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De qué está hecha la felicidad

Hoy soy feliz. Me lo sugieren los músculos risorios, que en su cansancio revelan que sonrío aun cuando no hay nadie a mi alrededor. (Eso de sonreír cuando nadie nos ve es un gran signo.) Escribo esto el domingo por la tarde, es un día magnífico, he leído infinidad de diarios tumbado al sol. (Este es otro signo auspicioso: el de leer los diarios y no ser víctima de la desesperanza.) Imagino que mi alegría es consecuencia de infinidad de hechos que quizás parezcan inconexos. La derrota de Bush en las elecciones, por ejemplo. En la edición argentina de la Rolling Stone había una entrevista a Kurt Vonnegut, el viejo recordaba que en los ’60 Abbie Hoffman anunció que la nueva forma de drogarse era metiéndose cáscaras de bananas por el recto; Vonnegut todavía disfruta al imaginar que los agentes del FBI se encajaron docenas de bananas en el culo para ver si Hoffman decía la verdad, el viejo se ríe y yo también. Leo el dominical de El País y allí Cynthia Lennon le cuenta a Diego Manrique que el cantante Donovan había oído lo mismo sobre ese presunto poder de las bananas, un factoide que le habría inspirado la canción Mellow Yellow. En mi cabeza Vonnegut, Cynthia y Donovan conversan, mientras yo paso páginas y sorbo café e imagino a Karl Rove quejándose de que las que le tocaron a él estaban demasiado verdes.

En el dominical de El País también publicaron una foto en la que se ve a cuatro narvales, yo adoro a los narvales, son criaturas fantásticas, tienen cuerpo de cetáceo y el cuerno de un unicornio. Hace poco escribí un cuento en el que un narval tiene papel protagónico, cuando se lo paso a la gente lo primero que me preguntan es si los narvales existen. Por supuesto, digo yo. Existen sin dejar por ello de ser fantásticos. Eso también me pone feliz.

Supongo que hay razones más pedestres para mi presente felicidad. La salida de una novela mía aquí en la Argentina, parece que a la gente le gusta, así como parece que mi novela infantil gusta en España (Serpiente Mía, Giulius: gracias again), en el suplemento Radar de Página 12 el escritor Antonio Dal Masetto dice que uno escribe para llegar a otros, lo cual me recuerda que el sábado Ezequiel Martínez dijo en la revista Ñ que según Gabriel García Márquez, uno escribe para que lo quieran más. Estoy de acuerdo con ambos, en mi balcón Dal Masetto, García Márquez y Ezequiel conversan mientras el café se me enfría e imagino a la Serpiente y a Giulius aun cuando no conozco sus caras: si la tecnología sirve para algo, algún día nos permitirá ver los rostros de aquellos que nos leen, uno escribe además porque no quiere estar solo, si quisiese estar solo ¿para qué se tomaría el trabajo de inventar a tanta gente?

Por supuesto que existen razones más profundas para mi bienestar, mi hija Agustina parece haber salido indemne de su encontronazo con dos ladrones, otro de mis seres queridos está mejor del mal que lo aqueja (que es de cuerpo y es de alma), lo increíble es que uno dependa de tantas cuestiones externas, e incluso banales, para permitirse experimentar la felicidad, necesito la victoria demócrata en USA y las saludables iniciativas de Kirchner después de la derrota en el plebiscito misionero (hablo de la limitación en la cantidad de miembros de la Corte Suprema y de la campaña en contra de las reelecciones ilimitadas), necesito de Vonnegut y de Cynthia Lennon (me recordó que Julian Lennon tiene mi misma edad, es lindo sentir que uno podría ser hijo de John, que de alguna manera lo es y que tiene millones de hermanos), necesito de García Márquez y de Dal Masetto, que me recuerda que huyó de Italia a los doce años con media docena de libros de Salgari por todo equipaje: ¿quién necesita más? Todas estas cosas y toda esta gente se confabulan sin saberlo para que yo levante el velo de mi melancolía y pueda ver lo que existe detrás, lo que estaba a diario aunque yo no lo viese, o mejor dicho no lo valorase: la salud de los míos, la posibilidad de vivir haciendo lo que quiero, el amor y el afecto de los que me rodean, los signos de esperanza que produce el mundo aun en medio de tanta necedad, de tanta destrucción. Ojalá no fuese tan superficial como soy, ojalá el árbol de tantas minucias no ocultase el bosque de mi felicidad profunda, ojalá me permitiese disfrutar más. Ojalá no fuésemos tan frágiles en la felicidad como tenaces somos en la miseria.

