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EL VASO VACÍO

Escribe Azorín en su libro Castilla: "Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso".

No puede calificarse a la cita de eminente pero da ocasión para pensar. Da a pensar la misma imperfección de su pretendida perfección literaria. El recuerdo, sugiere Azorín, es la fragancia del vaso pero ¿qué correspondería entonces al ser del vaso? ¿Dónde dibujar sus contornos? ¿Cómo no considerar -ya en el pasado-  la vanidad de la distinción entre memoria y realidad? El recuerdo parece a menudo comportarse como un residuo de lo vivido y de este modo su asimilación al aroma del perfume evaporado reitera la metáfora más inmediata. Puede, sin embargo, inducir a pensar que la fragancia resulta serlo únicamente después de efectuada la evaporación y no se gozará de ella sino en la completa ausencia de su sostén. El recuerdo se asienta así en el vacío. O bien: sólo el vacío puede ofrecer un consuelo de calidad tan fina.

Azorín fue una personalidad prematuramente anciana. Y no con el propósito de morirse a continuación sino para estacionarse en este andén de plata que, al cabo, le preservó de la muerte hasta después de cumplir los noventa años. 

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7 de agosto de 2006
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Estampa

Las imágenes de los bañistas canarios que se lanzan en auxilio de un grupo de subsaharianos recién llegados en un cayuco desfondado, el montón de cuerpos vencidos que se derrama sobre la playa de arenas oscuras, negro sobre negro, me parecen extraordinarias, inmensas.

No creo yo que nunca se haya visto nada semejante, bien al contrario, lo habitual es que los nativos reciban a los intrusos con la escopeta cargada y los perros tirando de la traílla. Basta pensar en la frontera sureña de los EE UU. ¿Cabe imaginar una acogida semejante a las familias mejicanas que cruzan el Río Grande y llegan agotadas, moribundas, desorientadas, a los pueblos del interior?

Tradicionalmente, el inmigrante siempre es mal recibido, despreciado, no pocas veces odiado. Los españoles en Alemania, los alemanes en Polonia (sí, cientos de miles), los polacos en Rusia, los rusos en París… Pero si además el inmigrante pertenece a otro mundo, chinos de San Francisco, rastas caribeños de Londres, senegaleses de París, el rechazo es más vivo y amenazador.

Sin embargo, a los bañistas de Canarias se les ve realmente conmovidos y acogen a los desdichados con lo que sólo puede calificarse de amor: los toman en sus brazos, les dan sombra y agua, los confortan. Me pareció advertir, incluso, que algunos les hablaban al oído para sosegarles, como dándoles a entender que “lo peor de la muerte ya ha pasado”, según afirma el profeta, aunque evidentemente aquellos pobres muchachos no podían entender ni una sola palabra y a duras penas comprenderían qué es lo que estaba sucediendo, pues no sabían ni siquiera a qué costa habían arribado.

Supongo que muchos nos vimos transportados en espíritu a Gritos y susurros, la maravillosa obra maestra de Bergman. Como en la película, es la Caridad la que mece en sus brazos al agonizante hasta dormirlo, mientras las hermanas mundanas abandonan a la madre moribunda porque tienen asuntos urgentes que resolver, comprar un abanico, verse con el amante. Escena tremenda, oscuramente ligada al más profundo temor de todo ser humano. Ese temblor con el que los condenados agarran la mano más próxima antes de hundirse en la nada.

¡Qué distinta escena, por cierto, la del encuentro entre Ulises y Nausicaa! También sucede en la playa, también el náufrago parece muerto y las muchachas acuden para auxiliarle, también acaba en brazos de su salvadora, también será el amor lo que una al desdichado y la princesa, pero este es el mundo joven y solar de los hijos de Helena. Nuestra escena, en cambio, es vieja, es bíblica, un mundo enteramente otro, mundo lunar a pesar del sol abrasador de las Canarias, más cercano a Samaria que a Ítaca.

He podido ver esas imágenes cuatro o cinco veces. A partir de la tercera, trataba yo de constatar a toda velocidad, en pocos segundos, algo que me intrigó al principio, pero no estoy seguro de haberlo comprobado. ¿No son sólo mujeres quienes cogen en sus brazos a los desesperados? Naturalmente hay hombres que se agitan arriba y abajo con el agua, las toallas, algo de ropa, un poco de comida, afanándose generosamente, pero ¿acaso no están todos los agonizantes en brazos de mujeres?

