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El regreso

Hace casi veinticinco años que murió y ha pasado ya el trabajo del duelo. Ahora podemos regresar a él sin que nos pese su ausencia. Durante muchos años lo hemos tenido abandonado. Ahora, mientras escribo, estoy escuchando de nuevo el disco que me lo descubrió, un vinilo del sello Columbia en el que da su heterodoxa versión del concierto para teclado BWV 1052 de Bach. Dirige Bernstein, con quien tendría un celebérrimo encontronazo el día en que el americano aceptó dirigirle en el primero de Brahms.

El entusiasmo que provocó Glenn Gould en los años setenta guarda relación con el entusiasmo general de todas las radicalidades en aquella década. De pronto unos tipos raros y desconocidos exponían ladrillos y montones de tierra y telarañas y restos de basura mecánica y fotografías desenfocadas y cartelitos con frases absurdas en garajes del extrarradio neoyorkino. Una auténtica porquería. Pero sabíamos que era un modo de gritar que Pollock y Rothko y Bacon y todas las figuras de galería para millonarios eran la mera continuación de Delacroix y de Puvis de Chavannes y que se había acabado el romanticismo y el idealismo y la metafísica y las burguesísimas vanguardias. Así eran, aquellos años.

Cuando escuché por primera vez aquel vinilo comprado en Londres por mera intuición (me costó el equivalente a cinco horas de lavar platos) creí ver cómo un muchacho insolente expulsaba del reino musical a todos los que habían hecho de Bach un crooner, un romántico, un sentimental, un austriaco aficionado a las tortas Sacher, como mucho más tarde escribiría Bernhard en El Malogrado. Y les expulsaba con un swing prodigioso que el pobre Bernstein soportaba estoicamente. Los siguientes conciertos de la serie los grabó con Golschmann, un director acomodaticio sin las pretensiones de Bernstein.

Lo más sorprendente es que el nihilismo de Gould era perfectamente compatible con el regreso a la autoridad del clave en las grabaciones historicistas de Leonhardt. Los puristas abominaban de aquel Bach tocado al piano y por lo tanto falsificado, pero a los aficionados nos parecía la misma música, unas veces brillaba con reflejos metálicos, otras golpeaba con la caricia de un martillo aterciopelado.

Luego supimos que Gould era un canadiense impresentable, que no daba la mano por temor a los contagios, que no se lavaba porque la mugre le protegía de los microbios, que odiaba dar conciertos, que se había encerrado en un estudio donde grababa constantemente sus caprichos, que cambiaba de piano en la misma pieza para conseguir un mejor legato.

También supimos que escribía y cuando leímos sus textos nos quedamos de piedra. Conocía  y discutía todo lo que Adorno había escrito sobre música. Destruía la opinión (¡tan ingenua!) de Celibidache sobre la grabación y los discos. Tenía un proyecto sobre la música similar al de los conceptuales y los mínimal en las artes visuales, muerte a la subjetividad. Y todo lo que interpretaba era sencillamente glorioso.

Y de repente se murió de un modo tan enigmático como había vivido. En sus últimos años, envejecido por la automedicación, encorvado como un anciano de ochenta años, apenas se alejaba de su cabaña permanentemente rodeado de nieve y desolación. Los últimos documentos gráficos de aquel cadáver de cincuenta años son escalofriantes.

Ya ha pasado el tiempo necesario para poder volver a su música. En un número especial de Le Monde de la Musique la más elegante de las pianistas actuales, Hélène Grimaud, cuenta el deslumbramiento que de adolescente le produjo aquel huracán norteño. E incluso justifica el tarareo (insoportable) con el que Gould se acompaña en las grabaciones. “Era un contrapunto instrumental, para cubrir lo que le faltaba al piano”, dice la encantadora artista.

Ha aparecido también el DVD de Bruno Monsaingeon titulado Glenn Gould. Hereafter (en francés se llamaba Au delà du temps), una bella introducción a la vida y la obra del pianista. Monsaingeon logró ganarse la confianza de Gould y fue uno de sus escasísimos amigos, alguien que tuvo el privilegio de grabar horas y horas de conversaciones y conciertos en estudio. Cuenta que siempre le encontró de buen humor, excepto en una ocasión.

Al pasar la frontera de EE. UU. con el Canadá, la policía sospechó de aquel tipo de aspecto estrafalario y le retuvo durante horas. Desmontaron su coche de arriba abajo buscando alijos de droga y al final tuvieron que dejarle seguir viaje. Según Monsaingeon el problema comenzó cuando, al preguntarle la policía por su profesión, en lugar de decir “músico”, “pianista”, “concertista internacional” o “genio del arte contemporáneo”, se limitó a decir I’m in the recording business. Lo peor que se podía decir entonces en una frontera. Tipo estupendo.

