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El lado luminoso de la luna

¿Hay algo más que decir sobre El código Da Vinci? Hace algunos meses escribí sobre la extraña sensación que produce eso de viajar de uno a otro país y encontrar cada ciudad tapizada por las mismas imágenes, como si todas las ciudades hubiesen sido convertidas en la misma ciudad, aboliendo la noción del espacio; pero en esta ocasión Hollywood superó sus previas marcas y el planeta entero fue davincificado. El desarrollo de los medios de comunicación, financiado por las grandes empresas y por ende sensible a su poder, hace hoy posible la transmisión de una información en simultáneo y a escala mundial. Lo cual es casi igual a decir que es capaz de crear una nueva realidad. Imaginen lo que podría ocurrir si esos medios fuesen utilizados para promover conciencia, o para colaborar con la educación o con la salud de la humanidad. (Porque lo que pueden hacer cuando son utilizados para crear miedo ya lo sabemos, por triste experiencia.)

Yo no leí la novela. Suelo desconfiar de estos booms, lo cual me induce a cometer errores (el boom Kundera hizo que tardase años en leer La insoportable levedad del ser) y en otros casos me previene de cometerlos. (Cuando al fin lo intenté, no pude terminar de leer ni siquiera el primer libro de Harry Potter.) Si tuviese que guiarme por las citas del texto que A.O. Scott incluyó en su crítica de la película en el New York Times, debería colegir que Dan Brown escribe con los pies. Pero vi la película, que no es más que un entretenimiento típico de esos que son la especialidad de Hollywood, y nada más que eso; Misión imposible III es mejor, por mencionar una referencia reciente, aunque sea menos estimulante a la hora de sugerir tópicos de conversación. Supongo que tanto Leonardo y tanto Louvre y tanta criptografía y tantas teorías non sanctas sobre el origen de la Iglesia le han dado a los lectores la sensación de que se entretenían y consumían cultura al mismo tiempo, dos beneficios por el precio de un único libro.

Una de las cosas destacables es, precisamente, que el fenómeno Da Vinci haya sido disparado por un libro. Vivimos una época que se complace en vaticinar a diario la muerte de este soporte artístico e informativo. Las causas de esta muerte anunciada son variadas y complejas, pero no deberíamos dejar de mencionar algunas, por esenciales. El desarrollo de los medios electrónicos, por ejemplo, que la gente asume como virtualmente gratuitos. (La gente piensa que sólo paga la radio, la TV y su ordenador cuando los compra, ya que el servicio es barato y se le pierde entre los gastos habituales, mientras que los libros siguen siendo objetos de un gasto excepcional, y por ende suntuario.) Otra causa indiscutible es la caída a pico de los niveles educativos, con su corolario inevitable: la pérdida del placer que se deriva de la lectura.

Más allá de que los libros en sí mismos dejen mucho que desear, fenómenos como el de Harry Potter y el de este Código demuestran que una ficción libresca puede poner en marcha aun hoy la imaginación de un planeta. Yo no creo que esta sea una mala noticia, todo lo contrario. Si esto ocurre en pleno apogeo del servicio de internet, ¿por qué no esperar que mañana el fenómeno se repita con un nuevo Kundera o un nuevo García Márquez? (Por cierto, en el último número de la revista Esquire, Salman Rushdie admite que le hubiese gustado escribir Cien años de soledad.)

Existen muchas formas de contar la Historia de la humanidad, pero pocas tan apropiadas como las que cuentan los mismos relatos que marcaron la Historia: el Antiguo Testamento, el Nuevo, el Corán, las obras de Shakespeare, las novelas de Cervantes, la Comedia de Dante, las pesadillas de Kafka, los sueños de Freud, la espera absurda descrita por Beckett. Somos hijos de estos libros, que han pintado el paisaje en el que viajan nuestras almas. Que Dan Brown y J. K. Rowling no hayan producido ninguna obra que esté a esa altura no debería sorprender a nadie, en un mundo donde el valor de los libros ha sido puesto en discusión –y en el que la literatura, consecuentemente, tiende a convertirse en el último refugio de los cobardes. Lo bueno que se desprende de su éxito es que certifica que no estoy descaminado al seguir esperando la salida de libros que incendien la imaginación del mundo.

