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Mis magos favoritos

Es bastante habitual que Hollywood procese ideas de a dos a la vez. En algún momento hubo dos películas simultáneas sobre volcanes en erupción, y no hace mucho coexistieron dos proyectos sobre Alejandro Magno. (No sé cómo habría resultado el de Baz Luhrmann, que no llegó a filmarse, pero no existe forma de que hubiese sido peor que la película de Oliver Stone.) Ahora resulta que las películas sobre Truman Capote también eran dos: Infamous se está estrenando recién ahora, porque el éxito de Capote sugirió a los productores la conveniencia de aguardar un tiempo. El jueves pasado se estrenó en la Argentina The Illusionist, un film de Neil Burger que cuenta la historia de un mago en la Viena de comienzos del siglo XX. El viernes se estrenó en los Estados Unidos The Prestige, un film de Christopher Nolan (Memento, Insomnia, Batman Begins) que cuenta la historia de dos magos que compiten entre sí en la Inglaterra victoriana. Ambas películas tienen actores fantásticos (Edward Norton y Paul Giamatti en The Illusionist, Christian Bale y Michael Caine en The Prestige), aunque sus fuentes difieran: The Illusionist está basada en una historia de Steven Millhauser, mientras que The Prestige es un guón original de Nolan con su hermano Jonathan, autores también del guión original –y endiablado, dicho sea de paso- de Memento.

Lo que esta simultaneidad me puso a pensar no fue tanto en los mecanismos de Hollywood (su carencia de ideas nunca fue más notoria: que una vez que aparece una alguien se apure a copiarla no debería extrañar a nadie), sino en el pertinaz encanto que el tema de la magia, real o ilusoria, tiene sobre mí. Corrí a ver The Illusionist apenas se estrenó, como sé que correré a ver The Prestige no bien la exhiban aquí. El misterio y la ingenuidad de las eras que ambas películas recrean también es un acicate, quizás porque nací en el siglo que tornó imposible toda inocencia.

En realidad lo que me atrae, estoy seguro, es la ruptura con el realismo que estos relatos proponen. El hecho de que traten sobre ilusionistas como Harry Houdini, lo cual equivale a decir que no poseen poderes mágicos sino habilidades mentales y físicas bien desarrolladas, no borra lo que digo sino que lo resalta. Estos ilusionistas no son hechiceros de verdad, no descienden de Merlín. Son narradores, más bien, porque con su arte cuentan una historia ficticia dándole visos de verdad, tornándola verosímil, aun cuando se trate del serruchado de una persona en dos partes; y al contarla no lo hacen para resaltar que las cosas son como son, que es la pretensión del realismo, del naturalismo, sino para que quede bien claro que las cosas no son exactamente tal como parecen –lo cual es la premisa del narrador fantástico.

  Me pregunto a menudo la razón por la que me gusta más lo fantástico que lo realista. En general recurro a la respuesta prosaica, se debe a que crecí leyendo historietas de superhéroes y leyendas artúricas, al Oesterheld de El Eternauta y al Pratt del Corto Maltés (que siempre está al filo del mundo mágico, o cuanto menos de lo onírico), a Tolkien y a Ballard, a Borges y a Cortázar. Pero el hecho de que siga tirándome más la fantasía, ahora que ya me adentré en el mundo real y lo encontré fascinante –además de terrible, debería acotar-, sugiere que deben existir razones más profundas. Hoy me conformaré con una: imagino que al escribir estoy tratando de responder a la demanda tácita de los lectores o del público de una película, que es idéntica a la demanda que yo planteo cuando oficio como lector, o como público. Abro un libro o me siento en una butaca esperando que me lleven de viaje, a un lugar que aun cuando sea mi lugar no se le parezca del todo. Abro un libro o me siento en una butaca para que me convenzan de que no estoy allí donde estoy, tumbado en mi sillón o en la oscuridad de una sala, sino en otra parte, en otro tiempo: en Asgard o en el futuro, en Camelot o en la Buenos Aires de los anarquistas. Es decir, pretendo que me encanten. Está claro que pedirme que camine sobre el escenario o sacar un conejo de una galera supone del ilusionista la misma habilidad para actuar sobre la realidad, modificándola: pero el conejo siempre será más divertido que mi caminata. Ver mi propia imagen en el espejo carece de gracia alguna; pero si mi reflejo hace cosas que yo no estoy haciendo (como lo logra en escena Eisenheim, el ilusionista encarnado por Edward Norton), mi asombro, y en consecuencia mi gratitud hacia el mago, serán mayores. Prefiero, pues, a los narradores cuyos espejos reflejan imágenes caprichosas, porque esas imágenes suelen ser un comentario sobre lo real más rico que el reflejo desnudo. Mi corazón está con aquellos que se plantan arriba del escenario y me anuncian que veré algo que no se ha visto nunca: yo creo que hoy en día los únicos herederos de Merlín son los narradores, hechiceros cuyo poder hace posible lo imposible.

