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Un día japonés

Por 13 de octubre de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

¿Nunca desearon haber nacido en otro país, nunca se soñaron parte de otra cultura? No hablo de la angustia que sobreviene cuando uno se pelea con su patria, sino de algo más liviano y lúdico, un ejercicio de la imaginación. (La consigna es imaginación o violencia, ya lo hemos dicho.) Por puro amor a las leyendas artúricas llevo décadas imaginando la Edad Media; más allá de las fuentes francesas y de los invasores teutones, el epicentro de mi fantasía han sido siempre las islas británicas. (Que por cierto, han seguido proporcionando combustible a mi alma en los siglos subsiguientes: con Robin Hood, con Shakespeare, con Dickens, con Holmes, con Tolkien, con los Beatles, con The Smiths.) En los últimos tiempos he alimentado el sueño de ser árabe. En parte por empatía, porque me solidarizo con la condición de los condenados de esta tierra, aquellos que son sospechados por el simple hecho de ser y que riegan a diario con su sangre el suelo de este planeta; pero también por amor al desierto, a ese temple que nace del vivir en un vacío perfecto, donde uno no tiene nada que perder más allá de su alma.

En estos días mi fantasía es la de ser japonés. La culpa la tiene Haruki Murakami, que me sedujo primero con Sputnik Sweetheart y ahora me tiene atrapado dentro de Kafka On The Shore, una de esas novelas que no deberían terminar nunca. Ya sé que Murakami es el menos japonés de los escritores japoneses, o el más occidental, según dicen. En todo caso reivindicaría mi derecho a jugar, aun cuando esto suponga seleccionar de la realidad tan sólo aquello que quiero, y como quiero. Pero más allá de ese derecho, creo que existe algo idiosincrático en Murakami, algo a lo que –permítanmelo- habría que llamar japonés con toda justicia, y que Murakami liga a las clásicas historias de fantasmas de su cultura, como The Tale of Genji o The Chrysanthemum Pledge. (En los últimos tiempos, los que más hicieron por traer esa veta a tiempos contemporáneos son los directores de películas como The Ring y Dark Water.)

Por supuesto, no estoy tratando de limitar el encanto de Murakami a los fantasmas que irrumpen en sus historias, ni a sus gatos parlanchines, ni a sus lluvias de sanguijuelas. Lo que me fascina es la naturalidad con que asume que aquello que denominamos realidad es tan sólo una parte –y minúscula, por cierto- de lo que ocurre en verdad, o mejor dicho: de lo que importa; y la gracia con que acepta, en consecuencia, la irrupción de lo maravilloso en esta vida que tanto empobrecemos al ver con anteojeras. Déjenme ser arbitrario y decir que ese aplomo al cual identificamos con lo oriental en general, y con lo japonés en particular, deriva de saber que tenemos puesto apenas un pie en este mundo, porque el otro está posado en una orilla que nuestros ojos no registran; estamos más yéndonos que quedándonos, lo cual nos habilita a tomar la realidad con las pinzas de quien se sabe en tránsito.

Yo encuentro en Murakami, así como en el cineasta Hayao Miyazaki (mi Walt Disney personal, así como el de mis hijas), la celebración de un estado de conciencia superior, y la puesta en práctica de una conexión con lo inefable. Leyendo Sputnik y Kafka, o viendo My Neighbour Totoro y Spirited Away, siento que me confirman que no estaba equivocado al presumir que este mundo –al menos el mundo en que yo vivo- se parece más a La Tempestad y a ciertas historias de García Márquez que a lo que me venden los noticieros. (Imaginación o violencia, otra vez la dicotomía.) Leyendo a Murakami y viendo a Miyazaki siento alivio, porque me permiten dejar de fingir que ya no veo lo que sí veo y que no sé lo que sí sé, aun cuando no cuente con una ciencia que lo avale ni con instrumentos que midan mis intuiciones. Yo soy de los que creen que uno ve con mucho más que sus ojos, y que piensa con mucho más que el cerebro. En mi fantasía, en mi juego, esto es algo que todos los japoneses tienen claro, así como nosotros damos por sentados los encantos de las garotas y la tristeza del tango.

  Así que si me permiten, este fin de semana seré japonés. Y mientras me dure Kafka On The Shore, también seré feliz.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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