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10 de octubre de 2006
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SAN CERVANTES

Hoy se celebra en mi pueblo, Alcalá de Henares -uno, como dejó sentado Max Aub, es de donde ha hecho el bachillerato- el día de Miguel de Cervantes. No exactamente su nacimiento, que no terminan los biógrafos de conocer con exactitud, sino el de esa fecha marcada por el rito obligado de la España dominada por la tradición católica: el bautismo. Hoy se celebra el día de su bautismo, no el de su nacimiento como tantas veces se viene a confundir. Bien es verdad que solían ser días muy cercanos, se tenía miedo a que el recién nacido muriera a las pocas horas, a los pocos días -algo bastante habitual en los siglos de Cervantes y aún en posteriores- y el bautismo se celebraba inmediatamente después del nacimiento.  Nadie quería que su vástago muriera “morito”. Eran tiempos de creer en el limbo, ¡todavía había limbo! O más bien eran tiempos en que se necesitaba ser y demostrar que se era cristiano viejo. Ni una broma con la religión triunfante.

En Alcalá se conserva esa “joya”, esa partida que da fe del lugar más probable del nacimiento del más universal de los alcalaínos. Y como no había nacido Max Aub, entonces uno era de donde había sido bautizado. Ante lo inconcreto de la fecha de nacimiento, imagino, se determinó que la celebración nacional cervantina fuera en el día de su muerte, el 23 de abril. Pero, ya con la democracia, a los alcalaínos les pareció que se debería conmemorar esa fecha que marca también la historia de la ciudad. La ciudad es muchas cosas. Es Compluto, Alcalá por los árabes, quizá es la ciudad del Arcipreste de Hita -¡tan olvidado!-, es la ciudad del renacimiento, de Cisneros, de la universidad, de las juergas de Quevedo, de la gloria y la decadencia de un país casi siempre convulso. Es también, aunque muchos quisieron olvidarlo y todavía hoy no es orgullo de gran parte de la ciudad oficial, es la ciudad de Manuel Azaña.

No deja de ser curioso, quizá también simbólico, que la vida y derrota de dos alcalaínos que salieron de su pueblo y encontraron el respeto, sin dejar de conocer el desprecio, les una como dos vecinos improbables. La imaginaria casa de Cervantes, una de esas invenciones para dar gusto al turismo cultural, está situada casi haciendo esquina con la real casa de Azaña, con la olvidada y oscura casa de los Azaña. Se enseña la casa de Cervantes y se da la espalda a la casa del escritor, intelectual y Presidente de la República, al más cervantino, al más quijotesco de los alcalaínos aunque con aspecto tan sanchopancesco.

Hoy es fiesta en Alcalá. Muchos la llaman San Cervantes. Ni quiso, ni se le esperaba en el santoral al bueno, vividor, sufridor y poco católico de don Miguel, pero no está mal componernos una suerte de santoral civil. Yo tendría a San Cervantes en el altar mayor de mi templo de santos paganos. Al Miguel de Cervantes católico, al bautizado en la iglesia de Santa María la Mayor un 9 de octubre de 1547, le tengo menos respeto por razones de juegos de niños. Esa iglesia del bautismo cervantino, ubicada en un extremo de la plaza que hoy lleva el nombre del escritor alcalaíno, fue una de las más dañadas en la Guerra Civil. Quedó prácticamente en ruinas. Se salvó el altar donde estaba conservada la pila bautismal del escritor. Cuando yo era un pícaro adolescente que hacía el bachillerato en el instituto que estaba en los nobles edificios de la universidad cisneriana, el único entonces de la ciudad, uno de los refugios más habituales para juegos secretos, para nuestras picardías o nuestros primeros cigarros, era colarnos a la ruinosa iglesia y llegar hasta el refugio del altar donde seguía más o menos entera la pila bautismal de Cervantes. Allí estuvo olvidada, o al menos descuidada, muchos siglos. No se hacían importantes ceremonias para recordar su nacimiento o su bautismo. Y con el tiempo el recuerdo de aquel estado de semiruina, de abandono y olvido de los lugares “sagrados” de San Cervantes, parecía toda una metáfora de la vida tan dura, de los olvidos ciudadanos y políticos, de aquel soldado manco que nos enseñó a escribir.

Mi mejor altar cervantino seguirá siendo aquella pila casi abandonada que vio nuestros primeros juegos prohibidos de adolescentes alcalaínos. Felicidades señor Cervantes.

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9 de octubre de 2006
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LA SELECCIÓN ANACIONAL DE FÚTBOL

La debacle es el probable principio de la lucidez. Todo el resplandor futuro parte de una explosión, todo principio de un final, cualquier concepto vivo nace de la corrupción del anterior.

Así, en apenas veinticuatro horas, la idea sobre el significado de la selección española de fútbol se ha ido a pique para dar ocasión a una nueva flotación. La expectativa nacionalista sobre este equipo y las agrupaciones patrioteras naufragan y el desconcierto lleva a otear el horizonte.

El equipo en manos del más nacionalista de los seleccionadores (puro “aragonés” macho y racial) ha sucumbido sucesivamente ante una nación católica, Irlanda del Norte, y una nación atea, Suecia.

La inmediata conclusión de la experiencia es nuestra doble descaracterización. Ni superamos la fe religiosa de los otros ni triunfamos frente al mal del ateísmo.

En consecuencia, ¿para qué existir? ¿Para qué calentarse la cabeza sobre la sagrada simbología española? Las derrotas favorecen la vista hacia el interior. Y tanto más profundamente cuanto más duras se experimentan. El recibimiento de estos fracasos, sin embargo, ha sido recibido con una extraña suavidad, como si el mal se hubiera abierto camino previamente y el dolor llegara lubricado por lágrimas anticipatorias.

