a la ceremonia de chaqué y nos desplazábamos en una especie de carroza tirada por caballos. El año coincidía con el boom cafetalero de Antioquia, y Madrid estaba llena de turistas nuevos ricos de Medellín. Los turistas se enteraron de mi recorrido y se fueron pasando la voz. Como resultado, una procesión de colombianos acompañó la carroza saludándome y, a menudo, deteniéndola para tomarse fotos conmigo, fotos que luego llevaron de vuelta a casa para contar a sus amigos que habían estado con “Belisario”, su amigo de toda la vida. Por supuesto, llegamos al palacio de Oriente tarde.

Ya en el palacio, hubo que recorrer los largos pasillos decorados con cuadros de Goya, que eran muy bonitos pero interminables. El pasillo parecía medir cuatro o cinco kilómetros. Cuando finalmente llegué a la sala de audiencias, era tardísimo y yo estaba completamente aterrorizado. De todos modos, cumplí como buenamente pude la ceremonia de entrega de credenciales. Después de los formalismos, Franco levantó su voz gutural y me preguntó:

-Entonces, embajador ¿Qué está pasando en América Latina?

Días antes, yo le había preguntado a un amigo de qué tema podía hablar con Franco. Él me había respondido que la obsesión del Generalísimo eran las guerrillas comunistas. Que si me faltaba tema, hablase de eso. Así que respondí simplemente:

-Las guerrillas comunistas, don Francisco.

Eso fue todo. A partir de entonces, Franco no paró de hablar. Disertó al respecto, explicó temas bélicos, habló de ideología y de política, mencionó a la Iglesia, y yo no tuve que decir una palabra más. Según me contaron después sus edecanes, quedó convencido de que yo era un diplomático brillante, y expresó en varias ocasiones su admiración por mí.

Un mes después, Franco murió. Yo había sido el último embajador en presentarle credenciales, el último en saludarlo, y el último que había comentado con sus subordinados. Durante las exequias de Estado, un funcionario me llamó aparte y me dijo a media voz:

-Felicitaciones. Lo mataste.

El funcionario consideraba que yo había llegado con cuarenta años de retraso, pero más vale tarde que nunca”.

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10 de mayo de 2006
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Sobre las polémicas inútiles

En estos días he oído varias veces la pregunta, en distintos lugares y con protagonistas por completo diferentes: “¿Y vos, qué ves: Montecristo o Tinelli?” La opción se refiere a los dos programas televisivos que se disputan el horario de las diez de la noche en la Argentina, una versión del clásico de Dumas convertida en teleteatro (pobre Alexandre, los crímenes que se perpetran en su nombre) y un programa de variedades que incluye concursos de famosos que bailan, chicas pulposas que tiran al aro de basket y competencias que desafían a hacer cosas temerarias o simplemente asquerosas –rescatar una llave con los dientes de una tina llena de ratas, por ejemplo. Lo que me sorprendió de la pregunta repetida no fue tanto su insistencia en ignorar la posible existencia de una tercera opción (también existimos los que no vemos ninguna de esas cosas, a Dios gracias), sino el fervor casi deportivo con que se formulaba. ¿Por qué será que tenemos esa tendencia a convertirlo todo en una competencia en la que estamos conminados a tomar partido? Uruguay versus Argentina en el tema de las papeleras. Brasil versus Argentina en materia de fútbol. Vanguardia versus mainstream. Tom Cruise sí o Tom Cruise no. (Misión Imposible III es una peli entretenida, dicho sea de paso, merced al oficio del director-guionista J. J. Abrams y de actores como Philip Seymour Hoffman.) Romanticismo versus clasicismo. Piqueteros sí o piqueteros no. Prohibición de fumar o permiso para fumar. ¿ETA sí o ETA no? ¿Estamos con Evo o contra Evo? La lista puede ser interminable. Sobre todo tenemos opinión y estamos dispuestos a expresarla.

