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En defensa del niño que hay en mí

No sé por qué tiendo cada vez más a meter niños en mis ficciones. Mi amiga Ana Tagarro me lo preguntó hace ya tiempo, cuando la tendencia estaba mucho más oculta que hoy. Todo lo que podía servir por entonces como prueba era el hecho de que mi primer novela, El muchacho peronista, y también la tercera, Kamchatka, estuviesen narradas por niños en primera persona. Hoy ya no podría alegar casualidad. Mi cuarta novela, La batalla del calentamiento, tiene entre sus protagonistas a una niña bastante peculiar. (No se preocupen, que no está narrada en primera persona. Para ser preciso, está narrada por una voz omnisciente que se expresa en la primera del plural…) Y ahí está mi primer libro para chicos, Gus Weller rompe el molde, a poco tiempo de salir a la calle. Y el cortometraje que estoy por filmar, Pibe, que utiliza a un personaje infantil del que espero sea mi primer largo. Mi hija Agustina comentó la cuestión hace pocas semanas: “A papá le gustan las historias con nenitos, qué tierno,” con esa mezcla de respeto e ironía simultáneas que tan bien manejan los jóvenes. Quizás deba atribuírselo al hecho de haber pasado casi diez meses en el vientre de mi madre, en vez de los nueve convencionales. Me sacaron por la fuerza, dado que yo no di opciones. Debo haber pensado que había logrado engañar a los médicos definitivamente, y creído que podría permanecer en mi escondite para siempre: un niño eterno.

Este fin de semana vi dos películas en las que los niños juegan roles centrales. Una es la iraquí-iraní Las tortugas también vuelan. La otra es la italiana Domicilio privado, de Saverio Costanzo. Por cierto, están muy lejos de ser películas infantiles. Las tortugas cuenta la vida cotidana de un grupo de niños iraquíes en vísperas de la invasión norteamericana de 2003, muchos de los cuales sobreviven vendiendo las minas que abundan en el territorio lindante con su campo de refugiados. A uno de los actorcitos le falta una pierna. A otro los dos brazos. Y no se trata, aquí, de efectos especiales. Domicilio privado cuenta la historia de una familia palestina cuya casa es ocupada por soldados israelíes. El matrimonio tiene cinco hijos: dos son todavía niños y los otros tres todavía no dejaron del todo de serlo. Los efectos de esta violación del espacio privado sobre los niños son los más insoportables, así como lo son también sobre las criaturas de Las tortugas, y por eso producen en sus narraciones el suspenso más intolerable que haya experimentado en mucho tiempo con película alguna.

El efecto es el mismo que perseguía Kamchatka: transparentar el horror de una política de Estado al narrar sus efectos sobre un niño, que es el inocente por antonomasia. Utilizar un protagonista maduro hace que el lector / espectador levante las barreras de sus prejuicios o de sus posturas fijadas, porque bien o mal el adulto toma decisiones respecto de su destino y por ende lidia con las consecuencias de sus actos. Pero el niño no, el niño tan sólo está ahí, no ha elegido nada, no ha decidido nada, las culpas que paga son siempre ajenas: no le queda otra que tratar de sobrevivir a la desgracia que le imponen, echándole al mal tiempo su mejor cara. El protagonista niño demuele todas las argumentaciones políticas e ideológicas de los adultos, ¡todas esas excusas!, porque ¿quién que no sea un cínico o un supremacista nato puede defender las bondades de una política que necesita torturar niños para imponerse?

Tengo otras razones para preferir a los niños como protagonistas de mis ficciones. (También los prefiero en la vida real; mis hijas se ríen de mí porque en las reuniones tiendo a huir del conclave de los adultos para jugar con los más chicos, que por cierto son más divertidos.) No pretendo originalidad al argumentar que encuentro en los niños lo mejor del animal humano: su exuberancia, su sentido del humor, su creatividad, su capacidad para encontrar el juego en todo, su desenfado, el surrealismo con el que discurre su pensamiento y la naturalidad con que se relacionan con las inmundicias que el cuerpo produce en todo momento. También tiendo a ver a los adultos en relación a la fidelidad o infidelidad con que se han comportado respecto de los sueños que alentaban de niños, quizás porque mis mejores momentos son aquellos en que permanezco más fiel a aquel aliento. Y no niego que en ellos también veo el germen del egoísmo y de la crueldad; pero al tratarse de niños, sé que el daño que hacen y se hacen al comportarse así no puede ser sino minúsculo; y que no podría decir lo mismo respecto de los adultos.