Los cuerpos blancos, carnosos, cuerpos de mujeres maduras, casi desnudas, sostienen en sus brazos a unos jóvenes negros de piel metálica, delgadísimos, de miembros filiformes, surreales. He aquí una renovación inesperada de la escena capital del cristianismo, la Pietá. Ahora María es una bañista en topless y Jesucristo un senegalés medio muerto de fatiga.

Se prestaría al kitsch, al chiste sórdido, a la vileza televisiva, si no fuera porque ambas estampas, la clásica y la moderna, simbolizan lo mismo, exactamente lo mismo: una madre, su hijo, y la muerte (esos trapos manchados de sangre que flotan en la orilla junto al cayuco) agarrándole al hombre por la nuca con sus dedos de hueso.

Para mi asombro, ésta es la única fotografía que he encontrado en la red, en donde una mujer auxilia a uno de los subsaharianos llegados a la playa canaria. Pertenece a El Periódico de Cataluña. Todas las demás son de hombres y autoridades.

Inmigrante

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7 de agosto de 2006
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Los crímenes de la virtud

L. M. R. tiene 19 años, pero la inteligencia de un niño de ocho. Hace alrededor de cuatro meses un tío la violó, a resultas de lo cual quedó embarazada. Quizás porque su familia es demasiado humilde para reunir los pocos pesos que requiere un aborto clandestino, o quizás porque su madre quiso hacer las cosas por las buenas –la ley amparaba a su hija en este predicamento, por lo menos en la teoría-, la mujer llevó a la muchacha a un hospital estatal. La intervención estaba a punto de practicarse, cuando una fiscal metió baza e impidió la terminación del embarazo. Entonces el caso tomó estado público. El trance al que L. M. R. estaba sometida, por el ataque original de una persona en quien confiaba y ahora por el revés que le propinaba la Justicia –un poder en el que también confiaba-, empezó a ocupar gran espacio en los noticieros y en las primeras planas. La Argentina es un país que todavía penaliza el aborto, pero que en casos como el de L. M. R. justifica y por ende permite su realización. A partir de ahora debería aclararse: no siempre –aun cuando la letra de la ley lo establezca con claridad.

El escándalo ayudó a que la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires se moviese con celeridad. Les llevó poco tiempo rebatir la iniciativa de la fiscal (que a esa altura se lavaba las manos diciendo que nunca se había enterado de que L. M. R. era discapacitada, lo cual, en todo caso, certificaba que había hecho muy mal su trabajo), aunque con dictamen dividido: seis jueces votaron a favor de permitir el aborto, en contra de otros tres –uno de los cuales se permitió sugerir en su dictamen que era necesario solicitar el permiso del violador, en su carácter de padre de la criatura nonata. ¿Escucharon alguna vez disparate semejante? ¿Desde cuándo apropiarme por la fuerza de algo que no me pertenece me concede automáticos derechos sobre el botín? (Me refiero a casos de derecho individual, dado que nos consta que en materia de naciones agresoras la violencia da derechos, como se nos informa a diario, tristemente.)

Pero las autoproclamadas “fuerzas defensoras de la vida” no se dieron por vencidas ni siquiera ante la Corte Suprema. Entre otras iniciativas, se encargaron de llegar hasta los médicos que debían realizar el aborto, amenazándolos con querellas criminales en caso de proceder. A pesar de que la ley establece claramente que este aborto no sería un crimen, la presión surtió efecto: el miércoles por la tarde los médicos anunciaron que la intervención no se realizaría, aduciendo que el embarazo ya estaba demasiado avanzado. A nadie le importa que no hubiese estado demasiado avanzado cuando la madre de L. M. R. reclamó su derecho en un hospital estatal. Nadie se hace cargo del mal que el Poder Judicial le está haciendo ahora, al violarla por segunda vez.

  Dentro de algunos años, los “defensores de la vida” seguirán brindando con champagne por su triunfo, mientras la criatura concebida por L. M. R. vive su vida de penurias, acompañada por una madre que más que madre será hermana menor y criada por quién sabe quienes, puesto que su abuela y su tía trabajan doble turno para conseguirles algo de comer. Es posible que esta criatura no sufra un retraso de origen genético como el de su madre carnal, pero nada indica que no vaya a sufrir daño neurológico como el que tantos niños sufren hoy en este país, por falta de alimentación adecuada. Y aún en el caso de que se les concedan cuidados excepcionales (el Ministro de Salud de la Nación calificó todo el asunto como “una tragedia institucional”), lo que nadie podrá impedir es que de aquí en más las mujeres violadas y embarazadas se nieguen a acudir a un hospital público: confiarán, más bien, en el aborto clandestino al que accederán si logran reunir 300 pesos –unos 70 euros- o bien en el viejo recurso de la aguja de tejer. Lo cual implica que es más que probable que estas víctimas vuelvan a victimizarse al sufrir infecciones, quedar estériles o simplemente morir, tan sólo para satisfacer la noción de virtud de algunos pocos –poderosos, pero pocos- que no quieren entender que la virtud impiadosa, tal como la definió Sandra Russo en una columna del diario Página 12, es un contrasentido. Aunque nadie vaya a buscarlos cuando esto ocurra (ningún medio informa nada cuando una pobrecita muere desangrada), estos “virtuosos” son para mí, sin duda alguna, los verdaderos criminales de esta historia.