Los medios fogonean las polémicas, pero no las inventan. La necesidad de convertirlo todo en un planteo dicotómico que esconde una competencia es parte de nuestra cultura. Necesitamos competir, necesitamos sentir que podemos ganar. Y cuando una de estas pequeñas competencias se resuelve o agota, surgen mil más para reemplazarla y alentar las conversaciones de los bares y de los pasillos de la oficina.

Siempre me gustó la teoría de Konrad Lorenz que atribuye nuestra violencia al miedo que padeció la especie durante sus primeros milenios, cuando éramos poco más que monos lampiños sin garras ni colmillos, víctimas predilectas de todo tipo de predadores. Con el tiempo el hombre comprendió que al destruir aquello que temía, el miedo se transformaba en adrenalina, en goce, en satisfacción. Y entendió también que organizándose podía destruir con mayor efectividad. En este sentido no hemos cambiado mucho: seguimos siendo monos lampiños que viven atemorizados, y ante la presencia de lo que nos amenaza (que a menudo es simplemente otro, o lo otro: un comunista chino, un árabe islámico) nuestro primer impulso sigue siendo el de atacar.   

Por eso imagino que estas polémicas diarias son una forma socialmente aceptada de canalizar nuestro impulso agresivo, la necesidad de que nuestra tribu se imponga por encima de la otra. Lo malo es que para canalizar ese impulso se inventen todo el tiempo falsas polémicas, falsos enfrentamientos. Y que la energía que aplicamos en defender nuestro bando y atacar al otro se la restemos a nuestro compromiso con causas que sí son importantes, a problemas que son reales, a cuestiones que requerirían de nuestra atención de manera urgente. Porque este mundo es único, hasta donde sé, y carece de repuestos.

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10 de mayo de 2006
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LA DERROTA DE BOLÍVAR

El chiste se contaba en Ecuador, cuando el país empezó a utilizar el dólar americano en lugar de su moneda nacional. “Ahora, se decía, solo quedan dos cosas que definen a Ecuador: la selección (de fútbol, por supuesto) y Perú”.

No hay nada como tener a un enemigo para agrupar a una nación y en el periodo reciente parece, al descubrir el auge de los conflictos bilaterales, que América Latina va por un camino de contracción interna y de desintegración en las relaciones internacionales. Es la dirección opuesta al proyecto integracionista de Bolívar. Cada uno por su cuenta y pelea para todos.

Al escribir esto, leo las noticias del encuentro entre Humala y Morales. Ambos prometen, en caso de victoria del ex militar en Perú, un acercamiento entre sus países andinos. Pero aquel pronóstico me parece tramposo. Hago poco caso del Tratado de Comercio de los Pueblos que firmaron en La Habana Fidel Castro, Hugo Chávez y Evo Morales y tampoco doy importancia al ALBA que lucha contre el ALCA promovido por Washington. Hay que ver, primero, los hechos, lo que ocurre en el continente. Y vemos que está patas arriba, en plena convulsión. Venezuela no tiene embajadores en Perú y México. Perú, Nicaragua y México denuncian la intervención de Venezuela en sus asuntos internos. Argentina tiene con Uruguay un debate sobre la contaminación por papeleras que lleva mucho ácido. Brasil se prepara para pasar, tarde o temprano, la cuenta a Bolivia por la nacionalización de sus campos petrolíferos que dañan a Petrobras. Chile ni sueña dar las playas en el Pacífico que pide Bolivia. Colombia y Ecuador mantienen los mismos problemas vinculados con la guerrilla en sus fronteras y pasa lo mismo entre Colombia y Venezuela.