Perdón a todos por este disparate, y perdón especial a Holger Valqui, que se enoja cuando me pongo demasiado personal. Pero se me ocurrió que si uno ejerce su derecho a exponer en público sus preocupaciones, debería también cumplir con su obligación de compartir sus alegrías.

Sepan disculpar.

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13 de noviembre de 2006
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Disparen sobre el escenarista

Hay que estar en Babia para creer que las artes pueden escapar a la política: nada hay fuera de la política. La vida contemporánea es toda ella un acto político, no porque así lo deseemos los ciudadanos sino porque la política es el mayor espectáculo contemporáneo y vivimos inmersos en ese espectáculo lo queramos o no. Nosotros somos las comparsas y el público. Todo al mismo tiempo. Y encima, pagamos el espectáculo.

Los actores del espectáculo, las figuras, las estrellas, actúan gratis y por lo tanto ocupan una franja horaria enorme. El día en que los diputados, ministros y presidentes cobren por salir en TV o por hacer declaraciones, verán ustedes cómo se termina esta asfixia. Volveremos a vivir pendientes del declinar de las estaciones, del fútbol y la Fórmula 1, de las divas y divos, de lecturas y vinos nuevos, paisajes y paseos, cavilaciones y desconsuelos, pero dejaremos de tener todos los días a sus señorías en la sopa, en la ducha, en la cama y en los sueños parloteando como curillas.

Mientras tanto, la música es otra víctima de la política, como todo lo demás. La cada vez mayor importancia que dan los administradores (nombrados por los políticos) a los escenaristas ha conducido a que las óperas se conviertan en festivales paleovanguardistas muy apreciados por los poderes mediáticos. Sólo así se explica que la directora de la Ópera de Berlín recibiera la bronca que recibió por negarse a estrenar el Idomeneo de Mozart después de recibir amenazas de grupos fascistas islámicos. A nadie se le ocurrió que quizás la culpa era más bien del escenarista, cuya caprichosa decapitación de Jesús, Poseidón, Buda y Mahoma (¡en una ópera del siglo XVIII, qué trivialidad, señor mío!) fue lo que desencadenó las amenazas.

Yo no sabía, y es lo que me hace regresar a este asunto, que el ministerio del interior alemán y la policía de Berlín se habían negado a garantizar la seguridad del público. Me entero gracias a un inteligente artículo de Natalie Krafft, directora de Le Monde de la Musique, quien se pregunta: ¿Qué tenía que haber hecho Kirsten Harms? ¿Estrenar de todos modos, a pesar de las advertencias de la policía, es decir, cargar ella con toda la responsabilidad si se producía un atentado? ¿La directora de un teatro de ópera puede decidir algo semejante?

El arco de descarga es un artilugio eterno: en cuanto aparece un problema todos señalan al que viene detrás, del coronel al recluta. La novedad es que ahora los intocables son los escenaristas, los cuales de reclutas han pasado a coroneles. En el caso del Idomeneo alemán todos han señalado a la directora del teatro como culpable de la suspensión, absolutamente nadie al escenarista. Podría haber echado una mano, ¿verdad?, pero la así llamada libertad creadora le impedía cambiar las cabezas divinas por sombreros, animales totémicos, acciones de Endesa, o cabezas de sátrapa muerto. Total, se trataba de representar el monoteísmo, o algo por el estilo.