Dejé este texto a medio hacer durante unos minutos, para acompañar a Agustina hasta la parada del autobús. En el ascensor le dije que la había mencionado en el blog, y le expliqué por qué. Entonces sonrió con buena leche y dijo: “Es que vos siempre fuiste un nenito, y siempre vas a serlo”. Lo cual, imagino, hace innecesaria ninguna otra explicación.

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5 de junio de 2006
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Kirchner-Calamaro

A veces, uno lee un artículo pensando “ya lo sabía”. Me ocurre hoy al descubrir un análisis que parece una meditación de Celia Szusterman, una profesora de «estudios latinos» en el sitio de Open democracy.  ¿Qué dice ella? Una cosa sencilla: cuando vemos el auge de la izquierda en América Latina, sería más sabio hablar de un retorno del populismo nacionalista. Lo vi de manera obvia en la enorme concentración que provocó Kirchner para el tercer aniversario de su llegada al poder. Este señor busca su papel en la película Evita. Es un peronista de raza pura y lleva su país hacia lo que es el corazón denso y duro de la cultura política de su tierra. En este caso, el autoritarismo que desprecia la democracia.

No hay ningún desprecio en lo que es una mera observación. Existen culturas políticas de las que los países no pueden desprenderse. En el caso de Francia, es la inestabilidad mal maquillada detrás de un supuesto racionalismo cartesiano. Desde la Revolución (la de 1789) Francia ha tenido dos imperios, tres monarquías, cinco repúblicas, un consulado, dos directorios («directoire» ni siquiera tiene una buena traducción al castellano); y hay que añadir a la lista el vergonzoso gobierno de Vichy que colaboró con los nazis. Un francés no se encuentra nunca en posición de dar una lección de política a ningún ciudadano de otro país del mundo, pero aquella situación no impide reconocer unos rasgos estables en una nación vecina.

Y además, este proceso no tiene que utilizar la historia y la política. Funciona bien, a veces mejor, con la cultura. Siguiendo con la Argentina creo que el movimiento de Kirchner caminando hacia el corazón político de su país se parece a lo que acaba de hacer el cantante Andrés Calamaro con relación al patrimonio musical de su país.

Visto desde París, Calamaro pasó por un momento clave en su generosa biografía: participó en la creación de «Los Rodríguez», la única banda hispanocantante que se puede comparar con los grupos míticos del rock anglosajón. Basta visitar una tienda y ver dónde son ubicados los discos de «Los Rodríguez» para entender que, tal como los de The Beatles o The Police, no pueden desaparecer. Y de pronto, este mismo Calamaro alcanza hoy la cumbre de la melancolía tanguera. Vuelve, mejor dicho nos trae a todos, a sus raíces: un canto de derrota sentimental, de vejez y vida perdida para decir esas historias que se cuentan con música de bandoneón. Pero hay una sorpresa: la presencia insuperable de la guitarra de Niño Josele. Sabemos que con la guitarra flamenca, todo cabe. Acepta la clave cubana como los textos de Georges Brassens o Léo Ferré. En este caso, la misma guitarra sostiene diez tangos de los más clásicos (cuatro son de Gardel) y no hay manera de eludir un pensamiento único: esto, sí, es Argentina y Calamaro está en su tierra.

Tinta Roja -título del disco- es una joya de una belleza triste; merece la palabra clasicismo. Calamaro vuelve así del rock internacional al tango de su país como una persona que dice basta ya de ir por todas partes y negarse a sí mismo. ¿Quién va a creer que este cantante que dice «quiero emborrachar mi corazón para apagar un loco amor que más que amor es un sufrir» es el mismo que lanzaba frente a muchedumbres, en una nube de marihuana, «Mi corazón, mi corazón es un músculo sano pero necesita acción»?