Las instituciones internacionales pintan igual panorama desolador. Está claro que no queda nada de la Comunidad Andina de Naciones desde el anuncio de la salida de Venezuela y que no podemos decir nada prometedor sobre el Mercosur, con las broncas de sus vecinos en contra de Argentina y Brasil. Para muchos, la culpa de todo la tiene Chávez. Estaría provocando una especie de enfrentamiento entre dos bandos: los que siguen la vía liberal promovida por Washington y los que intentan recuperar el viejo sueño castrista de una revolución  que se presente como hecha por y para los pueblos.

Claro que hay algo de cierto en esta visión pero no podemos olvidar tampoco la naturaleza específica del populismo desenfrenado que se establece ahora. Un excelente artículo de Arthur Ituassu, profesor en la Universidad Católica de Río de Janeiro, ayuda a entenderlo, con un intento de determinar las diferencias entre el neo-populismo que utilizaron Fernando Collor de Mello, Carlos Menem y Alberto Fujimori y el “new populismo” de Chávez, Morales, Kirchner y hasta Lula.

El artículo, en inglés, que se encuentra en el excelente sitio de “Open Democracy”, apunta la manera en que el “New populismo” recupera para el Estado un papel fuerte. El Estado interviene, defiende el interés general, nacionaliza, se preocupa de armamento (incluyendo armas nucleares) y provoca fuertes divisiones internas. No es el populismo que prometía el enriquecimiento a través del funcionamiento de una economía liberalizada. Ahora tenemos líderes populistas que buscan enemigos adentro y afuera. Su Estado se pone al servicio de una afirmación nacionalista (con una dimensión de revancha, de ajusticiamiento con relación a la historia) que tiene que chocar, de manera ineludible, con países vecinos. Ojalá me equivoque, pero creo que nos acercamos a situaciones muy lejanas del sueño bolivariano.

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10 de mayo de 2006
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Repito el mensaje en tono mayor

Vuelvo a Barcelona después de unos meses de ausencia. El clima tornadizo de mayo me parece una bendición. A un día abierto y luminoso, como para hacer novillos mascando una brizna de hinojo, le sigue otro de borrasca precox con esos hilos de niebla enroscados al Tibidabo que acaban formando nubarrones y descargando abundante líquido a sacudidas, entre convulsiones, con prisas por terminar de cualquier manera, sin miramientos. La ciudad queda encharcada y muy nerviosa.

La ciudadanía barcelonesa, una de las más disciplinadas y dóciles de España, se entrega con pasión a los inventos municipales. Esta vez los espectáculos eran variados. Hasta un millón de barceloneses se juntó en las playas para asistir a una exhibición de aeroplanos. Los bellos fuselajes relampagueaban sobre el mar a cuatrocientos por hora en una competición que Faulkner ha descrito magistralmente en Pylon.

Otro millón se unió a la procesión religiosa y deportiva del equipo de fútbol local en una especie de Carnaval de Río donde jóvenes atletas brasileños en calzoncillos ocupaban el lugar de las sensuales bailarinas semidesnudas. Cataratas de confeti, selvas de serpentinas, cantos, bailes, mucha lágrima al paso de los adolescentes. Numerosos padres alzaban a sus criaturas en brazos, por encima del gentío, para que guardaran imborrable recuerdo, como en la liberación de París al paso de los tanques americanos.

Finalmente, otro medio millón participó en la maratón de El Corte Inglés. La foto de salida que reproducían los diarios regionales mostraba una fila de ancianas con gesto resuelto, una pierna avanzada, la otra en retroceso, inclinadas enérgicamente hacia delante, dispuestas a devorar a dentelladas el porvenir de sus ochenta años.

Durante esos días nadie pudo circular, ni trasladarse, ni emprender actividades productivas y hubo familias que no lograron alcanzar el hogar hasta la madrugada. ¿Qué importa? ¿Acaso hemos venido a este mundo para sufrir? Barcelona encarna aquello que Hegel llamaba “el domingo de la vida”.

