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Un mundo sin bebés

Por 20 de octubre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Antes, las películas de ciencia ficción tenían escenarios sofisticados. La gente vestía trajes elásticos como de neopreno y circulaba en vehículos voladores. Los edificios se superponían elefantiásicamente unos a otros. Todo el mundo usaba máquinas constantemente, para lavarse los dientes, controlar el tráfico o disparar a los alienígenas. Hoy en día, en cambio, los escenarios de ciencia ficción son las calles actuales tal cual están. Al parecer, en algún momento llegó el futuro, y ahora vivimos instalados en él. Acomódense. Esto era.

Al menos eso sugería el director Michael Winterbottom en Código 46, y ahora, eso es lo que se trae Alfonso Cuarón en su nueva entrega: Hijos de los hombres. Ambas películas están rodadas en lugares sin exceso de maquillaje, tal y como son. Ambas ponen de manifiesto el muro global entre ricos y pobres, cuyas manifestaciones son cada día más físicas y tangibles. Ambas hablan de la preocupación del ser humano por reproducirse. Y ambas, de más está decirlo, presentan un panorama más bien negro al respecto. Pero por si te aburre la filosofía, Hijos de los hombres añade al tema una buena dosis de tanques, fusiles, guerrilleros y campos de concentración para mantener atentos hasta a los fans de Silvester Stallone.

Y es que Cuarón –que por lo visto es capaz de salir bien parado de cualquier género, sea la fantasía de Harry Potter o el realismo cachondo de Y tú mamá también– ahora luce sus talentos en una fábula de ciencia ficción, cuyo mayor valor, como ha sido siempre, no es predecir el futuro sino observar con lucidez el presente. Y la pregunta que plantea es bastante significativa: “Si no somos capaces de convivir sin asesinarnos ¿Para qué queremos reproducirnos? ¿Qué futuro tiene nuestra especie en manos de sí misma?”. Porque, si en algo concuerdan los últimos ejemplos literarios y cinematográficos de ciencia ficción es en que el villano ya no viene de otro planeta –como los marcianos o los klingon-, ni siquiera ha sido construido por el ser humano –como los replicantes o la bomba atómica-. No. Ahora los malos somos nosotros, igual de desnudos y escuetos que los escenarios, sin más armas que nuestra proverbial ceguera y algún que otro obsoleto AKM.

Lo fácil era llevar esta historia por los derroteros convencionales: unos rebeldes buenos quieren huir del estado malo para salvar al último bebé del planeta. El protagonista se enamora de la madre y juntos refundan la humanidad. Pues bien, Cuarón –y el autor de la novela original, P.D. James- optan por contradecir todos y cada uno de los modelos posibles: el estado es bastante malo pero los guerrilleros son casi peores, el protagonista pasa de todo y acaba metido en este embrollo de pura mala suerte, y la madre del bebé detesta a ese tipo desde que lo ve por primera vez. No contaré el final, que no es precisamente triste, pero diré que tampoco es un lecho de rosas.

Al hacerlo así, Cuarón retrata uno de los aspectos más importantes del presente: la confusión moral de nuestro tiempo. Antes, en esa época en que los personajes del futuro usaban los trajes de plástico, el mundo estaba dividido en dos y todos sabían, según en qué mitad vivieran, quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos: quiénes usarían los paneles solares y quiénes andarían por sus ciudades con máscaras de oxígeno. Hoy en día, se nos ha descuajeringado la estructura moral. En el dodecaedro ético del siglo XXI suele haber malos y peores, y nosotros mismos no tenemos claro de qué lado estamos. Si el cine debe ofrecernos un mundo que parece más real que el nuestro, Hijos de los hombres no solo lo logra, sino que construye un espejo deformante de nuestra propia desidia, de los fallos con que nuestro mundo se precipita torpemente hacia el abismo.

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