Yo soy optimista. Por eso escribo.

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22 de mayo de 2006
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Más sobre nazis

El pasado 3 de febrero una información de agencia advertía sobre las cinco pinturas de Klimt que el estado austriaco se ve en la obligación de devolver a su propietaria, María Altmann, una vez que el tribunal llamado “Fondo de Indemnización” (para los judíos expoliados) hubiera fallado en su favor.

No es ninguna tontería. Entre los cinco cuadros figura el retrato de la abuela de María, Adele Bloch-Bauer, una de las piezas más celebradas de la galería del Belvedere y uno de sus principales atractivos. Había sido robado por los nazis en 1938 a Ferdinand Bloch-Bauer, judío austriaco que logró huir a Suiza y murió arruinado al poco tiempo.

La información aparece con cuentagotas: otro boletín de agencia fechado el 16 de mayo, amplía la responsabilidad del estado austriaco. No son sólo los cinco cuadros, sino también el palacio de los Bloch-Bauer, en el 18 de la Elisabethstrasse, lo expoliado por la administración de ese país. En la actualidad están instalados los despachos de la alta burocracia de los ferrocarriles (ÖBB).

La disposición del tribunal ordena la devolución de una parte del palacio. Los derechos fiscales han dejado la porción de María en el equivalente a una cuarta parte.

Los cuadros ya están empaquetados y pronto volarán al museo municipal de Los Angeles, ciudad en la que reside María y donde desea depositarlos. Sin embargo, el palacio es indivisible, no puede desplazarse un trozo hasta los EE. UU.

Y ahora viene lo bueno.

Los burócratas de la ÖBB ya tenían muy avanzada la venta del palacio. Pensaban trasladar sus despachos a un lujoso edificio nuevo y espectacular. El negocio era brutal: la administración austriaca se embolsaba cien millones de euros (tirando bajo) gracias a un robo perpetrado por la misma administración austriaca unos años antes. En Austria, a diferencia de Alemania, nunca se aplicó la desnazificación del estado.

Ahora bien, tras la sentencia, el estado austriaco no puede vender sin la firma de María, la cual cuenta 90 años de edad y ríe discretamente cuando se le pregunta por este delicado problema. Si muere, la venta del palacio y las comisiones de los intermediarios pueden retrasarse un siglo. Están muy nerviosos.

¿Venganza? La anciana heredera comenta: “No, no. Sólo quiero que esa gente comprenda el significado de la palabra justicia”.

Con estos mimbres, Bernhard habría escrito una pieza magistral.

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22 de mayo de 2006
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MONOS Y HOMBRES

En la interminable búsqueda del eslabón faltante en la cadena que vincula al ser humano con sus antepasados, unos científicos de Boston proponen una nueva teoría. Corresponde a lo que llamamos, en el vocabulario de las perversiones sexuales, zoofilia. En el caso del hombre, que se apartó del mono en una especie distinta hace algo así como 5.4 millones de años, parece que hubo casos de zoofilia muy recientes (un millón de años). Uniones sexuales de hombres con monos serían imprescindibles -explican los científicos- para explicar las huellas y fósiles que estudia hoy la paleontología.

Es cierto, había algo raro en la relación entre Tarzán y Chita. No lo escribo de broma ni pensando en Edgar Rice Burroughs. No, lo que tengo en la mente es la primera novela del escritor catalán Albert Sanchez Piñol, La pell freda. La leí en su traducción al castellano, La piel fría, y creo que me produjo el malestar que compartieron sus lectores en todos los países (ya tiene, en cuatro años, veintiocho traducciones). La historia tiene lugar en una isla remota del Atlántico Sur. Su narrador, un meteorólogo ex miembro del IRA, no encuentra al colega que viene a reemplazar. Al anochecer, al ser atacado por criaturas anfibias con rasgos humanoides que salen del mar, entiende la razón de la desaparición de su colega. El barco que lo llevó a la isla se ha ido. Sabe que le tocará vivir meses de lucha para no morir. Su sobrevivencia es lo que cuenta el libro.