Seguramente no hay muchas ciudades en el mundo que usen el espacio público de un modo tan desabrochado, como si la vida de sus habitantes no fuera sino una perpetua exhibición circense, con sus fieras y domadores, sus payasos saxofonistas, e incluso alguna severa ecuyère látigo en ristre. Los anhelos y deseos infantiles –volar, jugar al fútbol, correr en una maratón- se hacen realidad sin descanso gracias a unos concejales que cuidan este jardín de infancia ataviados, no con el gorro frigio, sino con el gorro rojo de Santa Claus.

La esencia misma de Barcelona, su verdadero ser, esa identidad tan pregonada por las élites nacionalistas, es un patio de colegio.

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10 de mayo de 2006
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El tren de los pobres

Desde que llego a Medellín, todo el mundo me recomienda dar un paseo por MetroCable, el último grito de la tecnología en transportes. Ya al entrar en el metro regular, tengo la impresión de encontrarme en uno de los más vistosos de América Latina. En vez de subterráneo, el sistema es aéreo, y desde sus ventanas se aprecian las estatuas de Botero, la confusión del centro, las iglesias antiguas y los verdes cerros que rodean la ciudad. Pienso que incluso en ciudades asoladas por la violencia y la pobreza, la modernidad se abre paso rauda e imponente, como este tren.

Sin embargo, en un momento dado, el vagón empieza a avanzar paralelo al río Medellín, y el espectáculo se transforma. Los edificios dejan su lugar a las casas de ladrillo pelado que pueblan las laderas. Los perros callejeros se mezclan con los niños descalzos. Las bolsas de basura se acumulan. Mi acompañante me explica que ahí estaba el basural municipal hasta que la gente llegó y se instaló a vivir. Estamos viendo la Comuna Nororiental de Medellín, una de las zonas más pobres de la ciudad.

Antes, a este barrio no se podía entrar. Las cuadrillas de los traficantes campeaban a sus anchas, y ni siquiera la policía se atrevía a enviar patrullas. Pero hoy en día, un gigantesco sistema de 90 funiculares, como burbujas de acero, recorre más de 4 kilómetros hacia lo alto de los cerros. Cada uno de ellos tiene espacio para diez personas, y sus instalaciones son cómodas y limpias. Esto es el MetroCable.

Al principio, me parece estar en una película como Blade Runner. El cubículo acristalado da la impresión de planear suavemente a cincuenta metros del suelo. Pero pasado un rato, el espectáculo me recuerda más bien a La vendedora de rosas. Bajo mis pies se extiende una zona de inmuebles sin techo y buses atestados, de bolsones de miseria con las mejores vistas de toda la ciudad. Le digo a mi acompañante:

-Así que el principal atractivo turístico de Medellín es mirar a los pobres.
-No –me responde-. Esto es para que los pobres miren a los ricos en jaulas.

La periodista Aura López dice que la instalación del MetroCable implicó una recalificación del terreno y, por lo tanto, un importante aumento de los tributos municipales que pagan los vecinos. Según ella, además, no es verdad que la seguridad ha aumentado, sino que los traficantes han sido reemplazados por los paramilitares. Aura dice que ese es el trato del gobierno con ellos: a cambio de su desmovilización del campo, los movilizan a la Comuna, los uniforman y los premian. 

Hasta donde llego a ver, es verdad que la presencia militar es notable en este barrio, como en todo el país. En el MetroCable, efectivos uniformados ayudan a la gente a subir a las cápsulas. En las estaciones, patrullan armados con garrotes y armas de fuego. En el vagón en que regreso al centro, uno de ellos me obliga a levantarme y cederle el asiento a una señora. Lleva en los hombros estrellas con laureles. Y debajo de ellas, la inscripción “Dios y Patria”. En sus solapas aparecen pistolas cruzadas, y su corte de pelo es un rapado militar. Pero cuando lo veo de cerca, me doy cuenta de que su uniforme dice Policía Nacional.

