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El cowboy y sus fantasmas

A primera vista, Jimmy Massey parece un sonriente e inofensivo turista americano paseando por la playa asturiana. Sus gafas le dan un aspecto tímidamente intelectual. De hecho, cuesta pensar que es un asesino, o según su propia definición, “un psicópata entrenado, un depredador”. Para más señas, los marines lo llamaban “Jimmy el tiburón”. Y es que el delgado Jimmy fue entrenado para matar. En masa.

-Los marines ofrecen a sus reclutas algunas cosas intangibles –dice-, como seguridad, disciplina, valor, y otras cosas más tangibles, como formación, ascensos, un trabajo. Además, mi abuelo peleó en la Segunda Guerra Mundial, y en mi familia hay muchos cazadores. De modo que yo crecí rodeado de armas. Pero supongo que, si me enrolé en el Cuerpo, fue porque era joven, estúpido y estaba realmente jodido.

Mientras habla, Jimmy abre tabletas de pastillas y se las mete en la boca. En su mochila lleva un frasco entero. Necesita químicos para despertarse pero también para dormir, usa antidepresivos, tranquilizantes y, la parte natural de su botiquín, mucha marihuana. Son las secuelas. Dice que todos los que regresaron de Irak están así. Y eso no es lo más grave.

-Cuando te han entrenado para matar, pierdes el sentido del amor. Entre el rigor del entrenamiento y el machismo generalizado, te haces duro y desaparece tu capacidad de tener detalles. También te vuelves sexualmente egoísta. Sólo te satisfaces y te vas.

La carrera militar, el duro ambiente de trabajo, la mala paga y la brutalidad de sus amigos le costaron a Jimmy su primer matrimonio. La presión en el trabajo lo obligó a tomar medicamentos que perjudicaban su rendimiento sexual. Pero además, su trabajo era precisamente reclutar a chicos, convencerlos de lo bueno y maravilloso de ser un marine.   

-Era un actor. Iba a las escuelas e institutos con todas mis medallas en el pecho. Incluso me había puesto unas placas metálicas en los zapatos que sonaban a cada paso. Y tenía a un pitbull llamado Tank Balls. Todo para impresionar. A los chicos les impacta el poder. Al menos a los más infelices.

En efecto, la mayoría de los candidatos a marines tenían problemas con la ley, líos de drogas, familias desestructuradas e incapacidad para valerse por sí mismos en la sociedad civil. No podían pagarse una educación, y con frecuencia presentaban cuadros de comportamiento conflictivo. Parte del trabajo de Jimmy era disimular todas las taras y enseñar a los reclutas a disimularlas para pasar los exámenes y cumplir las cuotas de reclutamiento.

Esos son los chicos que lo acompañaron en Irak: costales de testosterona sin formación y plagados de desórdenes de adaptación, a quienes se enseñaba que eran los más hombres de América y que su valor consistía precisamente en eso. Luego los armaban hasta los dientes y los enviaban a la guerra.

En su libro, Cowboy del infierno, Jimmy describe detalladamente cómo él y sus compañeros disparaban a manifestaciones de civiles desarmados, bombardeaban camiones antes de preguntar qué llevaban dentro y ejecutaban incluso mujeres y niños. También describe la medicación diaria que la mayor parte de sus compañeros necesitan y la atmósfera de presión sexual dispuesta a desfogarse con cualquier cosa que se mueva, de preferencia, mujer. El libro no se pudo publicar en los Estados Unidos. 

-Algunas editoriales consideraron editarlo, pero cito nombres y lugares reales, y eso podía producir problemas legales. Luego comenzó la campaña de desprestigio. Los oficiales dicen que soy un traidor y que mis denuncias sólo pretenden ocultar y justificar mi cobardía en el campo de batalla. Sin embargo, también recibo llamadas de apoyo de marines. Todos los días. Incluso de algunos que yo recluté. Me dicen que tengo razón, pero que no lo repetirán en público por miedo a las represalias.

Massey trabaja ahora en la asociación Veterans for Peace, tratando de difundir su historia, crear una cultura de la paz y reducir el presupuesto militar de los Estados Unidos. Sigue yendo a escuelas pero ya no lleva un uniforme militar. Con frecuencia sufre flashbacks y depresiones. Aunque reside en Carolina del Norte, rodeado de bosques y paz, una parte de él sigue en Irak, un desierto que ya nunca abandonará.

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11 de julio de 2006
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¿La película del tesoro, o un tesoro de película?

