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TV or not TV

Una de mis hijas suele decir que prefiere nadar en aguas turbias, porque no le gusta darse cuenta de que el mar está lleno de peces que le pasan demasiado cerca. Yo, en cambio, prefiero las aguas claras y transparentes, porque la contemplación de las criaturas marinas no sólo me impide olvidar que formo parte de un entorno, sino porque además me produce un placer estético. Cada vez que repetimos este pequeño intercambio de opiniones, no puedo evitar pensar que mi hija y yo hablamos de algo que va mucho más allá de nuestras preferencias natatorias.

Me asombraron algunos de los comentarios que recibí a partir del blog del viernes pasado, donde se hablaba, entre otras cosas, del contacto con la realidad (o de la falta de él) como parte de la educación de los niños. Descubrir que todavía hay gente que considera posible negar a la televisión me tumbó de espaldas. Yo estaba convencido de que esta discusión había caducado hace no menos de tres décadas, y que a partir de entonces habíamos asumido que la televisión (y todas sus extensiones creadoras de realidad virtual, como por ejemplo la internet en que este texto circula) ya formaban parte indivisa de nuestro paisaje mental; la discusión pendiente, en todo caso, era por una parte cómo utilizar esos instrumentos para crear consciencia y comunión y arte en lugar de más barbarie, y por la otra cómo enseñar a “leer” y a relacionarse con los significados que produce. La televisión basura y los usos degradantes de la internet deberían ser un recordatorio cotidiano de que esta discusión está lejos de haber sido zanjada, y que deberíamos aplicarnos a ella en lugar de pretender el regreso a una Arcadia que no sólo es imposible, sino además reaccionaria, porque supone que el precio de nuestra felicidad puede ser pagado a costa de la negación de todos los demás.

Lo que me inquietó fue intuir que detrás del rechazo a la televisión asoma la tentación de cerrar puertas a la verdad; una preferencia por nadar en aguas turbias, aun cuando esto suponga optar por no ver al tiburón que se me aproxima. Yo prefiero ver, qué quieren que les diga. En los años que llevo de vida, no he encontrado nada que me convenza de que la ignorancia es mejor que la consciencia. El otro día leí en alguna parte que envejecer es aprender a contemplar en 360 grados, aprender a ver la totalidad del panorama, y yo creo que medios como la TV e internet colaboran con esta tendencia: nos ayudan a estar más conectados con lo que ocurre, pero en especial nos ayudan a abrirnos a la existencia de los otros. Yo creo que vivo mejor en la certeza de que existe otra gente a la que le pasan cosas de las que me preocupo por tener noción: mi espíritu se siente más conectado y me vuelve más solidario aun cuando no pueda hacer algo concreto por todos ellos, porque me consta que en cada pequeña cosa que hago por mi vecino estoy tendiendo la mano también a mi hermano de Irak, o de Bolivia, o de Ghana. Y que quede claro que no he dicho que vivo con menos sufrimiento, sino que vivo mejor.

A mi la televisión, y la información en general, no me anestesia: me sensibiliza. Estar al tanto de las barbaridades que ocurren sólo es desmovilizador para alguien que de todas formas no pensaba mover un dedo para hacer otra cosa que autosatisfacerse. Si algo bueno hace la televisión es demostrarnos cuán imposible es construir una felicidad individual duradera en el mundo de hoy. Ahora nos consta que la Tierra es una nave que todos compartimos, para la que por el momento no hay repuesto; y que si decidimos dar la espalda a esta responsabilidad no podremos quejarnos cuando la nave se hunda o se convierta en un sitio inhabitable –por catástrofe ecológica o por crueldad política. Esto es algo que ya entendía Edgar Allan Poe mucho antes de la invención de la televisión: es posible jugar durante algún tiempo dentro del castillo (o del barrio privado, o del country) mientras la mugre, la violencia y la miseria campean afuera, pero tarde o temprano la muerte roja encontrará la manera de colarse en nuestro mundo feliz. Y entonces será el fin, y habrá un llanto y un rechinar de dientes que bien podría haber sido evitado de no haber sido tan ilusos, ¡y tan egoístas!, los habitantes del castillo.

