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¿Quién es más progre?

Puede parecer que todos los telediarios del mundo son iguales e igualmente patibularios, pero no es así. Hay considerables diferencias entre los informativos de la BBC inglesa, de las TF francesas o de las cadenas-basura de Berlusconi.

En una apresurada comparación, lo que más me ha chocado de los telediarios ingleses y franceses es el escasísimo tiempo que dedican a los deportes. Habituado al modelo español, estos telediarios europeos parecen dirigidos a los doctores de filosofía.

Las cadenas francesas son las más exageradas. Apenas uno o dos minutos dedican al deporte. Los entes españoles, en cambio, suelen darle casi la mitad del tiempo y algunas autonómicas, como la catalana, más de la mitad. Es muy frecuente que los telediarios españoles abran con noticias deportivas, como cuando dimitió aquel señor del Real Madrid, algo que jamás sucedería en Europa.

¿A que se debe la diferencia? ¿Al raquitismo espiritual del directivo español, o, muy al contrario, a la escasa inteligencia del ejecutivo francés? Porque cabe la posibilidad, frente a lo que pueda parecer a primera vista, de que los informativos que sólo se ocupan del deporte, como los españoles, sean los dirigidos por verdaderos filósofos, escépticos sobre la capacidad informativa de la TV, o sea, posmodernos, zizekianos, jamesonianos.

Aunque la tradición de izquierdas sostenga que el deporte es un instrumento de enajenación en manos de administraciones derechistas y ultraderechistas, cabe pensar que esto ya no es así, que eso es algo antiguo.

Si tenemos en cuenta que en España hay más izquierdistas que en el resto de Europa junta y que en Cataluña todo el mundo es de izquierdas, incluidos los abades de Montserrat, entonces el ingente espacio de los deportes en los informativos es un signo de progreso. Esto es científico.

En cuyo caso serían los franceses e ingleses quienes aún miran los telediarios con la ingenua pretensión de informarse sobre algo que les concierna. ¡Pobre gente! ¡Qué atraso!

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10 de marzo de 2006
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La censura de los niños

Me han censurado. Y lo peor de todo, me han censurado un cuento infantil.

Lo ha hecho una editorial de algún país que no mencionaré, porque soy un cobarde y sigo trabajando para ellos a veces y, en general, guardo un gran respeto por toda la gente que me da dinero. Pero quiero denunciar los hechos y elevar mi protesta.

El objeto de censura fue un león. Para ser precisos, un león gay. Bueno, no era gay. Es sólo que, como rimaba, puse que el león “llevaba falda roja y zapatos de tacón”. Era gracioso un león con tacones. Y rimaba. Pero los editores sugirieron que la dudosa identidad sexual de ese felino podía romper la armonía familiar. Ellos imaginaban la pregunta fatídica del niño lector:

-Papá ¿Por qué lleva falda el león?

El papá podía responder:

-Porque se ha equivocado.

O también:

-Porque es un cuento.

O, a fin de cuentas:

-Porque es homosexual.

Pero según los editores, el papá tendría una reacción como:

-Eh… bueno… verás… los pajaritos y las abejitas se reúnen… pero nunca las abejitas con los abejorros ni los pajaritos con las pájaras… o sea…

Y luego llamaría a la editorial a protestar, y luego los denunciaría por corrupción de menores. No quiero ni imaginar cómo se educarán los pobres hijos de esos editores.

Pero lo cierto es que esos editores no son los únicos. Muchos editores infantiles de EE.UU. se quejan de que deben traducir hasta las ilustraciones de sus libros, porque no pueden poner una botella ni un cigarrillo ni una falda demasiado alta. En los países de habla hispana suelen ser menos mojigatos, pero es obligatorio que el cuento esté lleno de mensajes positivos y ñoños con personajes que no levantan la voz y situaciones pacíficas que en ningún caso puedan inspirar al niño a hacer cosas tan graves como pensar.

