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El retorno del hombre sin cabeza

Ayer volví a verlo en TV por enésima vez, y me pregunté si la imagen no produciría pesadillas a los niños. Para los adultos se trata de una escena habitual en la Argentina, el detenido a quien se traslada de la cárcel al juzgado o viceversa, con las manos esposadas a la espalda y la cara cubierta por una chaqueta o un pullover. Pero para los niños -si es que los niños siguen pareciéndose en algo al niño que yo fui-, la visión de un hombre sin cabeza es aterradora. Ayer Martín Ríos, de 27 años, fue trasladado de un sitio a otro con una chaqueta abrochada hasta el cuello –por encima de la cual no existía cabeza alguna.

Ríos está acusado de haber enloquecido en plena calle y disparado a mansalva a los transeúntes, hiriendo a varios y matando a un joven; según parece, no es la primera vez que estallaba en un frenesí de disparos (se sabe de una balacera contra un ómnibus, y de otra contra los cristales de una confitería llena de gente), pero esta fue la primera vez que el estallido culminó con un muerto. Por lo general solemos asociar estos crímenes de naturaleza freak con los Estados Unidos, o con cualquier otro país donde la abundancia pueda transformarse en anomia. Pero se ve que ya no sólo importamos películas, ropa, Barbies y maquinaria: ahora en la Argentina también importamos crímenes.

El reflejo más obvio sería el buscar la tranquilidad, pretendiendo que el caso de Ríos –de resultar culpable- es tan sólo una excepción a la regla, el exabrupto de un loquito. Pero todos sabemos que un “loquito”, aun cuando esté clínicamente certificado como tal, es además una manifestación del grupo social al que pertenece. Siempre recuerdo que en ocasión del estreno de Pixote, aquella estremecedora película de Héctor Babenco, escuché al abandonar la sala que una señora decía: “¡Qué barbaridad, las cosas que ocurren en Brasil!” Estuve a un tris de explicarle a la señora que esas “cosas” –los niños que crecen en el abandono y la miseria y por ende caen en la droga, en el delito- ocurrían a tan sólo minutos de donde estábamos, y quizás a la vuelta de la esquina. Pero callé, y esa noche la señora debe haber dormido sin sobresaltos, arropada por su negación. Me pregunto si desde aquel entonces habrá sido asaltada en la calle por alguna de esas “cosas” bárbaras que tan sólo ocurren en Brasil. La verdad puede tardar, pero siempre encuentra alguna forma de arañarnos la piel.

Hasta que saltó a la notoriedad, Martín Ríos parecía cualquier cosa menos una excepción. Hijo de una familia de clase media, vecino del acomodado barrio de Belgrano, alumno de colegio privado. Ahora se dice que tenía un historial de problemas psicológicos; conozco a alguien que dice haber sido compañero de Ríos en la secundaria, y que confirma la versión de su adicción a la cocaína –un vicio inalcanzable para los pobres. Lo singular es el hecho de que a pesar de este presunto historial, Ríos haya obtenido permiso oficial para comprar un arma, la misma pistola que utilizó para herir a tantos y matar a un joven de su misma edad, a quien nunca antes había visto. Este permiso, esta arma, son la prueba de una doble complicidad con el crimen. En primer lugar, la de la familia que conociendo íntimamente a Martín y por ende a su conflictiva historia, consideró sensato que estuviese en posesión de un arma. En segundo lugar, la del Estado que le concedió alegremente el permiso para comprarla.

Ahora Ríos, mi hombre sin cabeza, va a diario de aquí para allá, entre declaraciones que se niega a dar, estudios psiquiátricos y pruebas neurológicas. Terminará con sus huesos en la cárcel o en un loquero, pero su drama no acabará entonces. Aun cuando esté encerrado de por vida, la sociedad enferma de miedo que hizo posible el actual boom de la venta de armas seguirá en pie y funcionando. Aun cuando el Estado salió a cumplir su parte proponiendo un Plan de Desarme, lo que demostró es que nuestro país sigue en emergencia y que en esa emergencia el Estado es apenas un bombero: todo a lo que puede atinar es a apagar el fuego una vez que ha estallado. Y aun cuando una condena extirpe a la manzana podrida de su seno, la familia de Martín seguirá siendo lo que es: un grupo enfermo, que apañó y escondió a su hijo negándose a la verdad de su condición –hasta que fue demasiado tarde.

No es un disparate suponer que esa familia forma parte del tejido de clase media cuyo silencio hizo posible el genocidio de los 70. El reflejo fue el mismo de siempre, aquel de la señora gorda que vio Pixote conmigo: negar la realidad, suponer que mientras no me toque a mí en persona no me importa nada de lo que ocurra alrededor, ocultar la mugre debajo de la alfombra. ¿Será por eso que ahora importamos crímenes: porque empezamos a parecernos a esas sociedades que tienen tanto que ocultar? Martín terminará encerrado, pero todos aquellos que hicieron posible que matase –sus relaciones de sangre y los funcionarios del Renar, la oficina que otorga permisos para la compra de armas- seguirán libres.

