Vicente Verdú
Hemos conocido gente fea que cargó con las malas consecuencias de su aspecto. Pero también he tratado yo con una mujer guapísima cuya belleza le infligió padecimientos múltiples y la cubrió como una pantalla que la impedía darse verdaderamente a conocer. Al cabo de los años, la edad vino en su ayuda para liberarla de esa cárcel de oro y cuya luz deslumbraba tanto a los demás como venía a ocultarla. La ocultaba o la oscurecía doblemente: de un lado porque se hallaba permanentemente confundida respecto a la manera de comportarse y porque parecería que el rotundo aprecio físico de los demás no le dejaba otra opción que obedecer las convenciones de esa etiqueta.
¿Resignarse a ser guapa? ¿Resignarse a su extraordinaria atracción? Efectivamente el cuerpo, más allá de lo que los hombres comunes suelen considerar para sí, determina una parte importante de nuestra peripecia biográfica. Un amigo notoriamente inteligente y culto no logró la consideración intelectual que muy tarde fue recibiendo porque en torno a la década de los cincuenta se le configuró un lamentable rostro de perro pachón, demasiado fláccido para inspirar afecto y tan asimétrico como para evocar algún desajuste interno. De hecho, el juicio de gentes diversas coincidía en atribuirle uno u otro desequilibrio personal que, sin duda, venía inspirado por el dibujo de su rostro.
Una vez, almorzando, vino a decirme él mismo que si no obtenía la cátedra por la que luchaba durante años era debido al pobre respeto que incomprensiblemente despertaba entre sus colegas. La razón estaba en su cara. Sus colegas habrían sido incapaces de reconocerlo pero los frecuentes comentarios jocosos que hacían a sus espaldas les delataban. Finalmente necesitó exiliarse y engordar más de quince quilos para que la figura alcanzara una redondez coherente con la esfericidad de su cráneo y de este modo pudiera presentarse ante los medios académicos consistentemente. La nueva configuración corporal le llevó a ganar la oposición y, posteriormente, a disfrutar de exégesis.
En cuanto a la amiga tan deslumbradora como una divinidad, sólo dejó de comportarse con dolorosa timidez y exagerado sentido de culpa, en los entornos de la menopausia. Si fue guapa a los veinte años todavía lo fue más a los treinta y tantos y ya parecía que para siempre tendría que cargar con esta cruz. Cada escalón que ascendía en el trabajo daba pie a un surtido de maledicencias, cada vestido que estrenaba relucía de un modo tan especial que era difícil creer que no lo había escogido para turbarnos. De este modo fue víctima de su cuerpo intenso tanto como el profesor de su figura macilenta.
Mientras las mujeres, según su largo destino de objetos de deseo, fueron siempre sensibles a los efectos y vicisitudes de la apariencia, los hombres muy hombres se han creído históricamente ajenos. El poderoso movimiento de hoy en la cosmética masculina introduce en la cultura no sólo un vastísimo muestrario de cremas y lociones sino también una nueva noción. Una nueva consideración del mundo de las relaciones, los designios, la interpretación.