Será que estoy viejo. Yo me eduqué con Caperucita Roja, donde un lobo se comía a una señora y luego le abrían el estómago a hachazos para sacarla. Y con Blanca Nieves, que dormía con siete enanos pervertidos. Y con miles de princesas que huían de sus padres, dragones especializados en acoso sexual y brujas que arrojaban a niños en calderos humeantes. Y no soy un psicópata. Al menos, no por eso.     

Pero me temo que los editores no son los únicos culpables: nuestra sociedad está equipada con una manada de psicólogos, educadores, jueces y profesionales dedicados a que los niños no vean nada del mundo real y crezcan en un mundo color de rosa en el que a los niños los trae de París una cigüeña heterosexual.

Lo curioso es que los niños son cada vez más despabilados, y a menudo saben todo lo que hay que saber de la vida y mucho mejor que los padres. Me pregunto si esos cuentos no son en realidad para ellos, para los padres, como un tranquilizante para que sientan que el mundo es color de rosa y que sus hijos no están expuestos a la realidad. Imagino que los padres se leen esos cuentos mutuamente en la cama, por las noches, mientras el niño asiste a las orgías del colegio. 

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9 de marzo de 2006
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Canciones que nos cuentan

No sé si echarle la culpa al Nick Hornby de High Fidelity, o a la reciente revisión de Manhattan, donde el personaje de Woody Allen compone una lista de aquellas cosas por las que vale la pena vivir. O si responsabilizar al cantante James Blunt, que en una entrevista concedida a la revista Rolling Stone eligió a Hallelujah, de Leonard Cohen en versión de Jeff Buckley, como su canción favorita. Lo cierto es que me encontré preguntándome cuál es la música por la que siento que esta vida vale la pena. Concuerdo con Blunt, el Aleluya cantado por Jeff Buckley figuraría en mi Top Ten de Canciones que me llevaría a una isla desierta. Debería haber algo de Los Beatles, inevitablemente. Algunas de las canciones de amor más simples, como Madera noruega o Tienes que esconder tu amor; pero imagino que, en el estado entre apocalíptico y nostálgico que me invadiría en la isla, lo más lógico sería quedarme con A Day in the Life, o Strawberry Fields Forever. Tampoco faltaría una canción de The Smiths, o de Morrissey como solista: digamos The Boy With the Thorn in His Side. Charly García también quedaría representado, quizás con Inconsciente colectivo, o tal vez Canción de Alicia en el país, de su época con Serú Girán. De U2 me llevaría All I Want Is You. (No tengo dudas, estos días de U2-manía en la Argentina me obligaron a revisar todas las canciones del repertorio de los irlandeses.) Not Dark Yet, de Bob Dylan. (Ante la imposibilidad de elegir una sola canción de Dylan de acuerdo a un criterio racional, se impone dejar libre al instinto.) Thunder Road, de Bruce Springsteen. ¿Cuántas van? Me quedan tres… Algo de Peter Gabriel, por supuesto: Red Rain, por ejemplo. O Here Comes the Flood, en la versión a solas con el piano. R.E.M. tiene que figurar, sí o sí. La elección es difícil, pero me quedo con Nightswimming. Lo cual me deja con tan sólo un puesto más…

Lo divertido de estas elecciones es cuán reveladoras son respecto del alma de uno: una perfecta radiografía. Cualquiera que lea mi listado comprenderá a simple vista que soy una criatura criada al calor del rock, y que privilegio los estados de ánimo que van de la melancolía y lo elegíaco hasta los himnos asertivos, casi religiosos que U2 y Springsteen ejecutan tan bien. También es evidente que prefiero el rock cantado en inglés; debería ser un tanto más correcto en lo político y elegir algo más en español, pero ¿a quién le importa ser políticamente correcto en una isla desierta?

Imagino que si hiciesen el mismo ejercicio se encontrarían con un espejo de sus propias personalidades, que en algunos casos hasta podría sorprenderlos. En muchos casos las músicas que elegimos tienen un valor extra, porque las vinculamos a momentos particulares de nuestra vida, y por ende las convertimos en parte de nuestra historia; dejan de ser canciones a secas, para convertirse en canciones que nos cuentan.

