Vicente Verdú
Si se restara del tiempo que los políticos dedican a los ciudadanos el tiempo que destinan a otros políticos, ¿qué quedaría? Más o menos un resto negativo que no justificaría ni su elección, su permanencia y su remuneración.
Menos todavía el amplísimo poder que le concede la ciudadanía mediante un sistema democrático convertido ya en el gran truco pervertidor de nuestro tiempo. Ni los elegidos, en la inmensa mayoría de los casos, responden a un deseo directo de los electores, ni una vez en el cargo siguen más directrices que las del jefe de su formación.
De este modo la masa política se comporta como una materia emancipada de la sociedad y entregada a las estrategias del poder del partido. Los diputados y diputadas votan esto o aquello, se personan o no, callan o vociferan en el parlamento de acuerdo a las pautas que reciben para superar las coyunturas que amenazan su preeminencia o para fortalecer su posición de dominio.
¿El partido representa la palanca para generar justicia, libertad y bienestar? El partido es ahora el partido y perdería una parte sustantiva de su existencia si cayera en la oposición. Lo decisivo es encastillarse en el poder y, para conseguirlo, el mayor trabajo se lo llevan las maniobras de defensa o ataques permanentes a la oposición.
La oposición, obviamente, procede a su vez del mismo modo. Tanto porque así se define políticamente como porque su acceso al poder quedará más o menos abierto según socave o desprestigie al rival.
La dedicación a esta labor ha crecido tanto en intensidad como en grandes proporciones de tiempo y planeamiento. Cada nuevo gobierno se inaugura con una breve ceremonia de ritual y, de inmediato, estalla o se prolonga la trifulca perpetua, una pugna ante los ciudadanos que reproduce insoportablemente el argumento anterior.
Puede ser, efectivamente, que en la sociedad del espectáculo nada pueda ser real sin su representación y nada pueda ser comunicado sin su dosis de lenguajes agresivos. Pero también, en comparación con la muy surtida oferta de entertainment, el enfrentamiento político huele ya a naftalina y aburre como una desgastada y barata función teatral.
¿Para qué esta política desvirtuada? ¿Para qué estos políticos? El rampante crecimiento de la abstención ante las urnas por todo el mundo va indicando el distanciamiento del público respecto a un cuerpo institucional en podredumbre. La corrupción de los cargos nacionales o locales, la viciosa relación entre partidos, la vileza de las acusaciones, la perfidia general en ese ámbito, obliga a revisar el sistema y a impedir cuanto antes que el erario público siga financiando esta insufrible reyerta particularista y desleal.