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23 de octubre de 2006
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Lapsus microphonus

El pequeño exabrupto de Vladimir Putin ante la Unión Europea, cuando manifestó su envidia por el presidente de Israel porque “ha violado a diez mujeres” se suma a una larga lista de desencuentros entre mandatarios y micrófonos encendidos por sorpresa. Dicen bestialidades con tanta frecuencia que uno se pregunta si en realidad saben que los micros están encendidos, y es la única vía que les permite expresar sus verdaderas opiniones.

Recordemos si no a George Bush en plena reunión del G8 durante la última crisis de Líbano diciéndole a Blair que “lo que vamos a hacer es llamar a Siria para que detenga esta mierda” (Y no sé si cuenta la tarjetita que le pasó Condolezza Rice en la ONU preguntándole si podía ir al baño. Al menos, no se llevó el micrófono con él).

A veces, estas metidas de pata son inocentes y sin consecuencias. Pero otras, ponen en crisis  un gobierno, como la filmación que se filtró a los medios húngaros, en la que el presidente Ferenc Gyurcsany admitía con dudosa elegancia que “la hemos cagado, y no un poquito, mucho… Hemos mentido durante los últimos dieciocho meses. Y no hemos hecho nada en cuatro años. No hay un sola medida de la que podamos estar orgullosos…”. Al día siguiente, hordas de manifestantes de derecha pedían su cabeza en una bandeja. Y casi la consiguen. Los incidentes violentos y las manifestaciones fueron los más intensos que veía Budapest desde los tiempos de la cortina de hierro. 

Una de las más brutales pasadas de lengua la cometió el jefe israelí del Estado mayor Shaul Mofaz durante la operación Rempart, una ofensiva contra Cisjordania en 2002. Mientras los periodistas tomaban sus lugares para una conferencia de prensa junto a Ariel Sharon, a Mofaz se le escapó, en clara referencia a Yassir Arafat: “Nos lo tenemos que cargar”. En la grabación, Sharon se sorprende, y Mofaz insiste, “no tendremos otra oportunidad”, hasta que el primer ministro admite que sí, pero que no lo ve claro. Luego, comenzaron la conferencia y les contaron a los periodistas que sus intenciones eran buenas y puramente defensivas. 

Así como los lapsus linguae manifiestan nuestro subconsciente, los lapsus microphonus, son, en buena medida, la única ventana real que nos muestra a nuestros líderes al desnudo. Y significativamente, al creer que no hay micrófono siempre dicen exactamente lo opuesto que en público. Los presidentes de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, y de México, Vicente Fox, cayeron en la trampa durante una cumbre iberoamericana-europea en España. Su diálogo, susurrado en una esquina del palacio de congresos, es una delicia de ciencias políticas:

FH: Cómo ha crecido España ¿verdad?
VF: Sí. Cuando yo vine por primera vez, en los sesenta, el PBI español era igualito al mexicano.
FH: Ya, pero luego…
VF: Pero es que aquí la factura la pagaron Francia y Alemania. En América Latina, el único que podría hacer eso es EE. UU.

Y entonces se miran a los ojos con escepticismo.

FH: Pero eso no va a pasar.
VF:Ya.

Es el mejor y más sucinto diagnóstico político que oí en mi vida. En el fondo, deberíamos dejar de escuchar lo que los políticos nos dicen voluntariamente. La verdadera información está en sus baños, en sus alcobas, en todos esos lugares a los que no nos dejan entrar.

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23 de octubre de 2006
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LAS NEURONAS ESPEJO

Todo el mundo habla de las “neuronas espejo”. Aquello que correspondía en especial a las mujeres y consistía en hacerse más plenamente cargo de lo que le ocurría al otro ha venido a ser una habilidad neuronal descubierta en 1992 por el científico italiano Giacomo Rizzolatti.

Para saber con detalle el desarrollo del descubrimiento y los pormenores de este comportamiento neuronal acaba de aparecer un libro en la editorial Paidós titulado así Las neuronas espejo, firmado por el mismo Rizzolatti y Corrado Sinigaglia.

Las neuronas espejo son decisivas en el mundo de la empatía emocional. Hay personas que no detectan una situación embarazosa o no son capaces de captar (“no se enteran”) el estado en que se halla su vecino o su pareja, a causa de la opacidad de sus neuronas.

Gentes muy inteligentes son muy tontas socialmente. No aciertan a relacionarse o a relacionarse satisfactoriamente porque no pescan cuáles son las emociones de quien se encuentra cerca de él. En los congresos, en las reuniones sociales, gentes de valor se muestran incómodas porque no acaban de introducirse en comunicación personal alguna.

La empatía que hace tanto papel en el entendimiento y acompañamiento sentimental del otro resulta ser hoy clave no ya en la vida privada sino en la mayor parte del comercio, puesto que cada vez más la personalización, el personismo, el tú a tú, la confianza en el otro, los nexos interactivos, la perspicacia y la seducción, han pasado a la categoría de materia prima. Materia de primera necesidad en el mundo de la información y la comunicación, y de importancia decisiva para lograr éxito en el lanzamiento de las mercancías.

En la casi totalidad de las mercancías de la nueva era puesto que casi cualquier producto, desde la ropa a los videojuegos, son objetos de comunicación y emoción. Casi cualquier cosa, casi cualquier comercio o restaurante se funda hoy con el factor “e”. El e-factor o factor emocional que han puesto en primer lugar los estudios de marketing.

