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ESPAÑA ES DIFERENTE

Cada vez me parece más sólida la idea de promover la producción española en el carácter de este territorio, solar o plataforma donde, por unas y otras cuestiones, ha cristalizado la mejor reserva espiritual de Occidente. Esta reserva espiritual que precisamente no tiene que ver con los valores de Dios y de la patria, ni del Cid Campeador ni de Menéndez Pelayo representa sin embargo el patrimonio de valor superior.

Resulta inútil y casi grotesco pretender un próspero porvenir para estas tierras aumentando las inversiones en I+D+i o esperando resultados de nuestra capacidad científica o tecnológica. Ese cuento ha terminado hace tiempo de embobar incluso a los niños.

Probablemente el asunto quedó liquidado desde que José Echegaray pronunciara su discurso de ingreso en la Academia, ya a comienzos del siglo XX y refiriéndose a nuestra realidad de dos siglos antes. Mientras la Ilustración francesa o la Aufklärung desarrollaban el pensamiento, aquí, en este recinto peninsular, se continuaba blasonando en términos nobiliarios y guerreros. Y también, más tarde, casticistas.

El casticismo puro fue nuestro atraso o nuestro arrobamiento romántico. Pero hoy el casticismo reciclado en patrimonio artístico, cultural, gastronómico, humano, tiende a convertirse en la fuente central de riqueza, atracción y desarrollo. A un país como España que fue incapaz de crear una burguesía industrial e inhábil para fundar alguna suerte de teoría contemporánea, no puede demandársele que se comporte de la misma manera que los demás países europeos. El “España es diferente” fue una coartada nacionalista o fraguista válida para el turismo. Todo ello pareció entonces una patraña infame porque nuestra liberación era Europa. Ahora Europa no se libera de sí misma y pesa más que hace volar. Hoy los historiadores coinciden en la verdad de la diferencialidad española. Ningún proceso nacional europeo se parece al español que, como se constata diariamente, sigue sin haber cuajado, ni mucho menos.

Pero también el “Spain is different” valdría para referirse a otras diversidades activas y que son un signo elocuente de otras peculiaridades nacionales de gran valor. Me refiero a la facilidad de los españoles para aceptar esto y lo otro, tolerar al emigrante, aceptar leyes subvertidoras de lo establecido, cambiar la tradición por la aventura, la conservación por la transgresión, la religión por las drogas, el respeto a la autoridad por la temeridad. Todo ello en tiempos récord.

La leyenda de derechas, la mala fama conferida por los análisis de izquierdas y el artefacto de intereses proveniente del mundo exterior, han venido a diagnosticar a España como tierra de la Inquisición y el granito de El Escorial. Sin embargo, no hace falta sino ver con qué facilidad, tolerancia o indiferencia se aprueban leyes o cómo es la discoteca Revival de Torrevieja para inducir que el estilo de la inquisición no ha penetrado en la mayoría de las mentalidades, de hoy y de ayer. Más bien al contrario. La Inquisición que trataba al islam de secta y al judaísmo de herejía hacía ver la estrecha relación y filtreos entre todos ellos. No sólo en cuanto religiones de un Libro sino en cuanto piezas de una realidad peninsular que se definía por las trenzas, las mallas y los mestizajes. Si el catolicismo en España tomó su deriva política y se fundió en los Reyes Católicos, la España de María Santísima, el pueblo escogido, fue precisamente debido, como explicó Américo Castro, a que en los ochos siglos de la Reconquista los cristianos adoptaron los planteamientos teocráticos de sus perdurables, conspicuos y admirados enemigos.

Se fue católico a la manera fanática de los islamistas radicales pero en tanto la religión afloja institucionalmente la sociedad se filtra de laicismo y la tolerancia flota. De hecho, si hoy la tolerancia entre sexos, razas o creencias se extiende por todo el país no se debe a la adopción del modelo francés, al italiano o al norteamericano. Aflora desde el interior de la propia composición de esta tierra llamada España y cuyo potaje general ahora bulle en el caldo de la convivencia.

Con la convivencia fácil, con la tolerancia, el humanismo bullente, el casticismo, el paisajismo, el idioma, el clima benévolo, el cinturón de mares y montes, el servicio hotelero, etcétera, etcétera, este país perdería demasiado proyectándose a imagen y semejanza de los enclaves protestantes, sus fríos y celliscas, sus fast food, su polución industrial, su aislacionismo interpersonal, etcétera, etcétera. “Que inventen ellos”. Los I-pods y toda la pesca ya lo adquiriremos en el mercado y en su última versión. Entre tanto nuestra labor radica en elegir un líder capaz de entender qué de nuevo y diferente, de extraordinario y valioso, puede presentar esta España (o como se diga) en un mundo que día a día demanda como lo más apreciable la clase de vida, el plato, el ritmo, el carácter, el entorno o la bonanza climatológica que se tiene especialmente aquí. ¿Que cómo hacer? Los inversores extranjeros en España ya lo están haciendo. Y mal, desordenadamente, pingüemente.

