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Y dale con el arte

Los efectos especiales han aplastado la imaginación de los escenaristas. El exceso técnico mata la creatividad como ha demostrado Frank Ghery, arquitecto que no ha construido un sólo edificio sino un programa informático para la construcción de diez millones de edificios todos iguales entre sí.

Cuando no existían medios técnicos tan apabullantes, los  creadores tenían que exprimirse las meninges. He aquí un ejemplo modestísimo, de un género artístico menor, la comedia musical, pero representativo: es un número de la revista que el Casino de París estrenó en 1951.

Todo el escenario figuraba un gigantesco motor de automóvil. En aquella época las máquinas, especialmente las italianas, eran objetos preciosos y muy admirados, algo así como los futbolistas actuales. Las coristas, vestidas de bugías, salían en abanico de los cilindros en espasmódico vaivén y se distribuían geométricamente por el tablado. Bailaban entonces un frenético claqué que levantaba una nube de chispas del suelo metálico a modo de polvo de estrellas. La música imitaba la aceleración de una máquina similar al soberbio Alfa Romeo con el que Juan Manuel Fangio había ganado el Grand Prix de España, en el circuito de Pedralbes, ese mismo año.

En las comedias musicales actuales, los efectos técnicos son avasalladores pero aburridos. Los hemos visto ya mil veces en la publicidad, en las cintas de acción, en el cine de animación. Están machacados. Es insoportable ver volar por los aires, una vez más, a Tom Cruise mientras se derrumba el puente de Brooklyn, sube un volcán de llamas del camión cisterna incendiado y estalla un helicóptero sobre su cabeza, todo al mismo tiempo y con el rostro de Cruise (bizco) en primer plano. ¡Qué contraste con las Gold Diggers de Busby Berkeley, evolucionando como una composición suprematista en busca de la perfección cristalográfica!

Las muchachas que soltaban chispas en el Casino de París en 1951 fascinaron a Roger Nimier, excelente escritor hoy totalmente olvidado y autor de una de las más típicas frases de su generación: “Desde que todo el mundo participa en ella, la guerra se ha desacreditado muchísimo”.

Fangio amaba sus máquinas: “Cada vez que llegábamos en primer lugar, era para mí una satisfacción compartida. Incluyo al auto porque yo nunca lo consideré un medio para conseguir un fin, sino una parte mía. Siempre pensé que yo formaba parte del auto, así como la biela y el pistón”.

También Nimier era un fanático de los bólidos. Se mató al volante de un Aston Martin DB4, en 1962, a los 36 años de edad.

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25 de mayo de 2006
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El enchufado de Dios

La cólera divina se ha abatido muchas veces contra Guatemala. La primera capital, Ciudad Vieja, fue destruida por catástrofes naturales. La segunda, Antigua, abandonada tras una inundación. La actual ciudad de Guatemala casi no tiene edificios altos en su zona central, porque está construida en zona sísmica. Además, Guatemala tiene más de veinte volcanes, una constante amenaza de Apocalipsis.

Eso, junto con su condición de centro colonial, explica el alto grado de religiosidad que se respira en la reconstruida Antigua. Como todas las ciudades de la época, Antigua tiene una imponente catedral y una universidad, la de San Carlos, cuyo local original ha sido convertido en museo de arte eclesiástico para exhibir los monumentos al sufrimiento y la tortura que los artesanos de la época llamaban arte.

En el museo se aprecian las típicas andas en que Cristo carga su propia cruz con la corona de espinas atravesándole las sienes, y las imágenes de su pasión, con legionarios romanos y lanzas atravesadas en el costado. Todo eso forma parte de la simbología internacional, pero también hay aportes propios del arte guatemalteco: en algunas pinturas, un tierno niño Jesús ya sangra por todo el cuerpo y arrastra su cruz con mirada de quien sabe lo que le espera. En los palacios antiguos suelen verse carruajes expuestos. Aquí hay una negra carroza fúnebre.

Sin embargo, a pocos kilómetros de Antigua, en el pequeño pueblo de San Andrés Itzapa, se encuentra el santuario de San Simón, una suerte de divinidad mestiza. San Simón no vive en una gran catedral sino en una casa rosada que no se distingue de las demás a primera vista, una casa de gente, donde todo el mundo puede realizar sus ritos sin las rigideces habituales del catolicismo.