De este modo, el abatimiento de la selección y de sus importantes significados de antaño han venido a quedar en casi nada. Incluso una gran cantidad de aficionados declaran que sólo un entrenador extranjero sería capaz de devolvernos la ilusión. Deshecha la insignia nacional, aparece el recurso a la pragmática tecnológica. Marchitada la sacralización se opta por la instrumentación. Desconfiados de nuestros propios órganos optamos ya por el injerto.

¿Un equipo de fútbol que represente a España? Nadie, empezando por los más patriotas, desearía que tras la experiencia vivida la selección nacional de fútbol figurara entre los estandartes de nuestra posible identidad. Con su mal juego, con su molicie, con sus ridículos, la selección nacional ha logrado desembarazarse vergonzosamente de su misión en lo universal. Ahora se trata, simplemente, de un conjunto que entrena un señor malcarado dentro de la órbita de una Federación donde ha sido excluido el ejercicio de la dignidad y la inteligencia. De este modo, la selección se corrompe y rompe amarras, flota sin rumbo en un espacio anacional, presa de su propia órbita.

¿Un cataclismo? ¿Un fenómeno sin consolación? Casi todo lo contrario. Gracias a la desaparición del peso nacional o su extravío cósmico emerge un alivio excepcional. Ahora sabemos, además, secretos que nunca fueron revelados y que al conocerlos, lejos de espantarnos, nos procuran una paz adicional.

Qué los jugadores sintieran o no sus responsabilidades en defensa de la Patria ha torturado durante muchos años a la hinchada española. Los jugadores de Francia, Italia, Alemania, daban muestras de vivir los colores nacionales y bregaban aguerridamente por ellos. ¿Por qué los españoles no hacían lo mismo? ¿Les faltaba el coraje interior o su falta de arrojo debía imputarse a que, por ejemplo, catalanes y vascos no sentían a España? La respuesta ha llegado en pleno “desastre” con unas declaraciones de Iribar, el portero mítico de la selección nacional y actualmente, no casualmente, entrenador de la selección nacional de Euskadi. Dice Iribar a El País: “Con España nunca tuve la sensación de defender un país. Era (sencillamente) la oportunidad de practicar deporte con los mejores”.

Con esto, está dicho todo. Con esto, apaga y vámonos porque ¿cuántos otros antes y ahora no habrán saltado al campo con la misma actitud?  La sospecha de que a varios de los jugadores del equipo les importaba mucho menos España que a los rusos Rusia o a los portugueses Portugal, había saltado una y otra vez en los comentarios de aficionados. Ahora se ve que esa “falta de sangre” es el correlato de la falta de sentir España, se corresponde con la verdad de que España les importaba un bledo.

Terminado pues el sentimiento de España en plena selección nacional, expandida la propaganda de esta desafección desde la suprema figura de Iribar ¿qué sentir? Una larga y placentera relajación, un impensable wellness. La patria nos estresaba, creaba ansiedad y, además, frustración. Una era apatriótica debe anunciarse en la nueva lasitud feliz puesto que la fórmula magistral del paraíso consiste eternamente en el espacio sin patria.

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9 de octubre de 2006
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TREINTA PENSADORES FRANCESES

Le Magazine Littéraire dedica el informe de su número de octubre a las nuevas apuestas de la filosofía en Francia. No hay que visitar su sitio; Le Magazine es de esas revistas que ponen poco contenido en línea. Vende en el papel. Hay que hojear sus páginas para descubrir algo poco común: un censo de los filósofos franceses, los verdaderos, los que no pertenecen a la clase de los «ideólogos mediáticos» según la revista.

Son treinta y la lista, creo, merece una publicación integral:

Alain Badiou
Etienne Balibar
Luc Boltanski
Jacques Bouveresse
Barbara Cassin
Robert Castel
Daniel Cohen
Antoine Compagnon
Philippe Descola
Vincent Descombes
Georges Didi-Huberman
Jacques Donzelot
Jean-Pierre Dupuy
Marcel Gauchet
François Jullien
Bruno Latour
Dominique Lecourt
Pierre Legendre
Pierre Manent
Jean-Luc Marion
Jean-Claude Milner
Jean-Luc Nancy
Frédéric Nef
Ruwen Ogien
Jean Petitot
Joëlle Proust
Jacques Rancière
Monique Canto-Sperber
Dan Sperber
Isabelle Stengers
Bernard Stiegler

¿Se nota algo? Sí: son treinta y uno. Supongo que era incómodo poner en portada «31 penseurs français pour comprendre notre monde». «30 pensadores franceses para entender nuestro mundo» tiene más impacto. No lo digo de broma, hay que tener valor para decir que se terminó la época de la french theory, aquella empresa de exportación mediática de productos que tenían como marca: Deleuze, Guattari, Foucault, Derrida, Lacan, Barthes, etc.

Hay que tener el mismo valor para quitar de la lista a la única persona que mantiene una verdadera fama internacional: Jean Baudrillard, experto en implosión social, seducción y todo tipo de simulaciones.