La imaginación, la fantasía del escenarista son necesarias, convenientes y a veces indispensables para dar visibilidad a una partitura. Harry Kupfer construyó la imposible espacialidad de Die Soldaten, de Zimmermann, de manera que esa unidad visual diera coherencia a una música desintegrada. La partitura no perdió ni un gramo de vitriolo, pero Kupfer logró que además se viera sin que se te quemaran los ojos.

Algo similar a ese desvío de la responsabilidad se está produciendo también en los colegios e institutos, en donde son los profesores los que deben garantizar el orden público mientras les pegan los alumnos, los padres de los alumnos, la policía, los jueces y un esquimal que pasaba por allí y se puso en la cola. Los pobres maestros han pasado de coroneles a reclutas.

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13 de noviembre de 2006
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El fantasma de los bárbaros

El fantasma de los bárbaros

He pasado mis primeras elecciones en Cataluña, y desde el punto de vista de un inmigrante, ha sido una experiencia de lo más curiosa. El candidato de CiU Artur Mas nos ofreció un carné de la seguridad social por puntos según nuestro grado de “catalanidad”. Yo ya chapurreo algunas frasecillas de catalán (como pastenagues sisplau y ¿com es diu? poco más) de modo que en un gobierno de Mas me atenderían un resfriado o un dolor de cabeza, pero para curarme una hepatitis necesitaría el nivel avanzado. Me pregunto qué haría alguien como el nuevo president Montilla, que tampoco es que vaya a triunfar en la Academia de la Lengua Catalana. Quizá su nivel dé para ser presidente de la Generalitat, pero como se rompa una pierna, se tendrá que buscar un traumatólogo en Murcia.

La verdad, no me sorprendió esta propuesta viniendo de CiU, algunos de cuyos miembros más conspicuos ya habían instado a los catalanes a tener más hijos, no fuese a ser que acabemos con la catalanidad a punta de reproducirnos. En el fondo, la actitud no es muy distinta que la del PP, cuyo portavoz Ángel Acebes criticó hace unos meses que hubiesen soltado por las calles de Cataluña a un contingente de africanos sin hacerles exámenes médicos. Supongo que temía que fuesen a morder a alguien. 

Lo que me sorprendió más fue escuchar comentarios -más educados pero orientados en el mismo sentido- provenientes de la izquierda, que siempre había hecho bandera de lo contrario. Tanto socialistas como líderes de Esquerra Republicana expresaron durante la campaña que Cataluña no podía estar atendiendo a todos los inmigrantes descontroladamente. Como si esos inmigrantes no estuviesen pagando por la Seguridad Social, como si fuese un favor o una caridad. Y como si, además, fuese descontrolada. Me gustaría que alguno de los políticos europeos tuviese que pasar por la cantidad de trámites, colas y demoras que supone para un inmigrante reclamar derechos esenciales, para que luego vaya por la vida diciendo “qué horror, qué descontrol”. 

Anthony Giddens decía en una entrevista reciente que los europeos perciben que su principal problema es la inmigración, que asocian a la delincuencia y ahora al terrorismo. Ante esa percepción, la derecha propone cerrar las fronteras, aumentar la cantidad de policías en las calles y reducir los beneficios laborales de los extranjeros. La izquierda, por su parte, no propone nada. Y pierde votos. En realidad, no existe una disyuntiva ideológica: la cuestión es que nadie va a ganar unas elecciones si no tiene una propuesta para contener a los bárbaros.