Viviendo en un mundo con alma de Libro Guinness, no podíamos pasar una semana sin un nuevo récord mundial: el de Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest, que se acaba de convertir en el estreno más taquillero de la historia de Hollywood, gracias a los 132 millones de dólares que ganó en su primer fin de semana en cartel. (Spider-Man, que ostentaba el récord hasta ahora, sólo recaudó 115 millones.) Esto significa distintas cosas para distinta gente. Para los responsables de los grandes estudios representa un alivio, porque sugiere que en pleno auge del fenómeno del DVD –y de la piratería digital, que permite que uno pueda ver Cars en su casa el mismo día en que se estrenó en las salas-, la gente todavía quiere salir de su agujero y aventurarse hasta el cine.

Esto también es una buena noticia para mí, cinéfilo. Por lo menos hasta el momento, toda la tecnología del mundo no ha conseguido reemplazar la experiencia que representa para mí ver cine en el cine, rodeado de gente que a pesar de ser desconocida, siente, vibra y se emociona a la par que yo. Puedo empatar en mi casa las condiciones físicas de la experiencia: la calidad y el tamaño de la imagen, el volumen y la fidelidad del sonido, pero no puedo reemplazar la sensación que experimento cuando río con otros y trago saliva con otros y rozo los codos con desconocidos que han pasado a ser hermanos instantáneos –a no ser que convierta cada exhibición casera en un evento lleno de amigos y de familiares, lo cual me daría más trabajo que ir al cine y ya. Para mí, qué se le va a hacer, el cine es una experiencia que se vive y se aprecia mejor cuando es comunitaria, como su misma factura. En sus buenos momentos la sala es un templo y la película un rito comunal: compartirlo constituye buena parte de su encanto.

Pero por supuesto, lo que los tipos de los estudios colegirán a partir del éxito de Pirates es más ramplón, incluso literal: hagamos más películas que se parezcan a un viaje en montaña rusa, hagamos más películas inspiradas en atracciones de parque de diversiones (como Pirates), ¡hagamos más películas de piratas! Lo cual supone hacer más de lo que ya vienen haciendo, películas en las que no importa la historia sino la sucesión de situaciones a cual más peligrosa, como el pasar de pantallas en un videogame; películas en las que no haya tiempo para construir personajes ni desarrollar situaciones dramáticas; películas seguras, que antes que emociones o pensamientos prefieren producir estímulos físicos mensurables, como la cantidad de carcajadas por proyección o la producción de adrenalina.

Lo gracioso es que ni siquiera parecen comprender que de esa forma se están disparando en sus pies. En algún sentido imitan el estúpido comportamiento que ya exhibieron en los años 50 y 60, cuando asustados por la popularidad de la TV creyeron que la gente regresaría al cine si hacían las películas todavía más grandotas, más coloridas y más ruidosas, e invirtieron miles de millones en films que salvo excepciones que confirman la regla (las películas de David Lean, sin ir más lejos), eran tan huecas como las predecesoras que habían decepcionado al público –sólo que en 70 mm, o en cinemascope, e infinitamente más caras de producir. Cualquiera que entienda de números debería analizar la curva que estos mega-estrenos trazan una vez que la gente transmite su comentario boca a boca: abren con todo, eso es cierto, pero a partir de allí se hunden como plomo. Superman, sin ir más lejos, también recaudó ciento y pico de millones en una fecha privilegiada y dos semanas después hizo 22 millones; eso, en mi mundo, se llama caída a pico.

Está bien que los productores entiendan, y puedan demostrarle a sus inversores, que la gente todavía ama acudir a los cines. Lo que deberían concluir, sin embargo, no es que el público busca exclusivamente experiencias adrenalínicas como la que ofrece Pirates, sino tan sólo lo obvio: buenas películas. Si hay buenas películas, la gente va al cine y además compra DVDs en cantidades dignas del Libro Guinness. Si no, no. Lo único que hay que comprender al respecto ya lo sugirió Phil Alden Robinson en Field of Dreams, cuando el personaje de Kevin Costner oía voces que susurraban: If you build it, they will come. Si lo construyes, ellos vendrán, le decían, refiriéndose a un campo de béisbol. Pero la frase se aplica al cine de modo inmejorable: si haces una buena película, ellos vendrán. Los productores deberían dedicar sus energías a elegir los mejores proyectos, y dejar que los encargados de marketing encuentren cómo venderlos. De esa forma celebraríamos todos, y quedaría claro que lo que está en decadencia no es el cine, sino tan sólo el cine malo que se he convertido en la especialidad de Hollywood.

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11 de julio de 2006
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UNA SEMANA EN CUBA

Escribí unos libros sobre Cuba y, como muchos periodistas que publicaron información sobre la vida revolucionaria, soy persona non grata en la isla. Ya son más de doce años sin pisar el suelo de lo que un talentoso poeta estalinista (¿es un oxímoron?) llamaba el gran caimán verde. A pesar de todo, paseo semanalmente por la isla. Sus habitantes me cuentan con puntualidad los chistes, chismes y cuentos tristes de su tierra cada vez que encuentro en mi buzón electrónico la “newsletter” del sitio Cubanet. En la oferta “noticias por e-mail” opté por la entrega semanal, rechazando el flujo diario o el aún más apresurado del RSS. Lo que quiere decir que cada viernes es una maravilla pues Cubanet agrupa y edita voces de la isla, para contarme lo que no cuentan los grandes medios de comunicación sobre Cuba.