No puedo juzgar a la Elizabeth Costello de Coetzee más que por el fragmento que alguien colgó en el blog, pero considero que esos párrafos avalan mi razonamiento. Por supuesto que enterarme de las insondables crueldades que el ser humano ha cometido y comete me hace sentir sucio y lleva a mis labios el mismo grito de ¡obscenidad! Pero creo que no existe forma de arribar a la mejor versión de mí mismo que no pase por la asunción de mis propias miserias; yo necesito entender que ese nazi y ese genocida argentino participan de mi misma humanidad, que su existencia me interpela y me pone a prueba constantemente, porque no se diferencian de mí en nada –en nada que vaya más allá de sus elecciones. Y lo único que se aproxima a una garantía de que yo vaya a tomar decisiones diferentes a las de estos señores en situaciones similares, es la posibilidad de llegar al momento de la decisión habiendo visto en 360 grados, habiendo nadado en aguas claras, habiendo entendido que ese chinito que reclamaba en la Plaza Roja y esa mujer castrada en Mauritania y ese bebé muerto por el cañoneo israelí soy yo mismo, yo, los míos y mis hijas, tan sólo con diferentes disfraces -una consciencia que en buena medida debo a los diarios, a la internet y a la televisión.

Lo que me tranquiliza respecto de mi hija es la consciencia de que sabe, y se preocupa por saber, en qué mundo vive. Su preferencia por las aguas turbias se limita al mar y a algunas zonas de su historia que ya revisará con el tiempo. Yo no sería un buen padre si no le diese margen para crecer a su propio ritmo. A pesar de saber con fundamento cuán necio puede ser, no pierdo la esperanza en el animal humano.

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19 de junio de 2006
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Señoras rubias buscan morenos jóvenes

Cuando fui a Cuba me quedé en un hotel para turistas sexuales. La mayoría de los huéspedes no eran hombres sino mujeres: europeas de clase media que chapoteaban en las piscinas y se divertían en los bares con atractivos mulatos de abdómenes cuadriculados y sonrisas de comercial de dentífrico.

Las mujeres no eran ancianas ni feas. Al contrario, muchas de ellas eran atractivas, y la mayoría oscilaban entre los treinta y los cuarenta años. Sus chicos podían ser un poco más jóvenes, pero los que vi eran todos claramente mayores de edad. De hecho, nada tiene de anormal que alguna turista conozca a un chico del país que visita, lo invite a su hotel y salgan y se diviertan juntos. Lo raro es que todas las turistas lo hagan. En la piscina y en el restaurante del hotel había decenas de parejas bicolores. Nunca había visto algo así, en ningún hotel del mundo.

Esa experiencia me mostró el tenue límite entre la diversión y la prostitución. Ninguno de los chicos de la piscina se consideraba un asalariado del sexo, y ninguno tenía una tarifa. De hecho, la mayoría de ellos tenía trabajos y no recibía dinero por lo que hacía con las turistas. Pero todos recibían regalos, cenas, ropa, copas. Y sin embargo, era lógico. Eran cubanos. ¿Acaso podían invitar ellos a una chica a cenar en el hotel?

Invirtamos la situación: si yo hubiese encontrado una chica guapa pero sin divisas. ¿Habría tenido que dejar de invitarla, y por tanto dejar de verla, para no ser un turista sexual? Si fuésemos rígidos con las definiciones, habría que prohibir el amor en la isla. Eso es lo más complicado del comercio de las emociones. Es muy difícil reglamentar la protección al consumidor.

La película Hacia el sur del director Laurent Cantet apunta directamente al núcleo de esa cuestión. Sus personajes son tres mujeres alrededor de la cincuentena que frecuentan un paradisiaco balneario haitiano en busca del amor de jóvenes negros. En uno de los países más pobres del mundo, bajo la dictadura del sangriento Papa Doc, esas señoras pueden vivir como ricas y sentirse a salvo de las exigencias sexuales de sus liberales pero sosas sociedades primermundistas. Sin embargo, cuando uno de esos jóvenes, el más guapo, el dueño del cuerpo más púber, empieza a producirles sensaciones que van más allá del sexo, el hechizo se rompe, y el amor da al traste con la fantasía de un edén perfecto.

Con esas premisas es muy fácil desbarrancarse en el cliché, pero la historia fluye con la ambigüedad moral que necesita para ser profunda y conmovedora. Porque no nos muestra la manipulación de los pobres por los ricos, sino la manipulación mutua de dos pobrezas: la material y la de los sentimientos. Quizá estas señoras puedan comprar el cuerpo de estos chicos, y quizá estos chicos estén dispuestos a mentirles para sostener sus fantasías. Pero a la vez, ellos les ofrecen un refugio para su soledad, y ellas les dan a cambio unos momentos para olvidar un país en el que te pueden perseguir a balazos por la calle. Cada quien trafica con sus miserias en un libre juego de oferta y demanda mutua.

Por eso, visualmente, la película se construye a base de contrastes: las playas de postal caribeña contra la repugnante miseria de Puerto Príncipe; los cuerpos núbiles, prietos y oscuros contra los blancos y decadentes. Y ahí, una Charlotte Rampling más brillante que de costumbre, capaz de desmoronarse por dentro sin modificar su mirada azul hielo, dice: “soy adicta al sexo. O al amor. Ya no recuerdo a cuál”.