Por eso, nadie discute tampoco si hay un verdadero problema con esos bárbaros. Paradójicamente, la extrema derecha europea ha crecido precisamente en las provincias con menos población inmigrante, como el Este alemán o el ámbito rural francés. España no es la excepción. Hace un año comenté en este blog una encuesta, según la cual, los españoles opinan que los inmigrantes son demasiados porque creen que alcanzan el 20% de la población, pero el porcentaje real de inmigrantes no llega ni a la mitad de esa cifra. Los ciudadanos europeos tienen miedo y esperan que sus políticos respondan a ese miedo. El propio PSOE, tras la crisis de las pateras del último verano, endureció su discurso para no perder puntos ante la opinión pública.

El peligro de esto es que las políticas se decidan basadas en esos miedos y no en los hechos. La mano de obra inmigrante ha empujado a pulso el crecimiento económico español, y se ocupa de sectores como la atención a los ancianos y la agricultura, que quedarían descubiertos sin ella. No se trata de abrir las fronteras indiscriminadamente, pero sí de que los ciudadanos sepan que votan contra sus propios intereses y, por cierto, crean una profecía autocumplida. Mayoritariamente, los inmigrantes no representan un problema social. El índice de delincuencia entre los inmigrantes con trabajo es incluso menor que el de los españoles con trabajo. Pero si se les estigmatiza, se les acosa y se les convierte en un ghetto, que no quepa duda de que ese fantasma se hará realidad.      

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10 de noviembre de 2006
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¿Quién es el personaje ficticio más influyente?

Ayer un artículo de Página 12 informaba sobre un libro recién editado en los Estados Unidos, llamado Los 101 personajes más influyentes que nunca existieron. Escrito por Dan Karlan, Allan Lazar y Jeremy Salter, difunde los resultados de una consulta masiva realizada entre ciudadanos comunes y líderes de opinión de ese país. Créase o no, para esta gente el personaje ficticio más influyente es el Marlboro Man, el clásico cowboy de las propagandas de cigarrillos, cuya presencia en el tope de la lista, según se justifica Lazar, se deba a que “encarna la fuerza más poderosa del poder publicitario en el planeta”. Santa Claus recién figura en el puesto cuarto, Frankenstein en el sexto, Mr. Hyde en el décimo, Mickey en el puesto dieciocho y Barbie en el cuarenta y tres. Al rey Arturo, un favorito personal, no le ha ido mal: ahí está, en un dignísimo tercer puesto. Y los personajes de Shakespeare tampoco se pueden quejar: Hamlet figura en quinto lugar y Romeo y Julieta en el noveno. (Si hubiese que juzgar por el estado del mundo, yo tendería a decir que el personaje shakespiriano más influyente es sin duda Macbeth.)

No me disgusta la especulación al respecto. Yo soy de los que creen que personajes ficticios pueden tener influencia real sobre nuestras vidas. En la Apología, Sócrates preguntaba a Meletus: “¿Alguna vez creyó el hombre en la caballería, pero no en los caballos? ¿O en el sonido de la flauta, pero no en la flauta?” Sócrates apuntaba allí a defender la existencia de los espíritus y de los semidioses, pero el argumento sirve igual: si la influencia de semejantes gentes es comprobable en nuestras vidas, ¿por qué no habremos de concederles a los personajes fantásticos al menos parte de los atributos que descargamos sin pensarlo sobre los seres reales?

Lo que me sorprende, en todo caso, es la ausencia de un nombre que debería estar al tope de la lista por inmensa mayoría. No pude consultar la totalidad de los 101 elegidos, por lo cual existe la posibilidad de que el personaje del que hablo esté en la lista en puestos inferiores; pero no lo creo, porque se trata de un personaje que, o bien figura primero, o seguramente no figura. Hablo de Dios, claro. Del protagonista de la Torá y del Antiguo Testamento, dos libros –o dos colecciones, habría que decir- que no han dejado de influir sobre Occidente desde hace milenios y que todavía inspira la mayor parte de las guerras que dividen en dos nuestro mundo. ¿O existe acaso prueba fehaciente de la existencia real de Dios? (¿O en todo caso, prueba más fehaciente que la que proporciona el personaje Sócrates como protagonista de la Apología?) En lo que depende de los hechos comprobables materialmente, Dios es tan ficticio como Mickey o como Mafalda.