Basta leer la última entrega, que me llegó el 7 de julio, para saber que esto sí es Cuba: dos reclusos se ahorcaron, dulcería en crisis, viviendas entregadas a periodistas de la prensa oficialista, robos en empresas del Estado, huelgas de hambre, sindicalista golpeado en la calle, arrendamientos de viviendas a extranjeros, control policial en la calle, control policial en las empresas, control policial en las casas, control policial en Internet, robos en una escuela internacionalista, etc. Lo que se pinta en una acumulación impresionista de sucesos es la crónica de la vida diaria tal como la gente la cuenta en la calle.

Los autores son personas que tienen un talento para contar historias muy variable (del promedio periodístico a la pura poesía), pero siempre tienen valor pues publicar en Cubanet no les ayuda en su vida diaria. Muchos usan seudónimos. Otros escriben con apellido y nombre de pila. Entre ellos, la estrella es Tania Díaz Castro, periodista y poeta. Escribe varias veces a la semana y nunca me decepciona. Basta leer, por ejemplo, lo que acaba de contar sobre Gladys, una amiga suya que vive en el barrio de Lawton.

¿Es cierto lo que se lee en Cubanet? Me han hecho tantas veces la pregunta que tengo listas mis dos respuestas:

1. En muchos casos, basta conocer a Cuba para saber si el relato es verosímil.
2. Hay más mentiras y omisiones en la prensa oficial.

Además, el tamaño minúsculo de ciertas noticias no permite que ahí quepa la mentira. Nadie tiene interés en inventar la existencia de una banda de rock que se autodenomina Zeus y critica al gobierno; tampoco se sospecha de la voluntad de clonar a la vaca Ubre Blanca (una máquina para producir leche que llegó a tener su estatua de mármol). Y a veces, se trata de un asunto definitivo, no tanto por lo que dice sino por lo que explica del funcionamiento de la sociedad y del poder. En Cubanet se encuentra el “obiter dicta”, algo que se dice sin que nadie le haga caso aunque lo dice todo. Aquí está un ejemplo, un suceso firmado por un tal Carlos Alberto Domínguez el 13 de febrero del 2003. Su título: “Condenado a diez años por robar mangos y un pavo”.

Es imposible leerlo sin pensar en Los miserables, en Jean Valjean mandado al presidio por el robo de un pan. En este caso, el pan es un pavo. Pero parece, según el autor del artículo que el propietario del pavo era un “pincho” grande. Y la noticia me apasiona por esto. Porque conozco Cuba y sé que diez años de cárcel por robar un pavo de treinta libras a Raúl Castro es algo verosímil. No conozco a Rafael Ramos Rojas, pero de vez en cuando voy releyendo su cuento periodístico digno de Víctor Hugo: Rafael Ramos Rojas fue condenado a 10 años de cárcel por el Tribunal Militar Territorial Occidental, por hurtar unos mangos y un pavo en una granja en la que se dice reside el General de Ejército y Ministro de las Fueras Armadas Revolucionarias, Raúl Castro.

La granja, perteneciente al Departamento No. 2 de la Dirección de Seguridad Personal, está situada en la avenida 25 No.323 de la barriada La Lisa.

Según consta en la sentencia, el acusado Rafael Ramos, el día 15 de mayo del año 2002 concibió la idea de penetrar sobre las tres de la madrugada en la granja No. 2 de la Dirección de Seguridad Personal, con el objetivo de apoderarse de unos mangos. Para ello brincó la cerca que sirve de protección a la referida entidad y que tiene una altura de aproximadamente seis metros.

En el documento se agrega que Rafael Ramos extrajo un pavo de treinta libras, valorado en cuarenta y seis pesos con sesenta y cuatro centavos.

El fiscal, capitán Wilfredo Rodríguez Águila, en su informe oral conclusivo, consideró probados los hechos como constitutivos del delito consumado de robo con fuerza en las cosas y solicitó 22 años de privación de libertad.

El sancionado, de 54 años, y que laboraba como barrendero en la empresa estatal Aurora, espera en la prisión de Valle Grande su traslado a otra institución penal del país para cumplir su condena.

Ramos Rojas opina que su sanción fue tan alta porque robó en casa de "un pincho" (alto funcionario gubernamental en el argot popular).