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24 de octubre de 2006
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El rostro impenetrable

Acaece muy rara vez, pero en esta ocasión sucedió tal y como voy a contarlo. Durante unas oposiciones, el tercer candidato eligió como tema de disertación uno de los más intensos y conmovedores de la filosofía. Como es bien sabido, los homínidos se separaron de los simios a medida que desarrollaron su capacidad para simbolizar. Puede decirse que hablamos de “humanos” y no de “simios superiores” cuando encontramos entre los restos de vida primitiva ciertas señales, huellas, inscripciones, algo que nos haga inferir una simbología.

Dicho más rectamente. Hay humanos allí en donde un simio superior se vio en la necesidad de hacer una incisión, dejar una señal, una huella, algo que es, en verdad, un pensamiento transcrito en piedra, en hueso, en madera, algo que va más allá de los miembros del simio, que perdura en un tiempo que no es el biológico. No una “idea” en el sentido moderno, subjetivo y postcartesiano, sino algo así como un grito de ayuda. O quizás una alabanza sin destino.

Este proceso puede situarse en el horizonte del millón de años. En realidad es más reciente, pero podemos admitir la enormidad de esa fecha impensable. El alumno disertaba pues sobre un viejo asunto que desde Hegel hasta los actuales antropólogos genéticos sigue siendo uno de los pilares de nuestras creencias básicas sobre el humano. De pronto, uno de los miembros del tribunal interrumpió al disertando y dijo: “Perdone un momento”. Y se sujetó la cabeza con las manos.

Nunca había yo visto que ningún vocal de tribunal cortara la exposición del opositor, pero nadie dijo nada, sólo miramos en su dirección y esperamos. El profesor, un joven y bien parecido investigador español, comenzó entonces a explicar la siguiente historia.

“Hace un par de años participaba en un congreso de arqueología mesopotámica en Tel Aviv, cuando uno de los congresistas me preguntó si quería ver algo inaudito, un objeto incomprensible e inquietante. Naturalmente asentí y fui conducido hasta uno de los despachos del Museo Arqueológico, seguramente el del investigador israelita, discreto cubículo con mesa, silla y ordenador, iluminado por un haz de luz que se colaba por la claraboya. Una vez allí, el hombre abrió un cajón y sacó un atadijo que comenzó a deshacer de inmediato.

“Una vez desdoblado el pañuelo, apareció un envoltorio de gamuza y dentro del envoltorio una piedra. “Mírela usted y dígame qué ve en ella”, me sugirió el experto. Le di varias vueltas pero no pude reconocer forma alguna, aunque sí unas líneas cortas en fila continua y quizás unas muescas cóncavas en la base. “Nada veo, lo siento”, le dije al devolverle la piedra. El profesor la tomó entonces con sus manos delgadísimas y la colocó suavemente sobre la mesa en la posición correcta y bajo el haz de luz. De inmediato exclamé: “¡Es una calavera!”.

“En efecto, era una calavera, o quizás no, o, mejor dicho, ojalá que no lo fuera, porque, según dijo el israelita, aquella piedra había sido hallada en medio del desierto y no cabía ninguna duda de que alguien la había acarreado hasta allí. La piedra había aparecido en unas oquedades donde seguramente llevaba semienterrada desde hacía siglos. “¿Muchos siglos?”, le pregunté. El profesor no respondió sino que cabeceó consternado.

“Demasiados. Después de hechas las pruebas pertinentes una y otra vez, y otra vez y otra, hemos llegado a la conclusión de que estas incisiones tienen tres millones de años. Entonces no había ni humanos ni homínidos y apenas si podemos registrar restos de algunos simios. No ha sido llevada hasta allí en tiempos modernos. No se ha movido de su lugar. Algún animal la llevó consigo y la dejó caer seguramente al morir. Pero ¿por qué cargó con ella? ¿Qué pudo ver? Aquellos animales no reconocían las representaciones. El peso debió de dificultarle mucho la vida. Quizás acabó con ella. Y lo más pavoroso… ¿quién había hecho aquellas incisiones?”

“Comencé a protestar y a mostrar mi escepticismo. El israelita, con notable modestia, aceptó todo lo que decía y luego cerró el asunto. “¿Sabe usted cuántos años llevamos haciendo y deshaciendo hipótesis? En ningún momento hemos querido publicar nada. Nos tomarían por estúpidos, o por creyentes, o por gente del new age, o por aficionados a la ciencia ficción o a los marcianos. ¿Cree usted que no lo sabemos? Se lo he mostrado para que forme usted parte del pequeño grupo que se asoma al abismo del origen humano y luego calla por compasión”.

El profesor español acabó su relato y guardó silencio. Luego, como si despertara, pidió perdón al opositor y le rogó que reanudara la exposición. “Disculpe mi grosería. Esta historia me ha venido a la memoria de repente, oyéndole, y he querido compartirla con usted. Su disertación me ha gustado mucho. Me ha emocionado. Quizás he callado durante demasiado tiempo. Han sido dos años muy largos”, dijo.

Ahora ya lo sabemos unos cuantos más.

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24 de octubre de 2006
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LIBROS EN LA TRASTIENDA

Llevaba un rato entretenido en la librería Méndez de la calle Mayor, la más
cercana a casa y una de mis preferidas, hablando con Antonio y Alberto sobre nuestras últimas lecturas, sobre las decepciones y las sorpresas con las que tenemos que enfrentarnos ante tanta novedad y lo fatal de perder el tiempo con alguna lectura equivocada. Yo  había entrado para comprar un libro concreto y, como casi siempre, terminé llevándome otros que nada tenían que ver con la idea inicial. Yo no busco, encuentro.