La especial habilidad para asumir y desenvolverse en las emociones del otro la ha bautizado Daniel Goleman como “inteligencia social”. Goleman fue, como todo el mundo sabe, el autor del best seller Inteligencia emocional y la inteligencia social viene a ser su derivación más inmediata. La inteligencia social facilita los vínculos instantáneos, genera gratificaciones recíprocas y nos confirma como personas deseables porque nada se anhela más que ser comprendidos y, aún más, presentidos. La complejidad del éxito la ilustra la presencia, según Paul Ekman, de hasta 18 tipos diferentes de sonrisa enumeradas por este superexperto de la microexpresión facial tras dedicar todo un año a observarse en el espejo (¿las neuronas espejo?).

Efectivamente el doctor Ekman está considerado una eminencia pero hay individuos sin ciencia cuya sensibilidad neuronal les permite estas y otras muchas distinciones inexploradas. El poder que puede deducirse de la empatía parece tan complejo como infinito. Una suerte de don divino luciendo en el laberinto emocional de las vidas.

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23 de octubre de 2006
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Otra repetición

El mayor encanto de las campañas electorales es que mientras duran no es necesario decir lo que pensamos de nuestros representantes: ya se lo dicen ellos solos. Rata de albañal, serpiente bífida, camaleón paranoico, simio cleptómano, lombriz renca. El zoológico se queda corto. Aunque es cierto que ellos no utilizan metáforas; su educación no lo permite.

Se dice (y es cierto) que la profesión de político es de una dureza extrema y por eso, como entre los taxistas, se produce una selección natural del idóneo. Apenas tienen tiempo libre para leer o usar un poco el cerebro, han de pasar cientos de horas comiendo en restaurantes carísimos e indigestos, el 80% de su trabajo consiste en hablar con tipos aún más beocios que ellos mismos, del gigantesco tráfico de dinero del que son responsables solo se quedan una parte mínima (aquel 3%, una limosna), sus apoderados pertenecen al ramo de la construcción que es ganado de pelo duro, han de soportar a los humoristas de la tele, posiblemente los profesionales más zafios de ese bello ente, en fin, un jardín.

En este momento tiene lugar la campaña catalana. Da bastante risa, pero también un aburrimiento de Padre del desierto, la insoportable sensación de dejá vu. Todos los partidos catalanes menos el PP (pero el PP no existe en Cataluña), han decidido que la estampa sentimental de la sociedad catalana, su icono religioso, es la República. Todos los partidos tratan de reconstruir aquel espléndido momento de pistoleros y espadones, idealizado como un calendario de paisajes olotinos. Lo que no saben es que están repitiendo con toda exactitud, en efecto, lo que ya hicieron durante la República. Si leyeran un poco…

He aquí un fragmento que tomo de una carta de Antonio Machado (2 junio 1932) en la que comenta con su acostumbrada lucidez el Estatuto catalán que se había debatido en Consejo de Ministros y que sería aprobado en septiembre del mismo año.

“La cuestión de Cataluña, sobre todo, es muy desagradable. En esto no me doy por sorprendido, porque el mismo día que supe el golpe de mano de los catalanes, lo dije: «los catalanes no nos han ayudado a traer la República, pero ellos serán los que se la lleven». Y en efecto, contra esta República, donde no faltan hombres de buena fe, milita Cataluña. Creo con don Miguel de Unamuno que el estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y en lo tocante a enseñanza algo verdaderamente intolerable”.

Me parece indicativo del indudable progreso democrático de este país en los últimos años, que si don Antonio expusiera hoy mismo sus opiniones en Gerona o Tarragona, o en las Universidades de Barcelona, sería corrido a pedradas y tachado de fascista. Cientos de periodistas (que dicen amarlo) afirmarían con aplomo que es una criatura de Jiménez Losantos. En la tele catalana varios humoristas lo utilizarían de espantajo para mostrar la estupidez de los paletos españoles. Seguramente Machado preferiría morir, en esta ocasión, algo más lejos de Colliure.

La carta se ha publicado en una nueva revista de la editorial Castalia, la Revista de Erudición y Crítica, la cual, y a pesar de su título, es de interesante lectura. A su director, Pablo Jauralde, además de darle la bienvenida, le pediría un favor: menos imaginación tipográfica. Dado el carácter de la publicación, cuanta más sobriedad, mejor. No lo digo yo, lo decía Hölderlin: la virtud propia de Occidente es la sobriedad, en contraste con el dionisismo oriental.

Y que conste que el dionisismo oriental no es solo de Oriente; incluye, por ejemplo, la costumbre de dejar puestas las fundas de plástico de los sofás recién comprados, porque brillan más que la tapicería. Hábito que algunos mafiosos neoyorkinos comparten con las mejores familias sirias y saudíes.