Así, en el patio de entrada, tres personas queman fogatas preparadas con velas de distintos colores. Más allá, otras dos fuman puros en los que leen el destino. En un rincón hay una cantina. De hecho, parte de las ofrendas habituales son alcohol y tabaco. Al entrar en el santuario propiamente dicho, uno encuentra varias mesas llenas de velas. Las paredes están enchapadas con placas de personas que le agradecen a San Simón diversos milagros. Uno le da las gracias por haberse comprado su taxi. Otro le atribuye haber conseguido a su amor. Pero la mayor parte se refieren a enfermedades sanadas y problemas familiares o económicos resueltos.

Al fondo está San Simón, presidiendo la escena desde un altar. Viste como un patrón de hacienda: lleva un sombrero de palma y un traje negro con corbata. Tiene bigote. En la mano derecha empuña un bastón mientras extiende la otra en espera de tu ofrenda. En efecto, alrededor de su silla se acumulan panes, billetes, tabaco, botellitas de aguardiente Venado, velas, flores. La gente hace cola para llegar a él y dejarle esas cosas mientras hace sus pedidos. Me queda claro que San Simón no hace nada gratis.

A su lado, abajo, hay una imagen tamaño natural de San Judas Tadeo. Pero junto a este gamonal de la santidad, San Judas parece su guardaespaldas. Todo el escenario, de hecho, no es el de una imagen divina, sino el de un señor feudal que recibe a sus siervos y reparte sus favores. Esos favores no tienen nada que ver con los valores cristianos. Son de cualquier tipo. De hecho, para evitar excesos, un cartel en la esquina solicita a los asistentes no pedir maldiciones ni cosas malas, por favor.

En un país en que la Iglesia representa el poder triunfante de los invasores, Dios queda demasiado lejos. Tras ver las imágenes del museo San Carlos, y los uniformes romanos, y las túnicas, uno puede tener la certeza de que Jesús habla otro idioma. Afortunadamente, este también es un país de clientelajes políticos, donde lo que no te da la ley te lo dan tus influencias, tus enchufes con el poder. Y esa es precisamente la función de este santuario. San Simón es el enchufado de Dios, que a cambio de algunos vicios como alcohol y tabaco te puede conseguir un favorcito. No representa la santidad sino los contactos por debajo de la mesa. No simboliza la pureza sino la necesidad. Es el corrupto del reino de los cielos, y su pago constituye la economía informal del paraíso. San Simón representa la transposición del mundo real al más allá, y por eso mismo, para los guatemaltecos, resulta más real que el lejano Cristo ensangrentado que arrastra una cruz.

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25 de mayo de 2006
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Shakespeare en mi heladera

Adoro las malas palabras. Pocos placeres más exquisitos que el de una palabrota bien empleada. Siempre fui un boca sucia, a lo que debo el dudoso privilegio de haberle enseñado a mi hermano menor su primer vocablo –que no fue mamá, por cierto.

Me encanta aprender insultos en otros idiomas. La capacidad de síntesis del inglés, ya de por sí notable, se supera a sí misma en el insulto que contiene la tragedia de Edipo en un único término: motherfucker. Hay palabrotas en francés y en alemán que me parecen deliciosas: merde, scheisse –que significan lo mismo. Pero ningún idioma ofrece tal profusión en la materia como el nuestro. Por eso disfruté la presentación con que Roberto Fontanarrosa abrió el último Congreso de la Lengua en Rosario, dedicada por completo al tema. Cada país o región de nuestro continente idiomático ofrece sus propias invenciones. Mi amigo Pasqual, catalán y fotógrafo (en ese orden), me enseñó que en México, donde vivió algunos años siguiendo las andanzas del subcomandante Marcos, se le dice joto a lo que nosotros, en la Argentina, denominamos puto. Anoche Santiago Roncagliolo, que está en Buenos Aires en plena gira del premio Alfaguara, aportó algo que le dijeron en Cuba y que suena similar a chichirimichi, aunque no pudo dar precisiones respecto de su significado.

Con otro amigo, el productor mexicano Matthias Ehrenberg, nos juramos que algún día armaríamos un diccionario de insultos del habla hispana. Nos ganó de mano un par de autores, que acaban de editar aquí una compilación sobre el tema. (Me guardaré sus nombres por despecho, y además porque no los recuerdo.) Pero aunque su libro coleccione palabrotas, presumo que no debe incluir expresiones insultantes, que suelen ser aún más coloridas y creativas que las palabras a secas. La que más nos hacer reír a Matthias y a mí es una mexicana: decir que a alguien le hace agua la canoa es mucho más simpático que decirle joto a secas. (Pido perdón por la incorrección política de quien escribe, pero es difícil manejar insultos sin salpicar a nadie. Si alguien se ofende, aceptaré sus insultos con la mayor gracia posible.)