Me alegré de que el libro de Luis García Montero, su poesía reunida de los últimos veinticinco años, se estuviera vendiendo muy bien. Hace tiempo que algunos poetas rompieron el cerco de que solo los poetas compran libros de poesía. Ahora los compran, además de los poetas, los que quieren llegar a ser poetas. Un mercado en crecimiento.

Era una de esas mañanas en que el libro de/sobre Sabina se encontraba en secuestro judicial. Todos los rumores se habían disparado. Muchos contaban, muy convencidos, que las razones había que buscarlas en un enfado de la Casa Real por una indiscreción de Sabina con un chiste de Letizia Ortiz. Nada de eso era verdad. Al menos no lo era con esa intervención directa de la Casa Real. Puede que no les gustara nada la lengua tan suelta de Sabina pero en ningún caso intervendrían para retirar o censurar el libro. Lo aseguro porque lo sé, palabra de republicano. Las razones eran de índole editorial, de derechos de publicación, de fuga con trampa de una editorial a otra, de dinero y derechos. Una jueza, quizá ella sí muy estricta o posiblemente más realista que los de la real casa, mandó retirar el libro. Esa mañana en que yo estaba en la librería, los Méndez, los libreros, ya habían recibido la noticia del secuestro y tenían ejemplares escondidos en la trastienda. Otra vez la emoción de volver a vender como en los tiempos prehistóricos. ¡Comprar en la trastienda de Méndez! Era como sentirse rejuvenecer. Volver a comprar como cuando a Lucas de la Cuesta de Moyano le comprábamos los libros prohibidos de León Felipe o los de Ruedo Ibérico. Comprar en las trastiendas, como volver a los diecisiete. Yo no creo que contra Franco compráramos mejor, ni leyéramos mejor, pero con el morbo de comprar en las trastiendas me compré dos “Sabinas”, uno me lo habían pedido y el otro se lo haría firmar como el libro secuestrado. Un negocio. Me ofrecieron más ejemplares que tenían en la trastienda. Pero no, no pretendía privar a otros del raro y nostálgico placer de comprar libros prohibidos. La prohibición se levantó a los dos días. Las editoriales en litigio llegaron a un acuerdo. Y a mí me han jorobado. El libro sobre Sabina, autorizado y comprado sin problemas en la librería, ya no tiene la misma gracia. Incluso tiene poca gracia. Lo pienso cambiar por el último CD de Sabina, que además de algunas canciones que me gustan y un himno a la “matria” España, regalan un vídeo/entrevista muy bueno. Palabra de autor.

¿Será esto de hablar de amigos, conocidos y saludados como Sabina y García Montero lo que a un lector del blog le parece de botillo leonés?... ¿Botillo leonés? Me recuerda a mi amigo Feliciano Hidalgo que una vez me invitó a esa rareza tan dura y sabrosa, pero lo bebimos con champagne francés, que todo lo suaviza. Por quitarle casticismo. Me hacen gracia algunos lectores. He tenido dos reproches por hacer entrevistas o comentarios sobre Juan José Millás… y yo sin enterarme. Después de dos años de entrevistas en televisión Millás estará, por primera vez en “Estravagario”, a mediados de noviembre. Es decir, que no era tan habitual. Pero, en fin, me gusta que me digan cosas, aunque sean ricos abrazos desde Colombia y de mujeres hermosas e inteligentes. Uno se hace a todo. O casi.

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23 de octubre de 2006
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HUGH THOMAS EN ASTURIAS

En el universo hispanohablante, Hugh Thomas es un encuentro ineludible. Primer historiador que se atrevió a escribir una historia global de la guerra civil española; se estableció muy joven (¡a los treinta años!) en la figura clásica del anglosajón que dedica su vida a España. Gerald Brenan o Paul Preston son otros ejemplos de esta raza imprescindible, pero pertenecen a una especie más leal. Thomas, por su parte, se fue de España, traicionando su primer éxito con libros mayores sobre Cuba, Europa, la conquista de México o la esclavitud.

Conociendo la ambición de sus trabajos es una sorpresa, una verdadera sorpresa descubrir que ese historiador puro acaba de publicar una cosita, un librito que supera apenas las doscientas cincuenta páginas: Carta de Asturias. Una sorpresa de verdad. «Este libro es un libro de viajes» afirma Lord Hugh, Baron Thomas of Swynnerton, en la primera frase. Es cierto, pero es también un ensayo, un pequeño manual de Historia y ante todo algo fuera del tiempo. Una mezcla de anécdotas y de conocimientos íntimos del Principado consigue convencer al lector que Asturias no se parece a nada, no solo en España sino en el mundo.

La editorial Gadir, que publica el libro, ha jugado un gran papel en esta seducción, pues ha editado un volumen de tapa dura que semeja a un libro de otra época. Las fotografías parecen tarjetas postales de los años cincuenta, los mapas son hechos con lápiz sobre papel, los nombres de calles o de ciudades son escritos a mano con tinta y pluma, y la tapa es una pintura que ningún editor sensato tomaría como instrumento de marketing. Al final, uno tiene la sensación de leer un libro antiguo, algo que tendría que ser aburrido y, sin embargo, seduce pues su identidad y contenidos son justo lo contrario: revelación, seducción ligera, erudición divertida, etc.