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5 de junio de 2006
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Los prófugos del Perú

Cuando voy al Perú, me enfrento con la evidencia de que mis amigos y yo hemos crecido separados. Cada uno conversa con el recuerdo que tiene del otro, y fingimos que seguimos siendo los mismos porque ese recuerdo es lo único que nos queda de una época. En México, donde pasé mi infancia, no tengo con quién compartir los recuerdos, y con frecuencia dudo que sean reales. Ya ni en Madrid, donde viví hasta agosto, me quedan muchos amigos. Los momentos de la vida, como los montajes teatrales, tienen escenarios y actores distintos. Cuando se cierra el telón y uno hace mutis, cada función muere un poco, y parece más lejana de lo que es en realidad.

Por eso, me identifico con Ricardo Somocurcio, el intérprete y traductor que protagoniza la última novela de Mario Vargas Llosa, cuando dice: “había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda, ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo. ¿Qué eras pues, Ricardito? Tal vez lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros”.

Travesuras de la niña mala es una novela sobre la historia del último medio siglo, sobre un personaje femenino enigmático, y acaso sobre sus peripecias sexuales. Pero sobre todo, al menos para mí, es una novela sobre la búsqueda de un lugar en el mundo. Sus personajes son tránsfugas que han perdido su arraigo, su entorno y, conforme pasan los años, van difuminando también sus recuerdos.

El Perú, en esta novela, es un lugar al que se va a morir. Así lo hace Paúl, el guerrillero, víctima de una época que obligaba a sus hijos a ser héroes. Y Juan, el hippie, que aunque huye a Inglaterra, convierte su muerte en una reconciliación con su origen y pide ser enterrado en el polvo que lo vio nacer. Pero no sólo son peruanos los trashumantes que recorren estas páginas. El turco Salomón Toledano, con su dominio de doce lenguas, no es capaz de encontrar el amor. El pequeño Yilal, vietnamita y francés, no consigue comunicarse con quienes lo rodean. Se diría que nadie en este libro es de ninguna parte, y que a todos les cuesta establecer vínculos con los demás individuos.

En este escenario en que los actores secundarios entran y salen, los dos protagonistas son prófugos del Perú que encuentran distintas vías de escape a una realidad que no los satisface. El narrador, Ricardo, opta por confundirse con un decorado hermoso. Su única ambición es vivir en París, pero no tiene que viajar hasta allá para ser un extraño. Incluso su español miraflorino y su infancia inocente lo delatan como un extranjero en su propio país. La protagonista, en cambio, “la niña mala”, es un camaleón tan adaptable al entorno que no tiene ni nombre: Kuriko, Arlette, Lily, Otilia, cada uno de sus nombres representa sólo un nuevo papel, un nuevo entorno en el que pone a prueba su capacidad de enfrentarse al mundo.

Y sin embargo, tanto el uno como el otro tienen una patria clara, aunque eventual e intermitente. Para Ricardo, esa patria es la niña mala, una patria inhóspita pero recurrente, el único lugar en que se siente en casa. Para ella, Ricardo es como el Perú, un lugar que la reconoce, pero que se siente obligada a abandonar en defensa propia. Los amantes de la niña mala se multiplican por los países que visita, pero ella no es capaz de amar a ninguno.

El país de los personajes de este libro son las personas que los quieren, aunque tengan maneras extrañas de hacerlo. Y creo que eso es lo que hace que uno sea peruano, o español o chino, más que el pasaporte o el tiempo vivido ahí: la gente en cuya mirada se reconoce y en cuyo afecto se cobija del mundo. Los amigos cuyo recuerdo quizá no sea más falso que el presente. Los actores que regresan al escenario cada vez que la memoria los convoca, y que uno va reencontrando con distintos nombres y distintas historias, en esa larga fuga hacia ninguna parte que llamamos vida.

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5 de junio de 2006
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LA GRAN FIESTA DEL DOLOR

Así como todo momento de felicidad contiene su dosis  de tristeza interna, todo episodio de dolor encierra una pizca de felicidad oculta. Podría incluso especularse con la afirmación de que el disfrute completo requiere su  porción de desengaño como, también, la adversidad conlleva un menudo  e indecible deleite.

De este modo se explica la superfiesta del dolor por la muerte de Rocío Jurado y de todas las demás muertes; tanto más aparatosa  la fiesta cuanto más espectacular la víctima.