Es un cuento, no es una verdadera novela. Tiene una escritura transparente, sencilla, con un relato cronológico. Es insoportable al principio, aun más sabiendo que las criaturas anfibias se llaman «citauca» (acuatic) y que entre ellas aparece una hembra de una belleza insuperable, «Aneris» (sirena). Me acuerdo muy bien del momento en que iba a dejar, a medio camino, un libro que me proponía anagramas tan baratos. Pero para defenderse, el narrador se aparta del único otro hombre que vive en la isla, un farero alemán ebrio. Consigue encerrarse en el faro y pone a Aneris en su cama. Sánchez Piñol es antropólogo y quizás eso fue lo que me ayudó a seguir en la lectura. Me gustó su fábula filosófica sobre un comportamiento imperialista (conquista del faro, dominio sobre la isla y sus habitantes) aunque lo de hacer el amor con Aneris me parecía más bien una barata meditación sobre la condición humana (un antropólogo tiene que vernos como otros animales).

La teoría que nos viene de Boston hace pensar que quizás en la historia del hombre hubo un episodio tipo «piel fría». ¿Sería cierto lo que imaginó Sánchez Piñol? No he leído todavía Pandora en el Congo, la segunda novela de este antropólogo, pero acabo de leer otra noticia científica que apunta en la misma dirección. Esta vez, se trata del vínculo entre muñecas y dedos humanos y las aletas de los peces. Para decirlo de una buena vez, Albert Sánchez Piñol se quedó corto: en realidad, somos citaucas que aprovecharon su mutación para ligar con monos. De sólo pensar ahora en lo que es la «condición humana» tengo la «pell freda».

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19 de mayo de 2006
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Un niño que no merece palmas, sino palmadas

En uno de sus comentarios al blog de ayer, Ana María Berasategui admitía que las figuritas que el cine y la literatura nos proveen son lindas, pero agregaba –esto es indiscutible- que es importante saber seleccionar entre ellas. Eso me trajo a la memoria la discusión sobre los críticos que tuvo lugar tiempo atrás: una función que deberían cumplir sí o sí es la de orientarnos con su brújula en la abigarrada selva de la cultura. El problema es que muchas veces nos hacen pasar de largo frente a tesoros escondidos. Y que en otras ocasiones nos llevan hacia las arenas movedizas, las trampas y los abismos.

El sábado pasado fui a ver El niño (L’Enfant), la última película de los hermanos Dardenne; Palma de Oro del festival de Cannes, para más datos. Nunca había visto una película de estos directores, pero llevo años leyendo maravillas de su arte. Algunas de las críticas afirmaban que El niño era su obra mejor. Yo tenía claro que a pesar de no tratarse de la clase de cine que más me conmueve (realismo sucio, ascetismo bressoniano: eso decían los artículos), estos hombres debían ser maestros en su estilo: ¡nadie puede obtener tantas loas y tantos premios sin fundamento!

El niño me dejó frío. Es una película seca, en efecto, que cuenta la historia de un muchacho marginal que vende al hijo que acaba de tener con una chica tan perdida como él. ¿Es aburrida? No. Pero no cuenta nada que otros –desde el ya mentado Bresson hasta el argentino Leonardo Favio- no hayan contado ya mil veces, y mucho mejor. La redención del final me pareció forzada, el llanto del muchacho me resultó inverosímil. Y no encontré nada de cine en El niño. Al verla recordé lo que alguna vez me dijo el Indio Solari, cantante de Los Redonditos de Ricota y hoy solista, en el transcurso de una cena. Hablando de las ensaladas verdes, comentó: “Eso es igual a comer pasto. A mí me gustan las cosas que requieren de una mínima artesanía, en las que se nota la mano del hombre y sobre las que obra la cultura adquirida”. Para mí, El niño fue igual a comer pasto. No encontré artesanía ni ingenio. La mejor película del Festival de Cannes no tiene siquiera una secuencia memorable, ni desde lo cinematográfico ni desde lo humano.

No pretendo juzgar la obra entera de los Dardenne, que como ya dije no conozco. Tampoco digo que El niño es una mala película. Pero sí digo que me parece mediocre, o si se prefiere, convencional, y por ende inmerecedora de premios importantes y de artículos laudatorios. ¡Si esa película la hubiese hecho yo tal cual, los críticos me habrían comido vivo! (Salvo aquellos que suelen considerar la falta de imaginación y de ambición como un hecho positivo. Que hay muchos, créanme, por lo menos aquí en la Argentina.)

