Marcelo Figueras
No sé por qué tiendo cada vez más a meter niños en mis ficciones. Mi amiga Ana Tagarro me lo preguntó hace ya tiempo, cuando la tendencia estaba mucho más oculta que hoy. Todo lo que podía servir por entonces como prueba era el hecho de que mi primer novela, El muchacho peronista, y también la tercera, Kamchatka, estuviesen narradas por niños en primera persona. Hoy ya no podría alegar casualidad. Mi cuarta novela, La batalla del calentamiento, tiene entre sus protagonistas a una niña bastante peculiar. (No se preocupen, que no está narrada en primera persona. Para ser preciso, está narrada por una voz omnisciente que se expresa en la primera del plural…) Y ahí está mi primer libro para chicos, Gus Weller rompe el molde, a poco tiempo de salir a la calle. Y el cortometraje que estoy por filmar, Pibe, que utiliza a un personaje infantil del que espero sea mi primer largo. Mi hija Agustina comentó la cuestión hace pocas semanas: “A papá le gustan las historias con nenitos, qué tierno,” con esa mezcla de respeto e ironía simultáneas que tan bien manejan los jóvenes. Quizás deba atribuírselo al hecho de haber pasado casi diez meses en el vientre de mi madre, en vez de los nueve convencionales. Me sacaron por la fuerza, dado que yo no di opciones. Debo haber pensado que había logrado engañar a los médicos definitivamente, y creído que podría permanecer en mi escondite para siempre: un niño eterno.
Este fin de semana vi dos películas en las que los niños juegan roles centrales. Una es la iraquí-iraní Las tortugas también vuelan. La otra es la italiana Domicilio privado, de Saverio Costanzo. Por cierto, están muy lejos de ser películas infantiles. Las tortugas cuenta la vida cotidana de un grupo de niños iraquíes en vísperas de la invasión norteamericana de 2003, muchos de los cuales sobreviven vendiendo las minas que abundan en el territorio lindante con su campo de refugiados. A uno de los actorcitos le falta una pierna. A otro los dos brazos. Y no se trata, aquí, de efectos especiales. Domicilio privado cuenta la historia de una familia palestina cuya casa es ocupada por soldados israelíes. El matrimonio tiene cinco hijos: dos son todavía niños y los otros tres todavía no dejaron del todo de serlo. Los efectos de esta violación del espacio privado sobre los niños son los más insoportables, así como lo son también sobre las criaturas de Las tortugas, y por eso producen en sus narraciones el suspenso más intolerable que haya experimentado en mucho tiempo con película alguna.
El efecto es el mismo que perseguía Kamchatka: transparentar el horror de una política de Estado al narrar sus efectos sobre un niño, que es el inocente por antonomasia. Utilizar un protagonista maduro hace que el lector / espectador levante las barreras de sus prejuicios o de sus posturas fijadas, porque bien o mal el adulto toma decisiones respecto de su destino y por ende lidia con las consecuencias de sus actos. Pero el niño no, el niño tan sólo está ahí, no ha elegido nada, no ha decidido nada, las culpas que paga son siempre ajenas: no le queda otra que tratar de sobrevivir a la desgracia que le imponen, echándole al mal tiempo su mejor cara. El protagonista niño demuele todas las argumentaciones políticas e ideológicas de los adultos, ¡todas esas excusas!, porque ¿quién que no sea un cínico o un supremacista nato puede defender las bondades de una política que necesita torturar niños para imponerse?
Tengo otras razones para preferir a los niños como protagonistas de mis ficciones. (También los prefiero en la vida real; mis hijas se ríen de mí porque en las reuniones tiendo a huir del conclave de los adultos para jugar con los más chicos, que por cierto son más divertidos.) No pretendo originalidad al argumentar que encuentro en los niños lo mejor del animal humano: su exuberancia, su sentido del humor, su creatividad, su capacidad para encontrar el juego en todo, su desenfado, el surrealismo con el que discurre su pensamiento y la naturalidad con que se relacionan con las inmundicias que el cuerpo produce en todo momento. También tiendo a ver a los adultos en relación a la fidelidad o infidelidad con que se han comportado respecto de los sueños que alentaban de niños, quizás porque mis mejores momentos son aquellos en que permanezco más fiel a aquel aliento. Y no niego que en ellos también veo el germen del egoísmo y de la crueldad; pero al tratarse de niños, sé que el daño que hacen y se hacen al comportarse así no puede ser sino minúsculo; y que no podría decir lo mismo respecto de los adultos.
Dejé este texto a medio hacer durante unos minutos, para acompañar a Agustina hasta la parada del autobús. En el ascensor le dije que la había mencionado en el blog, y le expliqué por qué. Entonces sonrió con buena leche y dijo: “Es que vos siempre fuiste un nenito, y siempre vas a serlo”. Lo cual, imagino, hace innecesaria ninguna otra explicación.