Este hombre sin cabeza es simplemente eso, un monstruo, el emergente de una sociedad que lo creó y que ahora lo rechaza porque supone que al hacerlo se distancia de su propia enfermedad. Martín Ríos es además una figura triste, como la de la mayoría de los monstruos. Y una víctima de su circunstancia, como también lo eran Frankenstein y Drácula. Ignoro si los niños que lo ven pasar a diario en sus televisores tendrán o no pesadillas, como yo imagino; pero si las tuviesen, no estarían equivocados.

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17 de agosto de 2006
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TIEMPO DE LECTURA

No puedo acostumbrarme a lo que hacen varios sitios de información: indicar el tiempo de lectura al lado del título de una información. ¿Quién se pregunta si tiene 2’ 45’’ para leer algo sobre Líbano? De dos cosas una: o el tema te atrae o te vas para otra página. Por suerte, poco a poco, pasa la moda (por ejemplo, ya no lo hace el sitio de Clarín en Argentina), lo que explica mi rabia al descubrir en el mensual Arcadia de Colombia una columna titulada “La calculadora”, que promete al lector contarle “cuánto se demoraría usted leyendo algunos de los clásicos de la literatura”.

A continuación viene una especie de clasificación: lideran las Tres versiones de Judas, de Jorge Luis Borges, con 18 minutos, y por supuesto el pobre Miguel de Cervantes cierra la cola con las 43 horas de lectura para Don Quijote de la Mancha. Pero, ¿de qué hablamos?, ¿de un DVD cuyo tiempo es predeterminado o de la relación íntima e indescifrable entre el lector y una obra? La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson son 7 horas dice Arcadia, pero a mí me parece muy poco. Me acuerdo muy bien que me regaló siglos de lectura en el jardín de mi abuela, con piratas y temores compartidos con el olor de manzanas de los veranos calientes de mi infancia. El viejo y el mar son 3 horas dedicadas a Ernest Hemingway pero no fueron las mismas horas en la lectura compulsiva de mi adolescencia y después de pasar tanto tiempo entre Cojímar y la Finca de Papa en Cuba.

Un día, en el momento de vender un dibujo, el pintor Degas tuvo que responder a la pregunta estúpida de un cliente: “¿cuánto tiempo se demora usted en hacer esto?”, decía la persona al entregarle unos billetes. Y el artista no se equivocó: “depende de cómo uno lo ve: veinte minutos o veinte años”. Lo que caracteriza al arte es su relación con el tiempo. Aguanta el tiempo, resume toda la vida de su creador en el instante de la creación y nos hunde a todos en el tiempo del gozar sin fin y siempre renovado. Cuando leo que Cien años de soledad son 12 horas, tengo que responder: es una grave equivocación, la novela de García Márquez ofrece Cien años de lectura solitaria; o quizás más.

Por otra parte, este número de Arcadia (mes de julio), que llegó por milagro a mis manos, es excelente. Tengo la sensación de que Ñ empieza a tener discípulos.

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17 de agosto de 2006
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Las fuentes del sentido

El calor era intenso, seguramente rozaba los cuarenta grados, había ya cruzado la plaza cuando le vi alzar las cejas, mascullar unas palabras, tantear con el pie como un bailarín clásico, perder el equilibrio y caer hacia atrás, de espaldas, muy lentamente.

Era un hombre mayor, de unos setenta años, alto, pulcramente vestido, corpulento, y pude oír la percusión de su cabeza grande y romana contra el suelo. Las gafas salieron volando.

Nos acercamos a auxiliarle una pareja joven y yo. Luego se añadió el portero de una de las casas vecinas, un muchacho ecuatoriano, pero había muy poca gente callejeando en aquella hora durísima de la canícula.

Pesaba mucho, no fue fácil levantarlo, no sé qué habríamos hecho sin el ecuatoriano. El anciano se quejaba suavemente, sollozaba, pero no se había hecho daño, su queja procedía de una dolencia moral. Lo llevamos al banco más próximo.

Una vez sentado, levantó los brazos al cielo, exhaló un gemido dolorosísimo y rompió a llorar. Balanceaba ambos brazos de arriba abajo, se cogía la cabeza con las manos, levantaba el rostro hacia el cielo, dejaba caer gruesos lagrimones y sollozaba a la manera de los judíos ante el muro de las lamentaciones. A pesar de lo cual, sin transición, como si interpretara un papel de teatro, contestaba con toda normalidad a las preguntas y dio las gracias cuando le alcanzamos las gafas.