-Qué bonitos sus galones –le digo-. Pero pensé que era militar. ¿Es usted policía? 
-Soy policía –asiente-. Pero ahora llevamos todo igual que los militares. Hacemos el mismo entrenamiento, usamos las mismas armas…
-Hasta el mismo uniforme.
-No exactamente. El nuestro es verde. El de ellos es de camuflaje. Es que nosotros actuamos en las ciudades y ellos en el campo. Pero por lo demás, somos iguales.

Lo felicito por su noble labor y me bajo. Al salir de la estación, veo una foto publicitaria del presidente Álvaro Uribe con un bebé en brazos. Fue tomada precisamente durante la inauguración del MetroCable. El eslogan de campaña es sencillo: “Adelante Presidente”. Me pregunto qué tan lejos está adelante.

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9 de mayo de 2006
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Cazador cazado

Me quedé pensando que a partir del texto de ayer alguien podía colegir que desprecio a los críticos. Eso sería un error, puesto que no es verdad. Tengo el más profundo de los respetos por la función del crítico. Durante toda mi etapa de formación, fueron los artículos de un sinnúmero de críticos los que me abrieron camino hacia los más grandes artistas. La semana pasada, sin ir más lejos, escribía un artículo sobre Wim Wenders para una revista argentina y comprendí que aún recordaba una crítica de El amigo americano que Ángel Faretta había escrito a comienzos de los 80 para un medio hoy desaparecido. ¡Pasaron más de veinte años y todavía recuerdo sus razonamientos!

Yo mismo he oficiado de crítico durante largo tiempo, y todavía lo hago ocasionalmente. Cuando escribo un texto crítico trato de seguir siempre los mismos, sencillos lineamientos. Para empezar, prefiero hablar de lo que me gustó antes de hablar de algo que odié. Sé que aquí me diferencio de la mayoría de mis colegas, que sienten un placer casi sexual al destrozar a alguien. Quizás como consecuencia de las luces que tantos críticos encendieron en mi adolescencia (y que me condujeron hacia artistas que hoy forman parte de mi vida como Wenders, REM, el primer Ridley Scott, Patricia Highsmith, Bob Dylan y tantos otros), siento que no existe nada más gratificante que encontrarme con un artista o con una obra que valen la pena y poder transmitirle al público mi entusiasmo. ¡Siempre es mejor colaborar con la creación o multiplicación de una nueva tribu que ejecutar a alguien!

También creo que una crítica que no ofrece ideas no vale la pena. Los textos que se limitan a glosar un argumento y decir que la obra es buena o mala no merecen el calificativo de críticas. Como parte del público, espero que una crítica haga algo más que contarme de qué va el libro o la película y subir o bajar un pulgar: le exijo que me ilumine, que me haga pensar en algo distinto de la obra que se está juzgando, ya sea porque me hable del contexto, porque relacione con otras obras artísticas u otro tipo de fenómenos o porque establezca ligazones hasta entonces secretas con el mundo en que vivimos. No me importa que las asociaciones que el crítico haga sean extremas, y hasta insólitas. Uno de los motivos por los que venero a Greil Marcus es por su capacidad de asociar ideas. Puede empezar hablando del punk y terminar hablando del situacionismo, como hace en Lipstick Traces (Trazos de carmín, creo que se llamó la traducción al español); o empezar hablando de Dylan para saltar a El séptimo sello y terminar hablando del Eclesiastés, como hace en uno de los artículos reunidos en el libro The Dustbin of History. Marcus nunca olvida que, en primer lugar, un texto crítico debería estimular el pensamiento; y en segundo lugar, que siendo la crítica un subgénero literario, no puede dejar nunca de ser creativa.

