Hace casi veinticinco años que murió y ha pasado ya el trabajo del duelo. Ahora podemos regresar a él sin que nos pese su ausencia. Durante muchos años lo hemos tenido abandonado. Ahora, mientras escribo, estoy escuchando de nuevo el disco que me lo descubrió, un vinilo del sello Columbia en el que da su heterodoxa versión del concierto para teclado BWV 1052 de Bach. Dirige Bernstein, con quien tendría un celebérrimo encontronazo el día en que el americano aceptó dirigirle en el primero de Brahms.
El entusiasmo que provocó Glenn Gould en los años setenta guarda relación con el entusiasmo general de todas las radicalidades en aquella década. De pronto unos tipos raros y desconocidos exponían ladrillos y montones de tierra y telarañas y restos de basura mecánica y fotografías desenfocadas y cartelitos con frases absurdas en garajes del extrarradio neoyorkino. Una auténtica porquería. Pero sabíamos que era un modo de gritar que Pollock y Rothko y Bacon y todas las figuras de galería para millonarios eran la mera continuación de Delacroix y de Puvis de Chavannes y que se había acabado el romanticismo y el idealismo y la metafísica y las burguesísimas vanguardias. Así eran, aquellos años.
Cuando escuché por primera vez aquel vinilo comprado en Londres por mera intuición (me costó el equivalente a cinco horas de lavar platos) creí ver cómo un muchacho insolente expulsaba del reino musical a todos los que habían hecho de Bach un crooner, un romántico, un sentimental, un austriaco aficionado a las tortas Sacher, como mucho más tarde escribiría Bernhard en El Malogrado. Y les expulsaba con un swing prodigioso que el pobre Bernstein soportaba estoicamente. Los siguientes conciertos de la serie los grabó con Golschmann, un director acomodaticio sin las pretensiones de Bernstein.
Lo más sorprendente es que el nihilismo de Gould era perfectamente compatible con el regreso a la autoridad del clave en las grabaciones historicistas de Leonhardt. Los puristas abominaban de aquel Bach tocado al piano y por lo tanto falsificado, pero a los aficionados nos parecía la misma música, unas veces brillaba con reflejos metálicos, otras golpeaba con la caricia de un martillo aterciopelado.
Luego supimos que Gould era un canadiense impresentable, que no daba la mano por temor a los contagios, que no se lavaba porque la mugre le protegía de los microbios, que odiaba dar conciertos, que se había encerrado en un estudio donde grababa constantemente sus caprichos, que cambiaba de piano en la misma pieza para conseguir un mejor legato.
También supimos que escribía y cuando leímos sus textos nos quedamos de piedra. Conocía y discutía todo lo que Adorno había escrito sobre música. Destruía la opinión (¡tan ingenua!) de Celibidache sobre la grabación y los discos. Tenía un proyecto sobre la música similar al de los conceptuales y los mínimal en las artes visuales, muerte a la subjetividad. Y todo lo que interpretaba era sencillamente glorioso.
Y de repente se murió de un modo tan enigmático como había vivido. En sus últimos años, envejecido por la automedicación, encorvado como un anciano de ochenta años, apenas se alejaba de su cabaña permanentemente rodeado de nieve y desolación. Los últimos documentos gráficos de aquel cadáver de cincuenta años son escalofriantes.
Ya ha pasado el tiempo necesario para poder volver a su música. En un número especial de Le Monde de la Musique la más elegante de las pianistas actuales, Hélène Grimaud, cuenta el deslumbramiento que de adolescente le produjo aquel huracán norteño. E incluso justifica el tarareo (insoportable) con el que Gould se acompaña en las grabaciones. “Era un contrapunto instrumental, para cubrir lo que le faltaba al piano”, dice la encantadora artista.
Ha aparecido también el DVD de Bruno Monsaingeon titulado Glenn Gould. Hereafter (en francés se llamaba Au delà du temps), una bella introducción a la vida y la obra del pianista. Monsaingeon logró ganarse la confianza de Gould y fue uno de sus escasísimos amigos, alguien que tuvo el privilegio de grabar horas y horas de conversaciones y conciertos en estudio. Cuenta que siempre le encontró de buen humor, excepto en una ocasión.
Al pasar la frontera de EE. UU. con el Canadá, la policía sospechó de aquel tipo de aspecto estrafalario y le retuvo durante horas. Desmontaron su coche de arriba abajo buscando alijos de droga y al final tuvieron que dejarle seguir viaje. Según Monsaingeon el problema comenzó cuando, al preguntarle la policía por su profesión, en lugar de decir “músico”, “pianista”, “concertista internacional” o “genio del arte contemporáneo”, se limitó a decir I’m in the recording business. Lo peor que se podía decir entonces en una frontera. Tipo estupendo.
