Marcelo Figueras
Imagino que las imágenes habrán dado la vuelta al mundo. La celebración del 17 de octubre, fecha magna del peronismo que recuerda la pueblada de 1945, se convirtió en una fiesta de la violencia. La jornada que culminaría con el traslado de los restos de Perón a una casaquinta de San Vicente culminó, en cambio, en trifulcas a palo y tiro limpio, con medio centenar de heridos entre los que no hubo muertos tan solo por casualidad. Se los puedo jurar: ver en vivo las imágenes que mostraban a estos energúmenos apaleando literalmente a un hombre caído fue una de las experiencias más horrendas de mi vida; no existe impotencia más terrible que la de presenciar un horror y no tener forma de ponerle fin.
Lo que ocurrió fue expresión de un fenómeno complejísimo, con infinidad de lecturas posibles. Tiene que ver con una práctica política que muchos desearíamos ver terminada, pero que sigue vigente en este país: el manejo del poder mediante lo que aquí llamamos patotas, grupos de choque conformados por muchachones desocupados a los que punteros políticos, diputados, senadores, intendentes y gobernadores utilizan en sus mítines proselitistas y como fuerza de presión, entregándoles a cambio algo de dinero, el cargo de “asesores” u otra serie de prebendas. (Pocos días atrás, el recurso a las patotas se hizo evidente también en el conflicto que estalló en el Hospital Francés). Aquí suele decirse que el peronismo es la única fuerza en condiciones de gobernar el país, utilizando como ejemplo el triste destino de los gobiernos extraperonistas de los últimos treinta años. Habría que decir, en todo caso, que parte de la responsabilidad de la caída de esos gobiernos se debe, más allá del dato indiscutible de su propia inoperancia, al accionar de estas patotas manejadas por caciques peronistas. La batalla campal del 17 reavivó un dilema del que el presidente Kirchner es consciente: ¿se puede gobernar democráticamente a caballo de una fuerza política con tendencia al matonismo, al accionar mafioso? O para ponerlo de otra forma: ¿se puede redimir al peronismo desde adentro, o no existe otra salida que la de crear una nueva fuerza política progresista –con todo el tiempo y el esfuerzo que esto requeriría en una Argentina que no terminó de salir de su crisis terminal? (El quid de la cuestión es, en el fondo: ¿saldrá alguna vez de esta crisis si no genera una fuerza política progresista que esté libre de los vicios del peronismo?).
También hubo aquí algo del culto a la muerte al que somos tan afectos. (Tomas Eloy Martínez ha escrito algunas páginas maravillosas sobre el asunto). No es posible olvidar que el cadáver al que se trasladó el 17 es uno al que le faltan las manos, que fueron cortadas y robadas hace años y que nunca volvieron a aparecer.
En la superficie, la gresca se inició como parte de una disputa entre gremios. (Todos formalmente peronistas, por cierto). Lo que espanta es la facilidad con que esta gente acude a la violencia para dirimir sus asuntos. Y la naturalidad con que sus líderes políticos justifican este accionar. Por cierto, qué decir entonces de sus abogados. Daniel Llermanos pidió ayer que se eximiese de prisión al sindicalista camionero Emilio Madonna Quiroz, a quien las cámaras de TV registraron en primer plano disparando a quemarropa con su pistola, con el argumento de que había sufrido “un ataque de nervios”. Hasta donde entiendo, cuando uno tiene un ataque de nervios se arranca los pelos, rompe platos o toma pastillas, todo lo cual ya es en sí mismo inexcusable. Pero vaciar un cargador entero debería entrar en otra categoría, presumo yo. El abogado Llermanos pretende que Quiroz no quiso herir a nadie, dado que disparó contra un portón. Lo que se cuidó de aclarar fue que detrás de ese portón estaban los sindicalistas de otro gremio, que con lógica infantil pretendían impedir el acceso de los camioneros. Si Madonna no mató a nadie fue porque le pegó a la pared o porque el portón era demasiado grueso, y no precisamente porque, como también se alegó por ahí, Quiroz estaba tratando de “reestablecer el orden”. En todo caso, si uno quisiese reestablecer el orden a lo cowboy dispararía al cielo, y Quiroz disparó con saña hacia sus adversarios.
Está claro que necesitamos de la justicia humana, lo cual supone que también necesitamos a los abogados. Pero argumentos como los de Llermanos son los que cargan de humor al viejo chiste sobre los abogados en el océano. Supongo que lo conocen. Es ese que pregunta cómo se le dice a cuarenta abogados en el fondo del mar.
Se le dice un buen comienzo.