Se me ocurrió elegir algo de Sinatra para el puesto que me quedaba, pero esto de la historia modificó mi mano a último momento. Me llevaría Para la libertad, el poema de Miguel Hernández musicalizado por Serrat.

Y creo que con eso lo he dicho todo.

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9 de marzo de 2006
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Grandes animales domésticos

Las Torres, emblemas inevitables, no representan tanto la soberbia del poder cuanto la comprensible satisfacción del poderoso, diría yo. Por eso, con el tiempo, se convierten en pisapapeles.

Ayer por la noche la más bella de las torres, la de Eiffel, estaba envuelta en un sudario de niebla gris y amarilla. La cabeza no era visible, pero el haz de luz que emite día y noche atravesaba las nubes bajas y giraba con la chiflada inquietud de los focos antiaéreos.

Me pareció amenazante, aunque próxima. Más exactamente, un animal vivo al que se puede amar, pero con el que resulta difícil convivir. Un animal fruto de algún aspecto secundario del matrimonio y al que los cónyuges han olvidado.

Cuando la armaron, era el modelo universal de la proeza técnica, un apasionado canto de amor al hierro, ese material con el que se construyó la sociedad burguesa por fuera y por dentro.

Ayer llovía levemente, pero por un instante emergió la cabeza de la torre entre los celajes que se rasgaban a gran velocidad y el ojo luminoso que gira en forma de uve pareció descender hacia la tierra. Fue como si el animal me mirase con distraída curiosidad, quizás pidiendo que lo sacara de paseo.

Comprendí que King Kong se empinara a la cabeza del Chrysler Building. Es una metáfora simple y hermosa, digna de anidar en la cabeza de un mono tan noble. Ningún animal, sin embargo, podría encaramarse a la torre Eiffel porque ella misma ya es un animal y no ha producido crías.

Pasado el siglo de hierro, en la actualidad la torre es un personaje doméstico, un héroe o un dios tutelar, un pigmeo nacido en aquellos bosques de helechos gigantes que hoy llamamos petróleo. Sus tremendas patas ya no exigen respeto y admiración por el talento técnico de los humanos, ya no es la torre de Nemrod. Más bien inspira ternura y compasión, como un animal demasiado grande y demasiado viejo para tenerlo en casa.

A veces y por puro afecto, estos grandes animales se acercan al amo en busca de cariño, y lo aplastan sin deliberación ni malicia. Heidegger habla de esto.

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9 de marzo de 2006
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DUDAS Y ESTILO

Como francés, no puedo comentar la calidad del Diccionario Panhispánico de dudas que publicó la Real Academia Española. Tengo varias razones para callarme. La primera es mi admiración por la RAE: hace un trabajo de verdad; no es el caso de la Académie Française. La edición del Quijote de la RAE para el cuarto centenario de la publicación de la primera parte de la novela es un regalo que me acompañará toda mi vida.

Segunda razón: como hispanohablante en proceso permanente de formación me siento lleno de dudas. Mis dudas superan lo que se puede recopilar en cualquier diccionario, pues voy viajando por España y América Latina, es decir en la centrifugación acelerada de un idioma entre culturas y países.

Pero la tercera razón, la más importante, es el tratamiento extraño que me da el motor de búsqueda del diccionario (htttp://buscon.rae.es/dpdI/) cada vez que lo consulto. Pregunto “guagua”, que es tanto un niño como un autobús, según los países, y el diccionario me contesta “La palabra guagua no está registrada en el DPD”. Pasa lo mismo con “carro” que es lo que los españoles llaman un coche. Aún peor: el diccionario que no conoce “carro”, me propone “cartero”, “claror” y “arroz” como casos de “escritura cercana”.

Cada visita me permite encontrar un bulto de dudas. El diccionario me deja en esa, como se dice en Cuba, y como no lo sabe el motor de búsqueda, es decir que el diccionario en línea no cumple lo prometido. O lo cumple demasiado: en lugar de tener una repuesta, tengo una duda sobre mi pregunta: ¿Cómo se escribe guagua y carro? Quizás me equivoque.