Resultan llamativos los casos en que los insultos pierden su valor agraviante para convertirse en otra cosa. Aquí el término descamisados, con que cierta clase social insultaba a los peronistas de los años 40, terminó reivindicado como una bandera. El tan argentino boludo se transformó en la palabra más usada por los adolescentes de hoy, reeditando la ubicuidad del che de otras épocas. Y las que más usan el término son, paradójicamente, las mujeres: se la pasan todo el tiempo diciendo boluda, ¿viste?, no sabés, boluda, ay, boluda, ¡cómo te quiero!

En lo que presumo un acto de justicia poética, mi hermano, que acaba de regresar de su primer periplo europeo, me trajo un montón de imanes para la heladera que reproducen insultos shakespirianos. Porque la inventiva del William también era elefantiásica en esta materia. Me encantan expresiones como bolting-hutch of beastliness, de Henry IV, Part I. Y Thou crusty batch of nature, de Troiluis and Cressida. Y cream faced loon, de Macbeth. Y Thou elvish-mark’d, abortive, rooting hog, de Richard III. Lástima que mi favorito entre los insultos shakespirianos no figura en ninguno de los imanes: es el You base football player que Kent profiere en el primer acto de King Lear. Decirle a alguien que es un vulgar futbolista es mi idea de un insulto perfecto, dado que detesto el fútbol. (Y en la inminencia del mundial, mucho más.)

Sí, ya lo sé. Soy un argentino extraño.

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24 de mayo de 2006
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Retraso mental

Es algo que sucede con cierta frecuencia. Alguien afirma que la televisión es la causa del acelerado deterioro mental de los jóvenes y siempre hay alguien que le tacha de nostálgico y antiguo. La cúspide del contra-argumento es que eso mismo se dijo también cuando apareció el cine, etcétera.

No es fácil saber a ciencia cierta qué efectos produce la acumulación de horas televisivas en el cerebro de los humanos porque los estudios son contradictorios. O bien hablan de clases sociales (los pobres tienen peores resultados, claro), o bien de países (los norteamericanos parecen tercermundistas), o bien de culturas (la tele produce estragos en Turquía).

Un reportaje de Die Welt, recogido por el Courrier International de esta semana, expone el primer experimento que tengo por absolutamente irrevocable, sobre los efectos de la televisión en las delicadas cabezas infantiles.

Lo llevaron a cabo Peter Winterstein y Robert J. Jungwirth en el cantón de Göpingen, en el sudoeste de Alemania. Sometieron a casi dos mil niños de cinco/seis años, todos ellos pertenecientes a una sociedad coherente y unificada, todos miembros de la clase media, todos alumnos desde los tres años de escuelas públicas similares, a un sencillo ejercicio: dibujar una figura humana.

El resultado es escalofriante. Aquellos niños que miran la TV menos de una hora al día dibujan figuras desarrolladas, con brazos y manos distinguibles, con cabellos, vestidos de modo reconocible, en fin, seres humanos estructurados. Los niños que ven la TV tres horas al día o más, producen unos monigotes esquemáticos, deformes, meros palotes y manchas de una pobreza patética. Estos niños no han observado jamás a sus semejantes.

A mi no me cabe la menor duda de que la TV y sus subproductos han hundido el nivel intelectual de Occidente de un modo ireversible. La mayor parte de los fenómenos de violencia estúpida (el terrorismo urbano de los hinchas del fútbol, la destrucción de automóviles en los barrios, las palizas grabadas con el teléfono) están determinados por el efecto televisivo.

Así como la propiedad privada del automóvil, que tiene otras ventajas, ha destruido las ciudades y casi todo el campo, del mismo modo la TV ha destruido la urbanización mental de los ciudadanos, aunque seguramente también con otras ventajas que de momento son invisibles.

Primero hay que admitir la realidad. Luego, encararse con ella. Puesto que nunca podremos acabar con la TV, hay que ir pensando qué se hace con las sociedades que este aparato ha creado a su imagen (¡) y semejanza.

Así como se han creado programas de asistencia a minusválidos, madres solteras, inmigrantes desvalidos, minorías religiosas, víctimas de terremotos, transexuales, y así sucesivamente, habrá que ir pensando en programas de ayuda para afectados gravemente por la TV.

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24 de mayo de 2006
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El mercado de la esperanza

El Mercado Central de Guatemala es, como todo mercado, una radiografía de los intereses de sus consumidores. Naturalmente, el primero de ellos es la comida: hay dulces de miel con almendras y chiles rellenos de carne, y frutas rojas y peludas. Hay puestos de verduras frescas y latas de picante. Hasta aquí, nada fuera de lo normal. Lo curioso es que, tras un rápido vistazo, la segunda necesidad básica guatemalteca parece ser el matrimonio.