También habría que incluir a Jesús en la lista, dado que no hay prueba científica de su realidad histórica más allá de las alusiones en algún libro producido durante el Imperio Romano; la diferencia entre el Jesús al que aluden esas líneas y el personaje difundido por los Evangelios es absoluta, nosotros creemos en el personaje, no en la persona. Además en la lista también figuran otros personajes de quienes se sospecha una existencia real histórica, deformada a posteriori por la leyenda: el mismísimo rey Arturo, por ejemplo, y el San Nicolás que derivó en Papá Noel.

Sospecho que la razón por la cual Dios no figura en el tope del ránking es obvia: al escamotear su nombre, los votantes están tratando de sugerir que para ellos Dios es real, verdadero. Deben creer que si lo nombran incurrirán en blasfemia, que equipararlo a una ficción equivaldría a negarlo. Lo cual los pinta, para mí, como gente de poca fe.

Poca fe en el poder de la imaginación, al menos.

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10 de noviembre de 2006
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BUENO Y/O MALO

Lectura de un viejo, muy viejo artículo en la revista argentina Ñ. Se publicó en agosto de 2004, pero podría ser de otra fecha y también de cualquier otra revista publicada en el mundo hispanohablante en los últimos cinco años, pues es el clásico artículo sobre el éxito de la novela La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón (que no tiene su sitio en Internet, según Google).

Traducción a 20 idiomas, presencia continua en la mesa central de las librerías desde Argentina hasta España; no se necesita dato o número para enterarse del éxito comercial del libro: es visible. Su autor cae bien a todos: cuando habla, se quita su abrigo de gloria de manera elegante para presentarse en la ropa del artesano que trabaja con palabras. A lo largo de su vida, lo hizo escribiendo publicidad y guiones de cine antes de dedicarse a la producción de novelas.

Ruiz Zafón tuvo gran protagonismo en la publicidad. Era de estos “creativos” que vuelven con estatuillas del festival de Cannes (el festival de publicidad, por supuesto; en Cannes existen festivales de todo: cine, serie de televisión, documentales, Internet, música…). Pero a Ruiz Zafón, la estatuilla de la publicidad no le hacía ninguna gracia. Tiene una frase terrible para describir a su actividad en el artículo de la Revista Ñ: “lo que hacía no era bueno, pero gustaba”.

La frase es terrible por su lucidez, y lo escribo con toda franqueza, aquella frase es la crítica perfecta a su novela La sombra del viento. La lucidez no es un auto-desprecio preventivo (tarde o temprano vendrá el golpe) o un suicidio de las ilusiones íntimas. Es la manera de enfrentarse a sí mismo. Somerset Maugham dijo una vez “sé cuál es el rango que me corresponde, soy el mejor escritor en la liga de segunda”. Era cierto, aunque no hubo escritor con tantos dotes técnicos como Maugham en sus cuentos. Pero le faltaba la chispa del compromiso con la condición humana, la dimensión humanista que autoriza jugar para la liga grande, es decir, con Conrad, Flaubert, Stendhal, Tolstoi, etc.

El caso Ruiz Zafón es bastante apasionante. No lo voy a negar, a pesar de sus defectos leí su novela de un tirón, enganchado al relato. Recuerdo muy bien mi irritación creciente frente a la repetición del proceso: el narrador busca una persona que sabe lo que ocurrió en el pasado, encuentra a la persona, la persona hace un relato (o muestra una carta, o introduce otro testigo, todo vale para dar un relato) y se entiende que habrá que buscar a otra persona. Es una novela que, más allá de su estética gótica, camina hacia atrás, de manera continua, como una mala película policiaca, sin llegar a construir dos niveles: la vida de hoy y la exploración del pasado, es decir, un edificio de dos pisos -que sería un mínimo para una obra de casi 500 páginas en la edición de tapa dura (editorial Planeta)-.