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23 de octubre de 2006
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NAVIDADES BLANCAS Y NEGRAS

No suelo discrepar con Vicente Verdú. Incluso cuando lo que escribe está muy lejos de lo que yo pienso o siento, descubro que me hace reflexionar sobre mis certidumbres que, la verdad, no son demasiadas. Le sigo con interés hace muchos años y siempre me parece placentero un encuentro con él y sus circunstancias. Sin embargo, lo que publicó el miércoles en su blog, ese enfado sin fisuras con “el calvo” de la lotería, contra su anuncio, sus creadores, su estética y lo que Verdú parece interpretar como ética del anuncio me desconcertaron por estar yo en las antípodas de su pensamiento, su interpretación y su aplauso a los censores del “calvo”. Me explicaré, al menos para intentar que Verdú entienda mis desacuerdos, y no porque pretenda o crea ni tener razón, ni convencer a un experto en mensajes y estética como es mi admirado Vicente Verdú.

Desde luego ninguna lotería, ni siquiera la de Navidad, es un juego de niños. La lotería es un juego de mayores que apasionó, y creo que sigue apasionando, a los adolescentes que quieren hacerse mayores, que quieren participar en ese sueño del dinero caído del cielo.  En esa trampa, en esa ilusión caímos desde el primer día que nos regalaron una participación de Navidad. La continuamos el día que nosotros compramos por primera vez un décimo, una participación. Y se fijó en nosotros el primer año que nos entretuvimos mirando, escuchando o viendo el sorteo del “gordo”.

Ya no éramos tan niños. Éramos aquellos adolescentes que empezaban a descreer en tantas cosas, en ritos, músicas, villancicos y zambombas pero que sustituimos las creencias religiosas por otras más paganas como jugar a la lotería. También fue cuando empezamos a jugar al “Monopoly”. Dejamos de creer en los portales y comenzamos a creer en el dinero. Nada que ver con el trabajo. Eran años de adolescencia, con las televisiones en blanco y negro, con la reposición de todos los años de Qué bello es vivir, con las canciones navideñas cantadas en inglés y negro por Louis Amstrong o en inglés y blanco por Bing Crosby. Y esa estética, más o menos desdibujada por el tiempo, se me volvió a aparecer cuando hace unos años me tropecé con la imagen del calvo. Cuando nuestras televisiones  ya estaban a punto de ser planas y, desde luego, cargadas de los colores a veces tan insoportablemente kitsch como los de la retransmisión de las campanadas de la Puerta del Sol, con alguna cargante pareja intentando parecer felices y graciosos, la imagen del calvo me acercó a la nostalgia de las navidades del pasado. Y las navidades son nostalgia o no son. La nostalgia ya no será la que fue pero si todavía se mantiene la Navidad es por la supervivencia de lo nostálgico. El calvo, con su misterio, con su indefinición de edad, nacionalidad, idioma e incluso vestimenta -aunque quizá un poco toque entre Hugo Boss y Armani- me recordaba a un personaje que podía venir del mundo de Frank Capra. Podía ser un elegante dependiente de ilusiones de una película navideña, en aquellos tiempos en que lo cursi tenía un estilo.

Sustituir al “calvo” en Navidad es un error. Lo es desde la estética y, según veo en un estudio sobre los rendimientos y la credibilidad del anuncio y su eficacia, también será un error desde el negocio de las loterías. De lo primero estoy casi convencido. Ya me han contado en qué consiste el anuncio que sustituirá al del calvo. Y desde luego no está cerca de esa rara presencia en una historia en blanco y negro con un calvo que podía haber sido un niño de Dickens salvado de la pobreza porque le ha debido tocar la fortuna. Y lo segundo, lo de la rentabilidad del calvo para la lotería, es decir, para el Estado, ya lo comprobaremos cuando comience la campaña con toda su intensidad.
Espero que no estemos volviendo a la estética de las muñecas del portal, ni al lujo del cava con estrella que parece anunciar unos grandes almacenes, ni a las nostalgias con vuelta a casa y abuelitos bondadosos. El calvo era otra cosa. Tenía ese poco de misterio que deben conservar los cuentos de Navidad. No  los mejores, esos son demasiado crueles. Y además tenía la música de El Doctor Zhivago, con esa nieve tan de Segovia pero que nos engañó, de eso se trata, como si estuviéramos en las estepas rusas de los convulsos años de la revolución. Y el doctor Zhivago nos caía bien, pero Lara, Julie Christie... ese ya es otro tema.

En fin, que vuelva el calvo. O como mínimo que me toque la lotería.

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20 de octubre de 2006
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De los dibujos que más me animan

Hay ciertas formas de la gratitud que solo pueden provenir de la infancia, cuando todo lo que se nos daba era gratuito, en su acepción de derivado de la gracia. Una gracia a la que no costaba nada asociar con lo divino porque era inefable: se nos daba porque sí, por el simple hecho de que existíamos. Las gratitudes adquiridas entonces son, pues, las más fuertes, las más maravillosas; y por eso duran tanto como nuestras vidas, en cuyo trayecto nos acompañan, inalteradas. La gratitud hacia nuestros padres, hacia la Navidad. La gratitud hacia ciertos sabores, hacia ciertos juegos. Y la gratitud hacia ciertos dibujos animados –y por extensión hacia sus creadores.