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4 de agosto de 2006
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ENTRE MUJERES

El último penal que visito es la cárcel de mujeres de Chorrillos. Conforme me acerco al auditorio en que haré la presentación, mi audiencia va llegando. Supongo que es el sueño de todo hombre: un público de casi cien mujeres. Sólo que todas son presas por terrorismo. Eso impone.

Después de Castro Castro y Piedras Gordas, esperaba una recepción similar. Los presos de Sendero Luminoso, especialmente los dirigentes importantes, suelen actuar altivamente, desconfiar de mi lectura ideológica y dirigirme largos discursos sobre su posición política respecto a cada tema que mencione. Me sorprende constatar que, por el contrario, ellas me saludan con un beso y muestran genuino interés por escuchar. Imagino que el sólo hecho de ser el único hombre ahí ya crea un clima de simpatía automático, pero también me parece que las mujeres suelen ser así en todas partes: se toman a sí mismas menos en serio que nosotros.

Una de las internas me resulta familiar. Estoy seguro de haberla visto antes. Sólo cuando se acerca la reconozco: es Elena Iparraguirre, número 2 de Sendero Luminoso y novia de Abimael Guzmán.

-El doctor Guzmán ha leído su novela –me dice.

-¿En serio? –no sé qué decir-. ¿Y le gustó?

-Agradece que sea la primera vez que se habla de nosotros sin insultarnos. Pero le parece una novela demasiado neutral. Él considera que es necesario definirse, tomar posición.

-Fíjese. Lo mismo dicen los policías. Y hasta algún crítico.

Muchos policías me han hablado del miedo cerval que les inspiraba Elena Iparraguirre. En verdad, emana una intensa aura de poder entre sus compañeras. Y se hace notar. Cada cierto rato, participa en mi charla, haciendo apuntes sobre el sentido social en Balzac y otros autores. Es una persona culta y ahí entre las demás, de alguna manera tiene un aire de abeja reina. Al final, cuando me siento para tener una conversación informal, Iparraguirre no se mueve un milímetro, pero todas las demás se desplazan hasta formar un círculo a nuestro alrededor, dejándonos frente a frente.

Sin embargo, ni ella ni las demás son nada agresivas esta mañana. De hecho, la audiencia de Chorrillos resulta la más grata de las que he tenido en las prisiones. Cuando les explico que discrepo con ellas, no se empeñan en comenzar áridas discusiones ideológicas. Quieren saber de literatura, de cómo se escribe una novela, de si es fácil publicar. Quieren hablar de cine. Les pregunto si han visto la película que hizo John Malkovich basada en la historia de Maritza Garrido Lecca. Maritza no la ha visto. Las que sí, opinan que es una película horrible.

También hablan de sí mismas. Voy comprendiendo que hay un factor importante que las hace más flexibles: tienen hijos. Y esos hijos crecen allá afuera, en un mundo que las odia. Eso las obliga a tener una mayor conciencia del exterior. Otro elemento es que a menudo, el estado las ha tratado peor. Los presos varones, por ejemplo, tienen derecho a visitas íntimas de sus parejas. Ellas, no.

Mientras salimos, le cuento mis impresiones a mi amigo Carlos:

-Cuando llegaron a la cárcel no eran así –me comenta-. Eran como asexuadas, rígidas. No les importaba ser femeninas, lo consideraban burgués o algo así. Recuerdo el primer Año Nuevo en que se pintaron y empezaron a relajarse un poco. Parece una tontería pero fue un gran cambio en ellas. Aprendieron a sonreír.

-¿Y no se puede hacer eso con los hombres también?

-Eso estamos haciendo con todos, también con presos comunes. En noviembre, montaremos una exposición con sus trabajos de pintura y escultura, y hemos organizado un concurso de poesía entre cárceles. Las autoridades también han aceptado un ciclo de cine francés, y estamos haciendo cursos de ese idioma que reconoce la Alianza Francesa. Algunos de los liberados ya son profesores de ese idioma.