Aparición entre el chirimiri de la tierra del norte (en bable, el idioma de Asturias, se habla de «orballo» según Lord Hugh), este texto hará mucho por Asturias. Lo terminé con el deseo de salir de casa ya, para, detrás del autor, revisitar a pie la obra de Clarín o entender mejor si Jovellanos, el economista, ministro, etc., fue de verdad la influencia que más le hizo falta a España en el siglo XIX.

Quiero añadir algo: es también un libro de una cariñosa torpeza. Cuando el autor explica que se bañó dos veces en septiembre en un agua tan fría que repitió la experencia, miente muy mal para decir que la playa es excelente, que se disfruta de una atmósfera tranquila, etc. No llega a reconocer que el agua es tan fría que no hay nadie. Hugh Thomas ama Asturias pero sigue siendo un inglés que rechaza cualquier tipo de entrega personal. En estas páginas, creo que llega a ser más creíble que nunca. No lo dice pero lo entendemos: es un historiador que, por fin, ha logrado ubicarse en la geografía de sus temas de estudio.

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23 de octubre de 2006
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Mis magos favoritos

Es bastante habitual que Hollywood procese ideas de a dos a la vez. En algún momento hubo dos películas simultáneas sobre volcanes en erupción, y no hace mucho coexistieron dos proyectos sobre Alejandro Magno. (No sé cómo habría resultado el de Baz Luhrmann, que no llegó a filmarse, pero no existe forma de que hubiese sido peor que la película de Oliver Stone.) Ahora resulta que las películas sobre Truman Capote también eran dos: Infamous se está estrenando recién ahora, porque el éxito de Capote sugirió a los productores la conveniencia de aguardar un tiempo. El jueves pasado se estrenó en la Argentina The Illusionist, un film de Neil Burger que cuenta la historia de un mago en la Viena de comienzos del siglo XX. El viernes se estrenó en los Estados Unidos The Prestige, un film de Christopher Nolan (Memento, Insomnia, Batman Begins) que cuenta la historia de dos magos que compiten entre sí en la Inglaterra victoriana. Ambas películas tienen actores fantásticos (Edward Norton y Paul Giamatti en The Illusionist, Christian Bale y Michael Caine en The Prestige), aunque sus fuentes difieran: The Illusionist está basada en una historia de Steven Millhauser, mientras que The Prestige es un guón original de Nolan con su hermano Jonathan, autores también del guión original –y endiablado, dicho sea de paso- de Memento.

Lo que esta simultaneidad me puso a pensar no fue tanto en los mecanismos de Hollywood (su carencia de ideas nunca fue más notoria: que una vez que aparece una alguien se apure a copiarla no debería extrañar a nadie), sino en el pertinaz encanto que el tema de la magia, real o ilusoria, tiene sobre mí. Corrí a ver The Illusionist apenas se estrenó, como sé que correré a ver The Prestige no bien la exhiban aquí. El misterio y la ingenuidad de las eras que ambas películas recrean también es un acicate, quizás porque nací en el siglo que tornó imposible toda inocencia.

En realidad lo que me atrae, estoy seguro, es la ruptura con el realismo que estos relatos proponen. El hecho de que traten sobre ilusionistas como Harry Houdini, lo cual equivale a decir que no poseen poderes mágicos sino habilidades mentales y físicas bien desarrolladas, no borra lo que digo sino que lo resalta. Estos ilusionistas no son hechiceros de verdad, no descienden de Merlín. Son narradores, más bien, porque con su arte cuentan una historia ficticia dándole visos de verdad, tornándola verosímil, aun cuando se trate del serruchado de una persona en dos partes; y al contarla no lo hacen para resaltar que las cosas son como son, que es la pretensión del realismo, del naturalismo, sino para que quede bien claro que las cosas no son exactamente tal como parecen –lo cual es la premisa del narrador fantástico.

  Me pregunto a menudo la razón por la que me gusta más lo fantástico que lo realista. En general recurro a la respuesta prosaica, se debe a que crecí leyendo historietas de superhéroes y leyendas artúricas, al Oesterheld de El Eternauta y al Pratt del Corto Maltés (que siempre está al filo del mundo mágico, o cuanto menos de lo onírico), a Tolkien y a Ballard, a Borges y a Cortázar. Pero el hecho de que siga tirándome más la fantasía, ahora que ya me adentré en el mundo real y lo encontré fascinante –además de terrible, debería acotar-, sugiere que deben existir razones más profundas. Hoy me conformaré con una: imagino que al escribir estoy tratando de responder a la demanda tácita de los lectores o del público de una película, que es idéntica a la demanda que yo planteo cuando oficio como lector, o como público. Abro un libro o me siento en una butaca esperando que me lleven de viaje, a un lugar que aun cuando sea mi lugar no se le parezca del todo. Abro un libro o me siento en una butaca para que me convenzan de que no estoy allí donde estoy, tumbado en mi sillón o en la oscuridad de una sala, sino en otra parte, en otro tiempo: en Asgard o en el futuro, en Camelot o en la Buenos Aires de los anarquistas. Es decir, pretendo que me encanten. Está claro que pedirme que camine sobre el escenario o sacar un conejo de una galera supone del ilusionista la misma habilidad para actuar sobre la realidad, modificándola: pero el conejo siempre será más divertido que mi caminata. Ver mi propia imagen en el espejo carece de gracia alguna; pero si mi reflejo hace cosas que yo no estoy haciendo (como lo logra en escena Eisenheim, el ilusionista encarnado por Edward Norton), mi asombro, y en consecuencia mi gratitud hacia el mago, serán mayores. Prefiero, pues, a los narradores cuyos espejos reflejan imágenes caprichosas, porque esas imágenes suelen ser un comentario sobre lo real más rico que el reflejo desnudo. Mi corazón está con aquellos que se plantan arriba del escenario y me anuncian que veré algo que no se ha visto nunca: yo creo que hoy en día los únicos herederos de Merlín son los narradores, hechiceros cuyo poder hace posible lo imposible.