El peligro con esa adicción es que es cara, y no sólo me refiero a los billetes deslizados en los calzoncillos de sus jóvenes amantes. De hecho, ésa es la parte menos costosa.

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19 de junio de 2006
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PALETOS INTELECTUALES

Es corriente, entre intelectuales, menospreciar el conocimiento de las marcas, desdeñar la publicidad, desmarcarse del consumismo o del mundo general del consumo. Esta posición obedece sin embargo a un grave deterioro  intelectual y no, desde luego, a su perfeccionamiento. 

Lo propio de nuestro tiempo urbano no es, por ejemplo, la sabiduría de las especies vegetales sino de las especies comerciales. En una ciudad contemporánea es importante que existan zonas verdes, avenidas y plazas arboladas, pero no es en absoluto relevante la clase de plantaciones que decida el municipio.

La mayoría de los habitantes de las grandes urbes no distinguen bien entre una acacia y un castaño de indias. Lo que cuenta no son las características o denominaciones particulares sino su carácter general de árboles, formas naturales que connotan con la naturaleza y masas verdes que proporcionen contraste y placidez. Una clase u otra de planta que tuvo tanta significación en tiempos de predominio agrario y obtienen frecuente protagonismo en las narraciones literarias del siglo XIX, ha perdido por completo relevancia. Ahora no se eligen títulos como La sombra del ciprés es alargada o El deseo bajo los olmos. La literatura contemporánea de occidente no sucede en el medio rural ni, por tanto, se relaciona con la fauna o la flora. Las posibles historias discurren  dentro de las ciudades o en los moteles, en las autopistas, en las empresas de servicios  o en los centros comerciales donde el panorama se encuentra atestado de marcas.

Un magnolio en el centro de Madrid o Barcelona no significa especialmente nada pero un Lexus o un Citroën, una ropa de Hugo Boss frente a otra de Zara, un reloj Diesel o un Breitling, claro que sí. De los árboles se obtiene ahora muy escasa información mientras las marcas van, progresivamente, diciéndolo casi todo.

¿Una calamidad? Los intelectuales de convención pretenden afirmar su distinción aferrándose a los tiempos preconsumistas, paisajes sin logos. Ven en el consumismo y hasta en el consumo en sí como una forma de degradación y en las marcas, rotundamente, una lamentable alineación más. Su actitud de desdén a la publicidad o el marketing más la ridícula jactancia declarándose ignorantes o ajenos a  ese mundo, les convierte en los nuevos paletos de nuestro tiempo.  Negar la cultura de consumo o  cerrar el entendimiento hacia la gran creatividad que deriva ampliamente de ella es síntoma de ofuscación. El oscurantismo más silenciado de nuestro tiempo.      

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19 de junio de 2006
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Entre los sacrificadores

Fe de erratas: Lo que suele calificarse como “una atenta lectora” de este blog, ha tenido la generosidad de corregirme. En efecto, como ya sospechaba, el de los pajaritos no era Rothko, sino Barnet Newman. Cuando las piezas del rompecabezas coinciden, uno suspira feliz por la perfección del cosmos. La trivialidad queda en el haber de Newman y me alegro. A Rothko le tengo cariño.

     ***

Regresé a Barcelona para estar presente el día del referéndum estatutario. Si estás de viaje y no votas, no es que te abstengas, es que te importa una higa. Así que volví a Barcelona para no votar. Hay que ser cívicos.

Votar que NO habría sido quizás más contundente, pero me desasosegaba interferir en el juego amoroso de una pareja tan bella como el PP y ER unidos en un tango rasgado. Que los conservadores de toda la vida coincidan con los tradicionalistas recién llegados no puede asombrar a nadie más que a los habituales de la opinión tonta. Hay un fondo de intolerancia, de profunda cerrazón hispana, de falangismo, en los independentistas.

Estos pájaros de Su Patria son reaccionarios en el sentido más beocio: partidarios de las colectividades pegajosas y místicas, contrarios a cualquier individuación, entusiastas de la injerencia de políticos y funcionarios en la vida privada de los ciudadanos, entregados a causas trascendentales y a jefes carismáticos, creen ser diferentes de “los rancios españoles” pero son su mejor representación.

Son sus nenes, esos falangistas folklóricos, los que agreden a Arcadi Espada, a Fernando Savater, a los vascos que acuden a Cataluña buscando apoyo contra sus asesinos y a cualquiera que para ellos sea “español”, es decir, la totalidad del PP, pero también los socialistas cuando no les lamen los zapatos. Si eso no es fascismo, que baje Dios y lo vea.