“¡Ay, señores, cómo han de verme! ¡No crean que es el vino, ni el calor, no, es el dolor, un dolor intensísimo! Sí fill meu, moltes gracies, sense olleres no veig res de res. ¡Cincuenta años con ella, cincuenta años de felicidad, medio siglo juntos! Allí, ¿ven aquel balcón? Allí vivimos sin jamás pelearnos o discutir cincuenta años, ¡ay, pobreta, pobreta meva!, murió el año pasado y no me se avenir, debería haberme ido con ella, ya no hago nada en este mundo!”.

Alguien le preguntó por su familia, creo que la chica, muy seria y emocionada, sin duda su abuelo debía de parecerse a aquel hombre, con su gran nariz bermeja y esas orejas cartilaginosas que les crecen a los ancianos.

Dues filles, tinc dues filles, nena. Una vive en San Cugat y la otra en Marc Aureli. Son muy buenas, se han portado siempre bien conmigo, muy bien, pero yo no puedo vivir sin ella, desde que murió no tengo cabeza, no tengo alma, estic fotut, ¡cincuenta años de felicidad! ¿Comprenden ustedes? ¡Y de repente, nada, un vacío, noches a oscuras, mañanas desganadas, una tortura! ¡Tendría que haberme ido yo también, el pitjor son les nits, no puc ni mirar la TV3!”.

La chica advirtió que “Marc Aureli” bien podía ser la calle del mismo nombre, a dos pasos de donde estábamos, y le preguntó si recordaba el teléfono de su hija, y si quería que la llamáramos.

“¡Ustedes ahora deben de creer que he bebido, que soy un bandarra, pero les juro que no he tomado nada, un vaset nomes, una cosa natural i sal.ludable, no, no, no es el vino, es el dolor, no puedo vivir, ¿ustedes me entienden?, no puedo seguir viviendo sin ella. Si nena, mira, té maca, el telefon es aquest”.

Sacó un papel arrugado del bolsillo. Tenía apuntados algunos teléfonos. Las dos hijas, un médico, su propio teléfono, otros que no alcancé a leer. La muchacha marcó un número en su móvil, localizó de inmediato a una de las hijas y se lo dijo al anciano, pero el caballero no hacía caso de nadie, parecía tener el alma escindida. Con una de las partes podía atender a lo que se le decía sobre gafas, hijas y teléfonos, yo creo que habría podido comentar el partido de fútbol de la noche, pero la otra parte de su alma, la que le sorbía el entendimiento, la que le dominaba, era independiente y le mantenía atado al dolor porque esa era la última forma de seguir unido a su mujer.

Aquellos brazos que subían y bajaban, aquel mesarse la calva, aquel poner al cielo por testigo, aquellos quejidos rítmicos, me recordaban a los actores dramáticos de principios de siglo, a la gestualidad del cine mudo y del melodrama, pero también a otra gestualidad más antigua, quizás intemporal, la que vemos en la pintura neoclásica y barroca cuando aparecen personajes desesperados, o esas mujeres a las que están asesinando a sus hijos, los inocentes.

Desde la Grecia los pintores han tratado de fijar los gestos de las emociones extremas para que sus composiciones puedan leerse, para que el público entienda que aquel es Brutus viendo entrar en parihuelas los cadáveres de sus hijos, y la de más allá es la madre del Juicio de Salomón que renuncia a su criatura con el fin de evitar que la partan por la mitad. Esa capacidad para explicar una escena sin usar las palabras es uno de los misterios gozosos de la pintura.

Sin embargo, aquel hombre no había aprendido esos gestos en ningún teatro o museo. Su estado anímico, su turbación, le impedían actuar o exhibirse, estaba en verdad expresando su dolor de un modo espontáneo y natural, con la inmediatez de las bestias, de los animales. La suya era una gestualidad universal e intemporal.

Yo estaba viendo la fuente del significado de miles y miles de pinturas, esculturas, representaciones teatrales, películas o fotografías, una abismal mímica de las pasiones, una gramática originaria, aquella de la que nace la música, según Rousseau, el más arcaico e inexplicado código de comunicación de los humanos.

La hija, que no resultó tal, sino que era la nieta, apareció en un santiamén, pero apenas hizo caso del abuelo. Se lió a hablar con la pareja joven sobre los viudos que no saben arreglárselas solos, pobrecitos, y sobre la falta de residencias para ancianos, así como, naturalmente, sobre lo bien que están allí con otros viejos como ellos jugando a las cartas o viendo la tele.

La nieta miraba de vez en cuando furtivamente el balcón tan bien situado sobre la plaza, el que nos había señalado el anciano, el cual mientras tanto no levantaba los ojos, pero parecía ya sosegado.

De modo que allí los dejé y ahora, cuando paso por debajo del balcón, siempre miro por ver quién asoma. De momento, nadie.

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17 de agosto de 2006
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EL VESTIDO DE LOS ESPAÑOLES

La actual manera de vestir de los españoles constituye uno de los aspectos más desdichados de la llamada Transición.