La extraordinaria vida de Rocío Jurado parece incluso poco  en relación al colosal clamor de su muerte. O bien: la contabilidad de su movilidad profesional resulta una suma incomparablemente inferior al desbordante efecto de su inmovilidad como cadáver. En el primer supuesto, la bulla de sus triunfos regulares ha podido ser gradualmente asimilada gracias a la ayuda sucesiva de cada fin de función. Pero su muerte definitiva requiere, para ser acogida, la monumentalidad del llanto hasta un extremo que convierte el lamento colectivo en aclamación y su desaparición en una superrepresentación de su fuerza en vivo.   

Los seres humanos se revelan notoriamente paradójicos dentro de su enredo entre vivir y tener que morir, entre ser y no poder  concebirse como muertos. A partir de esta dificultad para tratar y tratarse con la muerte, cualquier fenómeno de ese orden letal se aborda con el insuficiente código de la vida. O mediante el código  de la vida más la evocación confusa de la muerte.

En el mayor punto de la cima, el triunfador se entristece, tal como si la muerte se le acercara para aquella misma participación. Pero, también, en la más honda profundidad del dolor, el torturado palpa un elemento que lo excita. De una a otra experiencia va balanceándose la existencia y su imposible aprendizaje.

En periodismo, en ciencia, en filosofía, se dice que la diferencia brinda información. La salud se afirma respecto a la enfermedad como la riqueza respecto a la pobreza y  lo caliente frente al frío. Pero, por añadidura, sería imposible sensación alguna sin incluir una molécula de lo contrario en su mismo seno. De este modo resistimos tanto a Dios como al Diablo, a lo muy luminoso como lo muy oscuro. Nuestra arma procede de la infalible y pequeña negación interior y, concretamente, de los beneficios correspondientes a la melancolía.

La melancolía actúa siempre como un benévolo barniz, un blindaje irisado que impide sentirse feliz del todo y desventurado completo. Nadie habría llorado con tanta confianza y generosidad a Rocío Jurado si se la creyera absolutamente un cuerpo muerto. El gran recurso de los seres humanos procede de su incapacidad para todo lo absoluto, de su extrema simpatía por lo muy circunstancial y de su incorregible o natural inclinación por la farsa y la mentira.

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5 de junio de 2006
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Merienda de negros

El racismo ya no es lo que era. Antes de que nuestras sociedades fueran bendecidas por la multiculturalidad sólo conocíamos dos racismos, los de toda la vida: el antisemita (europeo) y el antinegro (americano), ambos con una tradición muy respetable.

Durante siglos y con el sacrificado apoyo de la Iglesia de Roma, las buenas familias europeas y el sano pueblo fueron antisemitas con tanta afición como ahora son demócratas. En tiempos tranquilos, hacían chistes sobre judíos. En tiempos turbulentos, los mataban.

Idéntico comportamiento mostraron los americanos con los negros que tuvieron la desfachatez de sobrevivir a la esclavitud.

Sin embargo, estas venerables instituciones han cambiado tanto en los últimos tiempos que ya no las conoce ni su madre. De una parte, muchos judíos de Israel y sionistas de los EE. UU. son ahora racistas antiárabes para compensar que les quitaron las tierras y sus casas a los palestinos, los cuales, todo hay que decirlo, hacen lo que pueden para que no se las devuelvan.

Y por otra parte, muchos negros de los EE. UU. son ahora antisemitas, fenómeno que por fin ha llegado a Europa, donde fructifica todo lo culturalmente valioso de aquel gran país.

El domingo 28 de mayo un grupo de 30 negros forzudos y entrenados en diversas estupideces marciales ocupaba el barrio del Marais, en París, al grito de: “¿Dónde están los maricones judíos?”

No llegó la sangre al río porque ni los maricones (el Marais es barrio gay), ni los judíos (allí está la sinagoga más antigua de París) se molestaron en acudir a la llamada de aquellos chulos analfabetos de color negro.

Lo del color lo sé por las fotografías. Lo de que son analfabetos lo sabrá cualquiera que lea sus comunicados: son tan delirantes que los de ETA a su lado parecen escritos por Donoso Cortés.

Estos nuevos racistas europeos pertenecen a una sociedad llamada Kémites Atoniens y consideran que el Marais se ha convertido en Tel Aviv sur Seine. Ellos, los hijos de Cam, van a liberarlo con la fuerza de sus músculos y la agudeza de sus cerebros de mosquito.

No tardarán en llegar a España, porque todo lo culturalmente valioso de París acaba siempre por fructificar en nuestra amada patria. Allí les estaremos esperando muy ilusionados.