En efecto, buena parte de las tiendas están dedicadas a la decoración nupcial: grandes alas blancas de tecnopor, fotos de parejas tomadas de revistas glamorosas, pasteles de fantasía y muñecos de plástico en traje de boda constituyen un importante porcentaje de la mercadería expuesta. Y no sólo aquí. Al lado de la plaza se puede ver una tienda llamada "Novias Miscelánea", que junto a las calculadoras y correas de reloj ofrece vestidos de novia, como si fuesen productos de los que uno necesita de un día para otro, así de repente. En un barrio más exclusivo, la zona 9, está la tienda "Diseños Románticos", en la que los trajes de novia son más caros y no se venden correas de reloj. Estas tiendas proliferan en todas las clases sociales.

El notable interés por casarse de los guatemaltecos es uno de los fenómenos más tiernos que he observado en mi viaje, pero no está aislado. En realidad, este país parece consumir grandes dosis de esperanza. En uno de los locales del mercado central, por ejemplo, hay una gruta dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, como si fuese una tienda más. La gente pasa, deja un donativo y reza un poco, y luego sigue comprando chiles rellenos. Y es que el tercer producto más vendido del mercado -tras la comida y los matrimonios- es la suerte.

En numerosas tiendas a lo largo del mercado encuentra uno velas, inciensos y estampas de San Simón entre otras imágenes divinas. Sin embargo, lo más particular de la mercadería es que la suerte está asociada a la higiene personal. La mayoría de los productos son jabones, polvos y lociones. Según los vendedores, la buenaventura se solicita en el baño.

Compro el jabón Ven Dinero, para empezar. Es una pastilla ordinaria pero en la caja aparece una chica que recibe sonriente varios billetes de dólar. Al abrirlo, encuentro el manual de instrucciones, donde explica que "el jabón espiritual no es un amuleto, talismán ni objeto mágico, es un punto de apoyo personal para que adquieras AUTOCONFIANZA PERSONAL; con este criterio aceptado, es un punto de apoyo mental para llevarte HACIA ARRIBA".

Comprendido el funcionamiento básico del jabón Ven Dinero, escudriño las demás pociones. Hay una loción llamada Amansa guapos (To tame good-lookings). Según el manual, hay que restregarse la poción por la frente, el cuello y el corazón pensando en la persona que quieres conseguir. No falla. Hay otro llamado Vuélvete loco (You will be for me), que promete los mismos resultados.

Pero el trabajo no termina al conseguir a la persona. Como me explica un vendedor, luego hay que mantenerla. Especialmente a los hombres, que son unos lambiscones. Para eso sirve el jabón Yo domino a mi hombre (Full power finely helping you) que garantiza que "tú tendrás el dominio, él te será fiel, obediente, complaciente, amante y nada tendrá que reprocharte jamás. Pon un poco de este polvo en contacto con tu hombre y al hacerlo di mentalmente (fulano… yo te domino)". Le pregunto al vendedor cuál es el equivalente para hombres. Me muestra el Verdadero polvo tapa bocas (To stop up!! mouths powder).

Todo lo que necesites para tu vida se puede comprar en estas tiendas: pomadas contra la envidia, lociones para levantar el negocio, colonias para alejar a los malos vecinos, y amor, sobre todo, el producto con la mayor demanda.

Puede parecer pintoresco, pero al salir del mercado uno comprende que nada de esto es gratuito. Por la plaza central pasean militares armados con fusiles. Y aún así, la semana pasada apareció un cadáver en la concha acústica, a veinte metros del palacio de gobierno. Conforme me alejo del centro, escucho en la radio a la periodista Marta Yolanda Díaz-Durán, una de las más sintonizadas del país, comentar que en los últimos meses se ha registrado una oleada de linchamientos populares contra delincuentes. Indignada, ella exige la aplicación de la pena capital. Siento que la muerte para los guatemaltecos, como para muchos latinoamericanos, puede tocarte en la ruleta cotidiana. Por eso la suerte es un bien escaso, en el que nunca está de más invertir un porcentaje de la compra.

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24 de mayo de 2006
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El descuartizador y el origami

36 cadáveres fueron encontrados en un pozo. No estaban sólo muertos, sino que habían sido despedazados con saña. Lo que se encontró de ellos fueron los restos parciales. Poco después se descubrió al autor de todos los crímenes: un menor de edad, líder de la Mara 18, que respondía al apelativo de El Directo.