-Así se reintegran más fácilmente.

-A los presos, especialmente a los subversivos, hay que acercarles el mundo, porque ya no lo reconocen. Con frecuencia, no son conscientes de que su propio lenguaje ha dejado de ser inteligible allá afuera. Pero cuando leen y estudian más, comprenden que el universo es más grande que sus viejas consignas.

Antes de irme, vuelvo a cruzarme con Elena Iparraguirre. Al despedirse, me confiesa que está escribiendo una novela. El tema es político, me dice. Y no me sorprende.

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4 de agosto de 2006
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EL SOL COMO PROYECTO

A falta de proyectos colectivos tenemos, ahora, el tremendo calor. Cuesta trabajo explicar cómo los líderes no hacen más énfasis en el actual estado climatológico español, o súper español puesto que su escala nos acerca a otras muchas naciones que forman parte del mismo cocido ambiental.

Lo natural casi nunca tuvo mayor prestigio que lo cultural, pero estos últimos tiempos biodegradables han conferido eminencia a los asuntos de la Naturaleza. En consecuencia, ya que no logramos, por ejemplo, que Europa ilusionara a los europeos ni su Constitución consiguiera más que embarrancar ¿por qué no disfrutar la solidaridad y el tufo de la colectividad asediada por las furiosas temperaturas?

No hay mejor manera de conquistar la comunidad que el acoso externo y pocas oportunidades más rotundas para vernos fundidos que la plúmbea oleada de bochorno sin piedad.

Los medios de comunicación, los políticos, los arúspices, los sacerdotes pueden estar desaprovechando una redonda ocasión de oro para rescatar la idea de Humanidad, de nación, de época.

Gracias al terrible calor hallamos un enemigo de suficiente escala para retarnos a la batalla. Y más allá de la batalla contra el ominoso sofoco,  más allá de la victoria contra este cerco graso nos espera un espacio liso y fresco,  propicio para el beso, compatible con el abrazo cuerpo a cuerpo, pleno de una esperanza tan anhelada como una brisa infinita y transparente como el tiempo futuro que todavía, jornada tras jornada, no vemos amanecer.

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4 de agosto de 2006
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¿Sólo una guerra?

Superadas por las del Líbano, las matanzas de Irak van llegando cada vez con menos apremio hasta el público rico. Si no van por encima de los cuarenta muertos, ya no interesan. Se está cumpliendo el anuncio de los expertos: las guerras ya no tienen final, pero su permanencia en los medios es limitada. Quizás lo comprobemos en el actual enfrentamiento entre Israel y las milicias teocráticas del sur del Líbano. También esta guerra puede petrificarse.

Quien sólo lea periódicos españoles puede creer que la guerra de Irak la declaró Aznar, pero que luego le puso remedio Zapatero. O que Zapatero traicionó al ejército español y a su tarea humanitaria. La inteligencia estrechísima, sectaria, clientelar, que comparten los políticos y periodistas españoles sólo sabe distinguir entre paraísos e infiernos, como en tiempos del nacional catolicismo y su complemento estalinista. O eres de los míos, o mal rayo te parta.

La guerra de Irak, si uno escapa al cainismo español, es más interesante. Como ya sucedió en Vietnam con el uso de helicópteros, se está desarrollando en Irak un tipo de guerra que seguramente será la que domine durante el siglo XXI. Ignoramos qué países se verán libres de ella porque puede suceder, como en el siglo XIV, que afecte a todo el mundo. Una Guerra Mundial, pero no entre naciones, sino en el interior de las naciones, y sin declarar. Algo así como una guerra civil generalizada.

El modelo de guerra territorial a partir de un enfrentamiento entre naciones-estado, con vencedores y vencidos, un pacto final, y la reconstrucción activa de los territorios resultantes, forma parte del pasado. Las nuevas guerras enfrentan a las poblaciones internas de una nación y no tienen límite temporal.

Su fraccionamiento puede utilizar cualquier excusa, o cualquier “narrativa” como gustan de decir ahora los anglosajones. Los contendientes pueden identificarse por la religión, la etnia, la lengua, los usos familiares, la cocina, las costumbres mercantiles, el pantalón o la falda, o cualquiera de los mil matices que pueden establecerse entre humanos fundamentalmente iguales. Estas diferencias narcisistas servirán para separar territorios en donde una minoría aspira a dominar la totalidad del flujo económico.