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5 de junio de 2006
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El voto de los pobres

La segunda vuelta electoral que el domingo celebra el Perú pone a los analistas en un serio aprieto: cómo explicamos que el país deba optar democráticamente entre un militar sin más carrera política que un cuartelazo y el presidente que llevó al país a la peor crisis económica de su historia. Los diversos observadores han barajado varias hipótesis: amnesia histórica, ignorancia generalizada y estupidez crónica son algunas de ellas. Pero para quien no quede satisfecho con reemplazar los análisis por insultos, hay una explicación sencilla: tenemos demasiados pobres. Para ser precisos, el 50% de la población. Nótese que es casi la suma exacta de votos que obtuvieron García y Ollanta en la primera vuelta.

La pobreza determina la percepción de los candidatos. Evidentemente, para el votante que no tenía nada antes de García y nada después, ese gobierno no significó una crisis especialmente severa. Y, por supuesto, para quien está preocupado por qué va a comer mañana, la democracia en sí resulta una preocupación demasiado abstracta. De hecho, una reciente encuesta le concedía apenas un magro 7% de popularidad entre los peruanos, muy por detrás del empleo, la educación, la salud y la pobreza misma.   
¿Son entonces un fracaso las políticas liberales implementadas en los últimos cinco años? Hay que admitir que han logrado reducir la pobreza, exactamente, en un 2%. A este ritmo, el problema quedaría erradicado en 125 años. Es difícil, pues, convencer a los peruanos de que la continuidad de las políticas económicas resolverá sus problemas más acuciantes. No quiero dilucidar quién tiene razón o no, sólo digo que, en términos de marketing, no resulta persuasivo ofrecerle estabilidad a quien es establemente miserable.

En ese sentido, el discurso liberal sobre la estabilidad y la inversión extranjera como generadora de riqueza es percibido por la mitad del Perú como una falacia destinada a garantizar los privilegios de las élites. Y ese ha sido el gran error de los empresarios peruanos durante décadas: no se han aliado nunca con los líderes políticos para crear un proyecto más allá de la coyuntura. Con gobiernos populistas como el de García no reinvirtieron en el país, con gobiernos corruptos como el de Fujimori pactaron por debajo de la mesa –y hay videos que lo muestran-, con gobiernos liberales como el de Toledo no aceptaron aumentar la presión fiscal más allá del 13%. En el liberal Chile, su supuesto modelo, la presión es del 18%.
Así, las clases más poderosas han creado a sus propias bestias negras electorales. Gane quien gane hoy las elecciones, la lección de las urnas es clara: los votantes exigen una distribución de la riqueza más justa. Y los únicos que la han ofrecido son García y Humala. Quizá no sean las opciones que más les gustarían a los peruanos pero son las que hay. Quizá no digan la verdad, pero al menos son conscientes del problema.

Ahora bien, en una democracia, izquierda y derecha se necesitan mutuamente. El voto por Ollanta en primera vuelta mostró que un 30% de los peruanos no creen en ningún político que conozcan y prefieren el salto al vacío. Gane quien gane el domingo, ese porcentaje crecerá si los políticos de todas las tiendas no consiguen un consenso que resuelva los problemas de los ciudadanos. En ese caso, se desacreditará la democracia en sí misma. Y la bala que espera en la recámara para darle el tiro de gracia se llama Alberto Fujimori.

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2 de junio de 2006
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Un empleado ejemplar

El Museo Cantonal de Bellas Artes de Lausana está en el Palais de Rumine, un espanto historicista, imitación del Palacio Pitti, con dos columnas gigantescas en la entrada tan grandes como las de los dogos venecianos, pero con esfinges en lugar de leones.  El interior es inenarrable. Allí penetro fieramente, dispuesto a todo.

El encargado del museo me atiende a la entrada. Está desolado.  Es un hombre de unos sesenta años, alto, con un hermoso bigote Bismark, bien trajeado y toda la pinta de ser un excelente pescador de caña.

Pregunto por la colección y en especial por un paisaje de Marquet que me ha traído hasta aquí. El funcionario se desuela, como dice Carlos Albisu; es decir, abate los brazos, alza los hombros, mira al suelo y luego al techo, pone los ojos en blanco, en fin, hace el número completo de María Magdalena. Y me entrega un cataloguillo. Es una retrospectiva de Tom Burr titulada «Extrospective» para evitar términos vulgares.