Quien me habla de él es el gerente editorial de Santillana en el país, Carlos Arabia, que dirigió un proyecto de capacitación en los centros de rehabilitación de menores de El Salvador. Enseñaban música, teatro, lectura y manualidades. Mientras vamos al aeropuerto, entre las flores rojas de los árboles de fuego que decoran el camino, Carlos me cuenta cuando conoció al joven delincuente, en el reformatorio de Tonacatepeque. Esta es su historia:

"Al entrar en el recinto, la policía te quita todo lo que lleves: teléfono, monedas, incluso llaves. El objetivo es que los chicos de las maras no encuentren nada por qué matarte. Ni siquiera algo que puedan confundir con una razón para matarte. Luego entras con una escolta de tres hombres, uno a cada lado y otro por delante. Cada vez que vas a atravesar una puerta, la anterior se cierra a tus espaldas".

"Nada más llegar al patio, es clara la razón de tanta seguridad. Los chicos te miran con odio. Su primer acercamiento a una persona es para meterle miedo. Es así como establecen contacto. Tienen la mirada perdida, pero muchos no están drogados. Sólo te están amenazando. Conforme entras, empiezan a rondarte, como perros de presa. Te olfatean". 

Tonacatepeque alberga a 200 chicos de la mara Salvatrucha y la 18, pero su capacidad es mucho menor. Los jóvenes viven hacinados en grupos de 25 en celdas para 4 personas. Básicamente, su función es no hacer nada en todo el día, reconcentrando su odio. Si encuentran a uno de la mara rival, lo revientan. Por eso, el principal objetivo de la capacitación era sencillamente darles algo que hacer, algo que les permita relajarse y sentirse capaces de realizar alguna actividad que no tenga que ver con aspirar pegamento o empuñar armas. Los capacitadores del proyecto habían descubierto que el único modo de tener éxito era convencer a los líderes de cada mara para participar en los cursos. Si ellos iban, los demás los seguirían. Esa era la importancia de El Directo."El Directo me sorprendió porque era menudito. Tenía los rasgos finos y la cabeza pequeña. Eso sí, estaba completamente tatuado. Casi apenas se veían sus ojillos entre los dibujos. Como los demás, su primer acercamiento era atemorizante. Los demás lo contemplaban con reverencia. Ejercía su autoridad no mediante órdenes, sino mediante miradas y gestos silenciosos que los demás entendían y obedecían, como una manada de tigres".

Las maras tuvieron su origen en los emigrantes salvadoreños a EEUU que tuvieron que enfrentarse a las pandillas ya establecidas en ese país. Conforme participaban en actos vandálicos o sangrientos, las autoridades iban devolviéndolos a Centroamérica, a donde regresaban doctorados en una violencia que las calles de su país no conocían. Poco a poco, los niños de la calle, víctimas de la desintegración familiar y la miseria, fueron plegándose a estas bandas como mecanismo de protección. Pero nadie los protege de sus propios compañeros: para ingresar en una mara, los chicos deben someterse a una paliza que demuestre su valor, y las mujeres deben dejarse violar. Carlos conoció también a la novia de El Directo. La chica se parecía mucho a su pareja pero no alcanzaba su record de asesinatos: sólo dieciocho. Carlos conoció también el reformatorio Francisco Menéndez, cerca de la frontera con Guatemala, donde están confinados los menores de doce años. Muchos de ellos ya son capaces de matar. La mara es la furia de los niños contra un mundo que los ha transformado en animales.

"Curiosamente, el Directo se animó a participar en una de nuestras actividades: el origami. Tenía una gran habilidad en los dedos, y hacía figuras preciosas. Empezamos a enviar más resmas de papel, que además, era lo único que podíamos meter en el reformatorio. Algunos chicos incluso se convirtieron en lectores empedernidos. Otros se peleaban a cuchillazos por una hoja de papel. Pero estaba funcionando".

El proyecto de capacitación soportó dos motines antes de su cancelación. En el primero, los chicos estuvieron a punto de violar a una de las profesoras, que fue rescatada mientras trataba de ahuyentarlos con una taza. El segundo estalló mientras jugaban fútbol, cuando la pelota se les fue a la cancha de la mara rival y comenzó una guerra de piedras entre ambas. En cualquier caso, durante la capacitación, muchos chicos consiguieron pensar por un momento que podían jugar. Con eso bastaba. El problema sobrevino cuando salieron o escaparon de la prisión, y la calle les recordó el frío de las navajas. En cuanto a El Directo, cumplió la mayoría de edad y fue trasladado a una prisión para adultos. Carlos no sabe si consigue papel ahí, o si sigue al menos ilusionado con el origami.               