Solo falta la división en el artículo: diez años para treinta libras, lo cual quiere decir que en Cuba la libra de pavo vale cuatro meses de cárcel.

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10 de julio de 2006
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Caos y creación en Abbey Road

Me lo encontré por pura casualidad. Estaba haciendo zapping y vi el anuncio de la emisión inminente por HBO Plus: un concierto de Paul McCartney llamado Chaos and Creation at Abbey Road. Se trataba de una velada íntima, con McCartney presentando temas de su última obra, Chaos and Creation in the Backyard, mezclados con otros de su carrera solista y de su trayectoria con Los Beatles, en el estudio de grabación donde John, Paul, George, Ringo & George (Martin) registraron sus canciones imperecederas.

La tentación de ver a McCartney en ese ámbito (Abbey Road es el Vaticano de la iglesia beatle) me picó. Me fui quedando frente al televisor como quien no quiere la cosa, y volvió a pasarme lo mismo que años atrás, cuando entrevisté a McCartney en Tokio. En aquel entonces ya me había habituado a entrevistar estrellas internacionales del rock y del cine, y me hallaba embebido en mi propia importancia; John, el beatle a quien más admiraba, ya había muerto; y mis gustos musicales se habían diversificado: debía hacer ya mucho que no escuchaba los viejos discos. Sostuvimos una conversación agradable en los camarines del estadio, bebimos té (la misma infusión a la que Paul glorifica en una canción del último disco, English Tea) y después me quedé a presenciar el concierto. Recién entonces, al sonar las canciones del repertorio beatle y brillar en la pantalla imágenes documentales de aquella locura, con John, George y Ringo incluidos, comprendí lo que acababa de pasarme: me había sentado cara a cara con uno de los creadores más fenomenales de la música popular del siglo XX, el autor de tantas canciones grabadas a fuego en mi alma, esas melodías a las que recurro cuando necesito pruebas de que el género humano vale la pena y merece otra oportunidad. Y entonces me puse a llorar como un chico. ¡Debo haber llorado como dos horas seguidas!

Este sábado volví a llorar. Imagino que las noticias de su reciente divorcio contribuyeron a hacerme sentir que el viejito de 64 estaba solo, después de habernos brindado tantos y tan maravillosos instantes de alegría, tantas epifanías, tantos recuerdos; me habría gustado ofender su británico decoro con un abrazo. Pero como no podía, me limité a oírlo hasta el final. Hubo algunos divertidos insights sobre la forma en que trabajaron en ese estudio: la utilización de la antiquísima máquina de cuatro pistas para registrar una peculiar versión de Band on the Run, una demostración con el melotrón utilizado en Strawberry Fields Forever… Y más música maravillosa, desde una recreación de Lady Madonna en el piano hasta algunos de los temas nuevos. (Nadie sensible a la magia beatle debería perderse Jenny Wren, un perfecto acto de exorcismo).

Releer es mucho más inhabitual que re-escuchar: para releer un libro amado hace falta una decisión consciente, en cambio uno re-escucha ciertas canciones aun cuando no se lo ha propuesto, porque aparecen “solas” en la radio y en la TV. Además el sonido de la canción amada no necesita más que segundos para transportarnos a otro lugar, otro tiempo, otro estado del alma, mientras que un libro necesita tiempo para obrar su magia. Se ve que las canciones de McCartney (y las de Lennon-McCartney, para ser justos) me pescaron sensible este sábado, y volví a sentir todo el peso de su impacto emocional. Esas canciones representan a sus autores, pero también a todos nosotros: son quienes fuimos y quienes todavía queremos ser, nuestra religión, nuestra historia y también, si todavía nos merecemos algo parecido a la suerte, nuestro futuro. Me ilusiona pensar que las próximas generaciones recibirán esa música como parte de su información genética. No puedo evitar pensar que si eso ocurre, si nuestros descendientes ya vienen preparados para reaccionar frente a esas canciones, la especie no podrá menos que levantar cabeza.

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10 de julio de 2006
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Negra

Despierto en un hotel de Madrid y bajo a desayunar. Encuentro el lobby lleno de escritores que no dejan de hablar de crímenes, extraterrestres y espías. Súbitamente, es como si mi peor pesadilla se hubiese materializado. Trato de despertar, pero no lo consigo. Presiento que, a partir de este momento, nada será normal.

Estoy aquí para tomar el tren que lleva a los escritores a Gijón para la Semana Negra. Me habían dicho que era un lugar interesante. Pero ya desde el tren, las reglas de la realidad quedan en suspenso. Hay un búlgaro hablando de seres interplanetarios que asaltan los cuerpos de inocentes terrícolas. Hay un mexicano que ha cruzado el umbral maya de lo inmaterial. Hay un inglés que cambia su cuerpo todos los años, como quien cambia de auto.