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23 de octubre de 2006
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Lapsus microphonus

El pequeño exabrupto de Vladimir Putin ante la Unión Europea, cuando manifestó su envidia por el presidente de Israel porque “ha violado a diez mujeres” se suma a una larga lista de desencuentros entre mandatarios y micrófonos encendidos por sorpresa. Dicen bestialidades con tanta frecuencia que uno se pregunta si en realidad saben que los micros están encendidos, y es la única vía que les permite expresar sus verdaderas opiniones.

Recordemos si no a George Bush en plena reunión del G8 durante la última crisis de Líbano diciéndole a Blair que “lo que vamos a hacer es llamar a Siria para que detenga esta mierda” (Y no sé si cuenta la tarjetita que le pasó Condolezza Rice en la ONU preguntándole si podía ir al baño. Al menos, no se llevó el micrófono con él).

A veces, estas metidas de pata son inocentes y sin consecuencias. Pero otras, ponen en crisis  un gobierno, como la filmación que se filtró a los medios húngaros, en la que el presidente Ferenc Gyurcsany admitía con dudosa elegancia que “la hemos cagado, y no un poquito, mucho… Hemos mentido durante los últimos dieciocho meses. Y no hemos hecho nada en cuatro años. No hay un sola medida de la que podamos estar orgullosos…”. Al día siguiente, hordas de manifestantes de derecha pedían su cabeza en una bandeja. Y casi la consiguen. Los incidentes violentos y las manifestaciones fueron los más intensos que veía Budapest desde los tiempos de la cortina de hierro. 

Una de las más brutales pasadas de lengua la cometió el jefe israelí del Estado mayor Shaul Mofaz durante la operación Rempart, una ofensiva contra Cisjordania en 2002. Mientras los periodistas tomaban sus lugares para una conferencia de prensa junto a Ariel Sharon, a Mofaz se le escapó, en clara referencia a Yassir Arafat: “Nos lo tenemos que cargar”. En la grabación, Sharon se sorprende, y Mofaz insiste, “no tendremos otra oportunidad”, hasta que el primer ministro admite que sí, pero que no lo ve claro. Luego, comenzaron la conferencia y les contaron a los periodistas que sus intenciones eran buenas y puramente defensivas. 

Así como los lapsus linguae manifiestan nuestro subconsciente, los lapsus microphonus, son, en buena medida, la única ventana real que nos muestra a nuestros líderes al desnudo. Y significativamente, al creer que no hay micrófono siempre dicen exactamente lo opuesto que en público. Los presidentes de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, y de México, Vicente Fox, cayeron en la trampa durante una cumbre iberoamericana-europea en España. Su diálogo, susurrado en una esquina del palacio de congresos, es una delicia de ciencias políticas:

FH: Cómo ha crecido España ¿verdad?
VF: Sí. Cuando yo vine por primera vez, en los sesenta, el PBI español era igualito al mexicano.
FH: Ya, pero luego…
VF: Pero es que aquí la factura la pagaron Francia y Alemania. En América Latina, el único que podría hacer eso es EE. UU.

Y entonces se miran a los ojos con escepticismo.

FH: Pero eso no va a pasar.
VF:Ya.

Es el mejor y más sucinto diagnóstico político que oí en mi vida. En el fondo, deberíamos dejar de escuchar lo que los políticos nos dicen voluntariamente. La verdadera información está en sus baños, en sus alcobas, en todos esos lugares a los que no nos dejan entrar.

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23 de octubre de 2006
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LAS NEURONAS ESPEJO

Todo el mundo habla de las “neuronas espejo”. Aquello que correspondía en especial a las mujeres y consistía en hacerse más plenamente cargo de lo que le ocurría al otro ha venido a ser una habilidad neuronal descubierta en 1992 por el científico italiano Giacomo Rizzolatti.

Para saber con detalle el desarrollo del descubrimiento y los pormenores de este comportamiento neuronal acaba de aparecer un libro en la editorial Paidós titulado así Las neuronas espejo, firmado por el mismo Rizzolatti y Corrado Sinigaglia.

Las neuronas espejo son decisivas en el mundo de la empatía emocional. Hay personas que no detectan una situación embarazosa o no son capaces de captar (“no se enteran”) el estado en que se halla su vecino o su pareja, a causa de la opacidad de sus neuronas.