De ahí que el oportunismo de los socialistas catalanes, envolviéndose en una bandera que nunca fue la suya a cambio de un puñado de duros haya sido una catástrofe seguramente irreparable para la democracia catalana. Al fundirse en el colectivismo religioso de los nacionalistas, los socialistas catalanes (sus dirigentes) han destruido el último espacio de racionalidad que quedaba en esta región tan dada al delirio religioso.

Sin embargo, no creo yo que el fracaso rotundo de ese conglomerado nacionalista al que no ha votado ni la mitad de los catalanes sirva para nada. Precisamente porque no son demócratas, es decir, no están al servicio de los votantes, sino que son ideólogos y clérigos que ponen bajo sus órdenes a la población, evitarán por todos los medios reconocer su estrepitoso desastre.

Acabo de oír por la TV a un prebendado del nacionalismo, un tal Jordi Sánchez, decir que la baja participación será aprovechada por la derecha española, por los enemigos de Cataluña, etcétera, etcétera, para atacar a la Patria. El cinismo de esta gente, su desvergüenza, la rusticidad de sus ayatolas, no tiene parangón en ningún otro lugar de España, ni siquiera en el País Vasco.

Las cosas, aunque parezca imposible, empeorarán.

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19 de junio de 2006
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ME EQUIVOQUÉ

Sí, me equivoqué, tengo que reconocerlo, me equivoqué al describir en mi último post la encuesta de la revista francesa Transfuge sobre novelas extranjeras. Todos los datos que entregué son auténticos, pero había un error, tremendo error. Pensaba que hombres y mujeres eran iguales. Soy un ingenuo. Me parecía que un lector es un lector es un lector como podría escribir Gertrude Stein con sus repeticiones. Que todos los lectores son iguales. Que una muestra de 28 personas que tenían que escoger su novela favorita era una muestra representativa, fiel a la opinión pública dentro de esa república de las letras que conforman los lectores franceses. Acabo de enterarme de que me equivoqué. Cuando se mira a una población de lectores, machos y hembras son animales distintos. Por tener solamente 6 mujeres dentro del grupo de 28 personas, la muestra de Transfuge no puede entregar una lista fidedigna de novelas favoritas.

Por lo menos es lo que escribe Nick Gillepsie, redactor en jefe de Reason en la versión en línea de su revista. Reason es una buena revista de cultura americana que recibe su plata de una fundación. Entonces tiene recursos e independencia. Y tiene un buen jefe de redacción que encontró en el diario The Guardian los datos sobre la encuesta de dos investigadores, Lisa Jardine y Annie Watkins, sobre la relación entre un lector y su novela favorita, la novela que le tocó el alma. Lo interesante es que, tal como en la muestra de Transfuge, las personas entrevistadas estaban involucradas en el mundo del arte, en medios de comunicación, en trabajos académicos. Es una demostración perfecta de que me equivoqué.

No había nada más fácil para Jardine y Watkins que entrevistar a cuatrocientas mujeres para conocer su novela favorita. Las mujeres tienen una novela favorita y el conjunto de sus respuestas abarca un amplio abanico de doscientos libros de autores tan distintos como Atwood, Morrison, Conrad, Woolf, Brontë y por supuesto Jane Austen, pues estamos en el Reino Unido. Por el contrario, con los hombres el proceso ha sido difícil y poco productivo. En primer lugar, los hombres no sabían cómo escoger una novela al no entender la pregunta o al proponer  –sin fingir ser tontos- la obra de un pensador o de un ensayista. Al final, la lista de los hombres es sumamente corta. En lugar de doscientos libros, no hay más que cuatro, dicen los autores del estudio:  L’étranger (El extranjero) de Albert Camus, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, The Catcher in the Rye (El guardián entre el centeno), de J.D. Salinger y Slaughterhouse Five (Matadero 5), de Kurt Vonnegut.

Una novela no es, para un hombre, un compañero que va con él a lo largo de su vida. Es más bien un encuentro casual, muchas veces al final de la adolescencia, con el mundo de la angustia personal o de un sistema político tipo Orwell (de Camus a Vonnegut, no se ríe mucho). Sabiendo que las mujeres leen más que los hombres, el estudio no tiene dificultad en denunciar la influencia excesiva de los hombres en las casas editoriales y en los jurados literarios. Nick Gillepsie reporta la denuncia, a pesar de ser un hombre, tal como entrega la sorprendente lista de las novelas favoritas de los hombres y de las mujeres en las islas británicas antes de dedicarse a la pregunta clave : ¿por qué leemos ficciones?

Una novela, dicen los diccionarios franceses desde el siglo XIX, es una historia simulada. Nos gustan tanto las historias que aguantamos un producto alterado: una historia falsa. Gillepsie propone como explicación la nueva teoría de Lisa Zunshine, una inmigrante rusa que trabaja en la Universidad de Kentucky (Tiene un libro: Why We Read Fiction: Theory of Mind and the Novel).