Simplemente, no ha existido transición o evolución alguna sino atasco general. De un paisajanaje español caracterizado por la severidad y el luto se ha pasado a un paisaje urbano o playero donde nada contribuye a la caracterización. La mengua de ideas en otros campos de la cultura o el pensamiento no es casi nada comparado con el crecido deslucimiento de la vestimenta. O más que eso: el enviscamiento del ropaje en un cúmulo de tonos parduscos, vergonzosos del color, donde se suman las gentes de todas las edades y procedencias.

Ni el cielo nublado del norte ha favorecido el lance de cromatismos audaces ni el resplandor del sur ha producido gamas que demostraran alguna nueva y determinada armonía. La democracia española se ha correspondido con una pila de elecciones vestuarias que, como sucede en la paleta del principiante, desembocan en el color "panza de burro". Tras esta bandera adusta, acumulación de atonías y errores de bulto, desfila la faz de la patria.

El estilo, aún el peor estilo, se borra o se deslíe bajo esta pésima elección del pueblo al que no ha mejorado ni la llamada "Moda España" ni algunas firmas nacionales con extensión internacional. Pero, en verdad, ¿qué son esas marcas españolas en cuanto a la innovación y la posmodernidad? Poca o ninguna cosa.  Zara, erigida en una de las firmas más renombradas y una de las primeras en facturación mundial, ha divulgado por el mundo -y no casualmente con origen español- la moda de la moda invisible, el modelo que redunda enseguida en su novedad y de inmediato se apaga. O, podría decirse ahora, "se agosta", puesto que este mes de agosto redondea en su desafuero el colmo de la vaciedad, la cima de la máxima indistinción.

¿El estilo del vestir español? Entre los logros más espectaculares de la actual democracia española se halla el formidable reparto de la vulgaridad. ¿Detritus playeros? ¿Aires contaminados? ¿Telebasura? ¿Libros basura? Acaso lo peor de la difusión mediática se manifiesta en el deterioro de los elementos para la mediación, entre los cuales destaca el vestido.

Inmersos en la atmósfera diaria española y  no importa en qué entorno, al aire libre o en interior, resulta difícil percibir críticamente el panorama, pero basta la menor voluntad de atención para comprobar cómo la visión se atora, el panorama se atosiga y de nuevo, como una extraña enfermedad de falsa posguerra, reina la tristeza de las formas o el abatimiento del color, el terrible adefesio de los trajes de fiesta, el tedio de las ropas en los caballeros y, definitivamente, el desánimo que trasmiten las ropas elegidas sin criterio o asomo de creatividad.

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17 de agosto de 2006
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Eros y Thanatos

Mi amigo Javier R., que estuvo haciendo prácticas en el célebre Hospital Cochin de París, me cuenta una de las más bellas historias del verano. Como médico de plantilla, tuvo acceso a dos de los historiales ultrasecretos de la política francesa, el del general De Gaulle y el de Mitterrand, nunca publicados. Si se juntan los dos, dan una novela a lo McEwan.

Cuando Mitterrand cumplió los sesenta y cuatro años, el doctor Adolf Steg, jefe de la sección de urología del Cochin, le diagnosticó un cáncer de próstata. Se podía intervenir y no presentaba mayores problemas para la supervivencia del enfermo, pero era imprescindible un bloqueo hormonal. Lo que el doctor ignoraba es que Mitterrand estaba enamorado.

El presidente de la república le preguntó a Steg si una vez practicada la intervención podría seguir manteniendo relaciones sexuales completas. El doctor le dijo que desgraciadamente debería despedirse del uso de su instrumento, pero que había otros modos de mantener una relación amorosa sin necesidad de echar mano, valga la expresión, de lo más clásico. Mitterrand, un escéptico del siglo XVII trasladado al siglo XX, se negó a la intervención. Sólo admitió curas parciales.

A los setenta años se le produjo la metástasis que lo conduciría a criar malvas. Murió amando, es cierto. Lo que no sabemos es si su amante habría preferido que durase más, aunque fuese al precio de divertirse de otro modo. Nunca la consultó sobre este punto.

Al general De Gaulle le sucedió algo similar, pero así como Mitterrand puso por encima de su propia vida el intercambio de fluidos con su novia, el general tendió a la Patria en el lecho de la dama, seguramente con no menor ímpetu amoroso.

En 1968 el célebre doctor Abouker le diagnosticó un adenoma de próstata. Requería una intervención inmediata, pero estaba de Dios que todo debía coincidir en aquella señalada primavera del 68 para que el general diera pruebas de su patriotismo, así que los franceses se lanzaron a ese ejercicio físico llamado revolución y el general no tuvo más remedio que posponer el quirófano para salvar a la Patria.