Gentes muy inteligentes son muy tontas socialmente. No aciertan a relacionarse o a relacionarse satisfactoriamente porque no pescan cuáles son las emociones de quien se encuentra cerca de él. En los congresos, en las reuniones sociales, gentes de valor se muestran incómodas porque no acaban de introducirse en comunicación personal alguna.

La empatía que hace tanto papel en el entendimiento y acompañamiento sentimental del otro resulta ser hoy clave no ya en la vida privada sino en la mayor parte del comercio, puesto que cada vez más la personalización, el personismo, el tú a tú, la confianza en el otro, los nexos interactivos, la perspicacia y la seducción, han pasado a la categoría de materia prima. Materia de primera necesidad en el mundo de la información y la comunicación, y de importancia decisiva para lograr éxito en el lanzamiento de las mercancías.

En la casi totalidad de las mercancías de la nueva era puesto que casi cualquier producto, desde la ropa a los videojuegos, son objetos de comunicación y emoción. Casi cualquier cosa, casi cualquier comercio o restaurante se funda hoy con el factor “e”. El e-factor o factor emocional que han puesto en primer lugar los estudios de marketing.

La especial habilidad para asumir y desenvolverse en las emociones del otro la ha bautizado Daniel Goleman como “inteligencia social”. Goleman fue, como todo el mundo sabe, el autor del best seller Inteligencia emocional y la inteligencia social viene a ser su derivación más inmediata. La inteligencia social facilita los vínculos instantáneos, genera gratificaciones recíprocas y nos confirma como personas deseables porque nada se anhela más que ser comprendidos y, aún más, presentidos. La complejidad del éxito la ilustra la presencia, según Paul Ekman, de hasta 18 tipos diferentes de sonrisa enumeradas por este superexperto de la microexpresión facial tras dedicar todo un año a observarse en el espejo (¿las neuronas espejo?).

Efectivamente el doctor Ekman está considerado una eminencia pero hay individuos sin ciencia cuya sensibilidad neuronal les permite estas y otras muchas distinciones inexploradas. El poder que puede deducirse de la empatía parece tan complejo como infinito. Una suerte de don divino luciendo en el laberinto emocional de las vidas.

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23 de octubre de 2006
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Otra repetición

El mayor encanto de las campañas electorales es que mientras duran no es necesario decir lo que pensamos de nuestros representantes: ya se lo dicen ellos solos. Rata de albañal, serpiente bífida, camaleón paranoico, simio cleptómano, lombriz renca. El zoológico se queda corto. Aunque es cierto que ellos no utilizan metáforas; su educación no lo permite.

Se dice (y es cierto) que la profesión de político es de una dureza extrema y por eso, como entre los taxistas, se produce una selección natural del idóneo. Apenas tienen tiempo libre para leer o usar un poco el cerebro, han de pasar cientos de horas comiendo en restaurantes carísimos e indigestos, el 80% de su trabajo consiste en hablar con tipos aún más beocios que ellos mismos, del gigantesco tráfico de dinero del que son responsables solo se quedan una parte mínima (aquel 3%, una limosna), sus apoderados pertenecen al ramo de la construcción que es ganado de pelo duro, han de soportar a los humoristas de la tele, posiblemente los profesionales más zafios de ese bello ente, en fin, un jardín.

En este momento tiene lugar la campaña catalana. Da bastante risa, pero también un aburrimiento de Padre del desierto, la insoportable sensación de dejá vu. Todos los partidos catalanes menos el PP (pero el PP no existe en Cataluña), han decidido que la estampa sentimental de la sociedad catalana, su icono religioso, es la República. Todos los partidos tratan de reconstruir aquel espléndido momento de pistoleros y espadones, idealizado como un calendario de paisajes olotinos. Lo que no saben es que están repitiendo con toda exactitud, en efecto, lo que ya hicieron durante la República. Si leyeran un poco…

He aquí un fragmento que tomo de una carta de Antonio Machado (2 junio 1932) en la que comenta con su acostumbrada lucidez el Estatuto catalán que se había debatido en Consejo de Ministros y que sería aprobado en septiembre del mismo año.

“La cuestión de Cataluña, sobre todo, es muy desagradable. En esto no me doy por sorprendido, porque el mismo día que supe el golpe de mano de los catalanes, lo dije: «los catalanes no nos han ayudado a traer la República, pero ellos serán los que se la lleven». Y en efecto, contra esta República, donde no faltan hombres de buena fe, milita Cataluña. Creo con don Miguel de Unamuno que el estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y en lo tocante a enseñanza algo verdaderamente intolerable”.

Me parece indicativo del indudable progreso democrático de este país en los últimos años, que si don Antonio expusiera hoy mismo sus opiniones en Gerona o Tarragona, o en las Universidades de Barcelona, sería corrido a pedradas y tachado de fascista. Cientos de periodistas (que dicen amarlo) afirmarían con aplomo que es una criatura de Jiménez Losantos. En la tele catalana varios humoristas lo utilizarían de espantajo para mostrar la estupidez de los paletos españoles. Seguramente Machado preferiría morir, en esta ocasión, algo más lejos de Colliure.

