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Los prófugos del Perú

Por 5 de junio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando voy al Perú, me enfrento con la evidencia de que mis amigos y yo hemos crecido separados. Cada uno conversa con el recuerdo que tiene del otro, y fingimos que seguimos siendo los mismos porque ese recuerdo es lo único que nos queda de una época. En México, donde pasé mi infancia, no tengo con quién compartir los recuerdos, y con frecuencia dudo que sean reales. Ya ni en Madrid, donde viví hasta agosto, me quedan muchos amigos. Los momentos de la vida, como los montajes teatrales, tienen escenarios y actores distintos. Cuando se cierra el telón y uno hace mutis, cada función muere un poco, y parece más lejana de lo que es en realidad.

Por eso, me identifico con Ricardo Somocurcio, el intérprete y traductor que protagoniza la última novela de Mario Vargas Llosa, cuando dice: “había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda, ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo. ¿Qué eras pues, Ricardito? Tal vez lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros”.

Travesuras de la niña mala es una novela sobre la historia del último medio siglo, sobre un personaje femenino enigmático, y acaso sobre sus peripecias sexuales. Pero sobre todo, al menos para mí, es una novela sobre la búsqueda de un lugar en el mundo. Sus personajes son tránsfugas que han perdido su arraigo, su entorno y, conforme pasan los años, van difuminando también sus recuerdos.

El Perú, en esta novela, es un lugar al que se va a morir. Así lo hace Paúl, el guerrillero, víctima de una época que obligaba a sus hijos a ser héroes. Y Juan, el hippie, que aunque huye a Inglaterra, convierte su muerte en una reconciliación con su origen y pide ser enterrado en el polvo que lo vio nacer. Pero no sólo son peruanos los trashumantes que recorren estas páginas. El turco Salomón Toledano, con su dominio de doce lenguas, no es capaz de encontrar el amor. El pequeño Yilal, vietnamita y francés, no consigue comunicarse con quienes lo rodean. Se diría que nadie en este libro es de ninguna parte, y que a todos les cuesta establecer vínculos con los demás individuos.

En este escenario en que los actores secundarios entran y salen, los dos protagonistas son prófugos del Perú que encuentran distintas vías de escape a una realidad que no los satisface. El narrador, Ricardo, opta por confundirse con un decorado hermoso. Su única ambición es vivir en París, pero no tiene que viajar hasta allá para ser un extraño. Incluso su español miraflorino y su infancia inocente lo delatan como un extranjero en su propio país. La protagonista, en cambio, “la niña mala”, es un camaleón tan adaptable al entorno que no tiene ni nombre: Kuriko, Arlette, Lily, Otilia, cada uno de sus nombres representa sólo un nuevo papel, un nuevo entorno en el que pone a prueba su capacidad de enfrentarse al mundo.

Y sin embargo, tanto el uno como el otro tienen una patria clara, aunque eventual e intermitente. Para Ricardo, esa patria es la niña mala, una patria inhóspita pero recurrente, el único lugar en que se siente en casa. Para ella, Ricardo es como el Perú, un lugar que la reconoce, pero que se siente obligada a abandonar en defensa propia. Los amantes de la niña mala se multiplican por los países que visita, pero ella no es capaz de amar a ninguno.

El país de los personajes de este libro son las personas que los quieren, aunque tengan maneras extrañas de hacerlo. Y creo que eso es lo que hace que uno sea peruano, o español o chino, más que el pasaporte o el tiempo vivido ahí: la gente en cuya mirada se reconoce y en cuyo afecto se cobija del mundo. Los amigos cuyo recuerdo quizá no sea más falso que el presente. Los actores que regresan al escenario cada vez que la memoria los convoca, y que uno va reencontrando con distintos nombres y distintas historias, en esa larga fuga hacia ninguna parte que llamamos vida.

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