Ayer volví a ver un documental sobre Chuck Jones que pasaba el canal de cable Film & Arts. Jones es el responsable de los dibujitos de la Edad de Oro de la Warner: Bugs Bunny, Daffy Duck (o el pato Lucas, como se le dice aquí), Tweety & Silvestre, el Correcaminos, Pepé Le Pew… En el documental (cuyo título se me escapa, porque siempre lo agarro empezado), los que rinden homenaje a Jones son algunos de los próceres del espectáculo de hoy, desde Steven Spielberg hasta Matt Groening (el creador de Los Simpson), pasando por John Lasseter, uno de los responsables de Pixar, el estudio de animación que resulta heredero natural de aquella tradición. El documental sería una delicia tan solo porque incluye infinidad de fragmentos de aquellos cortos animados, incluyendo los celebrados One Froggy Evening, What’s Opera, Doc? y The Dot and the Line. Pero además es una gran oportunidad de ver y oír al mismo Jones, que murió en 2002, y también a sus colaboradores en el engañosamente sencillo trabajo de producir dibujos animados que nunca están lejos de la genialidad.

Yo sé que, viva cuanto viva, aquellos dibujitos de la Warner seguirán produciéndome la misma sonrisa, aun cuando los haya visto ya miles de veces. La melodía que los abría y cerraba me pone de buen talante la oiga donde la oiga, al igual que la cancioncita de presentación del Correcaminos. Les debo buena porción de mi sentido del humor, de mi disfrute del absurdo, de mi educación musical y hasta de mi ética, porque me enseñaron a poner distancia de los aparentes protagonistas y a compadecerme de los supuestos villanos: después de todo el Coyote y Silvestre no pretenden otra cosa que no sea comer, y reciben en su afán una crueldad inmerecida. Les debo la Marca Acme, tan ubicua. Les debo mi tendencia a imitar voces. (Durante décadas, mi capacidad de reproducir el bip bip del Correcaminos se contó entre las habilidades que me ponían más orgulloso.) Por hache o por be, siempre encuentro alguna excusa para mencionar a estos personajes en mis novelas: pasó en Kamchatka, pasa en La batalla del calentamiento. Ahora que lo pienso, me pregunto si el recurso al latín que forma parte de La batalla no es consecuencia, de algún modo, de aquel truco habitual en el Correcaminos de congelar en el aire a los protagonistas para presentar su denominación científica; si yo apareciese alguna vez en esos cortos, mi denominación sería sin duda Warneribus fanaticus.

Sé que mi devoción es justificada, no sólo porque Spielberg & Co le hacen coro sino porque basta volver a ver aquellos dibujos para percibir que no envejecieron nada. Siguen siendo el rasero para todo lo que vino desde entonces: en sus mejores momentos, la animación del último medio siglo llega a la altura de aquellos clásicos de la Warner –pero sin superarla nunca, tan condenada a fracasar en el instante final como el Coyote a despeñarse por enésima vez.

  Al ver el homenaje a Jones hice una nota mental para comprar la colección de aquellos dibujitos en DVD, con la intención de tenerlos siempre a mano, por cierto, pero también para ubicarlos donde deben estar: entre las películas de Welles y de Kurosawa, entre los films de Coppola y los de Miyazaki, entre las obras imperecederas, las que uno arrastraría consigo a una isla desierta. La gratitud que tengo por Jones, y que le tendré siempre, deriva en parte de su gratuidad: porque podría no haber estado pero estuvo, e hizo de mi vida algo infinitamente más gozoso de lo que habría sido en su ausencia.

El documental incluía un fragmento del Correcaminos que yo no había visto nunca. De repente la cámara se aleja del desierto, revelando que lo que contemplábamos era un dibujo animado en un televisor; y al seguir alejándose descubre a los dos niños que miraban la pantalla, disfrazados para jugar y sentados sobre el suelo. Uno de ellos comenta que el pobre Coyote le da pena, que lo justo sería que alguna vez atrapase al Correcaminos. A lo que el otro comenta que si lo atrapase, se acabarían sus dibujos animados. Por lo cual, querido Coyote, los niños perennes de este mundo te pedimos disculpas. Si ese es el precio para que sus cartoons no se acaben nunca, todos le deseamos nuevas, infinitas caídas al vacío y también flamantes –y siempre defectuosos- productos marca Acme.

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20 de octubre de 2006
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Costumbrismo ontológico

Tremenda fatiga. Llego al hotel a las diez de la noche, tiro los trastos y salgo en busca de algún alimento, cualquier cosa, lo que sea, fideos, donuts, esturión al ajillo, me da lo mismo. No he comido nada desde las ocho de la mañana. Entro casi sin mirar en la primera puerta que encuentro, la Cafetería Bar Iberia Salón Comedor y me asalta una emoción intensa, adolescente.

Suelo de losa verde, apoyadero de mármol plástico imitación jade chino hasta media altura, el resto gris rata, apliques de latón con tulipas translúcidas floreadas, percheros de bola, manteles de papel a cuadros marrones, un aparador lleno de flanes de huevo y periódicos viejos. En la tele retransmiten el partido Real Madrid vs. Steaua de Bucarest. Tomo asiento.