Anduvo siete meses con sonda, una experiencia que quienes la han pasado dicen que es más o menos como llevar un nido de ratas hambrientas entre las piernas. Así se mantuvo, estoico soldado de las legiones romanas, hasta que los franceses decidieron que la juerga había concluido y volvieron a sus casas, al trabajo, a las aulas o a los cafetines. Entonces se operó. Y una vez operado, se jubiló.

He aquí dos casos de sacrificio difíciles de analizar. ¿Se sacrificó Mitterrand por su novia, o por su vanidad? ¿Y De Gaulle, lo hizo pour la France, o por esa satánica soberbia que todo el mundo le atribuía?

¿Creyó Mitterrand que su amante lo abandonaría en cuanto se cerrara el grifo del fluido? ¿No sería eso tenerla en muy pobre estima? ¿Creyó De Gaulle que si le aparcaban unas semanas, la Francia entera se iría a hacer gárgaras? ¿No es eso tener en muy bajo concepto a sus compatriotas?

Lo dicho. Una novela. Padre e hijo, una próstata hereditaria, el oscuro objeto del deseo, los viejos soldados, los modernos políticos, el eterno masculino, etcétera.

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16 de agosto de 2006
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LA FAZ DE ESPAÑA

He terminado de leer un bellísimo libro de Gerald Brenan, La faz de España, que recoge las notas que fue guardando, entre febrero y marzo de 1949, de su retorno a España. ¿Por qué resulta tan hermoso este libro? Sin duda alguna, por la especial finura de su lenguaje. Parece que hay algo común en Azorín, en Josep Plà, en Brenan y también en Ortega, en Marañón o en Baroja que va más allá del estilo literario de cada uno. Se trataría del modo de expresarse de una época, la común disposición para transmitir conocimientos y sensaciones, paisajes y episodios en un tiempo que apenas conoce  bien el cine y es torpe  en  cualquier medio audiovisual.

Para todos aquellos antepasados la palabra hablada o escrita poseía un valor tan fundamental que expresarse acertadamente formaba parte de los actos necesarios para la supervivencia o la  prosperidad. No necesariamente para la prosperidad material -aunque también- sino para todo modo de identificación social y moral.

Ser un individuo, identificarse consistentemente, darse a ser, conllevaba de manera inherente alguna clase de elocuencia. Así, tal como los animales afilan su perfil a través de la diferente articulación sonora, el modo de articular las palabras hacía ver la clase de sujeto que existía detrás. La mente y el lenguaje, la persona y su habla o su escritura convivían en una unidad que vemos perderse irremisiblemente ahora en la generalidad de la población.

Hablar apropiadamente, referirse a una experiencia con suficiente precisión, afanarse en trasladar mejor las emociones con la palabra, ha dejado de ser un deseo y una necesidad primordial. En su lugar se emplea el vídeo doméstico, el vídeo del viaje, la videoconferencia, el vídeo como forma de vida.

La facultad de transmitir cuerpo a cuerpo se ha reemplazado ampliamente por la facultad del aparato y los juicios sobre los demás tienden a realizarse a través de grabaciones y pantallas. El  lenguaje, hablado o escrito, puede embaucar o falsificar como la imagen y el audio pueden hacerlo pero ¿qué duda cabe de que estas mediaciones han contribuido a apartarnos, ocultarnos, revestirnos? La belleza de La faz de España procede de su deliciosa escritura, pero de su materia escrita se desprende un encanto peculiar muy parecido a la encantación que suscita la comunicación desde un cuerpo desnudo. Se trata en definitiva de la mayor cercanía del cuerpo que emite y de la emocionante percepción de su sustancia humana.

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16 de agosto de 2006
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Las aventuras porno de Alicia, Wendy y Dorothy

Ya lo dije aquí mismo alguna vez: Alan Moore es uno de mis novelistas favoritos. Eso sí, no busquen sus obras en los anaqueles de ficción de las librerías porque no las encontrarán. En todo caso, si tienen suerte, las hallarán en la sección dedicada a las historietas. Porque Moore escribe lo que formalmente se llama historietas: libros de viñetas acompañadas por textos. Pero sus historias y la forma en que las cuenta son tan densas, ¡y tan ambiciosas!, que el resultado suele ser superior al noventa por ciento de las ficciones que pasan por novela hoy en día.