La visión de Zunshine se basa en los trabajos de la psicología sobre los esquemas cognitivos, es decir la manera en que vamos construyendo un mundo real para transformarlo en un saber útil y transmisible. En las novelas, según Zunshine, al encontrar personajes, encontramos a la vez unos pensamientos con una estructura interna y unas emociones escondidas. Esto nos interesa pues en el mundo real necesitamos ser capaces de entender ambos para relacionarnos con otras personas. Leer novelas es la manera de prepararnos para estos momentos en que debemos «descifrar» nuestro entorno. Aceptamos que las novelas cuenten historias falsas pues es la única manera de prepararnos para vivir.

Como Zunshine no es filósofa, su teoría no llega a decir si la vida es otra mentira, a otro nivel, y quién es su autor. Por mi parte, en mi modesta búsqueda de la verdad, he vuelto a abrir la revista Transfuge y he quedado confundido: las seis mujeres entrevistadas ofrecen una lista de novelas heterogénea, de una diversidad deslumbrante. Lo reconozco: me equivoqué.

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16 de junio de 2006
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Novias imaginarias

“Las chicas son reales. Las relaciones, no.” Ese es el lema del servicio “Novias imaginarias”, que se ofrece en este site. El producto es una novia a distancia. Puedes escribirle, puedes recibir mails de ella, fotos y mensajes telefónicos. Puedes presumir de ella con tus amigos y tendrás pruebas de tu relación, incluso fotografías en ropa interior. Pero no puedes tocarla. No es una prostituta: es tu chica instantánea, a medida y por pedido.

¿Que por qué querrías una de ellas? Según la publicidad, es posible que estés harto de que tu familia y amigos te presionen para tener una pareja. O quizá quieres poner celosa a esa persona tan especial. O simplemente, a todo el mundo le gusta recibir cartitas de amor, manuscritas y perfumadas, quizá acompañadas por una coqueta prenda de lencería rosa. ¿Por qué no?

Las chicas propuestas, huelga decirlo, no tienen pinta de bombas sexuales. De hecho, las condiciones del contrato prohíben cualquier referencia a fantasías vinculadas con la violación, el sexo con menores, el bestialismo y los deportes acuáticos (?). Si quieres eso, búscate una línea caliente. Estas chicas tienen un aire simpático y natural que las hace verosímiles, y su trabajo es enviarte mensajitos al teléfono móvil, mails y fotos contándote su vida y diciendo cuánto te echan de menos y lo duro que es llevar su amor a lo lejos.

Tú también les puedes escribir, pero nada de pedirles cosas raras ni de preguntar su verdadero nombre o lugar de residencia. Y tras un plazo de dos meses, tienes que terminar con ella. Puedes aducir la razón que te dé la gana. Entre las habituales están “creo que debemos darnos un tiempo”, “las relaciones a distancia son muy difíciles” y “eres demasiado buena para mí”. Por contrato, ella te enviará una última carta suplicándote que no la abandones. Entonces puedes retomarla o buscarte otra. Todas cuestan entre $45 y $60.

En el catálogo de Imaginary girlfriends hay de todo, pero nada especialmente bizarro. Todas son tan anodinas como la gente real. Por ejemplo, está la neoyorquina Anna Johnson, 24 años, administradora de una empresa de computadoras, amante de la música y los conciertos. Te ofrece cartas de amor “traviesas” pero también conversaciones amistosas. Pelo bonito. Ojos negros. Si te va más el rollo intelectual, quizá prefieras a Roxy, 20 años, Los Ángeles. Roxy lee mucho y quiere ser escritora, pero también sabe ser espontánea: le gusta trepar cercas, bucear, improvisar viajes en coche y dormir bajo las estrellas. Ofrece aparte de los mensajes digitales una carta manuscrita semanal y un regalo, quizá un anillo, por el paquete de dos meses. Para los que prefieren el sexo duro, Kristin (18) manda sus pantimedias con la primera carta, te deja mensajes constantes en la grabadora del teléfono y te ofrece mensajes de amor/lujuria, pero no puedes llamarla por teléfono.

Esta es la parte que se muestra a los clientes. Pero la página web también tiene un apartado para reclutar chicas que quieran ser novias imaginarias. Si tienes más de 18 años, puedes enviar tus fotos, y no tienen que ser de estudio. Al contrario, se valora especialmente el aspecto amateur, de ser posible, con sobreexposiciones o desenfoques que garanticen la espontaneidad de la toma. De todos modos, eso es lo peor pagado: $1 por imagen y $3 si cedes los derechos exclusivos.