Tampoco ayuda la luminosa creación borgeana de un cementerio de libros al principio de la novela: el lector espera una obra tan grande como la historia de la literatura y al final se queda en un vaivén entre Barcelona y París. Sobre París, no voy a decir nada, me siento tan involucrado con el tema que sería injusto opinar. Pero creo que Ruiz Zafrón aprovecha a Barcelona; la pinta bien en varios momentos de su historia. Y, en el desenlace, encuentra en el barrio de San Gervasi una mezcla de malestar urbano, de burguesía agotada y de esperanza troncada que se parece a la atmósfera de Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Al final, hay algo de literatura en la obra de un contador eficiente.

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10 de noviembre de 2006
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CIUDADES MUTILADAS

He pasado una semana en Bangkok y no había prácticamente ancianos. No se les veía por ningún lado, mejor dicho. A diferencia de lo que todavía puede observarse en las grandes ciudades españolas, los mayores en Bangkok y otras urbes por el estilo, desde Kuala Lampur a Abdis Abeba, no tienen a dónde ir. No es fácil que puedan pasear en zonas donde los coches han acaparado el espacio y se ha dispuesto de vías elevadas sobre las ya desprovistas de aceras, árboles o algún resguardo exterior donde puedan conversar.

La patética consecuencia de muchos desarrollos tan explosivos en el sudeste asiático se manifiesta en la desbordante aglomeración de las capitales que, como si hubieran sido sacudidas por un monstruoso fenómeno, han estallado hacia una periferia maldita y han concentrado en su corazón, envenenado de rascacielos, el modelo más inhóspito para asentarse en él.

En España, efectivamente, se acentúa el panorama de gentes que cruzan las ciudades cargadas de años y como pertenecientes a una especie en expansión que se ha llamado “la tercera edad”. Esta edad provecta fue el tronco de la sabiduría y la autoridad tópicamente oriental pero, como se constata en Bangkok, en Shangai o en Singapur, su presencia ha sido espantada por los gases más contaminantes.

No ha hecho falta ninguna depuración ni selección genocida, la propia dirección del desarrollo económico se ha encargado de ahuyentar precipitadamente a los mayores. Sin parques, sin aceras, sin apenas lugares de reunión, la vida que ha podido crecer en tiempo ha menguado drásticamente en espacio. Los viejos permanecerán estabulados, tal como ha ocurrido antes en numerosas localidades norteamericanas.

El espectáculo mediterráneo de las plazas públicas, todavía en pleno tecnicolor, donde al atardecer de los otoños o las primaveras se juntan adultos y niños, ancianos y bebés, en una fiesta de la vida entera, podría declararse Patrimonio de la Humanidad.

Como los cuerpos mismos en los que cualquier amputación afecta al organismo entero, la extirpación de los mayores o los niños del ambiente ciudadano, decide la salud de las metrópolis. Ciudades que dan vida y otras que incitan a matar o darse muerte mientras los hoteles de máximo lujo acogen a los altos ejecutivos en sus suites de 2.500 dólares por noche. Ejecutivos medio muertos, a su vez, en nombre de la empresa y del exhaustivo trabajo por objetivos (de autoaniquilación).

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10 de noviembre de 2006
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No pegar golpe

Ayer fue fiesta en Madrid, de modo que no hubo blog, se me olvidó avisarlo. Estamos tan acostumbrados a las vacaciones y a las fiestas que ni siquiera nos damos cuenta de que semejante jolgorio es un invento de hace cuatro días. Todavía a principios del siglo XX el concepto mismo de “vacaciones” o “fiestas” tenía una carga emocional intensa, era una reivindicación revolucionaria y olía a pólvora. En la actualidad parece un asunto meramente burocrático. Bueno, lo es.

