Javier Rioyo
No suelo discrepar con Vicente Verdú. Incluso cuando lo que escribe está muy lejos de lo que yo pienso o siento, descubro que me hace reflexionar sobre mis certidumbres que, la verdad, no son demasiadas. Le sigo con interés hace muchos años y siempre me parece placentero un encuentro con él y sus circunstancias. Sin embargo, lo que publicó el miércoles en su blog, ese enfado sin fisuras con “el calvo” de la lotería, contra su anuncio, sus creadores, su estética y lo que Verdú parece interpretar como ética del anuncio me desconcertaron por estar yo en las antípodas de su pensamiento, su interpretación y su aplauso a los censores del “calvo”. Me explicaré, al menos para intentar que Verdú entienda mis desacuerdos, y no porque pretenda o crea ni tener razón, ni convencer a un experto en mensajes y estética como es mi admirado Vicente Verdú.
Desde luego ninguna lotería, ni siquiera la de Navidad, es un juego de niños. La lotería es un juego de mayores que apasionó, y creo que sigue apasionando, a los adolescentes que quieren hacerse mayores, que quieren participar en ese sueño del dinero caído del cielo. En esa trampa, en esa ilusión caímos desde el primer día que nos regalaron una participación de Navidad. La continuamos el día que nosotros compramos por primera vez un décimo, una participación. Y se fijó en nosotros el primer año que nos entretuvimos mirando, escuchando o viendo el sorteo del “gordo”.
Ya no éramos tan niños. Éramos aquellos adolescentes que empezaban a descreer en tantas cosas, en ritos, músicas, villancicos y zambombas pero que sustituimos las creencias religiosas por otras más paganas como jugar a la lotería. También fue cuando empezamos a jugar al “Monopoly”. Dejamos de creer en los portales y comenzamos a creer en el dinero. Nada que ver con el trabajo. Eran años de adolescencia, con las televisiones en blanco y negro, con la reposición de todos los años de Qué bello es vivir, con las canciones navideñas cantadas en inglés y negro por Louis Amstrong o en inglés y blanco por Bing Crosby. Y esa estética, más o menos desdibujada por el tiempo, se me volvió a aparecer cuando hace unos años me tropecé con la imagen del calvo. Cuando nuestras televisiones ya estaban a punto de ser planas y, desde luego, cargadas de los colores a veces tan insoportablemente kitsch como los de la retransmisión de las campanadas de la Puerta del Sol, con alguna cargante pareja intentando parecer felices y graciosos, la imagen del calvo me acercó a la nostalgia de las navidades del pasado. Y las navidades son nostalgia o no son. La nostalgia ya no será la que fue pero si todavía se mantiene la Navidad es por la supervivencia de lo nostálgico. El calvo, con su misterio, con su indefinición de edad, nacionalidad, idioma e incluso vestimenta -aunque quizá un poco toque entre Hugo Boss y Armani- me recordaba a un personaje que podía venir del mundo de Frank Capra. Podía ser un elegante dependiente de ilusiones de una película navideña, en aquellos tiempos en que lo cursi tenía un estilo.
Sustituir al “calvo” en Navidad es un error. Lo es desde la estética y, según veo en un estudio sobre los rendimientos y la credibilidad del anuncio y su eficacia, también será un error desde el negocio de las loterías. De lo primero estoy casi convencido. Ya me han contado en qué consiste el anuncio que sustituirá al del calvo. Y desde luego no está cerca de esa rara presencia en una historia en blanco y negro con un calvo que podía haber sido un niño de Dickens salvado de la pobreza porque le ha debido tocar la fortuna. Y lo segundo, lo de la rentabilidad del calvo para la lotería, es decir, para el Estado, ya lo comprobaremos cuando comience la campaña con toda su intensidad.
Espero que no estemos volviendo a la estética de las muñecas del portal, ni al lujo del cava con estrella que parece anunciar unos grandes almacenes, ni a las nostalgias con vuelta a casa y abuelitos bondadosos. El calvo era otra cosa. Tenía ese poco de misterio que deben conservar los cuentos de Navidad. No los mejores, esos son demasiado crueles. Y además tenía la música de El Doctor Zhivago, con esa nieve tan de Segovia pero que nos engañó, de eso se trata, como si estuviéramos en las estepas rusas de los convulsos años de la revolución. Y el doctor Zhivago nos caía bien, pero Lara, Julie Christie… ese ya es otro tema.
En fin, que vuelva el calvo. O como mínimo que me toque la lotería.