A mi lado viaja Miguel Cane, un periodista que ha entrevistado a Nicole Kidman, Roman Polanski o Juliane Moore. Es como estar con Truman Capote en persona: lleva sombrero Panama, pantalón blanco y cara de escolar impertinente. Más adelante, se pone un pañuelo anaranjado con motivos de jirafas.

-Siempre he sido un fanático de las jirafas. Y de los pañuelos. Eso creo que es culpa de los boy scouts. Mi pobre padre me metió en los boy scouts para ver si se me formaba el carácter, porque ya veía que yo no le salía como él esperaba. Aprendí a hacer todas las tonterías de los scouts, pero hay cosas que nunca cambian, ya ves. A cambio, desarrollé esta gracia social. De veras, no creas que siempre fui así.

En busca de un poco de realidad, paso al vagón comedor, que los fumadores han declarado zona liberada. La niebla del tabaco le da al espacio un aire de cuento de Conan Doyle, pero al atravesar la muralla de humo, me encuentro a un grupo con una guitarra cantando canciones partisanas y antifascistas. Al lado está Barry Eisler, un americano igualito a Christopher Reeves que, además, ha sido agente de la CIA.

-¿Dónde fuiste agente de la CIA? –le pregunto.
-Un poco por todas partes.
-Debe ser un trabajo interesante ¿no? ¿Qué hacías?
-Nada en especial. Ser escritor es más interesante.

En este momento, el bloque antifascista se pone a cantar “comandante Che Guevara”. Pero lo que en realidad molesta a Eisler es el humo del tabaco y mis preguntas.

Así, el tren se interna entre los verdes montes de Asturias. Cuando se detiene, nos reciben bandas de gaitas asturianas u orquestas municipales. Ya en Gijón, mientras nos acercamos al recinto de la Semana Negra, hay un camello abriendo el paso de nuestro autobús.

Entre la confusión, converso con Jimmy Massey, que ha sido marine en Irak y se ha cargado a cantidades industriales de civiles inocentes. Es un gringo amable y sonriente, cuyo libro testimonial, desde luego, no se puede publicar en los Estados Unidos.

-No puedo seguir viviendo ahí –me dice-. El ejército me la tiene jurada. Me amenazan. Estoy pensando en mudarme a México o España.   
   
Súbitamente, un sonido llama nuestra atención. Son dos elefantes, convocados para inaugurar oficialmente la Semana. Sobre el lomo de uno de ellos cabalga el director del festival, Paco Ignacio Taibo II. El agente la CIA está tomándole fotos con una camarita digital. Miguel pregunta si no tienen jirafas. Un hombre subasta libros en una esquina. Se anuncia un festival de cine sobre la mafia Yakuza.

Pero la verdad, nada de eso llama especialmente mi atención. Mi concepto de lo que es normal se ha alterado un poco en las últimas doce horas.

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10 de julio de 2006
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MÁQUINAS PSICOLÓGICAS

En Estados Unidos hay una máquina expendedora por cada 50 habitantes pero en Japón se llegó el año pasado a la proporción de una máquina por cada 20 habitantes.

La proliferación japonesa ha alcanzado este punto promovida, al parecer, porque la vivienda va reduciéndose tanto que apenas caben los productos necesarios  para el normal funcionamiento doméstico. Uno de los últimos artículos novedosos que facilitan estas máquinas es, por ejemplo, el papel higiénico y huevos frescos. Esto aparte de los diferentes elementos para la limpieza, la alimentación, juguetería,  prendas interiores, material pornográfico, recargas para móviles y cebos para la pesca.

A no tardar las máquinas habrán absorbido la práctica totalidad de los productos del mercado y en el extremo conformarán un mundo perfecto o del comercio y la asistencia. Es decir, una paralela población de servidores no humanos que, al estilo del Tamagotchi, irán adquiriendo un aliento animista de modo que suscitarán cariño y comprensión a la vez que la máquina auxilia. ¿Una despersonalización de la sociedad? Una omnímoda repersonalización del mundo.

Todo objeto que comunica tiende a ganar la condición de las compañías.  Todo objeto que  interactúa genera relaciones, atracciones, memoria, amor.

En general, la actual cultura de consumo ha fomentado la subjetividad del objeto tanto o más que la objetualidad del objeto. De  ese cruce ha nacido una criatura que he llamado sobjeto en Yo y tú, objetos de lujo. El otro de la relación es un sobjeto y yo también, para el mejor éxito de una interrelación social que tiende cada vez más a ser descomprometida o eventual , incomparablemente más numerosa y menos radical.