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23 de mayo de 2006
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El copyright de Dios

Una de las cosas que siempre me sorprendió del Antiguo Testamento es la siguiente: que sus exégetas se la hayan apañado para convencer a media humanidad de que ese Dios iracundo, injusto e imprevisible que está tan patente en el texto es en verdad un Dios omnisciente y perfecto, que jamás se equivoca y que rezuma amor. En todo caso es un Dios que aprende a la par que sus creaciones, que es permeable al diálogo con el hombre y que finalmente se aparta del mundo, para dejarlo crecer en libertad –o para ocultar su verguenza. (El libro God, A Biography, de Jack Miles, es sublime en su análisis del Creador como personaje literario; ignoro si hay traducción al español.) Si los intérpretes religiosos hubiesen sido más fieles a la letra del libro, seguramente habrían sido más tolerantes con la criatura humana, que también aprende a medida que camina. Pero en ese caso se habrían probado prescindibles, ya que a nadie le cuesta trabajo comprender que A es A, y por eso se dedicaron a convencernos de que A en realidad es B, y que sólo ellos pueden explicárnoslo.

Después vino el Nuevo Testamento, cuyo texto es inequívoco en su mensaje de amor y de tolerancia; y aún así sus exégetas se las apañaron para convencernos de que la defensa de ese credo justificaba las guerras, la tortura, la pena de muerte, la persecución y la censura. Aunque moderados, ya que el tiempo no avala inquisiciones ni hogueras, los debates suscitados hoy por El código Da Vinci siguen teniendo esa impronta de la intolerancia con el que disiente. A aquellos que, como yo, llegamos a la discusión recién con el estreno de la película, no deja de extrañarnos la ofensa que muchos expresan ante una ficción que nunca cuestiona la esencia del mensaje cristiano –tan sólo su hojarasca.

La película El código Da Vinci no niega jamás la existencia de Jesús, ni sus palabras ni sus obras. Esto es, no se mete con su mensaje ni con su ejemplo de vida. Tan sólo imagina que estuvo casado con María Magdalena y que procreó una hija. Es verdad que no existe evidencia histórica para suponer que esto es cierto, pero tampoco la hay para proclamar lo contrario. Habría que decir que la Iglesia institucional creó su propia ficción en torno de Jesús, en la que puso elementos fantásticos como la inmaculada concepción de María y la resurrección, y la convirtió en artículo de fe: no se puede discutirla, tan sólo hay que creerla. Después vendrían las otras ficciones: el celibato de los religiosos, la consagración del sacerdocio masculino, los preceptos morales traídos de los pelos… Todavía hoy, la imagen de un grupo de cardenales dedicando tiempo a discutir sobre la esencia pecaminosa de los preservativos me mueve a risa.

En todo caso, se trata de gente que pretende que su ficción es mejor que la otra. Gente que le niega a otra el derecho a imaginar algo más sobre Jesús, como si fuese dueña del copyright de Dios. Y que no puede dar más prueba de la verdad sobre lo que dice que la que incluye Dan Brown en su novela: en ambos casos se trata de especulaciones sin evidencia histórica concluyente. Aquellos que tienen fe deberían darse por satisfechos con la comprobación de que la figura de Jesús sigue teniendo popularidad. Y aprovechar la oportunidad para desplazar el foco hacia su mensaje evangélico, en un mundo que nunca parece haber estado más necesitado de tolerancia en toda su historia.

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23 de mayo de 2006
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Cuando es peor enmendar

Lo suponía. El lunes 22 de mayo de 2006, Peter Handke dobló las piernas, hincó las rodillas, abrió los brazos en cruz, bajó la cabeza y pidió perdón en medio de la plaza de la Opinión Pública. Disimuladamente, claro: en forma de explicaciones y de exculpaciones. El artículo, Pardon de m’expliquer, aparecido en Liberation, es una de sus peores páginas. Espantosamente escrito, doloroso de leer.

No creo yo que el asunto real sea la responsabilidad o inocencia del Handke en la guerra de los Balcanes. Se puso del lado de los serbios, qué le vamos a hacer, y los defendió contra todo el mundo mediático. Exigía que se reconocieran los muertos del lado serbio. Olvidó que los muertos del bando derrotado no existen.

Ahora afirma que hubo matanzas por parte de todos los nacionalistas, los croatas, los serbios, los bosnios, y por parte de todas las religiones, musulmanes, cristianos, ortodoxos, que todos aquellos enloquecidos yugoslavos se lanzaron a la destrucción mutua con verdadera pasión. Le creo. En España es fácil de entender. Handke no es culpable de apoyar al bando perdedor.

