Félix de Azúa
El jueves primero de junio, el diario Libération dedicaba sus páginas principales del suplemento de libros a Juan Marsé. Bajo el incomprensible título de La Planete Marsé, un largo artículo de Philippe Lançon contaba al público francés, con mucho respeto y simpatía hacia el protagonista, la increíble historia de cómo fue adoptado en un trayecto de taxi. Es su mejor novela.
La primera vez que oí esa historia, la contaba el propio Marsé con el inevitable whisky haciendo clinc clinc en su mano y ese estilo despacioso, tranquilo, sosegado, más americano que europeo, con el que suele contar sus historias.
Su padre biológico, un taxista, había comentado con la pareja que viajaba en su coche las dificultades que tenía para criar al recién nacido, toda vez que la madre había muerto de posparto. La pareja, que no podía tener descendencia, acordó de inmediato la adopción. Así de rápido, así de simple, carambola, una belleza.
Marsé volvió a ver a su padre biológico en varias ocasiones. Siempre habla de él con cariño. La última escena, con el viejo taxista mostrando recortes de prensa a la gente del pueblo y exclamando con patético orgullo: “¡Es mi hijo!”, resulta tan melodramática que necesariamente ha de ser cierta.
Explicar Marsé a los franceses no es fácil. El autor del artículo, por ejemplo, tiene una visión surrealista del escritor. Dice: Marsé a l’air d’un vieux paysan pauvre dont les rêves demeurent violents et rafinés. ¿Marsé un labriego pobre? ¡Cielo santo! ¡Pero si Marsé es el doble casi exacto de Derrida! ¡Si tiene aspecto de profesor de filosofía de la Sorbona! Este hombre no ha visto en su vida “un paysan pauvre”. No los hay por París.
Y luego insiste mucho en que si las putas de Barcelona, que si el Barrio Chino, que si el antifranquismo, y otros tópicos del siglo pasado, como si Marsé fuera Claude Simon, errando absolutamente la diana. Marsé es un escritor delicado, lírico, en absoluto realista, en todo caso impresionista. Sus personajes nunca están vistos desde el exterior mecánico, social y naturalista del realismo, sino desde la intimidad poética.
El tiernísimo inmigrante de Últimas tardes con Teresa, el Pijoaparte, es mucho más espiritual que los chicos de clase alta a los que quiere parecerse. Y Marsé lo sabe. En su mundo siempre hay madres acogedoras, y si son putas son igualmente maternales y acogedoras. Y si son criadas o sirvientas, son aún más maternales y acogedoras. Las mujeres acogen y consuelan a unos pobres tipos incapaces de matar a una mosca e inútiles para alcanzar las metas que se han propuesto.
Aparte de que hay matices imposibles de transmitir a los franceses. Marsé es el único escritor catalán que ha dicho lo que había que decir sobre las novelas de Mari Pau Janer y sobre los premios Planeta y sobre un intocable del régimen como Baltasar Porcel.
Juan Marsé no es un campesino pobre, sino un caballero, y un caballero absoluta y radicalmente libre.