La carta se ha publicado en una nueva revista de la editorial Castalia, la Revista de Erudición y Crítica, la cual, y a pesar de su título, es de interesante lectura. A su director, Pablo Jauralde, además de darle la bienvenida, le pediría un favor: menos imaginación tipográfica. Dado el carácter de la publicación, cuanta más sobriedad, mejor. No lo digo yo, lo decía Hölderlin: la virtud propia de Occidente es la sobriedad, en contraste con el dionisismo oriental.

Y que conste que el dionisismo oriental no es solo de Oriente; incluye, por ejemplo, la costumbre de dejar puestas las fundas de plástico de los sofás recién comprados, porque brillan más que la tapicería. Hábito que algunos mafiosos neoyorkinos comparten con las mejores familias sirias y saudíes.

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23 de octubre de 2006
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NAVIDADES BLANCAS Y NEGRAS

No suelo discrepar con Vicente Verdú. Incluso cuando lo que escribe está muy lejos de lo que yo pienso o siento, descubro que me hace reflexionar sobre mis certidumbres que, la verdad, no son demasiadas. Le sigo con interés hace muchos años y siempre me parece placentero un encuentro con él y sus circunstancias. Sin embargo, lo que publicó el miércoles en su blog, ese enfado sin fisuras con “el calvo” de la lotería, contra su anuncio, sus creadores, su estética y lo que Verdú parece interpretar como ética del anuncio me desconcertaron por estar yo en las antípodas de su pensamiento, su interpretación y su aplauso a los censores del “calvo”. Me explicaré, al menos para intentar que Verdú entienda mis desacuerdos, y no porque pretenda o crea ni tener razón, ni convencer a un experto en mensajes y estética como es mi admirado Vicente Verdú.

Desde luego ninguna lotería, ni siquiera la de Navidad, es un juego de niños. La lotería es un juego de mayores que apasionó, y creo que sigue apasionando, a los adolescentes que quieren hacerse mayores, que quieren participar en ese sueño del dinero caído del cielo.  En esa trampa, en esa ilusión caímos desde el primer día que nos regalaron una participación de Navidad. La continuamos el día que nosotros compramos por primera vez un décimo, una participación. Y se fijó en nosotros el primer año que nos entretuvimos mirando, escuchando o viendo el sorteo del “gordo”.

Ya no éramos tan niños. Éramos aquellos adolescentes que empezaban a descreer en tantas cosas, en ritos, músicas, villancicos y zambombas pero que sustituimos las creencias religiosas por otras más paganas como jugar a la lotería. También fue cuando empezamos a jugar al “Monopoly”. Dejamos de creer en los portales y comenzamos a creer en el dinero. Nada que ver con el trabajo. Eran años de adolescencia, con las televisiones en blanco y negro, con la reposición de todos los años de Qué bello es vivir, con las canciones navideñas cantadas en inglés y negro por Louis Amstrong o en inglés y blanco por Bing Crosby. Y esa estética, más o menos desdibujada por el tiempo, se me volvió a aparecer cuando hace unos años me tropecé con la imagen del calvo. Cuando nuestras televisiones  ya estaban a punto de ser planas y, desde luego, cargadas de los colores a veces tan insoportablemente kitsch como los de la retransmisión de las campanadas de la Puerta del Sol, con alguna cargante pareja intentando parecer felices y graciosos, la imagen del calvo me acercó a la nostalgia de las navidades del pasado. Y las navidades son nostalgia o no son. La nostalgia ya no será la que fue pero si todavía se mantiene la Navidad es por la supervivencia de lo nostálgico. El calvo, con su misterio, con su indefinición de edad, nacionalidad, idioma e incluso vestimenta -aunque quizá un poco toque entre Hugo Boss y Armani- me recordaba a un personaje que podía venir del mundo de Frank Capra. Podía ser un elegante dependiente de ilusiones de una película navideña, en aquellos tiempos en que lo cursi tenía un estilo.

Sustituir al “calvo” en Navidad es un error. Lo es desde la estética y, según veo en un estudio sobre los rendimientos y la credibilidad del anuncio y su eficacia, también será un error desde el negocio de las loterías. De lo primero estoy casi convencido. Ya me han contado en qué consiste el anuncio que sustituirá al del calvo. Y desde luego no está cerca de esa rara presencia en una historia en blanco y negro con un calvo que podía haber sido un niño de Dickens salvado de la pobreza porque le ha debido tocar la fortuna. Y lo segundo, lo de la rentabilidad del calvo para la lotería, es decir, para el Estado, ya lo comprobaremos cuando comience la campaña con toda su intensidad.
Espero que no estemos volviendo a la estética de las muñecas del portal, ni al lujo del cava con estrella que parece anunciar unos grandes almacenes, ni a las nostalgias con vuelta a casa y abuelitos bondadosos. El calvo era otra cosa. Tenía ese poco de misterio que deben conservar los cuentos de Navidad. No  los mejores, esos son demasiado crueles. Y además tenía la música de El Doctor Zhivago, con esa nieve tan de Segovia pero que nos engañó, de eso se trata, como si estuviéramos en las estepas rusas de los convulsos años de la revolución. Y el doctor Zhivago nos caía bien, pero Lara, Julie Christie... ese ya es otro tema.

