Vicente Verdú
Así como todo momento de felicidad contiene su dosis de tristeza interna, todo episodio de dolor encierra una pizca de felicidad oculta. Podría incluso especularse con la afirmación de que el disfrute completo requiere su porción de desengaño como, también, la adversidad conlleva un menudo e indecible deleite.
De este modo se explica la superfiesta del dolor por la muerte de Rocío Jurado y de todas las demás muertes; tanto más aparatosa la fiesta cuanto más espectacular la víctima.
La extraordinaria vida de Rocío Jurado parece incluso poco en relación al colosal clamor de su muerte. O bien: la contabilidad de su movilidad profesional resulta una suma incomparablemente inferior al desbordante efecto de su inmovilidad como cadáver. En el primer supuesto, la bulla de sus triunfos regulares ha podido ser gradualmente asimilada gracias a la ayuda sucesiva de cada fin de función. Pero su muerte definitiva requiere, para ser acogida, la monumentalidad del llanto hasta un extremo que convierte el lamento colectivo en aclamación y su desaparición en una superrepresentación de su fuerza en vivo.
Los seres humanos se revelan notoriamente paradójicos dentro de su enredo entre vivir y tener que morir, entre ser y no poder concebirse como muertos. A partir de esta dificultad para tratar y tratarse con la muerte, cualquier fenómeno de ese orden letal se aborda con el insuficiente código de la vida. O mediante el código de la vida más la evocación confusa de la muerte.
En el mayor punto de la cima, el triunfador se entristece, tal como si la muerte se le acercara para aquella misma participación. Pero, también, en la más honda profundidad del dolor, el torturado palpa un elemento que lo excita. De una a otra experiencia va balanceándose la existencia y su imposible aprendizaje.
En periodismo, en ciencia, en filosofía, se dice que la diferencia brinda información. La salud se afirma respecto a la enfermedad como la riqueza respecto a la pobreza y lo caliente frente al frío. Pero, por añadidura, sería imposible sensación alguna sin incluir una molécula de lo contrario en su mismo seno. De este modo resistimos tanto a Dios como al Diablo, a lo muy luminoso como lo muy oscuro. Nuestra arma procede de la infalible y pequeña negación interior y, concretamente, de los beneficios correspondientes a la melancolía.
La melancolía actúa siempre como un benévolo barniz, un blindaje irisado que impide sentirse feliz del todo y desventurado completo. Nadie habría llorado con tanta confianza y generosidad a Rocío Jurado si se la creyera absolutamente un cuerpo muerto. El gran recurso de los seres humanos procede de su incapacidad para todo lo absoluto, de su extrema simpatía por lo muy circunstancial y de su incorregible o natural inclinación por la farsa y la mentira.