Las vending machines del mundo siguen todavía conductas demasiado rudimentarias porque apenas reproducen el toma y daca de la moneda y el género pero existen, desde hace años, diversos programas de ordenador diseñados para atenuar, mediante la interacción con el cliente,  la depresión, la ansiedad o la paranoia. Softwares que, instalados en aparatos callejeros, podrían destinarse a tratar demandas mucho más hondas y complejas. El coche de la ambulancia y su UCI sería, en ese momento, un dispositivo para la asistencia física dentro de un sistema de salud integral en cuyo seno actuarían también las vendings psicológicas para las urgencias propias del espíritu.

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10 de julio de 2006
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¡Están vivos!

Hace seis años, cuando coproduje mi propia obra de teatro, lo más impactante fue ver a mis personajes hablar. Súbitamente, esos entes que hasta entonces vivían sólo en mi cabeza tenían voces y ojos y pelos. Se movían y gritaban y contaban chistes. Aunque sólo existían en los estrechos límites de un escenario, a mí me pareció que lo que sentía en ese momento era lo más cercano posible a creerse Dios.

Hasta ayer, cuando visité el rodaje de la película que prepara Tristán Ulloa basada en mi novela Pudor. Meses antes había recibido el guión escrito por Tristán y ya eso fue impactante. Los personajes que en la novela hablaban en peruano ahora decían “joder, mamá” y “¿habéis comido ya?”. Me daban ganas de decirles: “chicos, nada más llegar a España y ya me están hablando raro ¿dónde están sus carajos y sus chuchas?”.

Y sin embargo, los que leía en el libreto no eran exactamente mis personajes. Al escribir el guión, Tristán los había adoptado, o al menos apadrinado como se hace aquí con los niños del tercer mundo. En el libreto eran algo casi igual a la novela, pero tampoco tanto. Algunas de sus acciones y reacciones variaban, y ni siquiera sus nombres coincidían en todos los casos. Además, el personaje del gato, que en la novela actúa en pie de igualdad con los demás, se había reducido hasta convertirse en un detalle decorativo. Según Tristán, al leer la novela, el departamento de producción había sentenciado: “¿el gato tiene que follar con una gata a plena luz del día en la calle y con todo el equipo de rodaje alrededor?, ese animal se va”. Y se fue.
   
Así que ayer, cuando llegué al rodaje, mi principal duda era si reconocería a los personajes como míos o me resultarían extraños, como cuando ve uno a su ex novia de hace cinco años y se pregunta “¿qué cuernos hacía yo con esta chica?”.

Sólo estaba presente Elvira Mínguez, que hace de la madre de la familia protagónica. La vi deambulando temerosa por los pasillos de un hospital, y creo haberla reconocido. Pero pude ver en el premontaje a los demás. El director me decía “es sólo un premontaje, esto no va a quedar así”. Pero yo no me estaba fijando en detalles técnicos, sino tratando de reconocer a mis niños. Ahí estaba Alfredo conduciendo su coche tras una mala noticia, no por las calles de Lima sino por las de Gijón. Y estaba Sergio, el niño, conversando con un hombre que quizá está muerto. Y Sergio se parece a Harry Potter. Y Alfredo tiene la cara de Nancho Novo.

Yo mismo he pasado a integrar el reparto. Tuve un cameo, pero yo prefiero llamarlo “una escena”. Incluso tuve diálogo. Me costó horas ensayarlo frente al espejo. Tenía que decir “hola”. Aparentemente, tendré una aparición cinematográfica de dos segundos. Pero también creo que es el tipo de escena que se puede perfectamente retirar del montaje final. Ojalá que no. Sería divertido verme ahí, rodeado por mis personajes, todos de carne y hueso, y a la vez, de mentira.

Pero una vez más, no son enteramente mis personajes. Yo creé un mundo y Tristán crea otro. El mío estaba hecho de palabras. El de la película está hecho de mobiliario, utilería, vestuario, actuación, pruebas de luz y un equipo de cincuenta personas por lo menos. Eso le da un extraño ingrediente a todo. En premontaje vi un diálogo terrible por su dureza y su ácido sentido del humor. Me preguntaba: “¿yo escribí eso?”. Era mío, sí, pero a la vez yo era simplemente un espectador.

La sensación que tengo debe ser similar a la de un padre cuando los chicos se van de casa. Ya no dependen de ti. Hacen su vida. Algunos de sus comportamientos te extrañan y otros son los de toda la vida. Pero en cualquier caso, es bonito verlos crecer por sí mismos.