Pero Handke es culpable de haber tomado a los medios de información en vano. Creyó poder decidir por sí mismo, libremente, creyó que no era necesario humillarse ante el poder público. Ese fue su pecado. Si quieres llevar la contraria a la opinión institucional, has de tener las agallas de llevarlo hasta el final. Es una lección que nunca olvidará.

De la manera más triste y sosa, sin nervio, sin talento, convertido en un muñeco de serrín que escribe en una lengua de trapo, Handke ha pedido perdón a los medios de información. Y se ha suicidado. La gracia del personaje residía en su altiva indiferencia: vive como un marginado en un barrio de inmigrantes africanos, no concede entrevistas, nunca acude a la radio o a la tele. Su aislamiento le permitía mantener creencias a contracorriente. La dignidad tiene sus exigencias.

Ahora ha pedido perdón.

Se ha convertido en un vulgar secuaz de Milosevic, asustado y contrito.

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23 de mayo de 2006
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MELANCOLÍA PARISIENSE

En estos días el cielo de París no sabe elegir entre sol y lluvia. Pasa de la luz triunfante de la primavera a la luz tenue del otoño en el plazo de un guiño de ojo. Es el peor momento para descubrir, lo que hice ayer, un libro lleno de melancolía: El país de las palabras de Daniel Mordzinski (Roca Editorial).

Mordzinski es un fotógrafo argentino y su libro tiene como subtítulo “Retratos y palabras de escritores de América Latina 1980-2005”. Hay que fijarse en las fechas. Un cuarto de siglo es una duración aplastante. Hace un cuarto de siglo todavía no había dinosaurios en la tierra (hablo de los dinosaurios que tienen un papel comprobado en la historia de nuestra cultura, los de Jurassic Park) y tampoco ordenadores portátiles. En este cuarto de siglo, 67 escritores pasaron por París y Daniel Mordzinski consiguió sacar fotografías (no siempre en París) a cada uno de ellos. Muchos escribieron un texto o entregaron algo ya escrito para componer una especie de retrato fragmentado de París a través de la mirada de sus visitantes o inmigrantes.

El colombiano Héctor Abad, por orden alfabético, es el primero en entregar su cariño con una frase inicial que no sabe esconder una honda ternura: “París es una puta muy cara para mí.” Una puta carísima y poco alegre si miramos estas fotografías repletas de gravedad. ¿Sería un latino en París un escritor que no puede sonreír por la capa de almidón de la vieja cultura francesa que cubre todo? ¿O, más bien, sería París el lugar perfecto para vivir una crisis, desde la mera lucha para sobrevivir que cuenta Santiago Gamboa hasta las tres crisis fundamentales que aguantó Ernesto Sábato en la capital francesa?

“We will always have Paris” (siempre tendremos a París) dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en la película Casablanca. Es una frase que pocos autores latinos podrían utilizar. Hablan como si la ciudad fuese un préstamo, un vivir en alquiler. No son propietarios (menos Silvia Barón Supervielle cuya fotografía la muestra en su isla Saint Louis -es la de la dueña de un barco en el Sena-, y Héctor Bianciotti que, como miembro de la Academia Francesa, tiene la condición de “inmortal”).

Basta nombrar a Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, Juan José Saer y Guillermo Cabrera Infante para entender la melancolía de un libro que abarca tantos años. Sus páginas pasan de la galería de retratos al cementerio, sin alivio para su lector. Y con relación a los escritores que vienen a París, ni hablar: se enfrentan con un desafío terrible y todos lo saben: se encuentran en una ciudad que nos pregunta cada día lo que hemos hecho con nuestras promesas de juventud.

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22 de mayo de 2006
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Teníamos demasiadas armas

El camino desde el aeropuerto de San Salvador hasta la ciudad está bordeado de verdes paisajes, palmeras y dulces vaquitas pastando. Si tomas un desvío llegas a un mar cristalino que besa la costa tropical. Después de un paseo, y de conocer la suave amabilidad de los salvadoreños, a uno le parece imposible que nada horrible pueda ocurrir aquí. Y sin embargo, en la lucha entre el estado y la guerrilla que culminó hace poco más de diez años murieron 75.000 personas, quizá más. Y en este país viven seis millones. O sea que más del 1% de la población ha sido asesinada.

Eso ha producido una curiosa paradoja. Por un lado, los salvadoreños, cuando hablan de política, bajan la voz. Prefieren evitar conflictos con el de la mesa vecina. Por otro lado, nadie niega que haya sido soldado, ni guerrillero. Nadie se toma la molestia de ocultar de qué lado peleó. Y a poco que preguntes, cualquiera te lleva a conversar con un guerrillero o soldado, porque todos saben quiénes son.