Se acerca un camarero cojo vestido de mandilón con lamparones y chaleco blanco al que falta un botón. Pido dos primeros, ¿es posible?, (no contesta), lentejas y patata con carne, dos clásicos de cuando estudiaba y el mundo iba a ser mucho mejor y lo íbamos a conseguir nosotros. Se va tic toc tic toc.

Un escalofrío de voluptuosidad me recorre el espinazo. Estoy a punto de pedir tinto El Sotillo con La Casera, como mi vecino de mesa, un hombre sin barbilla y nariz pontifical, pero me contengo. En el salón comedor Iberia sólo hay hombres y el más joven tendrá sobre los cincuenta y siete. “¿Y beber?”, dice. Ha vuelto como un aparecido. Me pido una cerveza, pero que no esté muy fría, por favor, hoy he caminado bajo la lluvia y estoy temblando. El cojo me mira con una sabiduría secular, abismal, paleolítica y me trae una cerveza helada. Tiene razón. ¿Cómo se me ocurre pedir estas tonterías?

Cuando el Madrid marca su cuarto gol, todos los comensales dicen: “gol” con una voz neutra, sin expresión, minimalista, como si saludaran a un colega que acaba de entrar, pero todos al mismo tiempo, con una exquisita articulación a capella. Uno de ellos, solista, añade para sí mirando al plato y pinchando una albóndiga: “Muy bonito. Mu-y bo-nito”.

El cojo se acerca a un caballero rebozado en chándal amarillo limón, pelo rapado y gafas culo de vaso y le pregunta con rotunda seriedad: “¿Hace el segundo, guapo?”. El del chándal asiente de mala gana y sorbe la coca-cola de su vaso de tubo. “¿Qué era, el codillo?”. El del chándal levanta la cabeza como si le hubiera picado un áspid y se le queda mirando al camarero de hito en hito y con expresión indignada: “¿Voy yo a comer esa mariconada?”. Y luego, con un gesto de infinita paciencia y venga-ya-que-no-me-molestes-más-en-toda-tu-puta-vida grita: “¡Tráeme el chicharro, no me fastidies!”.

Estos lugares conservan la belleza infinita de una sociedad sana, digna, señorial, inasequible al diseño y en donde los restaurantes son como han de ser y como eran en tiempos de Mesonero Romanos. Ocho euros treinta.

Al salir me cruzo con un punto de enorme caja torácica, coleta, patillas a lo Machaquito, collares de oro y un palillo en la boca. Avanza despacio, no sin cierto contoneo bien estudiado. Al fondo se oye: “¡Cuidao las carteras, que llega el Carota!”. El Carota avanza como un buque oxidado, aún valiente, aún marinero, capaz de cruzarse el Atlántico aunque sea a remo, y sonríe con inmensa satisfacción.

Regreso al hotel totalmente reconciliado con el mundo y con la Creación en general.

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20 de octubre de 2006
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Un mundo sin bebés

Antes, las películas de ciencia ficción tenían escenarios sofisticados. La gente vestía trajes elásticos como de neopreno y circulaba en vehículos voladores. Los edificios se superponían elefantiásicamente unos a otros. Todo el mundo usaba máquinas constantemente, para lavarse los dientes, controlar el tráfico o disparar a los alienígenas. Hoy en día, en cambio, los escenarios de ciencia ficción son las calles actuales tal cual están. Al parecer, en algún momento llegó el futuro, y ahora vivimos instalados en él. Acomódense. Esto era.

Al menos eso sugería el director Michael Winterbottom en Código 46, y ahora, eso es lo que se trae Alfonso Cuarón en su nueva entrega: Hijos de los hombres. Ambas películas están rodadas en lugares sin exceso de maquillaje, tal y como son. Ambas ponen de manifiesto el muro global entre ricos y pobres, cuyas manifestaciones son cada día más físicas y tangibles. Ambas hablan de la preocupación del ser humano por reproducirse. Y ambas, de más está decirlo, presentan un panorama más bien negro al respecto. Pero por si te aburre la filosofía, Hijos de los hombres añade al tema una buena dosis de tanques, fusiles, guerrilleros y campos de concentración para mantener atentos hasta a los fans de Silvester Stallone.

Y es que Cuarón –que por lo visto es capaz de salir bien parado de cualquier género, sea la fantasía de Harry Potter o el realismo cachondo de Y tú mamá también- ahora luce sus talentos en una fábula de ciencia ficción, cuyo mayor valor, como ha sido siempre, no es predecir el futuro sino observar con lucidez el presente. Y la pregunta que plantea es bastante significativa: “Si no somos capaces de convivir sin asesinarnos ¿Para qué queremos reproducirnos? ¿Qué futuro tiene nuestra especie en manos de sí misma?”. Porque, si en algo concuerdan los últimos ejemplos literarios y cinematográficos de ciencia ficción es en que el villano ya no viene de otro planeta –como los marcianos o los klingon-, ni siquiera ha sido construido por el ser humano –como los replicantes o la bomba atómica-. No. Ahora los malos somos nosotros, igual de desnudos y escuetos que los escenarios, sin más armas que nuestra proverbial ceguera y algún que otro obsoleto AKM.