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7 de julio de 2006
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Mi placer culpable

Me gusta la expresión inglesa guilty pleasures, que literalmente puede traducirse como placeres culpables: son aquellos gustos que uno se da a sabiendas de que no conviene que se sepa, para no pecar en público por incorrección política o pretendido mal gusto. Fumar se convierte cada vez más en un placer culpable. (Si seguimos así, de tan culpables terminaremos presos.) Pero también sería un placer culpable oír cierta música pop a la que se tiene por ligera o grasa, como se dice aquí. Y leer libros de autoayuda, o la “literatura” de Coelho. Y ver programas televisivos de juegos, o comedias tontas, o telenovelones. En estos últimos meses mi placer culpable se llama Veronica Mars. Es una serie norteamericana que emite en Sudamérica el canal de cable TNT, y que me pone en apuros cada vez que pretendo contar de qué va. Me remito a las pruebas: Veronica Mars es una estudiante de escuela secundaria, que paralelamente a sus labores académicas se desempeña como… detective. Sí, ya sé: suena a los viejos novelones de Nancy Drew.

El quid de la cuestión no pasa por el concepto, sino por su ejecución. En todo caso Veronica Mars es una Nancy Drew del siglo XXI, con todo lo que ello implica. Vive en un pueblo donde casi todas las figuras de autoridad son corruptas y/o perversas (el gobernador, el alcalde, el jefe de policía, la estrella de cine, el jugador de fútbol famoso) con muy pocas excepciones, entre las que se cuenta Keith Mars, su padre, despedido de su trabajo de policía y metido a detective privado; ni siquiera se salva la madre de Veronica, una alcohólica que no dudó en beberse el dinero reservado para solventar la universidad de su propia hija. La escuela es un microuniverso de violencia y confusión, un antro del peor darwinismo social. Durante una fiesta estudiantil, por ejemplo, Veronica fue drogada y violada. Se salvó de un embarazo pero contrajo una enfermedad venérea. Es que Veronica (interpretada por la encantadora Kristen Bell) podrá ser una chica brillante, pero su vida privada es un desastre. El american way ha recorrido un largo camino…

Veronica Mars es una serie nada complaciente. Para empezar, la cantidad de tramas y subtramas que baraja al mismo tiempo requiere de un espectador muy despierto. Los diálogos también son para no perderse, en especial los intercambios entre Veronica y su compañero de escuela / ex novio / chico malo Logan Echolls: son una mezcla de Raymond Chandler y comedia americana de la época Katherine Hepburn-Cary Grant, resuenan como látigos –y producen el mismo ardor sobre la piel.

No les voy a negar que descubrir que Stephen King la considera su serie favorita me tranquilizó un poco. “¿Cómo puede ser tan buena?”, se preguntaba en una de las columnas que suele escribir para la revista Entertainment Weekly. “No se parece en nada a la vida tal como la conozco, ¡pero no puedo despegar mis ojos de esa maldita cosa!”.

Si no confían en mí, créanle al menos al bueno de Stephen. Podrán pensar lo que quieran de sus libros, pero nadie puede negarle su condición de experto en esto de crear historias que atrapan al público. No por nada el King de los primeros libros fue otro de mis guilty pleasures durante largo tiempo…

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7 de julio de 2006
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LA MUERTE QUE RÍE

Una vez aceptado que el dolor ha perdido casi todo su valor de intercambio, el duelo va perdiendo su liturgia, duración y hasta sentido.

La última convención de Chicago dedicada a los negocios funerarios proporcionó  suficientes elementos para hacerse cargo del nuevo trato con la muerte,  el cambio en su  significación social y en la relación de los deudos con la antigua tragedia del suceso.

La regla en auge del negocio funerario sería esta: si es lamentable la pérdida de un alguien  querido no hay por qué insistir aún  más en la condolencia.  Fin, por tanto, de los funerales lacrimosos, de la mutua ostentación de las penas, del contagio general de infelicidad. Ahora, el difunto, en lugar de seguir mostrándose como un insoportable cadáver, prolonga mediante las tecnologías audiovisuales lo mejor de su existencia alegre y de su memoria animada. Varios recursos se han dispuesto al servicio de esta benéfica finalidad. Uno consiste en hacer pasar en salas adyacentes y durante las horas del velatorio un vídeo temático sobre aficiones y anécdotas del difunto, fotos familiares, hechos profesionales, en el que aparecería rebosante de ilusión. Este vídeo se expendería antes y después de las exequias  al precio de 25 dólares por la FuneralOne, una compañía de reciente creación regida por dos jóvenes, Von Vandenbergh y Joe Joachim, de 38 y  25 años.

Pero aun se anuncia otra importante aportación: la losa que cubre la tumba constituye desde el principio de los tiempos una imponente metáfora de absoluta clausura o conclusión.  Para anular este tremendo efecto negativo sobre quienes desearían acercarse a ella ha surgido la propuesta de empotrar en ella  un monitor de televisión que, a requerimiento del visitante, ofrezca escenas cotidianas del muerto, detalles de sus hobbies y sus juegos, sus frases más célebres y familiares.