Todos los pensadores de la lista tienen más de cincuenta años. Unos cuentan con cierta «exposición» pública: Balibar trabajó al lado de Althusser, Cohen defiende la visión de un economista atípico frente a la mundialización, Gauchet es el director de la revista Le débat, Stiegler trabajó tanto en el desarrollo cultural del centro Pompidou como en el Ircam (Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique).

Claro que no se puede resumir un abanico amplio de pensamientos en unas líneas. La revista lo intenta y propone unos rasgos: abandono de las grandes teorías, dedicación a trabajos más «concretos», retorno de la metafísica, reflexión sobre la democracia y/o lo que puede agrupar una sociedad. Menos ruido, menos luz, más participación en la red mundial de investigadores. Es el final de la grandeur.

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9 de octubre de 2006
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El campo de los sueños

Estamos convencidos de haber superado la edad de las fábulas. Yo lo creía también hasta no hace tanto, cuando me descubrí escribiendo una. (Todo relato que arranca con un lobo que habla en latín puede ser acusado de incurrir en el género.) Desde entonces estoy más sensible ante el asunto, aunque no siempre de modo consciente. La semana pasada, por ejemplo, me compré un libro de Harold Bloom, Jesús y Yahvé, los nombres divinos. Leí unas cuantas páginas y encallé en el capítulo dedicado a lo que Bloom llama “el habla críptica de Jesús”. Según Bloom, “las palabras de Jesús son frecuentemente enigmáticas”. “La palabra enigma viene del griego a través del latín, y el término griego significa fábula”, escribe. Ahora que releo el capítulo, se me ocurre que abandoné la lectura en ese punto porque Bloom esquiva el bulto a último instante, escudándose en la dificultad de saber cuáles son las palabras verdaderas de Jesús. Está claro que Jesús no dejó nada escrito, que su discurso nos llega mediatizado por autores que recogieron el relato de otras voces. Pero lo que resulta incuestionable es que se comunicaba mediante parábolas. Jesús era un narrador. Creía en el poder de la palabra primero, y del relato después, para modificar la realidad. Una parábola es casi lo mismo que una fábula: “Un relato breve, inventado, cuya moraleja o sentido es espiritualmente moral”, dice Bloom. Yo agregaría: nunca demasiado alejado del valor de la oralidad, aun cuando se trate de un texto escrito. Jesús no escribía, hablaba. Las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego nos llegan por tradición antes oídas que leídas. Pero incluso leyéndolas sobre el papel, no pierden la apelación íntima al lector propia de la oralidad: no nos ignoran ni nos dan por sentados, más bien nos convocan y nos incluyen, como si hubiesen sido concebidas tan sólo para nuestro deleite. ¿Y no es eso lo que aspiramos la mayor parte de los escritores: hacer sentir al lector que de no ser por él, nuestras historias no existirían?

El sábado fui a ver The Wind that Shakes the Barley, la película de Ken Loach que ganó el festival de Cannes. A su manera también se trata de una fábula: cuenta la historia de dos hermanos, Damien y Teddy O’Donovan, y de los caminos divergentes que toman en su intención de acabar con la dominación inglesa sobre Irlanda. Damien (Cillian Murphy), que es médico y estaba a punto de aceptar un trabajo en Londres, decide permanecer en su tierra al ser testigo de la violencia de los black & tans, los soldados ingleses de la ocupación. Pronto entiende que la opción por la violencia es un camino sin retorno: uno empieza matando a los soldados enemigos, después mata a inocentes sin querer y termina matando a quien hasta hace poco consideraba amigo. Damien no logra salir de ese espiral, del que por supuesto termina siendo víctima. Loach no verbaliza la moraleja de su fábula (que me hizo pensar todo el tiempo en la Argentina de los 70, en la Palestina de Al Fatah y de Hamas, en la Irak al filo de la guerra civil; esta fábula tributaria de la de Caín y Abel todavía necesita ser contada), pero de cualquier forma la enseñanza es clara: cualquier rebelión cuya lógica acepta que es lícito matar a tu propio hermano está destinada a fracasar. “La fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza”, escribió Harold Goddard en un libro sobre Shakespeare que cité días atrás.

El círculo terminó de cerrarse ayer, cuando haciendo zapping me reencontré con Field of Dreams, aquella película de 1989 dirigida por Phil Alden Robinson. Allí Kevin Costner es Ray Kinsella, un granjero de Iowa al borde de la bancarrota que cierto día oye una voz que le dice Si lo construyes, él vendrá. Kinsella entiende que la voz le pide que levante un campo de béisbol en su tierra, aun cuando signifique que deberá desatender su cosecha; y pese a que se arriesga a ser considerado loco, decide intentarlo. Field of Dreams es una fábula hecha y derecha. Lo que me asombró ayer fue la forma en que incorporaba temas que me rondaban en los últimos tiempos (el ambiente de intolerancia que la película atribuye al conservadurismo reaganiano, y aquí se vive con los represores que reclaman amnistía; la figura de J. D. Salinger, cuyos cuentos estoy releyendo y a quien el film retrata en el personaje del escritor Terence Mann; y la necesidad de exorcizar demonios personales, que en Kinsella se vinculan a la culpa en la relación con su padre muerto), cuestiones que Alden Robinson entrelaza en un relato perfecto que, lo comprobé ayer, no perdió nada de su capacidad de emocionar. Está claro que yo ya era un converso: en algún sentido Kamchatka fue el campo de béisbol que levanté al oír mis propias voces, y puedo dar fe de que mi madre muerta volvió cuando lo completé, para abrazarme una última vez.