Lo fácil era llevar esta historia por los derroteros convencionales: unos rebeldes buenos quieren huir del estado malo para salvar al último bebé del planeta. El protagonista se enamora de la madre y juntos refundan la humanidad. Pues bien, Cuarón –y el autor de la novela original, P.D. James- optan por contradecir todos y cada uno de los modelos posibles: el estado es bastante malo pero los guerrilleros son casi peores, el protagonista pasa de todo y acaba metido en este embrollo de pura mala suerte, y la madre del bebé detesta a ese tipo desde que lo ve por primera vez. No contaré el final, que no es precisamente triste, pero diré que tampoco es un lecho de rosas.

Al hacerlo así, Cuarón retrata uno de los aspectos más importantes del presente: la confusión moral de nuestro tiempo. Antes, en esa época en que los personajes del futuro usaban los trajes de plástico, el mundo estaba dividido en dos y todos sabían, según en qué mitad vivieran, quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos: quiénes usarían los paneles solares y quiénes andarían por sus ciudades con máscaras de oxígeno. Hoy en día, se nos ha descuajeringado la estructura moral. En el dodecaedro ético del siglo XXI suele haber malos y peores, y nosotros mismos no tenemos claro de qué lado estamos. Si el cine debe ofrecernos un mundo que parece más real que el nuestro, Hijos de los hombres no solo lo logra, sino que construye un espejo deformante de nuestra propia desidia, de los fallos con que nuestro mundo se precipita torpemente hacia el abismo.

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20 de octubre de 2006
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PERVERSIÓN O ESPECULACIÓN

Las periferias fueron el espacio preferido por los urbanistas y arquitectos de hace algunos años. Leían en su desorden y su descontrol, en su caos y su negligencia, signos auténticos de nuestro tiempo.

La ciudad se generaba en esos territorios siguiendo el dictado del accidente. No había plan que preconcibiera el rostro de la ciudad y su caracterización nacía de la sucesiva adición de circunstancias. La imprevisibilidad sustituía a la ordenada previsión, el movimiento orgánico al mecanicismo, la biología a la física.

Todo encajaba con los paradigmas posmodernistas que saltaban sobre la geometría de la razón para producir una postrazón o geometría emocionada. Y se hacían coherentes con la clase de conocimiento imperante en la filosofía o en la ciencia, en la psicosociología y en la filosofía de la ciencia.

El caos, la catástrofe resultante, daba pie a la contemplación de la “belleza convulsa” que proclamaban las vanguardias surrealistas. La ciudad se hacía a sí misma con el espontáneo comportamiento de un tejido celular. El urbanismo decimonónico y su ilustración expiraban en manos de un postmodernismo imprevisible, improvisador y tan bárbaro como orgánico. Rem Koolhaas, el arquitecto más admirado y premiado, había descrito el fenómeno del desorden de nuestras ciudades como la eximia creación de la especulación. El especulador tomaba en sus manos la función del urbanizador y marcaba la ocupación del territorio a través de una patología inmoral convertida en la identidad creadora de nuestro tiempo.

De esa visión urbana o posturbana, posturbana o transurbana, se nutren las actuales periferias de España en un grado superlativo. O mejor sería decir: así se gestan los nuevos ensanches de las ciudades, pueblos y aldeas de España. No importa en qué dirección se viaje ni en qué contemplación se detenga la vista,  las ciudades se dilatan  través de porciones desalineadas o no que, siendo en su mayoría viviendas adosadas, reptan por valles y colinas, coronan las lomas y prosiguen su proliferación al otro lado de los sotos hasta un horizonte sin definición.

No hay centro ni línea de referencia, tampoco una estampa mágica que opere como escenario de la atracción. El movimiento avanza sin búsqueda de un destino porque las construcciones no se dirigen hacia ninguna meta determinada. Van uniéndose o abrochándose entre sí bajo la compulsión de  aproximarse a una distancia crítica de imantación, compañía o protección. La orientación que adquiere el conjunto pudo deberse originariamente a la relevancia de un panorama, el paisaje de unas lomas o la presencia del mar, pero más tarde la mancha urbana se extiende como un cuerpo sin cabeza, sin más ley que la ocupación del territorio y la conexión decapitada con la masa anterior.

En lugares costeros como Torrevieja y tantas otras poblaciones del litoral, las urbanizaciones más recientes no miran al mar, miran a las anteriores urbanizaciones que miraron a las anteriores urbanizaciones que miraron a las anteriores urbanizaciones que llegaron a avistar lejanamente la orilla.  La consecuencia final de su delirio desemboca en conjuntos distanciados absolutamente de la costa imaginaria y girando ya  su orientación a la carretera porque en la tesitura de no ver prácticamente nada diferente a otras viviendas idénticas se prefiere ver a los coches pasar.