¿No les cansa a ustedes la existencia de tanto bluff en el arte, de tanto artista y tanta obra que debemos alabar para no quedar descolocados ante la jauría bienpensante? El niño que sigue viviendo en mí suele meterme en problemas, pero a veces me ayuda a percibir que el emperador está desnudo.

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19 de mayo de 2006
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Princesas y vampiros

Cinco bulliciosas colegas de trabajo con las que coincido en una comisión universitaria, salen a bucear por la vida nocturna de esta exquisita ciudad de provincias. Van por su cuenta, una práctica cada vez más común entre mujeres que ya han cumplido los treinta y cinco. Se arreglan en el aula, sin el menor recato. Sus compañeros estamos encantados: damos consejos y curioseamos. “Hidratación skin caviar luxe body emulsion la prairie”, lee el presidente del tribunal, que es químico, “¡cielo santo!”.

También yo manifiesto mi sorpresa porque una de ellas, una mujer de complexión fuerte y abundante, morena, muy sexy, se pinta un suave bigote con el lápiz de ojos. En el labio superior, evidentemente. Una sombra leve pero conspicua.

No es un bigote fingido a lo Groucho, sino con pretensiones de verosimilitud a lo Portugal Te Ama. Insisto en mi estupefacción con toda la modestia del mundo, no vaya a ser que se trate de una nueva tendencia erótica, the moustache trend, digamos. Me miran como si fuera el último en enterarme. Lo soy.

“Es por los moscones, dice una de ellas pequeña y vivaracha, los ahuyenta como el ajo”. Interviene la de ingenieros: “A los chulos no les gusta el pelo, los peores se depilan, el pelo se está demostrando el repelente más eficaz contra el pelmazo”.

Nunca lo hubiera dicho, pero sus amigas lo confirman. Ellas no gastan bigote porque buscan compañía y están muy ilusionadas y efervescentes. “Alguien habrá que nos comprenda y nos mime, no como vosotros, cabezas de huevo”. La que habla es una profesora de informática, alta y seria, que estudió en el MIT. “Lo de ella, añade dando una cabezada hacia la singular, es distinto, es una avalancha, es insoportable, es un no vivir, serán las feromonas o el olor corporal o cualquier otra porquería biológica, pero le caen encima como langostas. Lo de las rubias es un cuento, aquí chiflan las morenas. Hace bien en protegerse”.

La del bigote (le queda estupendamente, por otra parte) asiente. Luego, con cierta melancolía, concluye: “Es la ley de los rendimientos decrecientes. Si te asaltan demasiados, no puedes quedarte con ninguno. Al bigote, en cambio, ya sólo acuden los maduros. Y por lo general, gallegos. A mi me gustan así, maduritos y gallegos”.

Se alejan como una bandada de codornices. Las despido con el corazón ligero.

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19 de mayo de 2006
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Vida y muerte de un cuerpo masculino

Como soy un adicto, no he podido esperar la traducción del libro de Philip Roth Everyman. Esta vez, la dosis es más breve que en sus libros habituales (180 páginas), pero no menos traumática.

Y es que estamos ante un degenerado profesional que nunca defrauda a quien busque historias retorcidas y contundentes. A lo largo de sus 27 libros, Roth ha creado a personajes como Kepesh, que en perversa reinterpretación de Kafka amanece una mañana convertido en teta y fantasea con penetrar a su novia con su pezón. O Sabath, que busca refugio al fracaso de su matrimonio en casa de su mejor amigo, y luego se masturba en la bañera familiar con una foto de su hija menor de edad. Incluso tiene personajes que llevan su nombre, Philip Roth, como el predicador que propone un nuevo éxodo judío y tiene un implante de pene.

La escatología carece de límites para este escritor. En la antología de sus mejores escenas figuran mujeres arrojando compresas usadas a las tostadas de sus infieles parejas. Y hombres autogratificándose sobre la tumba de sus amantes muertas. Y ancianos en pañales que bailan con usuarios de Viagra. Tengo un amigo casado y con tres hijos que afirma, casi con lágrimas en los ojos: “nadie comprende a los hombres como Roth”. Y creo que es el mejor análisis que he oído de su obra.   
   
