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TV or not TV

Por 19 de junio de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Una de mis hijas suele decir que prefiere nadar en aguas turbias, porque no le gusta darse cuenta de que el mar está lleno de peces que le pasan demasiado cerca. Yo, en cambio, prefiero las aguas claras y transparentes, porque la contemplación de las criaturas marinas no sólo me impide olvidar que formo parte de un entorno, sino porque además me produce un placer estético. Cada vez que repetimos este pequeño intercambio de opiniones, no puedo evitar pensar que mi hija y yo hablamos de algo que va mucho más allá de nuestras preferencias natatorias.

Me asombraron algunos de los comentarios que recibí a partir del blog del viernes pasado, donde se hablaba, entre otras cosas, del contacto con la realidad (o de la falta de él) como parte de la educación de los niños. Descubrir que todavía hay gente que considera posible negar a la televisión me tumbó de espaldas. Yo estaba convencido de que esta discusión había caducado hace no menos de tres décadas, y que a partir de entonces habíamos asumido que la televisión (y todas sus extensiones creadoras de realidad virtual, como por ejemplo la internet en que este texto circula) ya formaban parte indivisa de nuestro paisaje mental; la discusión pendiente, en todo caso, era por una parte cómo utilizar esos instrumentos para crear consciencia y comunión y arte en lugar de más barbarie, y por la otra cómo enseñar a “leer” y a relacionarse con los significados que produce. La televisión basura y los usos degradantes de la internet deberían ser un recordatorio cotidiano de que esta discusión está lejos de haber sido zanjada, y que deberíamos aplicarnos a ella en lugar de pretender el regreso a una Arcadia que no sólo es imposible, sino además reaccionaria, porque supone que el precio de nuestra felicidad puede ser pagado a costa de la negación de todos los demás.

Lo que me inquietó fue intuir que detrás del rechazo a la televisión asoma la tentación de cerrar puertas a la verdad; una preferencia por nadar en aguas turbias, aun cuando esto suponga optar por no ver al tiburón que se me aproxima. Yo prefiero ver, qué quieren que les diga. En los años que llevo de vida, no he encontrado nada que me convenza de que la ignorancia es mejor que la consciencia. El otro día leí en alguna parte que envejecer es aprender a contemplar en 360 grados, aprender a ver la totalidad del panorama, y yo creo que medios como la TV e internet colaboran con esta tendencia: nos ayudan a estar más conectados con lo que ocurre, pero en especial nos ayudan a abrirnos a la existencia de los otros. Yo creo que vivo mejor en la certeza de que existe otra gente a la que le pasan cosas de las que me preocupo por tener noción: mi espíritu se siente más conectado y me vuelve más solidario aun cuando no pueda hacer algo concreto por todos ellos, porque me consta que en cada pequeña cosa que hago por mi vecino estoy tendiendo la mano también a mi hermano de Irak, o de Bolivia, o de Ghana. Y que quede claro que no he dicho que vivo con menos sufrimiento, sino que vivo mejor.

A mi la televisión, y la información en general, no me anestesia: me sensibiliza. Estar al tanto de las barbaridades que ocurren sólo es desmovilizador para alguien que de todas formas no pensaba mover un dedo para hacer otra cosa que autosatisfacerse. Si algo bueno hace la televisión es demostrarnos cuán imposible es construir una felicidad individual duradera en el mundo de hoy. Ahora nos consta que la Tierra es una nave que todos compartimos, para la que por el momento no hay repuesto; y que si decidimos dar la espalda a esta responsabilidad no podremos quejarnos cuando la nave se hunda o se convierta en un sitio inhabitable –por catástrofe ecológica o por crueldad política. Esto es algo que ya entendía Edgar Allan Poe mucho antes de la invención de la televisión: es posible jugar durante algún tiempo dentro del castillo (o del barrio privado, o del country) mientras la mugre, la violencia y la miseria campean afuera, pero tarde o temprano la muerte roja encontrará la manera de colarse en nuestro mundo feliz. Y entonces será el fin, y habrá un llanto y un rechinar de dientes que bien podría haber sido evitado de no haber sido tan ilusos, ¡y tan egoístas!, los habitantes del castillo.

No puedo juzgar a la Elizabeth Costello de Coetzee más que por el fragmento que alguien colgó en el blog, pero considero que esos párrafos avalan mi razonamiento. Por supuesto que enterarme de las insondables crueldades que el ser humano ha cometido y comete me hace sentir sucio y lleva a mis labios el mismo grito de ¡obscenidad! Pero creo que no existe forma de arribar a la mejor versión de mí mismo que no pase por la asunción de mis propias miserias; yo necesito entender que ese nazi y ese genocida argentino participan de mi misma humanidad, que su existencia me interpela y me pone a prueba constantemente, porque no se diferencian de mí en nada –en nada que vaya más allá de sus elecciones. Y lo único que se aproxima a una garantía de que yo vaya a tomar decisiones diferentes a las de estos señores en situaciones similares, es la posibilidad de llegar al momento de la decisión habiendo visto en 360 grados, habiendo nadado en aguas claras, habiendo entendido que ese chinito que reclamaba en la Plaza Roja y esa mujer castrada en Mauritania y ese bebé muerto por el cañoneo israelí soy yo mismo, yo, los míos y mis hijas, tan sólo con diferentes disfraces -una consciencia que en buena medida debo a los diarios, a la internet y a la televisión.

Lo que me tranquiliza respecto de mi hija es la consciencia de que sabe, y se preocupa por saber, en qué mundo vive. Su preferencia por las aguas turbias se limita al mar y a algunas zonas de su historia que ya revisará con el tiempo. Yo no sería un buen padre si no le diese margen para crecer a su propio ritmo. A pesar de saber con fundamento cuán necio puede ser, no pierdo la esperanza en el animal humano.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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