En fin, que vuelva el calvo. O como mínimo que me toque la lotería.

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20 de octubre de 2006
Blogs de autor

De los dibujos que más me animan

Hay ciertas formas de la gratitud que solo pueden provenir de la infancia, cuando todo lo que se nos daba era gratuito, en su acepción de derivado de la gracia. Una gracia a la que no costaba nada asociar con lo divino porque era inefable: se nos daba porque sí, por el simple hecho de que existíamos. Las gratitudes adquiridas entonces son, pues, las más fuertes, las más maravillosas; y por eso duran tanto como nuestras vidas, en cuyo trayecto nos acompañan, inalteradas. La gratitud hacia nuestros padres, hacia la Navidad. La gratitud hacia ciertos sabores, hacia ciertos juegos. Y la gratitud hacia ciertos dibujos animados –y por extensión hacia sus creadores.

Ayer volví a ver un documental sobre Chuck Jones que pasaba el canal de cable Film & Arts. Jones es el responsable de los dibujitos de la Edad de Oro de la Warner: Bugs Bunny, Daffy Duck (o el pato Lucas, como se le dice aquí), Tweety & Silvestre, el Correcaminos, Pepé Le Pew… En el documental (cuyo título se me escapa, porque siempre lo agarro empezado), los que rinden homenaje a Jones son algunos de los próceres del espectáculo de hoy, desde Steven Spielberg hasta Matt Groening (el creador de Los Simpson), pasando por John Lasseter, uno de los responsables de Pixar, el estudio de animación que resulta heredero natural de aquella tradición. El documental sería una delicia tan solo porque incluye infinidad de fragmentos de aquellos cortos animados, incluyendo los celebrados One Froggy Evening, What’s Opera, Doc? y The Dot and the Line. Pero además es una gran oportunidad de ver y oír al mismo Jones, que murió en 2002, y también a sus colaboradores en el engañosamente sencillo trabajo de producir dibujos animados que nunca están lejos de la genialidad.

Yo sé que, viva cuanto viva, aquellos dibujitos de la Warner seguirán produciéndome la misma sonrisa, aun cuando los haya visto ya miles de veces. La melodía que los abría y cerraba me pone de buen talante la oiga donde la oiga, al igual que la cancioncita de presentación del Correcaminos. Les debo buena porción de mi sentido del humor, de mi disfrute del absurdo, de mi educación musical y hasta de mi ética, porque me enseñaron a poner distancia de los aparentes protagonistas y a compadecerme de los supuestos villanos: después de todo el Coyote y Silvestre no pretenden otra cosa que no sea comer, y reciben en su afán una crueldad inmerecida. Les debo la Marca Acme, tan ubicua. Les debo mi tendencia a imitar voces. (Durante décadas, mi capacidad de reproducir el bip bip del Correcaminos se contó entre las habilidades que me ponían más orgulloso.) Por hache o por be, siempre encuentro alguna excusa para mencionar a estos personajes en mis novelas: pasó en Kamchatka, pasa en La batalla del calentamiento. Ahora que lo pienso, me pregunto si el recurso al latín que forma parte de La batalla no es consecuencia, de algún modo, de aquel truco habitual en el Correcaminos de congelar en el aire a los protagonistas para presentar su denominación científica; si yo apareciese alguna vez en esos cortos, mi denominación sería sin duda Warneribus fanaticus.

Sé que mi devoción es justificada, no sólo porque Spielberg & Co le hacen coro sino porque basta volver a ver aquellos dibujos para percibir que no envejecieron nada. Siguen siendo el rasero para todo lo que vino desde entonces: en sus mejores momentos, la animación del último medio siglo llega a la altura de aquellos clásicos de la Warner –pero sin superarla nunca, tan condenada a fracasar en el instante final como el Coyote a despeñarse por enésima vez.

  Al ver el homenaje a Jones hice una nota mental para comprar la colección de aquellos dibujitos en DVD, con la intención de tenerlos siempre a mano, por cierto, pero también para ubicarlos donde deben estar: entre las películas de Welles y de Kurosawa, entre los films de Coppola y los de Miyazaki, entre las obras imperecederas, las que uno arrastraría consigo a una isla desierta. La gratitud que tengo por Jones, y que le tendré siempre, deriva en parte de su gratuidad: porque podría no haber estado pero estuvo, e hizo de mi vida algo infinitamente más gozoso de lo que habría sido en su ausencia.

El documental incluía un fragmento del Correcaminos que yo no había visto nunca. De repente la cámara se aleja del desierto, revelando que lo que contemplábamos era un dibujo animado en un televisor; y al seguir alejándose descubre a los dos niños que miraban la pantalla, disfrazados para jugar y sentados sobre el suelo. Uno de ellos comenta que el pobre Coyote le da pena, que lo justo sería que alguna vez atrapase al Correcaminos. A lo que el otro comenta que si lo atrapase, se acabarían sus dibujos animados. Por lo cual, querido Coyote, los niños perennes de este mundo te pedimos disculpas. Si ese es el precio para que sus cartoons no se acaben nunca, todos le deseamos nuevas, infinitas caídas al vacío y también flamantes –y siempre defectuosos- productos marca Acme.

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20 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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