De un diccionario de dudas no se puede esperar certezas. Y por eso no hago ninguna crítica a la RAE. Más bien le hago una sugerencia. En lugar de luchar contra las dudas que hacen parte del encanto de un idioma plural, sería mejor producir un pequeño libro de estilo. Conocemos el famoso The Elements of Style de William Strunk Jr. y E.B. White, que utilizan todos los estudiantes en EE.UU. Es un libro que dice en muy pocas palabras cómo se escribe de manera sencilla y directa para ser entendido sin confusión. Es lo que necesitamos. Uno puede vivir con dudas (la vida no es otra cosa que la convivencia con dudas) pero ¿quién puede prescindir del estilo?

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9 de marzo de 2006
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DE PLATERO A CAPOTE

Mi plan para hoy era hablar de Juan Jamón Jiménez. Pertenezco a la generación que tenía que leer extractos de Platero y yo en el instituto y le guardo cariño a la figura del viejo maestro. Creo que se debe también a mi amor por la palabra “golondrina” (supera el feo “hirondelle” del francés que además es una vieja palabra de argot que significaba “policía”). Bueno, no voy a insistir, tengo una deuda pendiente con Juan Jamón Jiménez y me parecía obvio explicar que Platero y yo es una versión anticipada del blog literario.

El problema es que ahora, lo siento, pero es imposible seguir con el plan, debido al éxito del actor de la película Capote en los oscars. Cuando el cine se mete en literatura hay que tener mucho cuidado, puede pasar cualquier cosa y tengo que dedicar estas líneas matutinas a una especie de fe de erratas. Claro que In cold blood (A sangre fría) es un gran libro, la obra maestra de lo que Norman Mailer, que tanto odiaba a Capote, llama “faction” (mezcla de facts y fiction, de hechos y ficción). Pero no hay que equivocarse, con Capote alcanzamos una de las cumbres del arte de la ficción en el siglo XX y no se puede permitir que el éxito de un actor en los oscars despiste a los amantes de la literatura. Basta leer Otras voces, otros ámbitos, la primera novela de Capote para entender que se trataba de un artista apuntando a lo mejor. Su final trágico y ridículo no puedo esconder lo obvio: si uno quiere entender cómo se debe escribir, hay que leer a Capote. Aquí están mis propuestas.

La mejora novela, sin duda, sigue siendo Desayuno en Tiffany’s. Otra vez hay una gran amenaza del cine, pues Audrey Hepburn es una cosita que puede romper cualquier corazón. Siempre recordaré la tarde de otoño en Nueva York donde descubrí la novela. No tenía plata y esperaba un vuelo charter en un YMCA donde alguien había escrito un poema pobre en una pared:

“October is windy,

November is chilly,

To stay at the YMCA is so swell”.

(Es tan malo que no lo voy a traducir, pero para mí se vincula con Capote).

El mejor texto de Capote es un cuento-recuerdo que aparece en un libro titulado The dogs bark (Los perros ladran). El texto se titula “Lola” y cuenta la historia de un cuervo que cree ser un perro. La historia tiene lugar en Sicilia y me bastaría haber escrito algo parecido para morirme feliz. En el mismo libro hay un relato de un encuentro con la escritora francesa Colette cuyo título español debe ser “La rosa blanca”. Nadie lo puede leer sin sacar fotocopias para sus amigos.

Finalmente, si uno quiere entender lo que va haciendo al escribir, hay que leer la introducción a los cuentos Música para camaleones. Capote explica que cuando Dios le da a uno un don, también le regala un látigo para la autoflagelación. Es cierto, pero como los oscars no decían nada sobre el látigo, tuve que abandonar a Juan Ramón Jiménez, sus golondrinas y su viejo burro.