Hoy mis demonios son otros, y todavía espero la voz que me diga lo que debo hacer, por disparatado que suene. Pero al menos entiendo que todavía necesito de las fábulas, que no he crecido lo suficiente para dejarlas atrás, que en algún punto sigo siendo un niño en busca de norte, en espera de la voz amable que me guíe a través del bosque desconocido hasta la moraleja que aun no entendí del todo, o que entendí con la cabeza pero aun no pude hacer carne. Hablando de Shakespeare, Goddard (vaya nombrecito: remite a God –o sea a Dios-, a Godard, a Godot) sostiene que la antinomia es: imaginación o violencia, tan simple y tan complejo a la vez.

Hoy estoy tentado de creerle a Goddard. Tanto como para suscribirlo con mi vida.

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9 de octubre de 2006
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La soledad de los hoteles

El hotel donde me alojo en Madrid tiene enfrente un gigantesco afiche publicitario con una bellísima modelo que mira a mi balcón desde la profundidad de sus ojos azules. A veces salgo, y nos miramos un rato por encima de la Gran Vía. Creo que ella me hace ojitos. Pero no basta para hacerme sentir acompañado.

Este año he conocido unos 28 hoteles. El primero, el día en que me dieron el premio Alfaguara, fue este mismo. Acabé la noche en el cuarto con dos amigos y mi novia, encargando botellas de champán, comiéndonos los chocolates del armario y vaciando el minibar. Sólo por gastar dinero ajeno, dejamos encendido el canal porno durante tres horas, mientras bebíamos y celebrábamos. De todo eso, en el resto de los hoteles del año, lo único que me  quedó fue el minibar y el canal porno.

La mayoría de los hoteles son básicamente iguales, aunque presentan diferencias regionales. Los escandinavos, por ejemplo, suelen carecer de bañera, y a veces incluso de cortina de baño: la ducha es una parte más del cuarto, y debes procurar no mojar el water. Los latinoamericanos de países pequeños suelen tener vista a un centro comercial llamado mall, el mejor paisaje posible. El hotel madrileño tiene poemas de Juan Ramón Jiménez o Machado pintados en las paredes, y cuando bajas al bar, siempre te encuentras con alguna estrella como Enrique Bunbury o Leonor Watling. Es el tipo de hotel que te hace sentir importante y artista, además de solo.

Y es que los hoteles deben estar hechos para que cualquier público se sienta cómodo, sea un cantante de rock, un escritor, un político, un padre de familia o un ingeniero de caminos. Por lo general, las pinturas son acuarelas vagamente figurativas con paisajes difuminados en el lienzo, las alfombras están donde tus pies se posan al levantarte, y hay un sofá en el que nunca te sientas. No hay ninguna señal de un lugar habitado, alterado por la presencia de un ser humano con gustos individuales. Imagino que el decorador es siempre el mismo, y está muerto.

Siempre finjo no fumar. Me quedo en dormitorios de no fumadores, y termino por comprar cigarros que no pago y abrir la ventana para fumarlos. Eso es más difícil en Europa, donde suena la alarma contra incendios. Pero en América Latina, te dejan saltarte las normas. De hecho, en América Latina tus necesidades son más fáciles de resolver. Siempre hay alguien que tiene lo que necesitas. No hay hora en que se cierre el servicio al dormitorio. Todos harán lo que quieras y conseguirán lo que pidas, incluso un látigo sadomaso a las cuatro de la mañana. Y si estás de mal humor, puedes gritarles a los empleados.
Mientras tu cuenta esté al día, puedes portarte como un imbécil si eso quieres. En Europa, pagas por pasar la noche bajo un techo. En América Latina, pagas por ser quien tú quieras.

Pero eso no les sirve a todos. Según el caso, uno va desarrollando estrategias para sentirse bien. Yo, que ando en giras promocionales, he desarrollado un pasatiempo: después de hablar con decenas de personas a lo largo del día, me encierro con mi Ipod y una botella de lo que sea para cantar y beber en calzoncillos. Por alguna razón, la paso realmente bien así.

Alguna vez, sobre todo al principio, he buscado sexo. El sexo está bien. El problema es la resaca: al día siguiente, sientes un vacío brutal. Por lo general, además, nunca vuelves a ver a esa persona, y si la vuelves a ver te das cuenta de que no tenías mucho en común con ella, lo cual te hace sentir aún peor. Conforme pasan los días y cambias de habitaciones, cada vez te resulta más difícil conciliar el sueño, solo o acompañado.

Supongo que por eso hay canales porno en todos los hoteles.

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9 de octubre de 2006
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Muy bonito, muy bonito… ¡lástima que no sea verdad!

Como suele ser habitual, el comentario de José Luis Pardo al libro de Eagleton recién traducido en España, merece ser recortado y guardado. Apareció en Babelia el 7 de octubre con el título "El poder de la belleza". El ensayo de Eagleton, La estética como ideología, trata sobre un curioso fenómeno que Pardo comenta con agudeza: el irresistible ascenso de los estudios de Estética en las últimas dos décadas.