Moore ha sido noticia dos veces en los últimos tiempos. La primera, por negarse a recibir ni siquiera un dólar por los derechos de la adaptación cinematográfica de V for Vendetta. La película fue un éxito, pero Moore ni siquiera quiso aparecer en los créditos: supongo que las horrendas experiencias que supusieron From Hell y The League of Extraordinary Gentleman en su traducción al cine lo curaron de espanto. La segunda noticia causará todavía más olas: acaba de salir a la venta su nueva novela, Lost Girls, producto de dieciséis años de trabajo junto a Melinda Gebbie, que arrancó como su socia y terminó como su novia e inminente esposa. Las olas que imagino producirá Lost Girls se comprenden fácilmente cuando uno cuenta de qué va. Corre 1913 en Berlín: se estrena El rito de la primavera, de Igor Stravinsky, y faltan tan sólo meses para que un magnicidio en Sarajevo proporcione la excusa que iniciará la Primera Guerra Mundial. En ese contexto se produce el encuentro fortuito entre tres mujeres: la Alicia de Lewis Carroll, la Wendy Darling de Peter Pan y la Dorothy de El mago de Oz. Coinciden en el mismo hotel austríaco; Alicia, que es la mayor, no tarda mucho en seducir a las otras. Mientras encuentran lo que un periodista describe como “formas cada vez más enloquecidas y acrobáticas de excitarse”, se cuentan sus propias historias de iniciación sexual. No he leído el libro aún, pero los que sí lo han hecho aclaran que Lost Girls (un juego de palabras que alude a los lost boys, los Chicos Perdidos, de Peter Pan) ilustra con toda claridad una infinidad de variadísimos actos sexuales que no excluyen el sexo grupal, el incesto, la pedofilia, las lluvias doradas y el fistfucking. Lo cual implica que vuelve a narrar, en clave porno, tres de los clásicos infantiles más populares de la historia.

Muchos se espantarán ante el concepto, pero nadie puede cuestionar la naturalidad con que la relectura de Moore se desprende de sus fuentes originales. La relación entre Lewis Carroll y su fotogénica modelo infantil siempre fue objeto de conjeturas, pero Alicia no es la única entre estos clásicos en ofrecer una línea evidente de lectura en clave erótica. ¿No es Peter Pan, acaso, la historia de un muchacho marginal que se cuela por la ventana de una casa de clase media y le enseña a “volar” a una adolescente victoriana?  ¿No abandona Dorothy su hogar en medio de un tornado, buscando a un Mago que la transforme o la transporte?

“Una de las razones por las que nos metimos en esto fue porque estábamos hartos de la aproximación al sexo que existe en nuestra cultura”, declaró Moore a The Onion. “Nos parece enfermiza, improductiva y fea. En países como E.E. U.U. y Gran Bretaña, la cultura está totalmente sexualizada: todo, desde los autos a la comida chatarra, se vende con una dosis de sexo para convertir al producto en algo más comercial. Pero si uno usa sexo para vender zapatillas no sólo está vendiendo zapatillas, también está vendiendo sexo, y contribuyendo con la temperatura sexual de la sociedad. Consiguen que la gente se excite en un ambiente hipersexualizado, pero si esta gente recurre a la pornografía obtendrá un momento de gratificación seguido de un período mucho más largo de odio a sí mismo, disgusto y vergüenza. Es como el experimento vuelto del revés: una vez que la rata llega exitosamente al alimento, se le proporciona entonces la descarga eléctrica”.

“Si pudiésemos cortar esa conexión entre excitación sexual y vergüenza”, arguye Moore, “lograríamos algo liberador y socialmente beneficioso. Los países en los que la pornografía circula libremente no tienen la cantidad de crímenes sexuales que hay en otras partes. Particularmente los crímenes sexuales contra niños que sufrimos en Gran Bretaña, y según creo también en los Estados Unidos”. (Los que quieran leer la entrevista completa pueden hacerlo aquí).

Conociendo a Moore como lo conozco, no tengo duda alguna de que Lost Girls debe ser una obra magnífica más allá del escándalo. (¡Los dueños del copyright de Peter Pan ya están tratando de llevarlo a juicio!) Mientras espero que termine con la novela hecha y derecha que escribe en estos días –su sólo título está lleno de ecos; se llama Jerusalem-, no veo la hora de que Alicia, Wendy y Dorothy me inviten a acompañarlas en sus nuevas aventuras.

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16 de agosto de 2006
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EL REHÉN DEL PODER

Lectura casual. Encuentro en mi biblioteca Less than One (Menos que uno), el libro de ensayos de Joseph Brodsky. Tengo la edición de bolsillo de Farrar, Straus y Giroux, de 1986, comprada en Australia. No la puedo tocar sin recordar el susto de placer deslumbrado que me provocó la lectura del retrato de lo que se llamaba todavía Leningrado. Abro el libro sin pensarlo. Página 113; principio del texto sobre la tiranía (“On Tiranny”).

Escribe Brodsky (traducido por mí del inglés): “La enfermedad y la muerte son, quizás, las únicas cosas que un tirano tiene en común con sus súbditos. Es solo en este aspecto que una nación aprovecha el hecho de ser regida por un hombre viejo. No quiere decir que la conciencia de su propia mortalidad lo hace más ilustrado o más blando sino que el tiempo gastado por el tirano para evaluar su metabolismo es un tiempo robado a los asuntos del Estado…”.