El trabajo con verdadera demanda es el de escritora: la empresa necesita chicas dispuestas y capaces de escribir las cartas, los mensajes y grabar las llamadas. Deben ser creativas y adaptables, para ajustarse mejor a las necesidades emocionales de sus clientes. Su aspecto físico no importa y su privacidad está garantizada. Pueden ganar hasta $100 por su personaje, si suficientes clientes la escogen.

Imaginary girlfriends es un servicio para quien está solo y además necesita fingir que no lo está. Es la industria de la fantasía enlatada. Su éxito refleja una sociedad en que la soledad se ha convertido en un bien de consumo.

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16 de junio de 2006
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EL IMPERIO DEL RESULTADO

El hecho es el rey absoluto de la creación. Parecerá que el hecho pertenece al orden de lo vulgar mientras el pensamiento a un ámbito elevado, pero uno y otros pierden sus respectivos grados cuando sobreviene el  fait accompli.

Todo el mundo aficionado coincide, por ejemplo, en que los recursos de la selección española de fútbol son tan limitados como para no permitir ilusionarse con ella. Sin, embargo, un solo partido concluido frente a Ucrania, un resultado fáctico, cambia por completo la percepción de los factores.

¿La guerra de Irak? ¿La Guerra Civil? ¿La Guerra de Secesión? Cada una de estas batallas, repletas de fuerzas físicas y mentales, de economías, logísticas, tesis, armas y estrategias, exponen con su resultado la  razón verdadera, antes torcida o velada.

¿Los hechos tienen siempre razón? Parecería suicida aceptarlo y, sin embargo, una vez que el suceso aterriza la realidad entera, mental o no, se consterna para adquirir formas nuevas.

Ocurre así también con los cuentos o las novelas. El libro significa esto o lo otro de acuerdo con el final que, en este caso, desempeña la función del  hecho cumplido. La narración danza  hacia un futuro desenlace que, al materializarse, se iza como la referencia capital, cenital.

Desde esa cima se otea del pasado y se reestructura de manera que haga coherente su coronación. En ese proceso han de forzarse las interpretaciones previas y anularse determinados pronósticos, se disuelven pistas  y se reconduce, en fin, el pensamiento para que el interior de su reflexión venga a coincidir con el corazón del hecho. 

De esta manera, en general, muy lejos de conocer nuestra historia es la historia la que se encarga de reconocernos mucho después. Este bucle tan repetido como mirar la hora del reloj va rizando el sentido de nuestras vidas. ¿Somos buenos o malos como selección nacional? Sólo los hechos lo dirán. Lo dirán más allá de los  incontables análisis anteriores al campeonato, desarrollados en el territorio de la observación, la investigación o la reflexión. Todas ellas se apagan ante la deslumbradora luz de los hechos y, en consecuencia, son ellos quienes nos aleccionan sobre el menguado efecto de nuestra intervención. ¿Deberíamos renunciar a la acción por delicada  que sea? ¿Deberíamos entregarnos a la facticidad, a la fatalidad? Realmente es lo que, sin declarar, venimos haciendo pero nos comportamos, sin embargo, como si no fuera así. Vivimos como si los acontecimientos sin pies ni cabeza fueran del todo inválidos y nosotros los fautores.

De esta creencia se obtiene una sensación de tranquilidad vital que entona  nuestra estima. La autoestima de suponernos libres y eficaces. Porque de la fatalidad, de la ley fáctica, se deduce, por el contrario, la condición de subordinados y condenados.

¿Rechazaremos por tanto la dictadura del hecho para salvarnos? Paradójicamente no. Gracias a su imperio incontrolable, gracias al azar que lo ceba, se alienta  la mayor esperanza de nuestras vidas.  El azar contribuye a la sinrazón del mundo tanto como a la fe en el porvenir del mundo. Algo llegará a pasar que no prevemos ni  somos capaces de ponderar.  En su explosión inesperada estallará el milagro: la máxima compensación feliz a la tan predecible repetición de la desdicha.

¿Ganará España el campeonato? ¿Argentina? ¿Costa de Marfil? ¿Australia? No todo parece igualmente probable pero sí cualquier resultado es posible. El hecho acaece y manda, desintegra la razón, hunde el cálculo. En ese espacio inaugural, incontestable,  fulge la contundencia del resultado.

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16 de junio de 2006
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Origen de una leyenda

Siempre me había hecho mucha gracia la respuesta de Rothko a un crítico que insistía en que los artistas estaban obligados a conocer el estado de la teoría artística de su tiempo.