Cuando comencé a trabajar de profesor de Estética en la universidad española, hará unos veinte años, mi especialidad era la deshonra de los estudios académicos. Los colegas de metafísica, de ontología, de ética, de epistemología, de lógica, nos miraban compasivamente a los de estética, nos invitaban a café, nos pasaban el brazo por el hombro e intentaban averiguar cómo habíamos ido a dar en aquel pozo del vicio. Incluso trataban de ayudarnos a salir. Los del área nos sentíamos en parte como madres solteras y en parte como unos zorrones desorejados.

En la actualidad, y aunque creo que siguen pensando que somos la vergüenza de la academia, nos hemos comido todo el pastel. La estética, como dice Pardo, “se ha convertido en una “reina” (…) con respecto al resto de las materias filosóficas que antaño la tuvieron por esclava y auxiliar y que hoy yacen en el arroyo del desprestigio, el olvido o el arcaísmo cultivado únicamente por eruditos cada vez más desmundanizados, rancios y atávicos”. Toma castaña.

Es cierto. Y no lo constato desde la soberbia (me queda ya poco para abandonar definitivamente la universidad), sino desde un humorismo vago y amable. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, pero jamás habría imaginado que la disciplina socialmente más relevante y con mayor clientela en el siglo XXI fuera a ser la mía. Y no me complace demasiado, la verdad. Preferiría que las reinas siguieran siendo las de siempre. Ahora que las veo remendar sus antaño lujosos atavíos, pasear haciendo volatines con bolsos gastados y contonearse sobre zapatos sin suela por los pasillos de la universidad en busca de un poco de cariño, despiertan toda mi compasión y me hacen sentir culpable.

La causa de esta transformación había sido divisada por Walter Benjamín en los años treinta, cuando advirtió de la inevitable “estetización de la política”. Lo que iba a coincidir con una “politización de la estética”. El uso intensivo de técnicas propiamente estéticas que inauguraron los totalitarismos para manipular a las masas no ha cesado en absoluto sino que ha ido creciendo exponencialmente. En la actualidad la batalla política no enfrenta posiciones morales o éticas, de mayor o menor justicia y libertad, de representación oligárquica o proletaria, sino propuestas crudamente estéticas, pura imagen, puro simulacro, mercancía de tomo y lomo.

Como es lógico, la propaganda política construida con las técnicas de la publicidad, da mucha mayor importancia al impacto sensible que al razonamiento moral o a la descripción funcional. La equiparación del candidato con un paquete de detergente no es en absoluto una broma periodística. Ninguna campaña electoral puede ya razonar, no hay tiempo para ello ni dinero suficiente. Los candidatos a duras penas saben hablar. Los partidos se limitan a presentar un objeto atractivo para un segmento de clientela. Todo lo cual es archisabido, pero no por eso se detiene el proceso.

De ahí la fuerza de los nacionalismos como política máximamente esteticista. La mercancía “pueblo” tiene una enorme capacidad de seducción entre gentes que no quieren acceder a mercancías de mayor complejidad o que rechazan los utensilios intelectuales. El nacionalismo es la playstation más agresiva de la política y en diez años se ha adueñado del mercado. En Europa los partidos nacionalistas ya están diseñando los nuevos partidos de extrema derecha. Aquí tardarán un poco más en enterarse, pero llegarán.

La respuesta de Eagleton a tan inquietante panorama no me parece convincente. Creo que Eagleton es un pensador lastrado por un método, el marxista, que momifica todo lo que expone, incluso lo bueno. Llevado por sus principios propone una “repolitización de la estética”, lo cual es perfectamente inane. No hay en este momento una estética no politizada por las razones que él mismo ha expuesto, es decir, porque la política ya ES tan sólo estética.

Politizar la estética sería algo así como humedecer el mar.

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9 de octubre de 2006
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¿Gratis?… No, gracias

Un lector daba ayer su opinión sobre la injusticia, según él, que se comete en el Círculo de Bellas Artes al cobrar un euro a la entrada. Incluso achacaba a ese cobro el mal funcionamiento de su cafetería. También nos daba una recomendación sobre las bondades de la cafetería del Museo Reina Sofía, ese espacio creado por Nouvelle para mayor negocio de Sergi Arola. No me gusta discrepar, aún haciéndolo muchas veces, con la opinión de mis hipotéticos lectores. Al menos no hacerlo por escrito, cuando de opiniones hablamos. No me gusta convencer de casi nada, tengo pocas convicciones, pero sí me gustaría dar mi opinión sobre el cobrar o no en una actividad cultural, en un museo, una galería o una charla. Y también sobre las cafeterías del Círculo de Bellas Artes. Vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador.

No funcionan mejor las ofertas gratis en el mundo de la cultura. No acude menos gente al Círculo de Bellas Artes, ni siquiera a la cafetería, por cobrar un euro. Si a algunos interesados en las exposiciones, o simplemente en las vistas al mundo madrileño desde los ventanales, un euro les resulta excesivo, realmente podrán ir a pocos espacios. O tendrán que hacer la cola en los museos los días de la gratuidad. No creo que sea un gran problema para los consumidores de cultura el costo de un euro. No creo que la decisión de ver o no ver una exposición lo marque el euro de la entrada. Ni la de pasar a su cafetería que, a pesar de lo mejorable del servicio, es de precio moderado frente a otras de sus características.