Everyman continúa por esa senda, pero introduce un elemento perturbador nuevo: el deterioro. O más bien, la vida presentada como un largo proceso de decadencia física. El argumento es en cierto modo el de una breve biografía de un hombre común y corriente, pero no se detiene en los hitos profesionales y afectivos, sino en sus ingresos en el hospital.

Lo peor es que funciona: nuestra vida puede ser narrada como el proceso de ruina de nuestro cuerpo y el de los demás. Conforme transcurre la historia de este hombre, contemplamos desde su primera hospitalización –por una hernia-, hasta las últimas, cada vez más frecuentes, debidas a complicaciones renales y arterias obstruidas. Nos enteramos con estremecedor detalle de qué partes de su humanidad se van estropeando, de cómo su cuerpo lo va abandonando de a pocos.

A la vez, conocemos de sus relaciones personales por la lista de visitantes en cada centro médico, porque invariablemente, la gente que nos ama es la que está presente cuando abrimos los ojos en una habitación blanca. Y cada vez que él abre los ojos, hay menos gente ahí. Sus pecados se nos revelan en el abandono progresivo de las salas de espera por parte de las personas a las que ha hecho daño.

Sabemos que nuestra vida se acerca al final conforme nuestras propias visitas hospitalarias se hacen más frecuentes, y cuando los funerales se van convirtiendo en nuestro principal evento social. Ya para entonces, somos más concientes de nuestro cuerpo, precisamente porque no funciona. Se le acumulan los desperfectos. Nuestro principal tema de conversación es qué partes aún nos duran, qué medicinas tomamos, qué nuevas restricciones tiene nuestra dieta.

Por supuesto, nos negamos a pensar en ese momento. Vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca. Y aún así, el miedo a la muerte está presente cotidianamente: asistimos a misas y pronunciamos oraciones para hacernos la ilusión de que habrá algo más allá del umbral. Nos inscribimos en el gimnasio y comemos yogurts light para que el momento de lo inevitable se retrase. Nos afanamos con la seguridad, el air bag, la doble llave, para que no se adelante. Pero nunca hablamos abiertamente de ella. Como toda buena literatura, Everyman nos enrostra precisamente lo que no queremos admitir, lo amplifica y nos lo grita al oído. Y a la vez, como todas las novelas de Roth, es un espejo deformante que refleja el lado oscuro de la masculinidad.

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19 de mayo de 2006
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A propósito de bustélidos

Un Hombre Muy Importante de Madrid me reprochaba hace poco la visión catastrofista y negativa que había yo manifestado en un articulo, en el que decía que millones de jóvenes están en el límite de la miseria, que las grandes compañías estafan a sus clientes, que los partidos sólo protegen sus propios intereses, etcétera, etcétera, y añadía que eso era mentira. Este cerebro privilegiado aseguraba que escribir estas cosas era ir contra el progreso y por lo tanto “reaccionario”.

Entre los españoles hay una obsesión por calificar. Nos encanta decir de alguien que es reaccionario, neocón, facha, progre, rojo o hermafrodita. Es evidente que ninguno de estos calificativos tiene sentido, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que lo único que tiene sentido es sobrevivir, pero lo hemos heredado de nuestra historia. Protestantes, viejos cristianos, de noble estirpe, hereje, maricón, judío, marrano, limpio de sangre, hidalgo, meapilas, rastacueros. En fin, la sociedad española ha sido siempre una sociedad de castas, clientelas, tribus y secuacidades viscerales. Al que no es de tu cuerda, hachazo.

Mi adversario es un molusco bivalvo de los que se agarra a la roca del poder cuando nace y ya no la suelta hasta la muerte. Sin embargo, me acusaba a mi de reaccionario porque no creo en el progreso. No se ha enterado de que lo del progreso se terminó en el siglo XVIII. Y también porque desanimo mucho a la gente diciendo lo que digo. Tendrá que enfrentarse a algo más que a un articulo en El País.

Con un notable número de encuestados, dos sociedades francesas del máximo rigor sociológico (Cevipof e Ifop) han realizado un trabajo sobre casi 6.000 personas para averiguar el tono de los ciudadanos franceses.