El premio nobel explica entonces que la tranquilidad en los asuntos internos y externos tiene que ver con la enfermedad de los primeros secretarios de partidos o de los presidentes de por vida. Aún mas, Brodsky afirma que esta enfermedad siempre garantiza el status quo pues “… un hombre en su posición no hace diferencia alguna entre el presente, la historia y la eternidad que la propaganda del Estado fusiona en una misma cosa tanto para su conveniencia como para la de su población. Se agarra al poder como un viejito lo hace con su pensión o su ahorro”.

Claro que el texto de Brodsky es el pie de las cuatro fotografías que publicó ayer domingo el periódico Juventud rebelde para demostrar que el líder cubano  está vivo.

Se podría ironizar mucho sobre el hecho de que el cumpleaños ochenta de Fidel se celebre con la publicación de estas imágenes en Juventud rebelde (diario que sale solo el domingo en Cuba). Pero vale mucho más concentrarse en la fotografía de Fidel Castro enseñando una página de la edición de Granma del día anterior. En América Latina se conoce muy bien este tipo de documento. Son las fotografías que los secuestradores suelen hacer para demostrar que su rehén no ha muerto. En el caso del líder cubano no se sabe muy bien si el secuestrador es el poder y muestra al pobre Fidel, su víctima, o si es el propio secuestrador que, en un uso revertido del testimonio gráfico, sale en la fotografía y dice que bajo ningún precio, salvo la muerte, soltará al poder, su rehén desde hace casi medio siglo.

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14 de agosto de 2006
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La muerte de un viajante (2)

En el artículo de Letras Libres que citaba el viernes pasado, decía Félix Romeo que decía Ricardo Piglia que “toda la literatura o es una investigación o un viaje”. La inversa también es cierta. Toda investigación, todo viaje, o es literatura o no es nada. Los aficionados a la ciencia que tanto abundan en este blog lo saben. Nada más literario que los textos de Richard Feynman, viajero de la física teórica a quien incluso yo puedo leer.

El viajero es el tipo que regresa con algo para contar, algo, naturalmente, ignorado, desconocido, divertido, sorprendente, intrigante o instructivo. Para lo cual es imprescindible el don de la curiosidad, pero además hay que saber narrar. Alguien incapaz de sorprenderse no puede ser un buen viajero, pero tampoco el que carece de órgano para la narración. Es el relato lo que hace el viaje. Para lo cual es más importante el regreso que la partida. Así lo dijo Joachim Du Bellay.

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,
Ou comme cestuy-là qui conquit la toison,
Et puis est retourné, plein d'usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge!

Quand reverrai-je, hélas, de mon petit village
Fumer la cheminée, et en quelle saison
Reverrai-je le clos de ma pauvre maison,
Qui m'est une province, et beaucoup davantage?

Plus me plaît le séjour qu'ont bâti mes aïeux,
Que des palais Romains le front audacieux,
Plus que le marbre dur me plaît l'ardoise fine:

Plus mon Loir gaulois, que le Tibre latin,
Plus mon petit Liré, que le mont Palatin,
Et plus que l'air marin la doulceur angevine.

Seguro que algún secuaz de esta página colgará una excelente traducción de este canto tan contrario a la idea moderna de que no hay que regresar jamás, como escribieron Kavafis o Cernuda. Nada de eso. Es imprescindible regresar, como Ishmael, para contar lo sucedido.

En la televisión catalana suelo mirar un espacio donde la burguesía local presenta sus viajes a la Mongolia Exterior, Haití o el Chancro Verde, grabados en video familiar. Da gusto verlo. Sin duda les parecería más exótico un fin de semana en Sanlúcar con los niños. ¡Qué nonchalance en el Tibet! ¡Qué sensibles a las bellezas de Sudán! ¡Qué ojo para el tipismo del Tchad! Lo describen como si fuera una noche en la pasarela Gaudí.

Lo que más me fascina de los viajeros verdaderos es su curiosidad lingüística, tan presente en todos ellos. No hace falta ir muy lejos para descubrir aspectos desconocidos de uno mismo. Alexander von Humboldt, posiblemente el más grande viajero de todos los tiempos, descubrió ese principio que luego ha tenido cierta relevancia en lingüística, a saber, que el vocabulario se desarrolla por motivos laborales y por la actividad diaria, es decir, por el mundo que uno tiene conceptualmente a la mano, pero no por razones metafísicas que sólo conoce el “alma de la lengua nacional”.

El caso más conocido es el de los Inui que cuentan con cincuenta palabras para lo que nosotros sólo llamamos “blanco”. Aunque no es necesario irse al polo. En sus asombrosos Cuadros de la Naturaleza, cuenta Humboldt que a su paso por Castilla la Vieja le llamaron la atención “las expresiones numerosas que poseen (…) para expresar el aspecto de los macizos de montaña y esos rasgos fisonómicos que se encuentran en todas las zonas y revelan ya de lejos la naturaleza de su roca”.