De esta aberración son partícipes millones de metros cuadrados construidos y centenares de miles de viviendas, primarias o secundarias. La especulación inmobiliaria ha forjado esta clase de estructura habitacional autoreferente (“especular”o “especulativa”) y, en consecuencia, no puede entenderse nada si se observa desde el exterior. La inexplicable locura de la formidable demanda de adosados emplazados en lugares inhóspitos y sin ninguna gratificación aparente en su entorno debe ser superada por la lógica interna de esa construcción alienante y ciega: alienada, alineada a otras construcciones y cuya legitimación se encuentra en el protocolo de la compulsión, en el engranaje de la neurosis, en la patología auténtica del urbanismo que dirige y otorga significado a la ataraxia de la máxima especulación.

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20 de octubre de 2006
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A la cárcel con “Madonna”

Imagino que las imágenes habrán dado la vuelta al mundo. La celebración del 17 de octubre, fecha magna del peronismo que recuerda la pueblada de 1945, se convirtió en una fiesta de la violencia. La jornada que culminaría con el traslado de los restos de Perón a una casaquinta de San Vicente culminó, en cambio, en trifulcas a palo y tiro limpio, con medio centenar de heridos entre los que no hubo muertos tan solo por casualidad. Se los puedo jurar: ver en vivo las imágenes que mostraban a estos energúmenos apaleando literalmente a un hombre caído fue una de las experiencias más horrendas de mi vida; no existe impotencia más terrible que la de presenciar un horror y no tener forma de ponerle fin. 

Lo que ocurrió fue expresión de un fenómeno complejísimo, con infinidad de lecturas posibles. Tiene que ver con una práctica política que muchos desearíamos ver terminada, pero que sigue vigente en este país: el manejo del poder mediante lo que aquí llamamos patotas, grupos de choque conformados por muchachones desocupados a los que punteros políticos, diputados, senadores, intendentes y gobernadores utilizan en sus mítines proselitistas y como fuerza de presión, entregándoles a cambio algo de dinero, el cargo de “asesores” u otra serie de prebendas. (Pocos días atrás, el recurso a las patotas se hizo evidente también en el conflicto que estalló en el Hospital Francés). Aquí suele decirse que el peronismo es la única fuerza en condiciones de gobernar el país, utilizando como ejemplo el triste destino de los gobiernos extraperonistas de los últimos treinta años. Habría que decir, en todo caso, que parte de la responsabilidad de la caída de esos gobiernos se debe, más allá del dato indiscutible de su propia inoperancia, al accionar de estas patotas manejadas por caciques peronistas. La batalla campal del 17 reavivó un dilema del que el presidente Kirchner es consciente: ¿se puede gobernar democráticamente a caballo de una fuerza política con tendencia al matonismo, al accionar mafioso? O para ponerlo de otra forma: ¿se puede redimir al peronismo desde adentro, o no existe otra salida que la de crear una nueva fuerza política progresista –con todo el tiempo y el esfuerzo que esto requeriría en una Argentina que no terminó de salir de su crisis terminal? (El quid de la cuestión es, en el fondo: ¿saldrá alguna vez de esta crisis si no genera una fuerza política progresista que esté libre de los vicios del peronismo?).

También hubo aquí algo del culto a la muerte al que somos tan afectos. (Tomas Eloy Martínez ha escrito algunas páginas maravillosas sobre el asunto). No es posible olvidar que el cadáver al que se trasladó el 17 es uno al que le faltan las manos, que fueron cortadas y robadas hace años y que nunca volvieron a aparecer.

En la superficie, la gresca se inició como parte de una disputa entre gremios. (Todos formalmente peronistas, por cierto). Lo que espanta es la facilidad con que esta gente acude a la violencia para dirimir sus asuntos. Y la naturalidad con que sus líderes políticos justifican este accionar. Por cierto, qué decir entonces de sus abogados. Daniel Llermanos pidió ayer que se eximiese de prisión al sindicalista camionero Emilio Madonna Quiroz, a quien las cámaras de TV registraron en primer plano disparando a quemarropa con su pistola, con el argumento de que había sufrido “un ataque de nervios”. Hasta donde entiendo, cuando uno tiene un ataque de nervios se arranca los pelos, rompe platos o toma pastillas, todo lo cual ya es en sí mismo inexcusable. Pero vaciar un cargador entero debería entrar en otra categoría, presumo yo. El abogado Llermanos pretende que Quiroz no quiso herir a nadie, dado que disparó contra un portón. Lo que se cuidó de aclarar fue que detrás de ese portón estaban los sindicalistas de otro gremio, que con lógica infantil pretendían impedir el acceso de los camioneros. Si Madonna no mató a nadie fue porque le pegó a la pared o porque el portón era demasiado grueso, y no precisamente porque, como también se alegó por ahí, Quiroz estaba tratando de “reestablecer el orden”. En todo caso, si uno quisiese reestablecer el orden a lo cowboy dispararía al cielo, y Quiroz disparó con saña hacia sus adversarios.

Está claro que necesitamos de la justicia humana, lo cual supone que también necesitamos a los abogados. Pero argumentos como los de Llermanos son los que cargan de humor al viejo chiste sobre los abogados en el océano. Supongo que lo conocen. Es ese que pregunta cómo se le dice a cuarenta abogados en el fondo del mar.

Se le dice un buen comienzo.

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19 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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