Según un especialista en temas bélicos absolutamente imparcial, el general Rupert Smith (The utility of force), ese fue el error de Bush/Blair: creer que estaban iniciando un conflicto convencional. En su opinión, Irak está condenado a convertirse en una posmoderna nación sin estado, como Somalia, en manos de caudillos feudales armados. Los ejércitos invasores están ahora obligados a permanecer en territorio irakí porque su retirada globalizaría el conflicto a toda la zona. Irán, Siria y Turquía se lanzarían sobre el petróleo como vampiros en un banco de sangre. Algo que también sucede en Kosovo, por cierto, donde las fuerzas internacionales nunca saldrán de allí.

Puede darse por supuesto que estas guerras de tribus, clanes, etnias, feudos o sencillamente clientelas y mafias, es cosa de África, de Oriente Medio y del Tercer Mundo. Sin embargo, la explosión de Yugoslavia, que a punto estuvo de caer en el modelo de guerra ilimitada y sólo lo evitó la estupidez de Milosevic y señora, dos auténticos botarates que todo el mundo quería quitar de en medio, nos indica que puede haber nuevos casos de guerra en Europa, por muy lejana que aparezca la posibilidad.

Lo cual debería inclinar a la prudencia en un territorio secularmente dado a las guerras entre oligarquías centrales y periféricas, todas ellas caciquiles y asilvestradas. En lugar de la prudencia, sin embargo, los capos españoles parecen cada vez más animados a darse de cuchilladas mientras declaman luchar por la paz y la democracia.

La estupidez, componente genético de este país, consiste en hacer todo el daño posible al enemigo, infligiendo al mismo tiempo el máximo daño posible a uno mismo.

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4 de agosto de 2006
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El rey Midas

Los presos siempre tienen temperamentos relacionados con sus especialidades. Los de terrorismo, por ejemplo, son graves, dialécticos y monacales. Los presos comunes son bullangueros y tienen más problemas de disciplina. Pero sin duda, de todo mi tour carcelario, los únicos realmente divertidos son los narco.

Los narco no delinquen por necesidad ni por ideología, sino por gula. Lo suyo es amasar más dinero y más poder más rápido. Pero, al menos los que voy conociendo, tienen un sentido lúdico especial. Eso los convierte en tipos prepotentes, pero también cínicos y llenos de sentido del humor. Como los mafiosos de las películas de Scorsese, pero en versión autóctona. Provenientes de un mundo sin ley, han decidido reemplazar el orden de la vida por un juego de video. Etapa 1: puedes ganar siempre pero también, quizá, un día pierdes y te capturan. Etapa 2: puedes regatear condenas denunciando a tus cómplices a la ley, pero entonces tus cómplices te querrán matar. Etapa 3: vuelves a empezar o te matan. El juego no tiene botón off.

El más simpático que conocí se llama, digamos, Wellington. Y es una de las estrellas de la prisión. En su pabellón, la mayoría de internos comparten celda, pero él tiene dos para él solo. Tumbó la pared de en medio para hacerse un saloncito-comedor. Dispone de baño privado. Para dar sensación de amplitud, enchapó enteramente las paredes con espejos, y colgó un par de guitarras. Tiene equipo de música, video, cable y minibar. Por supuesto, tiene contratado como guardaespaldas a otro preso del pabellón.   

-¿Qué condena tienes? –le pregunto.

-Cadena perpetua.

-¿Con cuánto te cogieron? –le pregunto.

-Siete kilos.

-No te dan perpetua por siete kilos.

-No me la dieron por los que me encontraron, sino por los que me adivinaron.

Y se muere de risa.

A Wellington le gusta llamar la atención. Cuando va al tribunal, se arregla, más bien se emperifolla: lleva zapatos dorados, pantalones blancos, camisas de seda y chaquetas de lentejuelas. Una vez asistió con una estola. Todo el mundo cree que es gay, pero él se siente un incomprendido:

-Lo que pasa es que soy el único narco con buen gusto –argumenta.

Además, es histriónico y ampuloso. Le gusta recitar largas peroratas ante el jurado. En una de ellas, despachó un muy largo discurso sobre su precaria situación. Les contó de qué modo había sido aislado y sometido a inhumanas vejaciones. Narró cuánto había sufrido de soledad e inanición afectiva. Dramatizó los temibles efectos de la incomunicación total, sufrió por su falta de contacto humano…

-De repente, en medio de todo ese rollo, empieza a sonar mi teléfono, carajo. Nuevito era, me lo acababan de dar en la celda y me lo había olvidado en mi bolsillo. Conseguí apagarlo disimuladamente pero ¿Sabes quién me pilló? La mecanógrafa, la típica vieja que nunca levanta la cara de la máquina de escribir, justo entonces miró. ¡Vieja de mierda!