Es así como conozco a Siro Monterrosa, que peleó en la Resistencia Nacional entre principios de los 80 y las conversaciones de paz de 1992. Ahora, Siro es un tipo amable y con mucho sentido del humor que trabaja en una editorial. Pero no siempre fue así.

-¿Cómo llegaste a la guerrilla? ¿Eras militante?
-No. Uno llegaba casi sin darse cuenta. En mi pueblo, el ejército mataba a mucha gente. Gente inocente. Yo jugaba en un equipo de fútbol, del que iban desapareciendo jugadores. Ahora sólo quedamos vivos tres. De hecho, un día apareció muerto un chico que tenía síndrome de Down. Entonces nos dimos cuenta de que no importaba si eras culpable o no. Cuando llegué a estudiar educación a San Salvador, me alojé en casa de mi hermano. Descubrí que él estaba formando el comando urbano y eso era una casa de seguridad, llena de armas y granadas. De repente, ya estaba dentro. Un tiempo después, quedé a cargo de la casa.
-¿Cómo conseguían las armas?
-Nos las vendía el Ejército. Eran muy corruptos. Yo mismo les compré alguna vez fusiles en el casino militar. Fui disfrazado de narco.
-O sea que era fácil engañarlos.
-No creo que los engañásemos. Ellos sabían quiénes éramos. Pero tampoco íbamos a entrar en el casino militar con uniforme de campaña ¿no?
-¿No les daban armas los cubanos o los nicaragüenses?
-Sí, cada vez más. En un momento dado, teníamos demasiadas armas. Había gente que tenía dos fusiles. Y en el 87, conseguimos el primer misil. Eso era excelente, porque lo que más daño nos hacía eran los aviones. Y ya con los misiles, los teníamos controlados.
-¿Qué armas llevabas tú?
-Según. Al principio, usábamos fusiles G3 y FAL. Pero usaban balas muy grandes, y solían matar a las víctimas. Con el tiempo, la logística impuso el cambio por M16 y AKM que llevaban balas pequeñas, para herir al enemigo sin matarlo. Un herido pesa más que un muerto. Al muerto lo dejas, pero al herido lo llevan entre dos, que entonces descuidan la vigilancia, y los movimientos del grupo se vuelven más lentos. Al enemigo le haces más daño cuando lo hieres.
-¿Mataste a alguien?
-Nunca ejecuté a nadie fríamente. Mi trabajo cotidiano era hacer requisas de medicamentos o coches o casas para la guerrilla. También un poco de sabotaje y golpes de mano.
-¿Qué es eso?
-Tomar puestos militares.
-¿Para quedarse con las armas?
-Si podíamos, pero no era el principal objetivo. Lo importante era hostigar. Con sólo cinco o seis francotiradores podíamos darles un buen susto. Luego, ellos decían que los habían atacado decenas de guerrilleros. Todo eso salía en la prensa, y daba la impresión de que teníamos un contingente inmenso. En realidad, no éramos ni 2000.
-¿Y el sabotaje?
-Infraestructuras. Tumbábamos postes eléctricos, volábamos vehículos. Mientras más dinero tuviesen que gastar en reparaciones, menos tendrían para armas.
-¿Y las reparaban?
-La verdad, no mucho. A los oficiales les daba igual. Mientras peor les fuera en la guerra, más dinero podrían reclamar de EE. UU. para acabar con nosotros. Las fuerzas armadas de El Salvador llegaron a consumir el 60% del presupuesto nacional.

Cuando uno habla con Siro, como con muchos salvadoreños que participaron en la violencia, comprende que la guerra se vuelve con facilidad un negocio rentable para todas las partes y un tema indiferente para los demás. Las conversaciones de paz se dieron, según la gente con que converso, por la evidencia de que la batalla no terminaría nunca, pero sobre todo, por las presiones de EE. UU.  -que tras la perestroika quería cerrar ese frente- y de México –donde hasta entonces se entrenaban los guerrilleros-. Ahora, cuando le pregunto a Siro cómo recuerda esos tiempos, me contesta:

-Tras las conversaciones, los dirigentes guerrilleros se volvieron políticos como los demás. Pero en realidad, las condiciones sociales que generaron la guerrilla no han cambiado. Temo haber luchado por nada. Perdí mi primer matrimonio, estuve preso, me pasé cinco años en el monte, y ahora me preguntó si valió la pena.

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22 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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