Un 76% cree que los jóvenes tienen menos posibilidades de salir adelante en la vida que sus padres. Esta cifra es una enormidad e indica lo negro que ve el futuro una masa de gente en Francia que podemos calificar de “crítica”. Si a eso se añade que un 52% cree que su país está «en decadencia», puede darse por seguro que la gente anda de muy mal café.

Peor aun es el 69% que afirma no confiar ni en la derecha ni en la izquierda, es decir, que rechaza absolutamente a todos los partidos. O lo que es lo mismo, que no ven quién pueda sacarles del pozo. De cada diez franceses, siete le han dado la espalda a los partidos. La democracia europea está en estado comatoso.

Es más o menos lo que yo venía a decir en mi artículo. De modo que el Hombre Sumamente Importante, más que descalificarme, debería explicar por qué casi el 80% de los franceses son reaccionarios según su sistema de medir la progresía.

Los calificativos suelen esconder mala conciencia. El hombre de convicciones débiles se escuda en ellos. Quien acusa a alguien de facha suele ser un intolerante, y el que cree insultar a otro llamándole neocón está deslumbrado por los neoconservadores de los que por otra parte apenas sabe nada, del mismo modo que quien cree que «rojo» es un insulto ha de ser porque le dan mucho miedo los rojos. Los calificativos, como estas páginas, son boomerangs que de paso califican a quien los emplea.

Los Hombres Muy Importantes de Madrid suelen andar por la vida calificando como si fueran entomólogos. Desde su altura, nos ven a los demás como insectos y les encanta poner agujitas y tarjetitas con nuestra definición: reaccionario, bolchevique, catolicón, derechista, izquierdoso.

Es cierto que somos despreciables, ni siquiera hemos aspirado a un ministerio… De todos modos, la verdad es que a este bustélido, que lo ha implorado desde que tiene uso de razón, no se lo dieron. Tampoco son tan tontos.

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18 de mayo de 2006
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En busca de Eduardo

Aún guardo una foto en la que aparezco a los ocho años metido en un sleeping bag con dos amiguitos del colegio que se habían quedado a dormir en casa. El mayor, Eduardo, era mi mejor amigo de la escuela. El más pequeño era su hermano Aaron. Desde mi regreso al Perú, esa foto fue lo único que me quedaba de mi antigua vida mexicana. Alguna vez le escribí a Eduardo, pero él no contestó. Y eso fue todo.

Por entonces, el que todos decían que era mi país estaba en guerra. Vivíamos oyendo las bombas. Comprábamos velas para los apagones. Salíamos hasta temprano debido a los toques de queda. El periódico nos traía muertos nuevos cada día. Llegado un punto, no había ni agua. Yo nunca entendí por qué nos habíamos ido de México, el lugar que para mí representaba la felicidad. En México, además, yo estudiaba en un pequeño colegio laico y mixto. En Perú pasé a un gigantesco colegio religioso de hombres, aspirantes a sementales a los que les manaban las hormonas por las orejas. En esas circunstancias, Eduardo se convirtió en el rostro del paraíso perdido.

Quince años después, durante mi primer regreso a México, visité mi antiguo colegio. Me costó encontrarlo, porque el payaso gigante que decoraba su fachada se había convertido en una sobria pared azul. Pero ahí estaba. Era mucho más pequeño que en mis recuerdos. Y aún estaba ahí Miss Mercedes, la profesora que yo mejor recordaba.

Miss Mercedes no podía creer que yo era yo. Se acordaba bien de mí, aunque creía que era chileno. Al reconocerme, convocó a los pequeños que jugaban por el patio y me presentó como un ejemplo. Les dijo que así quería verlos a todos algún día, regresando al colegio de sus primeros años. Los niños, en realidad, se querían ir a jugar. Yo me sentí un poco avergonzado.
Le pregunté por Eduardo Suárez, pero no sabía nada. Los últimos datos que figuraban en el archivo del colegio eran dos números de teléfono inutilizados. Alguien dijo que se había mudado a Cuernavaca. Por supuesto, un nombre como Eduardo Suárez no es algo que puedas buscar en la guía telefónica de una ciudad con más de veinte millones de habitantes en la que esa persona ni siquiera vive.