Wellington tiene unas diez mil anécdotas como esa, de otras tantas audiencias, apelaciones y sentencias, cada una más graciosa que la otra. Es posible que nunca abandone esa jaula de oro en la que vive, la celda del rey Midas. Pero no parece preocuparle. Él escogió ese juego, y está dispuesto a disfrutarlo en todas sus etapas.

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3 de agosto de 2006
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Un hijo del cine

Ayer por la noche me topé con Dennis Quaid en esos reportajes del Actor’s Studio conducidos por el melifluo James Lipton. El entrevistador le preguntó al protagonista de The Big Easy y The Right Stuff si el cine lo había marcado cuando era pequeño; Quaid respondió que sí, que salía de las salas creyéndose Gary Cooper o John Wayne. La respuesta generó mi empatía (yo salía creyéndome James Bond, o Tarzán, o Django) y me puso a pensar en todas las cosas que el cine me había enseñado. La mayor parte de nosotros obtuvo gran parte de sus ideas del cine, mucho más que de la literatura.

La noción original de lo que entraña la fe la saqué más del cine que de las clases de catequesis: lo aprendí todo con Los diez mandamientos, Rey de reyes y demás exponentes del cine bíblico-evangélico. (La película que más me gustaba era Ben Hur, porque estaba armada sobre un setenta por ciento de aventura –esa carrera de cuadrigas sigue siendo impresionante aún hoy-, un veinticinco por ciento de melodrama familiar –que también me puede- y un módico cinco por ciento de religión: la combinación perfecta.)

También aprendí toneladas de historia. Mis primeras nociones sobre la Edad Media (uno de mis tópicos favoritos), Napoleón, la Guerra Civil Española y por supuesto la Edad Clásica, me las dio el cine. En la escuela primaria me llevaban a ver películas sobre la historia nacional: El Santo de la Espada, Bajo el signo de la patria… El ABC de la mitología también me llegó por esa vía: Hércules, Jasón y el Vellocino de Oro, Teseo y el Minotauro, el argumento de La Ilíada tal como lo traducía una película llamada Helena de Troya (durante una batalla se veía un avión en el cielo) y los pormenores de La Odisea condensados en el Ulises interpretado por Kirk Douglas. (No he vuelto a ver ese filme desde mi infancia; me encantaría encontrármelo otra vez.) Con el tiempo comprendí que muchos de esos relatos perpetuaban visiones sesgadas, como el retrato sobre los indígenas que suelen presentar los westerns. (Aunque algunas de esas películas viejas sugieren interpretaciones interesantes, vistas desde el hoy; más sobre este asunto más adelante.)

¿Y qué decir respecto del amor? La inmensa mayoría de nuestras nociones al respecto derivan de lo que vimos en el cine. Aunque más no sea de manera inconsciente, cuando nos lanzamos a seducir estamos interpretando el modelo cinematográfico que preferimos, o que nos parece más adecuado a la situación: el Bogart de Casablanca, el hombre sensible y atormentado que tan bien le sale a Montgomery Clift en De aquí a la eternidad (Clift era el favorito de mi madre), el macho salvaje que constituía la especialidad de Marlon Brando, el loser con sentido del humor que tanto rédito le dio a Woody Allen y Tom Hanks… El cine definió nuestros objetos del deseo. (Marilyn, la Rita Hayworth de Gilda, Ava Gardner en 55 días en Pekín, Beatrice Dalle en Betty Blue.) El cine nos enseñó cómo se sufre por amor. Y los extremos a que uno llega llevado por la pasión. (Deberíamos, a fuer de ser exhaustivos, incluir además las ventajas educativas del cine porno. Estoy seguro de que le ha enseñado a muchos de qué iba toda esa cuestión tan misteriosa y obsesionante del sexo.)

El cine me enseñó a temer. (Aunque suene raro, mi película de miedo favorita es Marcelino pan y vino; para mí, ese Cristo de madera que pedía agua y que terminaba matando a mi casi homónimo era un monstruo más escalofriante que Frankenstein o Drácula.) El cine me enseñó a sentir. (Recuerdo, por ejemplo, haber llorado desde el Centro hasta Caballito después de haber visto El hombre elefante.) El cine me enseñó a vibrar con la música. (Y a probar suerte con el baile cuando nadie me ve.) Estoy seguro de que le debo buena parte de lo que soy –hasta mi nombre, sin ir más lejos.