“!Se lo han llevado todo, caballero! !Todo, incluido el precioso género de Marquet! ¡Todo empaquetado, todo a los almacenes! En su lugar han puesto ESTO”.

Señala algunas piezas de la primera sala. Son las cosas habituales de Burr, cadenas, cueros, gomas, hierros… El encargado compone un gesto de emperador romano indicando las ruinas de Palmira.

“No se preocupe (le digo para consolarle), no importa. También hay que mostrar las producciones actuales. Y veo que proyectan una película de Kenneth Anger. Es interesante”.

“¿Interesante? ¿En verdad? Como desee el caballero. Yo diría, yo diría… En fin, yo diría muchas cosas, pero no me está permitido. Tengo mi responsabilidad, ¿sabe usted? En la república confederal todos somos soldados. Pero imagine mi posición. Soy yo quien recibe a los visitantes, ¿comprende? Y quien da las explicaciones, ¿verdad? ¿De dónde viene usted, si no es indiscreción?”.

“De Ouchy”.

“Espléndido lugar. Magnífico panorama”.

Hablamos un rato sobre los hoteles favoritos de los zares de Rusia. Tiempos aquellos. Me despido y voy saliendo, cuando me llama discretamente y se acerca con cierto nerviosismo.

“No ha perdido el tiempo, caballero. He tenido una gran idea. Cruce la plaza y entre en la Brasserie Le Vaudois. Hoy tienen caquelon de vigneron. Que pase usted muy buen día”.

Le obedezco.

Solo después de comer un tremendo servicio de caquelon de vigneron descubro que he devorado un caballo. Me siento como un caníbal. A Kenneth Anger le habría entusiasmado.

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2 de junio de 2006
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EMIGRANTES Y GLADIADORES

El asunto número uno en las preocupaciones de los españoles ha dejado de ser el terrorismo o el asunto del desempleo. En la cima de las amenazas aparece hoy la emigración.

Los españoles no han seguido una actitud escandalizada ante la llegada de emigrantes que, con inesperada velocidad, hallaron los espacios laborales necesarios para integrarse y crear un nuevo paisaje humano en las ciudades o en las zonas rurales de España. El temor a ser desplazados en el trabajo se ha desvanecido ante la evidencia de que las faenas desempeñadas por los inmigrados  completaban el crecimiento económico y no trababan, de hecho,  el mercado laboral. El problema, sin embargo, se ha enconado cuando, parte de los emigrantes no se dirigen a buscar un salario sino un botín y con mayor frecuencia y daños a las personas.

La actualidad española se llena hoy de  bandas organizadas venidas de fuera que asaltan casas y chalets,  torturan y desvalijan a sus ocupantes en sucesivas ediciones de secuestro-exprés importadas de otras realidades.  Pero especialmente no de Latinoamérica, de Argentina o de Colombia, sino de los países del este, segregados de la antigua URSS o de la vieja Yugoslavia.

El prurito de lo políticamente correcto ha silenciado hasta ahora la nacionalidad de los agresores pero ahora ha comenzado a identificarse y, con ello, a separar la función,  que desempeñan los ecuatorianos, bolivianos o colombianos asistiendo a gentes mayores, niños o enfermos, los trabajos que cumplen con exornada actitud los argentinos y los oficios simples que desarrollan con abnegación los subsaharianos o norteafricanos. Las asechanzas sobre la seguridad ciudadana provienen ampliamente de  organizaciones delictivas especialmente adiestradas en la crueldad, efecto acaso de situaciones en las que fue preciso deshumanizarse para seguir manteniendo parte de la condición humana.

¿Solución? Lo peor de la solución que se está insinuando –y practicando- es el recurso a la defensa privada para suplir los defectos de la policía. ¿Sucederá ahora que se empleará en las compañías de seguridad a los emigrantes buenos contra los malvados? ¿Que asistiremos, sobre el atemorizado escenario del desarrollo, a la lucha  entre gladiadores gratuitos y de pago? ¿Aparecerá una guerra  hasta ahora inédita entre representantes del tercer mundo  para proteger y favorecer in situ la paz del primero?