De esta manera se pretende lograr que la muerte no lo  mate del todo y, en consecuencia, que el dolor de los vivos no llegue a ser desolador. Se dirá que ha muerto pero sigue expresándose en vídeo. De otra parte, lo característico de la tragedia reside en su determinación, pero propio de la comedia es su equivocidad, el sí pero no, el triunfo de lo simpático sobre lo patético.

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7 de julio de 2006
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¿Qué significa hoy "derechos humanos"?

En la época infame, algún vivillo a sueldo de la dictadura acuñó un eslogan para contrarrestar el reclamo internacional por las víctimas de la represión: Los argentinos somos derechos y humanos, decían banderitas y calcomanías, una frase engañosamente simple, porque dos de sus tres afirmaciones eran falsas. Fueron necesarios muchos años y mucha sangre para que se diese vuelta a la página y nos convirtiésemos en un país en el cual los derechos humanos ya no eran un enunciado de ciencia ficción. Con la convicción de que todo crimen impune compromete el futuro, el gobierno de Kirchner avanza en la búsqueda de justicia por las aberraciones de la dictadura. Muchas causas todavía abiertas han retomado el curso que interrumpieron en su momento los decretos de amnistía: la cobertura diaria de juicios como los que se sustancian al "turco Julián" y al ex comisario Etchecolatz nos recuerda la enormidad de los crímenes que habían quedado impunes. ¿Obligar a un hombre al que le faltaban las piernas a caminar sobre sus muñones, para diversión de todos sus verdugos? Esta es la clase de gente a la que Alfonsín y Menem liberaron de toda responsabilidad, permitiéndoles que caminasen entre nosotros como un ciudadano más.

La tarea está lejos de estar completa. Aun cuando se esperan numerosos juicios en el futuro cercano, está pendiente un dictamen de la Corte Suprema para anular por completo las leyes de amnistía. Por el momento la Corte no puede proceder porque el tema está en manos de una instancia judicial inferior, la Corte de Casación, algunos de cuyos miembros, es evidente, están interesados en frenar este proceso, sentándose encima de la pelota. Y además están los grupúsculos militares que buscan hacer ruido para entorpecer la marcha de la justicia: protestan por los juicios, precisamente ellos que les negaron a sus víctimas toda posibilidad de defensa legal. Y siempre sigue abierta la herida de los bebés que fueron secuestrados, muchos de los cuales viven hoy en la Argentina sin ser conscientes de su verdadera identidad.

  Mientras este proceso de búsqueda de la verdad y de la justicia sigue adelante, con el apoyo de la mayoría de los argentinos, hay otra intuición que toma cada vez más cuerpo en nuestra consciencia. Las noticias parecen de diferente tenor, pero en el fondo apuntan todas en la misma dirección. Chicos muertos en las villas, en crímenes vinculados a la droga que circula cada vez con más facilidad. Ajustes de cuentas por mano propia, asesinando a un adolescente para después prenderle fuego a su cadáver. (En este caso, para más datos, los acusados son gente de las fuerzas de seguridad.) Batallas campales por la ocupación de viviendas para gente de pocos recursos. En el noticiero de ayer, una de las mujeres perjudicadas por esta ocupación lo ponía en blanco sobre negro: “Es una guerra de pobres contra pobres”.

Todos estamos satisfechos con el vuelo que alcanzó la economía en los últimos años. Pero casi todos entendemos, a la vez, que este despegue benefició en especial a cierta parte de la población, que no es precisamente la más necesitada. Días atrás leí una entrevista al actor, dramaturgo y psicólogo Eduardo Pavlovsky en la revista Caras y caretas, en la que mencionaba cifras sobre la cantidad de niños y jóvenes argentinos que sufren algún daño neuronal por falta de alimentación adecuada: no recuerdo las cifras en sí mismas, los números siempre se me escapan, pero eran tan grandes como para sugerir la existencia de otra generación perdida –así como se perdió la generación del 70, por obra de la represión. Violencia política, violencia económica: dos nombres para el mismo proyecto oligárquico.

Lo que quería decir es que vamos entendiendo que la expresión derechos humanos ya no puede limitarse a aquellos crímenes de los 70, por los que seguimos y seguiremos reclamando justicia. Lo que quería decir es que la validación cotidiana de los derechos humanos pasa hoy también por la erradicación del hambre, en el país de la abundancia agroganadera. Lo que quería decir es que nos está cayendo la ficha: esta es la gran batalla aún pendiente, tan necesaria y tan perentoria como la que se viene dando desde la caída de la dictadura. Porque un país en que los pobres se matan por las migajas no es derecho ni humano. Y la mayoría de los argentinos queremos serlo –pero no como los impresentables que agitaban las banderitas en los 70, sino de verdad.

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6 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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