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8 de marzo de 2006
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Quejosos, narcisistas y maníacos

Pocos días atrás, un artículo del New York Times hablaba de la adaptación al cine de Ask the Dust (1939), la novela de John Fante. El texto revisaba la historia del casi desconocido autor norteamericano, que en vida fue opacado por gente como John Steinbeck y Raymond Chandler, y también revisaba la ordalía que protagonizó el guionista Robert Towne (Chinatown, Shampoo) para llevar un libro ignorado a la pantalla. Lo que me conmovió del artículo fue, sin embargo, una cuestión tangencial. Recordando su primera lectura de Ask the Dust, Towne habla del protagonista de la novela, Arturo Bandini -un transparente alter ego de Fante- y lo define de esta forma: “Bandini era quejoso, narcisista, maníaco depresivo -¡era un escritor!” La frase me pegó en el plexo solar. Yo era consciente de que en los últimos años, el período más febril de mi carrera literaria, mi tendencia a quejarme con amargura, a sentirme el centro del universo y a sumirme en humores de perros había crecido a un ritmo exponencial. Y ahora aparecía mi admirado Towne, diagnosticando el mal con unas frases secas que podrían figurar en uno de sus guiones:

TOWNE

(FASTIDIADO)

No sé por qué se sorprende, Figueras. ¿Qué se puede esperar de un escritor? Comprendí que el diagnóstico se aplicaba a casi todos los escritores que conocía. (El casi lo pongo para permitir a mis amigos la fantasía de la excepción.) Nos quejamos demasiado. Vivimos pensando que el mundo nos niega la atención que merecemos. Y como en efecto tiene el buen tino de ignorarnos, o en el mejor de los casos nos trata con displicencia, nos la pasamos gruñendo por los rincones. ¡Pobres de aquellos que lidian a diario con nuestras nubes negras: editores, periodistas, representantes, amores, familia!

No puedo poner las manos en el fuego por los escritores que no conozco, ni por los que ya se han ido, pero tengo la intuición de que la regla también les cabe, más allá de las lógicas excepciones; en los mejores casos, se trataría de gente que posee las mismas neurosis pero tiene más éxito a la hora de manejarlas. Mi única esperanza al respecto es recibir membresía en este grupo. No aspiro a volverme menos quejoso ni menos narcisista: ¡me conformaría con que no se me note!

Por supuesto, Fante tenía motivos para su malhumor. Se sentía marginado por su origen italiano, y hasta le echaba la culpa de su fracaso a Hitler, porque la editorial que publicó Ask the Dusk había sufrido enormes problemas a causa de su edición de Mein Kampf, de Adolf Hitler. ¿Pero no alegamos todos motivos igualmente razonables para justificar nuestras depresiones? ¿Y no encontramos enemigos poderosos, o los inventamos de ser necesario, para hacer comprensibles nuestras derrotas?

Rodrigo Fresán me recordó hace un par de días algo que Truman Capote le dijo a Edmund White: “Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros… El resto es una vida horrible”. No negaré que el esfuerzo de crear “unos cuantos libros” inolvidables es prometeico, y que puede obsesionar al escritor al punto de convertir al resto de su vida en una pesadilla monomaníaca. (Consideren, por ejemplo, los años finales de Eugene O’Neill.) Pero ese es el punto donde yo me bajo, o al menos pretendo bajarme. Yo aspiro a tener una vida hermosa. A sentirme agradecido por mis días, a no perder sensibilidad ante la necesidad del otro, a ejercitar mi buen humor. Si esta renuncia a las vestimentas del escritor significa que aquellos libros de los que hablaba Capote no vendrán…. pues que no vengan. Apostar la felicidad a un logro literario es tan insensato como creer que Bush es un propulsor de la democracia en el Medio Oriente: una receta para el desastre.

En caso de que perciban en mí actitudes de escritor-Rey Sol-maníaco depresivo, les pido que me lo hagan notar. Les estaré agradecido. (Y mi familia, ni les digo.)

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8 de marzo de 2006
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Monstruos

Alguna vez te has cruzado con uno de ellos: ese hombre contrahecho con que topaste en el metro, el chico con síndrome de Down que te atendió en el restaurante de comida rápida, la pareja de enanos que esperaba un taxi en una esquina. Y tú querías mirarlos. Te contenías por educación y por pudor. Pero querías. Te apetecía detenerte en sus imperfecciones, saber exactamente qué los distinguía de ti.