Cuando nuestro lector, como ejemplo a la contra, nos habla de la gratuidad de la cafetería del Museo del Reina Sofía, comienzo a pensar que casi nada es lo que parece. Cualquier consumo en la cafetería del Reina es más caro que en la de Bellas Artes. Así, en el Reina te cobran el euro de manera sutil y sin portero. Y las visitas al museo, como es lógico, se cobran religiosa o ateamente. En el Bellas Artes, después del euro, no se cobra nada más. Y realmente hay exposiciones de una calidad y modernidad que muy bien podrían estar en nuestro museo de referencia de lo contemporáneo. Nuestro interlocutor nos habla del restaurante, o del espacio, de Sergi Arola. Pues amigo, usted ha debido tener suerte o es conocido preferente de ese cocinero estrella de los medios. Pocas veces nos hemos sentido tan burlados en un restaurante. Pocas hemos sentido tan descompensadas las relaciones calidad-precio. Y conocemos unos cuantos restaurantes. Es posible que el famoso renovador Arola, tan ocupado con sus negocios, su imagen y sus espacios abiertos para mayor gloria de su peculiar cocina, no pueda atender como se debe ese lugar del museo. También es posible que yo no tuviera suerte la primera vez, que la segunda la tuviera peor… Creo que no lo intentaré una tercera.

Desde luego no se me ocurre ir a comer al Círculo de Bellas Artes, y bien que me gustaría, pero no es un lugar para la gastronomía. Muchas veces lo hemos demandado con nulo resultado. Si alguna vez deciden mejorar la oferta culinaria, espero que la solución no sea que entre uno de esos cocineros modernos, mediáticos y experimentales. Que pongan su nombre y que cobren su marca mientras trabajan en otro de sus laboratorios. Y no estoy hablando de Adriá, ni de Arzac, ni Santamaría ni otros muchos. Hablo de otras elucubraciones con diseño.

Creo que tendría que haber un día en que, por madrileños, nos mereciéramos tener todo gratis allá por donde fuéramos. Algo así como lo que imaginaba Puyal, el pensador, para todos lo catalanes. Pero mientras eso nos llega, no es para tanto pagar un euro por encontrarte con el más hermoso  café del Madrid central y sus exposiciones.

Digo esto después de haber comprobado, para mi alegría y sorpresa, lo que ocurrió en el Festival Hay de Segovia, que se llenaron los foros para escuchar la charla de unos escritores más o menos conocidos y eso después de haber tenido que pagar siete euros. Por eso no va tanta gente a algunas presentaciones del Círculo, porque parecen muy rebajadas por el euro. Creo que deberían subir la entrada.

Dicho esto, confesaré que no pago nunca o casi nunca. Tengo mis trucos, esos sí, inconfesables. A mí, en caliente, también me molesta el euro de la entrada. En frío, me parece razonable, aunque demasiado barato. Tenemos tendencia a desconfiar de lo gratis. ¿No pagaría usted un euro por visitar el Retiro y que sus cafeterías, sus días y sus noches, estuvieran a la altura de nuestros deseos? Incluso, dos.

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6 de octubre de 2006
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EL DESCRÉDITO DE LOS PROFESIONALES

Al descrédito de las instituciones sigue ahora el descrédito de los profesionales. Las instituciones profesionales en cuanto instituciones habían caído hace más de medio siglo y tanto los gremios, como los sindicatos, como los colegios de cualquier especialidad se han manifestado como repetidos espacios de engaños y corrupciones.

Esperar que una institución profesional actue diligentemente, justamente y transparentemente hace tiempo que se convirtió en quimera. Sin embargo, la crisis de los últimos tiempos afecta directamente a los profesionales. E insólitamente porque "ser un porfesional" había constituido por sí mismo un rango fiable. Ahora ya no es así en casi ningún caso.

Ser un profesional de la política, de la comunicación, de la predicación religiosa, y no digamos del derecho, empieza a ser un revés. La gente se fía más de los que considera gentes comunes, vecinos iguales a él y no de aquellos que se yerguen como profesionales del problema. El público sigue con más decisión las recomendaciones de un amigo sobre un restaurante o una película que los consejos del profesional gastronómico o cinematográfico. El éxito de los lugares de encuentro en la red ha creado una enorme esfera de información e influencias  formada por gente del montón, seres anónimos que desplazan a los nombres selectos.

Acaso el primer fracaso del profesional procede del profundo fracaso de la política donde, en apenas un lustro, podía haberse llegado más lejos en mendacidad y corrupción pero dificilmente tan deprisa.

El político profesional ha perdido tanto crédito que incluso M. Brown, el líder de los conservadores británicos de reconocido carisma profesional, se presenta ante el electorado como un corriente padre de familia ante el electrodoméstico o el fregadero. Y ello mostrándolo a través de un vídeo doméstico que se cuelga en un YouTube cualquiera.

