Félix de Azúa
Si alguien (Dios no lo permita) se aburre, se harta, se abruma, se asquea, se hastía de los nacionalistas y del fútbol, siempre puede saltar al primer vuelo que encuentre hacia Zurich y una vez en aquella ciudad alegre y bullanguera, dirigirse al muelle y tomar el hermoso paquebote Glärnisch para cruzar el Zurichsee (que no el Zurichersee, los suizos son muy suyos) y media hora más tarde apearse en el embarcadero de Zurichhorn y allí mismo restaurarse con un wok de pollo y verduras de excelente factura, acompañado por medio litro de apfelwine que es la sidra de toda la vida.
Una vez satisfechas la zonas anímicas inferiores del humano, cruce éste el parque saltando por encima de las parejas que se solazan en la mullida hierba (ayer se alcanzaron los 30º) y lléguese hasta el número 172 de la Zollikerstrasse, en donde encontrará la colección privada del magnate E.G.Bührle a quien hasta el momento no le han pillado material manchado de sangre.
Cruce el umbral neoclásico, pague lo que debe, suba las escaleras, no se distraiga con la esplendorosa Sultane de Manet, una obra maestra, sapristi, busque y husmee.
Casi al final del recorrido, cuando sus fuerzas ya flaqueen, junto al retrato de Hubert Robert a quien Fragonard adivinó como un turbulento heraldo de la revolución, topará el peregrino con un Goya feroz, un archigoya.
Es la Procesión en Valencia de dudosa datación (¿1815, 1820?), pero contundente motivo. Ahí encontrará el curioso la explicación de todos nuestros males, la rabiosa (exacto) actualidad política del país, los trascendentales iconos de una condena: la nuestra.
En primer plano, un par de arrieros acarrean un inmenso cofre, un tesoro, pero la acémila de la derecha ha caído cuan larga es y el mozo se ejercita deportivamente moliéndola a palos. Dos paisanos lo observan con aguda curiosidad científica y las manos a la espalda. Por detrás de la escena serpentea la procesión encabezada por un robusto canónigo cuyo bostezo descomunal ocupa el centro geométrico del cuadro. Le siguen monaguillos, tullidos, piadosas ancianas, tarados, frailes, y todo transcurre bajo la atenta vigilancia de un hidalgón rechoncho a quien acompaña un escomendrijo, probablemente su hijo.
Nuestros iconos familiares cambian de aspecto: dejan los hábitos frailunos, las gorgueras, los jubones, pero conservan el interior del cráneo inalterado a través de los siglos. Antes trepaban a un púlpito para berrear sus sandeces, ahora lo hacen desde el estudio de televisión. La grandeza de sus ideas no ha cambiado de tamaño. Tampoco nosotros hemos cambiado: somos los que se largaron a uña de caballo con Napoleón. Mejor aún, con Pepe Botella, bendito sea.
La eternidad de la tertulia barroca y milagrera no explica nada, pero alivia la desesperación de los afrancesados. Quiere decirse que la insoportabilidad peninsular es cosa meteorológica, orográfica, tectónica, en todo caso, sobrehumana, algo que se produce debido a la deriva de los continentes y no por culpa nuestra y de nuestros padres.
Al atardecer, Zurich es una fiesta. Las terrazas son hormigueros, los cafés bullen, los bares, las brasseries, los restaurantes al aire libre invitan a vivir sin hacer el ridículo. Uno cree estar a orillas del Guadalquivir entre gente sensata y mira con curiosidad los precios de los alquileres, por si las moscas.
Luego recuerda que aquí el verano dura una semana.