Ahora puedes mirarlos si pasas por Barcelona. Porque la CaixaForum ha organizado una exposición de Diane Arbus que reúne sus fetiches favoritos: el famoso gigante judío, las inquietantes gemelas de Nueva Jersey, el niño de las manos retorcidas, todos te observan desde las instantáneas que Arbus reunió a lo largo de años de visitar manicomios, circos y morgues. Verlos en fotografía te libera de la buena educación. Ya no son personas sino objetos colgados en los muros de una galería, muestras de las intermitencias de la naturaleza que puedes contemplar todo el tiempo que quieras sin molestarlos.

Arbus creció en una familia acomodada y aprendió fotografía en el glamoroso mundo de la moda. Quizá por eso le interesaban precisamente esos personajes que escapaban a lo que queremos ver. Y es que por lo general, sólo queremos ver cosas bonitas, y tratamos de fingir que las demás no existen. No miramos a los raros y fingimos que los mendigos no están cuando se nos acercan. Procuramos rodearnos de belleza, porque creemos que eso nos hará más bellos, aunque la fealdad atraviese a golpes los muros tras los que queremos confinarla.

En 1932, Tod Browning dirigió una película llamada Freaks. La acción se situaba en una compañía circense y el reparto estaba casi íntegramente formado por, precisamente, freaks: siameses, mongoloides, mujeres barbudas. No es que los actores estuvieran disfrazados, es que eran así en la vida real. Se trataba de un drama que nos preguntaba qué es más repulsivo: la fealdad del cuerpo o la del alma. En la trama, los humanos normales eran moralmente horrendos. Una de ellas fingía amar a un enano para sacarle el dinero. Los personajes físicamente deformes, en cambio, eran mucho más humanos. Eran sensibles al amor, y a la traición.

La película ahora es de culto, pero en su tiempo fue clasificada como film de horror y unánimemente rechazada por el público. Browning se arruinó y su carrera nunca volvió a levantar cabeza. Y es que incluso cuando vamos al cine a ver una película de monstruos, queremos saber que son falsos. Queremos saber en el fondo de nosotros que Alien es una gigantesca marioneta, que los colmillos de Drácula son de plástico, que el monstruo del pantano lleva un disfraz con cremallera. Nos negamos en redondo a aceptar la fealdad aunque se disfrace de mentira.

Browning tuvo graves problemas con el alcohol y murió tras una extraña enfermedad que le impedía hablar. Arbus se suicidó por partida doble: primero tomó una sobredosis de barbitúricos y después se abrió las venas en la bañera. Monstruosos finales para dos artistas que se atrevieron a mostrarnos lo que tanto nos empeñamos en ocultar. 

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8 de marzo de 2006
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Más bailes orientales

Mi pasión por las danzas antiguas se ha visto recompensada. Mahmud, un amigo palestino de la época de Genet, me asegura que conoce a una mujer (quizás la última) capaz de bailar la danza de Ishtar, tan mencionada por los exploradores. Le ruego que me conduzca hasta ella, pero duda. Primero debería convencer a alguien, y no será fácil. No es un problema de dinero, dice con firmeza cuando se lo ofrezco, sino de confianza. El baile es bastante outrée. Asegura que me llamará.

Sólo dos días más tarde me cita en las proximidades de los almacenes Barbés. Caminamos unos diez minutos y subimos a un quinto piso sin ascensor. Abre la puerta un viejo árabe, muy vigoroso y bien plantado, con el cabello gris rapado a la manera militar, y nos hace pasar al saloncito donde ya tiene lista la tetera y una radio cassette.

Habla con Mahmud en árabe, de modo que no me entero de nada, pero sus modales son exquisitos y su voz sosegada y profunda. El té hirviente, el sol que filtra por la claraboya, la paz de la casa y el murmullo de las voces me adormecen.

Despierto al sonido de una chirimía que abre la danza de Ishtar. Suena la orquestina con un ritmo ondulado. Como por encanto, aquí está la bailarina, ante mis ojos, y sufro una cruel decepción. Esta mujer no tiene menos de setenta años. La sonrisa desdentada produce espanto y siendo la danza, en efecto, bastante outrée, el cuerpo en ruinas sólo invita a la compasión. Me resigno.