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2 de junio de 2006
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No se culpe a nadie

Fátima preguntó si había adaptaciones cinematográficas de las obras de Cortázar. Muy pocas, debería decir. Y casi ninguna digna de mención. Hace ya décadas Osías Wilensky filmó una versión de El perseguidor, el cuento inspirado en Charlie Parker donde figura la inolvidable frase: “Esto lo estoy tocando mañana”. Todavía vale la pena ver Blow Up, la relectura que Michelangelo Antonioni hizo de Las babas del diablo. (No confundir con Blow Out de Brian De Palma, que a su manera también conserva el elemento cortazariano, trasladándolo de la fotografía a la grabación sobre una cinta.) Creo que hace poco alguien filmó Manuscrito hallado en un bolsillo, sobre el cuento del hombre que viaja obsesivamente en el metro de París. Y si mal no recuerdo, hace ya tiempo alguien filmó en Italia una adaptación de La autopista del sur, aquella historia en la que tantos automovilistas quedan varados en el camino sin que nunca se entienda bien la razón. Hace algún tiempo intenté convencer a Marcelo Piñeyro de adaptar nuevamente al cine La autopista del sur. Fracasé. Ya lo hará alguien, más temprano que tarde; el cuento sigue siendo una joya.

Veo cine en otras muchas historias de Cortázar. Casa tomada sería una película interesantísima. Y también Lejana, el cuento en que Alina Reyes deja de ser Alina Reyes en la mitad de un puente que cruza el Danubio. Y Torito, claro. Y La noche boca arriba, aquel cuento en que un hombre sufre un accidente y sueña que es perseguido por los aztecas. Y Reunión, donde recrea un episodio de la revolución cubana.

Supongo que la renuencia de los cineastas a adaptar a Cortázar tiene que ver con algo que mencionaba días atrás: la negativa a apartarse de los preceptos del realismo. Porque nadie podría alegar que se trataría de películas costosísimas. Todo lo que hace falta para Casa tomada son dos actores y un edificio ominoso. Todo lo que hace falta para La autopista del sur son un montón de autos usados y un camino. Los elementos con que Cortázar genera inquietud y nos precipita en el ámbito de lo fantástico son cotidianos; nadie que no sea Cortázar puede generar desesperación a partir de un acto tan simple como el de ponerse un pullover, cosa que hace en No se culpe a nadie.

Salvando las diferencias entre ambos autores, se trata del mismo perjuicio sufrido por Borges. La muerte y la brújula sería una película magnífica. (Mi novela El espía del tiempo es una relectura de este cuento, y me consta que es adaptable al cine porque ya lo he hecho.) Emma Zunz es una historia fenomenal que alguien filmó hace ya demasiado tiempo. Lo mismo podría decir de El muerto y de La intrusa. (La intrusa es una de las peores películas de la historia; fue una de las dos ocasiones de mi vida en que me levanté del cine y me fui.) El Evangelio según Marcos es una historia magnífica, que hasta donde sé nadie quiso adaptar. Creo que alguna relectura del Tema del traidor y del héroe se ha visto aquí o allá con otros nombres; o quizás sea que he soñado tantas veces con esa historia que siento haberla reescrito una y mil veces.

Entre tantas maravillas que podría decir respecto de estos escritores, la que cuenta aquí es la siguiente: que emplean el lenguaje para obtener un efecto distinto al de la historia concreta que cuentan, aun cuando ese efecto sea complementario. No se culpe a nadie habla de alguien que lucha por ponerse un pullover, con una prosa que colabora a que nos quedemos sin aire. En El muerto, el ritmo del lenguaje comunica de antemano la fatalidad que alcanzará al protagonista tan sólo en la última línea del cuento.

Buena parte de los cineastas argentinos de hoy se niega a contar una cosa distinta de lo que enseñan sus encuadres. Cuando quieren producir emoción, ponen a alguien que llora. Cuando quieren comunicar vacío, despojan el cuadro. Cuando quieren transmitir la monotonía en la vida del personaje, filman monótonamente. Sin ser literatos, cometen el pecado de la literalidad.

Insisto: aunque respeto la existencia de todos los estilos, no puedo dejar de pensar que hoy en Latinoamérica el realismo es reaccionario, porque sugiere que la realidad es lo que es y no otra cosa, y por ende resulta inmodificable. Sabiendo como sabemos que toda transformación política es lenta y difícil, ¿por qué renunciar a la transformación por la vía de la imaginación, cuando nos consta que el arte crea realidad?