Los profesionales de la reparación en general, desde el mecánico de automóviles al fontanero, fueron de los primeros que sufrieron una prodigiosa mala fama pero hoy la devastación llega hasta los artistas. El amateur o incluso el no artista parece capaz de producir algo de valor o de criticar lo hecho dentro del mundo del arte. Más aún, en la producción general, la universidad de Harvard recomendó hace dos años a las empresas de servicios que no exigieran especiales conocimientos  a sus nuevos empleados. Tanto en este ámbito superior como en los subsectores de comunicaciones e informática parece recomendable no haber recibido una formación demasiado rigurosa puesto que en el extremo podría obstaculizar adaptaciones y cambio. La variabilidad de las funciones o la movilidad de los puestos de trabajo, característicos de la época, hacen más capaces a los que no han calificado demasiado su capacidad.

En general, pues, el demérito que está sufriendo la profesionalización abre una actualidad cada vez más desprovista de guías. El profesional aparece como un corporativista, interesado exclusivamente en su beneficio y tendente a aprovechar su saber abusando de la posición vulnerable de los otros. Explotando la debilidad del cliente en el momento de la separación matrimonial o del embargo bancario, la debilidad del paciente en el trance de la enfermedad, la debilidad del ciudadano temeroso o amedrentado ante el agente de seguros.

¿O qué decir de la crítica profesional en general? ¿De qué modo no recelar hoy de ocultas connivencias? Los periódicos, las emisoras parecen tomar partido por un partido. Y la justicia también. ¿Cómo no dudar de los jueces y de los periodistas? En Estados Unidos donde el descrédito de los profesionales sobrevino antes y los políticos trataron de no parecer como tales desde hace décadas fue best seller hace poco un libro titulado The Wisdom of Crowds, el juicio de la muchedumbre. No de las masas, ni de las multitudes. Tampoco de la muchedumbre en cuanto monstruo sin cabeza sino de la cabeza que se forma, como demuestran las diferentes wikipedias en la red, de las opiniones, conocimientos y sentido común de muchos, todos ellos confundidos y aceptados precisamente en cuanto no infectados profesionales.

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6 de octubre de 2006
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El señor embajador

La primera vez que vi personalmente a Jorge Edwards, paseaba con elegancia por un bar de Segovia con un whisky en la mano. Pasaba la medianoche e iban quedando solo algunos editores y escritores jóvenes, de los que no abandonan el bar hasta que los echen. Pero Edwards, que podía ser el padre de cualquiera de nosotros e incluso el abuelo de alguno, parecía fresco como una lechuga, contaba anécdotas, juzgaba la calidad de las copas, se divertía. A las tres de la mañana, cuando yo no podía más,  abandoné el bar. Edwards aún seguía ahí.

A la mañana siguiente, cuando bajé a remojar en café mi resaca, Edwards ya estaba en el comedor del hotel, tan hablador y simpático como la noche anterior. Por un momento pensé que seguía tomando el mismo whisky, pero estaba desayunando. Recordé entonces que la única palabra que aparece en su libro Persona non grata más veces que el nombre de Fidel Castro es “whisky”. Edwards no solo sabe de política. Sabe beber, que es algo mucho más importante para la vida práctica.

Hoy en día, Edwards se pasea por la política como por el bar. Habla de Cuba con el mismo desparpajo sonriente de viejo zorro que está ya de vuelta de todo. Pero no siempre fue así. De hecho, admite haber sido “un pésimo diplomático”.

-Es que solía decir demasiado lo que pensaba. Y tenía amigos que eran poetas ajenos al régimen, y que despertaban las suspicacias de la revolución. Al final opté por mis amigos. Y creo que hice bien.

Persona non grata es un retrato de la Cuba del 71, cuando la revolución empezaba a montar un Estado policial para contrarrestar el descontento producido por el bajo rendimiento de la economía. Para muchos de sus detractores, Edwards es un paranoico que veía micrófonos por todas partes:

-Cabrera Infante me dijo entonces que no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio. Mucha gente en esos días encontró en la delación –cierta o falsa- la mejor demostración de su lealtad revolucionaria. Y ya delataban tonterías. A veces, ni siquiera los policías les hacían caso.

En el libro, Fidel es retratado como una especie de titánico iluso, un hombre de prodigiosa memoria y una personalidad tan impetuosa como sus fantasías respecto a las posibilidades de la isla.

-Tenía una granja de experimentación en que pretendía producir quesos camembert. Y había miles de proyectos así. Había logrado a fuerza de su voluntad cambiar las leyes políticas de Cuba, y creía poder hacer lo mismo con las leyes de la naturaleza.

-¿Hace mucho que no viaja usted a Cuba? ¿Iría ahora?

-No. Pero no le temo al ataque, sino al abrazo. Creo que los coroneles del libro me tratarían muy bien y se harían fotos abrazándome. Y entonces, perdería a los amigos que no dejaron de hablarme cuando publiqué el libro.

Muchos escritores latinoamericanos de la generación de Edwards viven encaramados en sus pedestales y hablan con sentencias pontificias. A menudo incluso escriben con ellas, o valoran una prosa inaccesible como señal de buena literatura. Edwards no. Tanto en su habla como en sus libros, puede ser profundo y agudo sin dejar de usar un lenguaje transparente y fluido. O quizá más bien por eso. De hecho, es capaz de responder con dos palabras que muchos escritores nunca se atreven a decir:

-¿Y qué cree que pase en Cuba después de Castro?
-No sé.

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6 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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