Vicente Verdú
Navego en un crucero por el Báltico y transmito desde un Internet infame. En uno de los puentes, de espaldas a una escalera imperial de barandas doradas, se encuentra un cartel apoyado sobre un trípode, con estas célebres palabras de Oscar Wilde: "Lo superfluo es imprescindible; el lujo es la nutrición del espíritu".
Los más de mil quinientos pasajeros, jóvenes empleados, que circulan sin tregua por las muy doradas instalaciones del barco se reflejan en sus espejos, se recuestan en los divanes corridos, entran al lugar de las apuestas, saturan los diversos comedores, bistrots y café bar, y donde se sirven comidas y cócteles como en una factoría destinada a satisfacer los deseos inmediatos del cuerpo y la selección de gratificaciones que nacen de los ambientes de la vacación.
En este recinto flotante, especie de organismo recargado y obsceno, nos comportamos como dentro mismo de un estómago de placer, preconcebido, decorado y ambientado para que junto a la inmensidad del mar se comporte como un mundo sin ubicación, extraído de la textura laboral y familiar, desposeído de sacrificio, dispuesto para hacer creer que basta el impulso del placer para darle consistencia y vida. Y también propulsión mecánica, puesto que si nos desplazamos sobre las olas y entre ventoleras heladas es por efecto de la acumulación de seres comunes que se han otorgado el derecho a cambiar la abnegación laboral por la voluptuosidad del ocio y la hora de fichar por este horario laxo y extendido sobre un surtido de ofertas para crear o fingir complacencias sin aparente limitación.
En definitiva, este buque factoría de lujo popular se comporta como los demás barcos manufactureros que se cruzan por estas aguas y las de mayor altura. El buque toma la materia prima desorganizada para tratarla como una futura pasta que deberá segregar deleite y, al cabo, forzados deseos de existir. Existir en una existencia privada de espinas como hacen los barcos que pescan y enlatan la carne del atún, ya limpia y exenta de todo lo que evoca la muerte o el caos.
En este barco enorme se reorganiza modestamente el mundo o se recompone en un orden que, desde luego, no podría sostenerse demasiado tiempo en atención a los horribles vestidos de cóctel que desfilan casi de continuo, y debido al alto volumen de las conversaciones en grupo, se trate de una aglomeración en el ascensor o en los mismos pasillos de los camarotes. Sin embargo, ¿cómo podría esperarse un orden más estable en un proyecto que va destinado a la explosión? Todos cuantos habitamos esta nave rolliza, demasiado oronda para ser respetada o funcional, conocemos que esta aventura es, sobre todo, interior y huera. Preparada detenidamente para extinguirse en una cercana explosión final, nacida de un mundo de ilusión precocinada y dirigida internamente a quemarse en su misma fugacidad, en esta bufonería que remeda a Oscar Wilde, no ya como provocación sino como merecida autocompasión del empleado común. El lujo de darse lujo sin pagar demasiado caro y de entregarse conscientemente, como materia prima de placer, al sistema productor de la sociedad multinacional, que gobierna la muy humana y fútil peripecia de este crucero por el Báltico.