Sin embargo, mis compañeros están fascinados. Cabecean siguiendo la música y alzan las manos para unirse imaginariamente a la danza. Se cruzan miradas de aprobación e incluso de entusiasmo. Me asalta la sospecha de que se burlan de mi, pero no, la sacerdotisa de Ishtar les ha seducido.

Cuando se retira, los árabes permanecen con la cabeza baja, sumidos en la reflexión. Finalmente, Mahmud se levanta y se funde en un abrazo con nuestro anfitrión. Cuando me despido, el anciano me dice en un francés arcaico:

“¡Ah, señor! Usted sólo ha visto una manzana caída del árbol, podrida y devorada por las hormigas. Nosotros hemos visto la flor que había sido este fruto. Y el viento de abril la agitaba. Dios sea con usted.”

Ya en la calle le pregunto a Mahmud dónde encontró a la bailarina. Con una sonrisa tan fina como su media luna, me responde:

“¡Ah, no! ¡Ella me encontró a mi! Es su esposa. Es mi madre”.

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8 de marzo de 2006
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Familias modernas

Vengo de una familia de esas que se destruyen y se rehacen: mi padre se casó tres veces y mi madre dos, y cada uno de sus cónyuges ha aportado vástagos nuevos. En este momento, si me preguntan cuántos hermanos tengo, la respuesta es una cifra variable entre una y siete. Para dar un número más preciso, es necesario definir hermano como hijo del mismo padre y la misma madre (1), hijo de uno solo de los padres (1) o hijo de las parejas de los padres sin vínculos de sangre conmigo (5).

Mucha gente parece sentir compasión cuando explico cómo es mi familia. Algunos consideran que esa variedad es disfuncional, anormal o simplemente triste. Pero a mí nunca me ha parecido así. Todo lo contrario, yo tengo más gente a la que puedo querer. Tengo hermanos a la carta, y con muchos de ellos me he ahorrado la parte en que nos peleamos por los juguetes. Ellos han llegado directamente en la edad en que nos vamos juntos a tomar unas cervezas. Y poder contar con ellos y con las parejas de mis padres es siempre reconfortante, e incluso divertido, aunque haya costado rupturas, adaptaciones y sorpresas. Yo suelo decir que somos felices, pero hay que ver lo que nos ha costado.

Pensé en eso mientras veía Transamérica, la película de Duncan Tucker por la que Felicity Huffman fue nominada a un Oscar. La familia que describe la película es algo así como la pesadilla de un conservador: el padre es un transexual, el hijo es un prostituto gay y la tía es una alcohólica en recuperación. Pero el personaje más chirriante es la abuela, con su casa con piscina, su flotador en forma de delfín, su pelo teñido de rubio y sus hormonas en el botiquín. Una mujer que ha dedicado toda su vida a comprar signos exteriores de felicidad. La abuela de esta familia es un chillón ejemplo de lo anormal que es la normalidad.

Las historias familiares –lo quieran o no- presentan modelos de relaciones humanas. La típica sit com familiar americana muestra familias que se enfrentan a un problema cotidiano, lo resuelven conversando y al final aprenden una lección sobre la vida. Por lo general, esa lección implica que “el problema”, la anormalidad, la duda, es borrado de sus vidas, y todo vuelve a la normalidad.

Transamerica discurre en sentido opuesto. Los conflictos familiares se resuelven cuando los personajes son capaces de aceptar a los demás sin tratar de cambiarlos. Y no es tan fácil. Todos sentimos que nuestros hijos y hermanos llevan una parte de nosotros mismos, de modo que si se apartan de nuestras expectativas, nos parece que algo funciona mal en nosotros. Además, con tal de no admitirlo, somos capaces de no ver la realidad. Preferimos ver el modelo de la sit com. Es más fácil de digerir, a pesar de ser falso, o quizá precisamente por eso.

La frase más hermosa de la película es la de la protagonista, cuando dice algo así: “lo único que pido es que un día, por una vez, me miren a la cara y me vean a mí. Sólo eso”. Quizá con eso baste para ser feliz.

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7 de marzo de 2006
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