Ayer mismo por la tarde me crucé en la TV con The Robe (El manto sagrado, se llamó aquí), aquella vieja película con Richard Burton. Era una de las favoritas de mi madre, lo recuerdo bien; se aseguró de que la viésemos juntos cuando yo era niño. Cuenta la historia de un tribuno romano que, después de colaborar como parte de su deber militar con la crucifixión de Jesús, se convierte a la nueva fe y termina por ello enfrentado al Imperio, representado después de Tiberio por el infame Calígula. (¿Un emperador entre infantil y psicópata, que ordena el exterminio de una minoría que sólo reclama su derecho a existir? Hace ya algún tiempo que no logro ver películas sobre el Imperio Romano que no me hagan pensar en los USA de estos tiempos.) El nombre del tribuno, ese hombre cruel y orgulloso que termina jugándose por la piedad y la igualdad entre los hombres, es Marcelo. A esta altura ignoro si mi madre me lo dijo alguna vez o si tan sólo lo intuyo, pero estoy convencido de que le debo mi nombre. Lo que sí me consta es que mi hermana se llama Flavia por la princesa rubia de El prisionero de Zenda.

Para bien o mal, el cine me hizo lo que soy.

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3 de agosto de 2006
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ESPAÑOLES QUE NO VERANEAN

Casi la mitad de las familias españolas no puede irse una semana de vacaciones, dice el Instituto Nacional de Estadística (INE) a través de un estudio de 2004. Cuarenta años antes los estudios sociológicos de FOESSA decían prácticamente lo mismo refiriéndose a los madrileños, siendo los madrileños, casi por antonomasia,quienes viajaban a sus múltiples pueblos de origen o a Benidorm.

¿Tan poco ha cambiado la situación veraniega de los españoles?

Muy a menudo los analistas de la sociedad se flipan con los cambios. Realmente, sin cambios desaparecerían buena parte de las profesiones y especialmente las que tienen por objeto lo social. El factor de cambio desempeña una función tan principal que cuanto más se enfatiza mayor atención convoca y más noticia siembra. De este modo se explica la tendencia a agigantar las variaciones e incluso a anticipar el cumplimiento de  hechos a partir de ínfimos indicios.

Que no pueda veranear un 44% de los españoles constituye una tremenda y extraña sorpresa. ¿No veraneaba ya todo el mundo? ¿Cómo encajar esta formidable masa de gente en la predicción de 46,45 millones de viajes para el mes de agosto, de acuerdo a la DGT?

¿Son viajes fantasmas? ¿Viajes en los que se incluye los paseos por el interior de los domicilios,los itinerarios del trabajo o los caminos que van y vienen al bar o al supermercado?

De España poseemos una precaria visión, cuando no una idea aberrada por los inciertos estudios que se publican. Se da por real, según unos sondeos, la desarticulación de la familia extensa y tradicional pero basta salir de Madrid para comprobar que las cenas, los viajes, las partidas de cartas, las conversaciones telefónicas se desarrollan asiduamente entre cuñados, primos, padres y hermanos. Se tiene por cierto que los jóvenes se han liberado de prejuicios morales y sexuales pero basta acercarse a Valladolid o Segovia para comprobar más allá del limitado turbión nocturno, costumbres y normas que repiten los  códigos de inviernos o de veranos que se suponían perdidos o sólo útiles para la publicidad de la ONCE.

El pasado, en fin, es muy pesado.No se deshace fácilmente ni se vela tan pronto. Le cuesta tanto desvestirse y solearse como ahora presentan con notable desaliento las recientes cifras del INE.

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3 de agosto de 2006
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Como bola de billar

Aunque no he leído su libro, debo decir que Ildefonso Falcones me parece un tipo cabal. Puede parecer modesto, pero no lo es, no hay que confundir la objetividad, el realismo, la lucidez, con la modestia. A fin de cuentas, no hace otra cosa que reconocer que esta vez le ha tocado a él, pero lo admite con más curiosidad que orgullo, poniéndole un signo interrogante y no de admiración. Desde el mes de abril, ya ha vendido trescientos mil ejemplares de su novela La catedral del mar y el primer sorprendido ha sido él. Ayer le entrevistaban en La Vanguardia.