Ahora que tengo un pie en la otra orilla del río y que me he vuelto objeto de crítica, padezco más que nunca la pereza intelectual de tantos periodistas. Estoy cansado de descubrir al instante que los razonamientos de ciertas críticas ya los he leído antes en otro lado. (Buena parte de los críticos de cine compran acríticamente cualquier moda que venga de afuera: pasaron por su momento de veneración al cine iraní, después adoraron al cine de género chino-coreano-japonés, ¡cualquier cosa que ya venga con el imprimatur de cierta crítica europea!) O de verlos moverse como manada, produciendo operaciones políticas en vez de pensamiento y tratando de reinventar la nouvelle vague sin Godard, Resnais ni Truffaut.

En aquella vieja crítica de El amigo americano, Faretta subrayaba que la profesión del protagonista Jonathan era la de enmarcar cuadros, lo que en inglés se llama framer; y que Jonathan caía en la trampa de Ripley, cuando caer en la trampa se dice to be framed. Así Jonathan se convertía en un framed framer, lo que en español solemos denominar un cazador cazado. Así me siento ahora que en buena medida he dejado de criticar para ser criticado.

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9 de mayo de 2006
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Comisarios en busca de empleo

Paso unos días en Barcelona tras varios meses de ausencia. Encuentro la ciudad cubierta por una fina película de barro rojo. La última vez que llovió, hace semanas, trajo el sutil polvo del desierto africano encelado entre las nubes. Nadie lo ha limpiado, ni siquiera los particulares cuyos coches están rebozados de limo y cubiertos de graffiti tipo: “So guarro”. Aspecto fantasmal, de ciudad abandonada.

El calor ya es veraniego y los árboles pierden la hoja. Hay una alfombra de hojas muertas, como si fuera otoño. Un segundo eco africano: el ruido, el caos circulatorio, el amasijo de personas en el centro comercial, las masas de turistas apenas vestidos, los inmigrantes que venden latas de cerveza por las Ramblas, los trileros, los ladronzuelos, las gitanas rumanas cargadas de niños sospechosamente atontados. También hay un recuerdo para el Nápoles de los años sesenta, aquella ciudad que, según Graham Greene era la primera ciudad de Oriente.

Por desgracia, nada hay en Barcelona que mantenga en pie, aunque sea con grietas, el augusto pasado del Reino de Nápoles, sus palacios, sus iglesias, sus museos, su sociedad burguesa, una de las más ilustradas de Italia, su pueblo llano tan vivaracho y más listo que el hambre. Esta es una ciudad levítica y sin gloria.

Los amigos están desolados por las chapuzas del gobierno nacionalista catalán. Como en tiempos de Franco, se divierten comentando los disparates de los ministros más chiflados. La última majadería, la del responsable de Turismo, un tal Huguet, ha sido proponer una ley que prohíbe a los comercios para turistas vender muñecos de bailarina flamenca o de torero porque “no son de tradición catalana”. También quiere prohibir la venta de sombreros mexicanos, que tienen mucho predicamento entre los ingleses y americanos. Espero que haya sido una ocurrencia pasajera. No lo es la prohibición de los toros. Se escudan en los grupos animalistas para suprimir lo que ellos consideran “una señal de identidad española”.

Es asombroso que los represores no se percaten de que en cada prohibición no sólo muestran su talante opresor, sino también la escuálida inteligencia que han recibido por herencia.

La prohibición de la pieza de Handke en el Odeon de París, un capricho del director de la Comédie-Française, Marcel Bozonnet, puede parecer más seria, pero es tan miserable como la de su imitador catalán. La libertad de expresión no es unidireccional y por mal que nos parezca la simpatía de Handke hacia Milosevic, no es peor que la de García Márquez por Castro.

Como dicen Kusturica, Jelinek, Modiano, y los firmantes de la carta de protesta contra el censor, ahora los dramaturgos deberán pedir permiso a Bozonnet cada vez que quieran ir a un entierro.

Uno imagina a Bozonnet, tan ufano como un funcionario del Reich de película cómica, estampando permisos sobre las instancias petitorias y decidiendo cuáles son los muertos buenos y cuáles los muertos malos.

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9 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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