En realidad, aunque no fuera él, tal es la posición (yo creo que muy justificada) de Arthur Danto cuando dice que cada obra de arte debe su significado a un marco teórico concreto e histórico. Así, por ejemplo, las cajas de limpiador Brillo de Warhol no habrían podido ser consideradas “Arte” antes de la Fontaine de Duchamp y sus desarrollos filosóficos.

En todo caso, Rothko, con esa indignación que sólo se les permite a los artistas que gastan bigote, que muestran una altísima conciencia moral o que aman una patria eterna y anterior a los humanos, contestó la frase que se ha repetido luego en todos los libros:

“Los pájaros no tienen por qué saber ornitología”.

¿No era Rothko? Da lo mismo. No hay crítico o historiador del arte contemporáneo que no la haya citado alguna vez, atribuida a este o a aquel pintor neoyorkino.

Como ayuda solidaria para aquellas atribuladas personas que están escribiendo una tesis doctoral, les ofrezco ahora esta nota a pie de página: la verdadera fuente de la frasecita:

La plupart des hommes qui vivent dans le monde y vivent si étourdiment, pensent si peu, qu’ils ne connaissent pas ce monde qu’ils ont toujours sous les yeux (...) par la raison qui fait que les hannetons ne savent pas l’histoire naturelle.

“La mayor parte de la gente que vive en este mundo, vive de un modo tan atolondrado, reflexiona tan poco, que desconoce el mundo que tiene constantemente ante los ojos (...) y eso por la misma razón por la que los abejorros ignoran la Historia Natural”.

Lo escribió Chamfort, uno de los escritores favoritos de Nietzsche, en Maximes et pensées, pero en un sentido exactamente opuesto al de la famosa frase de Rothko, es decir, contra aquellos que creen que pueden vivir sin conocer el marco teórico que los define. En fin, “el mundo”, porque el mundo no es otra cosa que un marco teórico.

Chamfort, plurisuicida, es uno de los personajes más crispados de la Revolución Francesa, un emocionante destructor, el amigo de todas las causas perdidas. Me extraña que Hollywood no lo haya descubierto.

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16 de junio de 2006
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¿Adiós a las armas?

Esta historia es real.

El hombre compró el juguete para su hijo por tan sólo cinco pesos con cincuenta, el equivalente a poco más de un euro. Pensó que se había llevado una ganga, que haría feliz a su niño con tan poco. Había examinado la mercadería superficialmente, debido al apuro por llegar a casa antes de que cayese la noche: vio la pistolita de plástico, el par de esposas atadas al cartón por tiritas y cubiertas por un plástico transparente. Police Set, decía el cartón que oficiaba de base. Made in China. (Siempre Made in China).

Fue después, cuando el pequeño ya había destrozado plástico, cartón y tiritas, que advirtió algunas de las idiosincracias del set. Para empezar, la pistolita tenía como accesorio un silenciador. Se preguntó: ¿desde cuándo la policía dispara con silenciador, como si tuviese algo que ocultar? Pero nada lo preparó para el más colorido de los accesorios: una pequeña picana, cargada con una pila para producir descargas eléctricas –descargas leves, pero no por ello menos reales.

Una vez repuesto de su impresión, el hombre tuvo el tino de acudir a la Justicia y la Defensoría del Pueblo actuó de inmediato, solicitando a los comerciantes el retiro del Police Set de todos los estantes y vidrieras. La Defensora, Alicia Pierini, destacó ante la prensa la contradicción que emanaría del enseñarles a los niños sobre la cuestión de los derechos humanos –que figura en la currícula escolar, como uno de los correctivos a la experiencia de la dictadura en los 70- y después sugerirles, desde el juego, que es normal que un policía dispare envuelto en la protección del silencio y que torture a sus detenidos.

Yo no soy de los que creen que hay que prohibir el uso de las armas de juguete. Si lo hiciese sería infiel al disfrute que me ofrecieron cuando niño. Siempre me fascinaron, todavía hoy colecciono espadas y réplicas de pistolas y practico tiro con arco y flechas. (Lo cual me inhabilitaría moralmente para fingirme contrario a las armas de juguete; gracias al cielo que tan sólo tuve hijas mujeres, al menos hasta hoy). Sin embargo nunca utilicé un arma real en contra de nadie, y conste que la vida en este país me ha dado más de una excelente excusa para hacerlo.