Me olvidé del tema hasta que regresé a México para promocionar mi libro. Entonces se me ocurrió una idea tomada de los programas de gente que busca a gente. En el primer noticiero de gran audiencia al que asistí, en Televisa, el periodista Carlos Loret de Mola me permitió decir frente a la cámara:

-Si te llamas Eduardo Suárez, tienes 31 años y asististe al colegio Ann Mansfield Sullivan, es probable que seas mi primer amigo y que yo te esté buscando. Por favor, ponte en contacto con este programa.

En ese momento, en Cuernavaca, una mujer sentada frente al televisor pegó un grito:

-¡Eduardo, creo que en la tele están hablando de ti!

Tres días, después, por intermedio de Azucena, la productora del programa, Eduardo Suárez asistió a la presentación de mi libro y cenó conmigo. El encuentro no sólo fue emotivo, sino también sorprendente. Nuestras vidas habían discurrido paralelamente. Guardaba la misma foto que tengo yo, la del sleeping bag. Sus padres se divorciaron al mismo tiempo que los míos. Había emigrado a Australia poco después que yo. Había vuelto a México al mismo tiempo que yo me instalaba en Barcelona. Ahora, él mismo planea mudarse a Barcelona. Pero lo más increíble es que el día que hice mi anuncio en la televisión era su cumpleaños número 32. Se despertó con la noticia de que yo lo estaba buscando.

-¿Te acuerdas de Oli?
-Uno güero ¿No?
-Un imbécil. No hacía más que fastidiar. Tuve pesadillas con él hasta mucho después de regresar al Perú. Soñaba que yo llegaba al colegio desnudo y él estaba vestido de Supermán y se burlaba de mí. Pero no era rubio. Tenía el pelo negro.
-¡Ese era Micky! Oli no se metía con nadie. Siempre estaba dormido.
-Es verdad. Era el imbécil de Micky. ¿Y cómo se llamaba esta chica… la morena de lentes?
-Jimena… creo. 
-Qué fea era la pobre…

Es difícil explicar el tipo de emociones que lo embargan a uno en estos casos. No se trata sólo de Eduardo, sino de un mundo perdido. Desde que abandoné ese país, de mi niñez en México no quedó nada. Nadie con quién hablar ni recordar. Era un espacio en blanco, una realidad que iba apagándose de olvido. El encuentro con Eduardo fue como confirmar que ese mundo había existido, que había otro testigo del niño que alguna vez fui yo. Fue, de alguna manera, como descubrir que uno está vivo. O al menos, que lo estuvo alguna vez.

En su ejemplar de la novela, escribí: “Para Eduardo, porque he esperado veinte años para firmarte este libro”. Creo que es la dedicatoria más sincera que he escrito en mi vida.

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18 de mayo de 2006
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El cine es mi religión

Siempre creí que el cine era una experiencia religiosa. Y no de cualquier religión, sino de una muy específica, y en un tiempo específico: el primer cristianismo, aquel de las catacumbas. Por la oscuridad en que transcurrían las reuniones, por la consagración a algo que aparece más grande que la vida misma, por la consciencia de formar parte de un culto para iniciados y –last but not least- por la veneración debida a un narrador perdurable, en este caso Jesús; el hombre hablaba en parábolas porque conocía el valor que la gente concede a las buenas historias. En lo profundo de aquellos túneles iluminados por velas, los primeros apóstoles también contaban historias, las historias de Jesús y sobre Jesús. Ellos, los portadores de la luz, fueron antecesores de los Lumiére. 

Volví a pensar en esto al leer el libro Down And Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, de Peter Biskind. Al relatar la consagración de Quentin Tarantino en los años 90, Biskind define el momento en que el cine dejó de ser aquella religión de catacumbas: “Con el advenimiento del video, una cultura de la escasez se transformó del día a la noche en una cultura de la abundancia, despojando al cine de su halo hierático, la mística de la imagen que había inspirado a críticos católicos como André Bazin… El video fue para el cine como la Reforma protestante. Considerado desde siempre un ‘arte democrático’, el video lo democratizó aún más, convirtiendo en irrelevantes a los intermediarios: los críticos / maestros, los sacerdotes de la religión del cine”. Al rechazar a los académicos, los nuevos cinéfilos rechazaron también a las películas de las que eran campeones. Por eso “adolescentes tardíos como Tarantino prefieren sus películas de artes marciales antes que Eisenstein o Renoir”, dando lugar a lo que Biskind define como “un nuevo brutalismo”.