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2 de junio de 2006
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La república surrealista de Honduras

Aunque apenas dura veinte minutos, el vuelo de El Salvador a Honduras es el más largo de mi vida. La primera vez que trato de llegar a Tegucigalpa, el avión da varias vueltas en torno a la ciudad. Por momentos inicia el descenso, pero inmediatamente recupera altura. Finalmente, el piloto anuncia que el clima no le permite ver el aeropuerto, y que tenemos que volver a San Salvador.

Pasamos la noche ahí y volvemos a intentarlo al día siguiente, a las cinco de la mañana. Pero una vez más, es imposible. El piloto trata de aterrizar tres veces sin éxito, y al final, de nuevo, regresamos por donde vinimos.

Yo estoy reventando de furia y grito mi indignación, pero pronto noto que a los demás pasajeros no les preocupa. Lo esperaban. A muchos de ellos ya les ha pasado varias veces. Es simplemente lo habitual. Cuando al fin consigo llegar, dieciséis horas después de lo previsto, le digo a la persona que me recibe de la editorial:

-¿Por qué no ponen el aeropuerto en otro sitio?
-Porque esto es Honduras, pues. Si tuviéramos un aeropuerto normal, sería otro país.

Según me explica, éste es el único país donde un avión ha chocado con un bus. Antes, en el camino al aeropuerto, los aviones que aterrizaban pasaban volando muy bajo sobre una calle. Había que poner el semáforo en rojo cuando se acercaba uno. Pero una vez, el semáforo se estropeó, y un vuelo se llevó de encuentro a un autobús. 

Estoy seguro de que eso no puede ser verdad. En la primera charla que doy le comento a otro hondureño la historia. Para mi sorpresa, la confirma. Y añade:

-También somos el único país donde un tren ha chocado con un barco. Es que el tren venía muy rápido por la costa y descarriló, y fue a darle de lleno a un bananero que estaba ahí abajo.

Conforme recorro la ciudad, descubro que ese sentido del surrealismo es el sentido común de los hondureños. Paso por ejemplo por Ciudad Mateo, una urbanización entera construida en un sitio prohibido. Nadie la habita, pero ahí está, desierta y en pie. Y por las noches, el alumbrado público se enciende para que nadie pueda ver. Paso por la casa del director de AID, a la que se le cayó el salón. Está perfectamente pero no tiene fachada. Hasta se ven los muebles del interior. Paso por una gasolinera que no tiene gasolina. Y mis amigos hondureños no se inmutan, todo lo sobrellevan con una sonrisa.   

De hecho, se divierten contándome esas cosas. Y aunque todas parecen imposibles, cuando las contrasto, resultan ciertas. La mayor parte de las historias absurdas tienen que ver con la política. Muchos me cuentan del gobernante Roberto Suazo Córdova, que le puso un estadio de fútbol a su pueblo de La Paz, aunque ese pueblo no tiene equipo de fútbol, de modo que el estadio se ha convertido en pastizal de burros. Otros me hablan del presidente Marco Aurelio Soto, que puso la capital del país en Tegucigalpa porque ahí tenía sus negocios mineros, para vigilarlos mejor. Alguno añade que el presidente también tenía a su amante en esa ciudad.

En algún momento le pregunto a uno:

-Pero, ¿nunca se han rebelado contra tanta tontería?
-No, aquí las manifestaciones las reprimían los militares a punta de cachiporra. Ni armas llevaban. La única protesta grande que he visto fue cuando arrestaron a un narco: Ramón Mata Ballester. Los americanos lo secuestraron sin siquiera pasar por las autoridades hondureñas. Ahí sí la gente se enojó, porque ese narco era muy popular y todos lo querían mucho. Sólo desde entonces la embajada americana requirió seguridad. Hasta entonces era como una casa más.

Entre los demás centroamericanos, los hondureños tienen fama de tranquilitos. Ahora comprendo que su cotidianeidad es tan extravagante que no es posible sorprenderlos. Han desarrollado el sentido del humor como un arma de defensa contra la realidad, una realidad siempre delirante que ellos acogen con un gesto irónico y una flema admirable, casi británica.

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1 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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