El universo Barbie que subsumió la experiencia de juego con mis hijas me eximió de poner a punto una política sobre las armas de juguete, pero si debiese formular una de apuro diría: la violencia es parte de la vida, y en particular de la experiencia humana. Yo no querría formar criaturas violentas, pero tampoco criaturas que no supiesen cómo desenvolverse en este mundo. Si empezase prohibiéndoles las armas de juguete debería continuar prohibiéndole los programas de TV que ven todos sus compañeros, y terminaría vedándoles la visión de los noticieros. Y así formaría personalidades desgajadas de la realidad, y por ende débiles a la hora de plantarse ante la vida. Mi objetivo sería más bien mostrarles las cosas que ocurren a diario en el mundo, para que sepan dónde están parados, e imbuirlos a la vez de un respeto a todas las formas de vida que no convierta a la violencia en tabú, en algo oculto y por ello tentador, sino a la no violencia en una elección consciente –la elección superior, propia de los más fuertes.

Celebro la decisión de este padre, que enseñó a su hijo que la tortura constituye un delito y que por ello cualquiera que la practique es un delincuente –aún tratándose de un policía. Ese niño no sufrirá shock alguno cuando preste atención a los noticieros, por el contrario, estará preparado para asimilar la verdad. Y celebro la eficiencia de la Defensoría del Pueblo, que esta vez hizo honor al rimbombante título de su oficina.

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16 de junio de 2006
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Marte y Venus

Nota: Este blog no se publicó ayer debido a problemas con el operador de internet. Pedimos disculpas a los lectores.

Tras el paseo medieval de ayer, tan gustoso, me tomo unas vacaciones por el pasado del pasado.

Un europeo del año 1800 vivía prácticamente como un palestino en tiempos de Jesucristo, no viajaba, si tenía prisa montaba en mulo, si mercaba dependía del viento y del mar, si labraba miraba con congojo los signos del firmamento, las noches eran eternas, así como el invierno, tenía tantos hijos como le daba la mujer y así sucesivamente.

Por el contrario, la distancia entre un europeo de 1800 y otro de 1870 es el abismo. Entre 1814 y la primera guerra mundial, los europeos no cambiamos de era, cambiamos de planeta.

La mayor diferencia, la máxima incomprensión, radica en la concepción del trabajo honrado. Para una persona educada y de la buena sociedad del Antiguo Régimen, lo principal y más hermoso, la actividad digna, moralmente excelente, el trabajo fructífero, es la guerra. Los caballeros tenían como principal función en este mundo poner en juego su vida para proteger a los suyos y para divertirse. Fuera o no fuera verdad. La verdad es cosa de filósofos.

Bela m’es pressa de blezos
Cubert de teintz vermelhs e blaus
D’entresenhz e de gonfanos
De diversas colors tretaus
Tendas e traps e rics pabalhos tendre
Lansas frassar, escutz traucar, e fendre
Elmes brunitz, e colps donar e prendre

“¡Qué bello es empuñar los escudos de tintes rojos y azules, los estandartes, los gonfalones multicolores. Alzar ricas tiendas, reales y pabellones. Romper lanzas, perforar escudos, hender yelmos bruñidos, dar y recibir golpes...”.

Es la alegría explosiva de Bertran de Born cuando comienzan las campañas de primavera y verano. Ya terminó el insoportable invierno, el encierro entre piedras húmedas junto a pavorosos fuegos que te llenan los ojos de hollín, ya no habrá que soportar las habladurías y enredos de la servidumbre, sus mezquinas peleas, sus líos de alcoba, por fin rompe uno las cadenas de la pedigüeña, la quejumbrosa familia. En cuanto el sol comienza a calentar, empieza el gran juego: vivir, matar y morir.

E ai grant alegratge
Quant vei per champanha renjatz
Chevaliers e chavaus armatz

“Y me llena de alegría ver la campiña cubierta por caballos y caballeros armados, en orden de combate”.

Muchos ciudadanos actuales se espantan cuando leen cosas de este calibre. No les caben en la cabeza. Es su modo de sentirse superiores a los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, en fin, moralmente por encima de todo el género humano muerto. Hipocresía. Nunca se ha asesinado tanto como en los tiempos modernos.

La guerra era la vida normal de las gentes hasta la Revolución Francesa y el triunfo del poder burgués. Todavía en 1760 el príncipe de Ligne escribía estas curiosas palabras:

La vie que je menais à mon cher Beloeil oú des guerres, des voyages et d’autres plaisirs m’empechaint d’être autant que je l’eusse vulu, était fort heureuse.

“La vida que llevaba en mi querida (residencia de) Beloeil era razonablemente dichosa, aunque las guerras, los viajes y otros placeres me impidieran residir allí tanto como yo deseara”.

Viajes, guerras... y otros placeres. Veo bizquear de espanto a Llamazares, a los obispos, a Suso de Toro, a la Generalitat de Cataluña en su totalidad, a la ministra de Cultura, a todas las almas bellas de nuestro pacífico terruño.

Luego vino el progreso. También la guerra progresó y, como decía Nimier el otro día, se desprestigió mucho en cuanto todo el mundo comenzó a participar en ella.

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15 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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