Registró unas cuantas. Son estas: “Pico, picacho, mogote, cucurucho, espigón, loma tendida, mesa, panecillo, farallón, tablón, peña, peñón, peñasco, peñolería, roca partida, laja, cerro, sierra, serranía, cordillera, monte, montaña, cadena de montes, los altos, reventazón, etc.” De todas ellas, sólo “peñolería” falta en los diccionarios, aunque no “peñol”. Por supuesto hay muchas más, pero en esta nota al capítulo “La vida nocturna de los animales en los bosques primitivos” sólo transcribió las que le vinieron a la memoria en aquel momento.

Si alguien dotado de cierta curiosidad y ocio se interna por Castilla la Vieja y sigue la senda de Humboldt, todavía encontrará en los pueblos y aldeas bastantes de esas viejas palabras roqueñas, aunque no todas. Las que faltan se han ido de vacaciones a Tailandia.

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14 de agosto de 2006
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LA FLAMA Y LA FARSA

Los incendios forestales fueron, durante decenios, obra del Destino.

Más tarde, el Destino cedió paso a fenómenos propios de nuestra Naturaleza nacional. Sin embargo, cuando, con el tiempo, conocimos que las llamas devastadoras se alzaban también en los veranos de otros países e incluso, a gran escala, en Estados Unidos, fue esfumándose la idea de que fuera la Providencia o nuestra mala suerte quienes patrocinaban nuestra ardiente adversidad.

A partir de ahí fue transformándose la mitología de las hogueras estivales y la asunción de que España iría convirtiéndose en el gran desierto que prolongaba África por el estrecho, puesto que, simultáneamente, ingresamos en la Unión Europea y en los homologables discursos de la razón.

Así, a través del discurso racional, accedimos a  suponer que si los bosques ardían era efecto de una conjunción de factores terrestres -no divinos- relativos, por ejemplo, a la falta de limpieza de los suelos y el descuido en la quema de rastrojos.

Finalmente, redondeando esta epistemología, apareció con fuerza la importancia del factor humano en  dos grandes y principales versiones. Una consistente en la negligencia de  excursionistas y  fumadores, en los daños formidables derivados de la barbacoa festiva o de la colilla infernal. La otra versión, más candente todavía, el descubrimiento de terribles  pirómanos, individuos locos, individuos vengativos o sicarios a sueldo de especuladores sin corazón.

Y poco a  poco, siguiendo el guión más intrigante y periodístico, este último factor ha ido agigantándose y engullendo a casi todos los demás.

Hasta hace cinco o seis años se decía que más de la mitad de los incendios eran provocados. En este mismo principio de verano se llegó a calcular que la intencionalidad se hallaba presente en un 75% de los siniestros; ahora, en las últimas declaraciones de las autoridades más implicadas en la catástrofe de los montes gallegos, el número de fuegos adjudicables a malhechores se ha elevado al 90% y 95%. Gradualmente los responsables políticos de las comunidades autónomas y el gobierno central han cultivado la estratagema de sacudirse de encima toda responsabilidad y cargarla en la delincuencia agresiva. El caso queda, por tanto, en la actualidad, prácticamente, en manos de unos seres malvados, indeseables, malditos que buscan su provecho perverso provocando la destrucción de la arbolada, la desolación del territorio y la muerte, si es preciso, de varios enclaves de población.

La psicosis de inseguridad, propia de estos años, ha encontrado en la proclamación universal de esta acusación el molde apropiado. Nuestra época se puebla de conspiraciones y amenazas constantes, de actos terroristas y de asaltadores, de criminales que asedian nuestra cotidianidad.

El incendio forestal ha sido ya incluido para bien de los políticos en este catálogo de las asechanzas inevitables que bandas asesinas sean rumanas o marroquíes, del condado o del más allá, dirigen contra nosotros.

El terrorismo, en cuanto patrón,  ha ganado centralidad como patrón de máxima referencia. Y, de este modo, la responsabilidad política se enmascara o tiende a desaparecer. El terror es incontrolable, la capacidad de matar se encuentra al alcance de cualquiera y anula la posibilidad de la prevención. Casi ninguna reflexión crítica de peso se hace ya sobre la carencia de atención al bosque y las insoportables deficiencias en los servicios de vigilancia. La plaga (demoníaca, imparable, terrorista) posee tal magnitud que no habrá otro camino que unir los recursos de todas las regiones, las acciones de todos los países, para llegar a afrontarla. Pero incluso de este modo, la oleada de los incendios dantescos como la marea de la emigración sin fin, como la tempestad del terrorismo islámico, se despliega con tanta fuerza y sorpresa que exonera a los políticos de culpabilidad. ¿Puede imaginarse, en fin, una estratatagema más radiante, una farsa tan flamante y actualizada según la naturaleza atribuida a los males de hoy?

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14 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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