Según puede leerse en las respuestas, a la vista del éxito, en lugar de considerarse Cervantes, el bueno de Ildefonso comenzó a hacerse preguntas (las imaginamos: ¿por qué yo?, ¿por qué este libro precisamente?) y el deseo de saber fue más fuerte que su vanidad. Acudió a los editores, escritores y críticos, aquellos a los que ingenuamente considera “expertos” en esta materia rara, la literatura, para averiguar la causa del fenómeno: “Yo he preguntado por escrito a quienes saben o deberían saber de esto de las novelas que me digan dónde he acertado y por qué he tenido éxito, porque yo todavía no lo sé”.

Creo que seguirá sin saberlo, pero en todo caso, su reacción es admirable. ¡Ojalá ésta hubiera sido la actitud de García Márquez, de Saramago, de Houllebecq, de todos los que han vendido cientos de miles de ejemplares sin habérselo propuesto! A lo mejor ahora sabríamos algo más acerca del éxito, o mejor aún, acerca de las relaciones entre el éxito y la calidad artística. Sin embargo, la carne es flaca y  aquellos que tienen éxito creen merecerlo. Por lo tanto, no necesitan explicaciones. Más bien, les sobran las explicaciones. Y ahí queda todo. Luego vienen los sociólogos y tratan de tranquilizar a los inquietos. Nadie sin embargo ha podido dar razones convincentes de por qué algunos éxitos caen sobre muy buenas novelas y otros sobre detestables basuras.

Sucede lo mismo con los millonarios: creen haber ganado el trillón gracias a su talento, pero es un espejismo. Lo comentaba Galbraith con mucha gracia en A short history of financial euphoria: la mayoría de la gente cree que aquellos que se enriquecen son personas dotadas de una inteligencia excepcional. En realidad (Gil y Gil, De la Rosa, Ruiz Mateos, Conde) son delincuentes con suerte… hasta que se les acaba. O bien déspotas más o menos sanguinarios (el presidente Marcos, Mobutu, los jeques árabes)… hasta que los asesinan o exilian a Suiza. Hay una mínima parte que se enriquece porque fue el primero en llegar, como Bill Gates. Y otra parte minúscula que es la auténticamente rica: la de los que heredan, como Rockefeller.

Lo mismo sucede con los escritores. Unos pocos tienen éxito porque son los primeros en llegar a un tipo de narración novedosa (Richardson), otros porque heredan de un gran escritor un estilo y lo despilfarran (Wolfe, heredero de Balzac), finalmente, la mayoría: los que sencillamente tienen suerte sin necesidad de delinquir.

Como la lotería, el éxito literario es algo inexplicable, aunque comprensible. La literatura no es un asunto tan serio como el fútbol, en donde el éxito responde a causas razonables y es infrecuente que un futbolista cojo llegue a la cima. El fútbol, como casi todos los deportes, trabaja sobre un terreno solvente, bien asentado, y por eso fascina a las masas a pesar de la corrupción y el dopaje y la barbarie. Si el éxito artístico respondiera a causas razonables se podría planificar y producir industrialmente, pero no, los editores de best-sellers tienen tantos fracasos como los editores “literarios”. Y está plagado de analfabetos que han alcanzado sonoros éxitos literarios.

Obsérvese que así como los deportistas han de disimular que se inflan a drogas, que participan en orgías caligulescas, o que beben como esponjas, los literatos y artistas en general, justamente por trabajar en un terreno desprovisto de toda seriedad, no sólo no lo disimulan sino que se vanaglorian de ello. Pobre gente.

La gracia del éxito literario es que responde a la más cómica de las divinidades, la Fortuna, a la cual, en efecto, “pintan calva” porque no se la puede coger “por los pelos” una vez ha pasado la ocasión.

Ildefonso Falcones cuenta que su novela se gestó en un curso de la escuela de escritura del Ateneo de Barcelona, no te quiero ni decir. Uno de sus profesores, Pau Pérez, le ayudó a “pulir y dar esplendor” al texto. ¡Simpático Ildefonso! ¡Se advierte que es abogado! ¡Qué contraste con esos petulantes que ni siquiera admiten haber comprado a un negro para sus memorias de locutor, de cocinero, de promiscua, de presentadora, de diputado!

De paso, la novela de Ildefonso ilustra sobre un dato histórico muy relevante para los obsesos de la identidad catalana: la Inquisición (¿española?) se fundó en Barcelona. Eso sí, en catalán. Bueno, en occitano. Mira tú que calladito lo tenían. ¿Le pondrán una calle, como a Sabino Arana?

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Para calmar la curiosidad popular: viven los cinco. En esta borrosa imagen puede verse a tres de ellos muy pendientes de mi desayuno. 

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3 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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