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Grandes animales domésticos

Por 9 de marzo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Las Torres, emblemas inevitables, no representan tanto la soberbia del poder cuanto la comprensible satisfacción del poderoso, diría yo. Por eso, con el tiempo, se convierten en pisapapeles.

Ayer por la noche la más bella de las torres, la de Eiffel, estaba envuelta en un sudario de niebla gris y amarilla. La cabeza no era visible, pero el haz de luz que emite día y noche atravesaba las nubes bajas y giraba con la chiflada inquietud de los focos antiaéreos.

Me pareció amenazante, aunque próxima. Más exactamente, un animal vivo al que se puede amar, pero con el que resulta difícil convivir. Un animal fruto de algún aspecto secundario del matrimonio y al que los cónyuges han olvidado.

Cuando la armaron, era el modelo universal de la proeza técnica, un apasionado canto de amor al hierro, ese material con el que se construyó la sociedad burguesa por fuera y por dentro.

Ayer llovía levemente, pero por un instante emergió la cabeza de la torre entre los celajes que se rasgaban a gran velocidad y el ojo luminoso que gira en forma de uve pareció descender hacia la tierra. Fue como si el animal me mirase con distraída curiosidad, quizás pidiendo que lo sacara de paseo.

Comprendí que King Kong se empinara a la cabeza del Chrysler Building. Es una metáfora simple y hermosa, digna de anidar en la cabeza de un mono tan noble. Ningún animal, sin embargo, podría encaramarse a la torre Eiffel porque ella misma ya es un animal y no ha producido crías.

Pasado el siglo de hierro, en la actualidad la torre es un personaje doméstico, un héroe o un dios tutelar, un pigmeo nacido en aquellos bosques de helechos gigantes que hoy llamamos petróleo. Sus tremendas patas ya no exigen respeto y admiración por el talento técnico de los humanos, ya no es la torre de Nemrod. Más bien inspira ternura y compasión, como un animal demasiado grande y demasiado viejo para tenerlo en casa.

A veces y por puro afecto, estos grandes animales se acercan al amo en busca de cariño, y lo aplastan sin deliberación ni malicia. Heidegger habla de esto.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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