No me disgusta el hecho de que cada cinéfilo arme su propio panteón sagrado; a esta altura me siento más gnóstico que católico oficial, así que creo que cada persona puede experimentar la divinidad sin necesidad de intermediarios. (Procedo de la misma forma con la literatura, que es mi otra religión: a sus sacerdotes, aquellos que se creen dueños de la Verdad literaria, también me los paso por el forro.) Pero el cambio que posibilitó el video no se limitó al acceso a los títulos del cine, sino también a las cámaras. El desarrollo de la tecnología digital hace de cada persona un director potencial. En los últimos tiempos causó sensación un documental autobiográfico llamado Tarnation, armado básicamente a partir de videos familiares: lo que importa no es tanto el soporte o el origen del material, sino la construcción del relato.

Lo que no ha cambiado demasiado es la circulación del material. Cualquiera puede armar su propia película, pero eso no significa que pueda exhibirla en las mismas pantallas que difundirán El código Da Vinci. Lo cual demuestra que todo cineasta potencial sigue sujeto a la autoridad de distribuidores y exhibidores. Es verdad que existe internet, otra instancia democratizadora; pero para que alguien vea mi película si la cuelgo allí necesito que se entere de que existe, y esto supone alguna forma de publicidad. Así como los sacerdotes contaban con el poder secular para que pusiese en caja a los herejes, los fabricantes del cine industrial cuentan con sus propios socios capitalistas, los dueños de las bocas de exhibición.

Quizás algún día la Reforma triunfe y esta religión del cine se transforme en un instrumento de iluminación para todos y cada uno de los que se asomen a ella. Pero por el momento seguimos batallando con aquellos que aseguran tener el copyright de dios.

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18 de mayo de 2006
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Una saludable falta de respeto

Obedeciendo los consejos de mi colega J.-Fr. Fogel, me puse a leer la inmensa Histoire égoïste de la litterature française de Charles Dantzig (¡casi mil páginas!) y como ya nos había advertido a sus lectores, en efecto, estoy maravillado. Reír a carcajadas con una historia de la literatura no pasa todos los días. Dantzig, además, tiene un inmenso conocimiento de lo que ama.

Me admira el tono desabrochado, ácido, realmente egoísta del autor, grabado al acero en una prosa que oscila entre Pascal y Liberation. Su manera de tratar a las vacas sagradas es inconcebible en España. No se esfuerza por ser educado y caer simpático, sólo quiere expresar del modo más directo y salvaje sus emociones como lector compulsivo, sin separar el momento de la adoración y el momento del odio.

A modo de ejemplo, traduzco un párrafo dedicado a Colette para que se animen los editores españoles.

Dado que en sus últimos años se había convertido en una vieja dama que sólo hablaba de confituras, todo el mundo decidió que era una anciana deliciosa. Esta grandísima astuta sabía ocultar su egoísmo, que no era pequeño, y como un gordo abejorro nunca dejó de estar sumamente pendiente de sus placeres, primero los carnales, luego los digestivos. Colette era un vientre. En pocas palabras, era asquerosa. ¡Ah, cómo comprendo, cada vez que la leo, la ira de Baudelaire contra George Sand! El instinto, la lujuria, el género hembra, la glotona que sucede a la insumisa, esas páginas que parecen sábanas arrugadas, manchadas de semen y croissant con mantequilla! ¡Vieja coqueta natural a la manera de la Sevigné, falsa compasiva, degolladora de pollos! ¡Puaf, puaf, puaf!”.

No importa ahora si el juicio es o no es justo, si es o no es misógino, si exagera o no exagera la abyección moral de Colette. Lo que importa, a mi modo de ver, es la intimidad con la que detesta a Colette, su implicación casi corporal, como si hablara de una tía materna, una prima o una novia que nunca le hizo el menor caso y a la que abraza en sueños húmedos y violentos.

Lo que me gusta de Dantzig es esa música pasional y desolada del que ama sin esperanza.

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17 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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