Las fiestas antiguas ordenaban el año de manera que no hubiera despistes. Cuando llegaba la Candelaria había que plantar las habas, la festividad de San Martín era día de matanza y por el Corpus se cosechaban las uvas. Como es evidente, estos ejemplos son un invento, pero la música no.

Hemos olvidado por completo el antiguo calendario porque ya no existen las estaciones y, por así decirlo, las habas se plantan cuando nos da la gana, se mata el cerdo en todo momento y lugar, y las uvas se cosechan en Vitigudino, Cartagena de Indias o Nueva Zelanda según las fechas, de modo que tenemos uvas todo el año. Suprimidas la estaciones, ¿para qué necesitamos un calendario?

La desaparición del calendario estacional ha traído el nuevo calendario de días feriados y recuperables. Es decir, el calendario burocrático. Coincide a veces con el viejo calendario, como en la próxima emigración masiva de la Inmaculada Concepción, tiene narices la fiesta. No obstante, a poco que moleste el santo se traslada de día y se queda sin celebrantes. Me parece estupendo. Que taña el arpa.

Sólo siento que se hayan perdido las viejas formas de la pereza, de la vagancia, de la molicie, de la pigricia, cuando los humanos estábamos más cerca de los animales, es decir, éramos menos animales que en la actualidad. Cuando usábamos las fiestas para no hacer absolutamente nada, en lugar de matarnos a sacrificios deportivos, pintorescos, gastronómicos, automovilísticos y turísticos como en la actualidad.

Me parece emocionante y aún lloro cada vez que veo el cuadro de Millet en el que aparece una pareja de campesinos durmiendo a pierna suelta (buena expresión) a la sombra de un almiar. El cuadro lo copió otro hombre que sabía valorar el ocio porque nunca lo tuvo, Van Gogh, el suicidado por desconfiado. Sus campesinos haciendo la siesta son una de las pinturas más religiosas que conozco, un reposo total inundado de sol y placidez y pinceladas cortadas como tallos de trigo.

Los cuerpos estirados, el sombrero de paja sobre la cara, los brazos bajo la nuca, las piernas enlazadas a la altura de los tobillos… ¡qué espléndida es la posición del holgazán! Es una de esas posturas, como la del niño que se arranca una espina del pie o la muchacha que lava su cabello en el río, que mantienen intacta nuestra dignidad animal.

Si yo fuera artista trabajaría sobre los animales en reposo. Las vacas con las patas dobladas bajo los pechos, los caballos tendidos cuan largos son en la hierba, los patos con la cabeza hundida en el plumón del ala, los gatos desparramados junto al fuego, cuánta confianza, qué serena y magnífica aceptación de la oscuridad.

Buen fin de semana.

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10 de noviembre de 2006
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Divagación otoñal

No creo que puedan citarse párrafos más nobles que aquellos apuntes de Kant, editados con el título de Lógica, en los que describe el cosmos de nuestra conciencia como Newton había descrito el cosmos celeste, es decir, como un entramado de relaciones que con la sutileza de una casi invisible tela de araña representaba un universo geométrico, regulado y armónico, similar al Arte de la Fuga.

La telaraña de Kant, sin embargo, a diferencia de la de Newton, no era la invención de ninguna araña divina, sino de los humanos atrapados por regularidades y repeticiones, leyes, normas, que ningún dios había imaginado en su inacabable ocio. Desde Kant, quedamos presos en una telaraña deshabitada, sin dueño, cuya enigmática presencia como lugar ocupado en exclusiva por los humanos nos obliga a suponer la más temible de las hipótesis, a saber, que la telaraña nos la hemos tendido nosotros mismos.

No obstante, en tiempos de Kant era hermosa y su belleza aún inclinaba más sobre el abismo. Los herederos de Kant ya lo entendieron así: los románticos se complacían en decir que éramos la mosca y la araña simultánea e incomprensiblemente. La telaraña, por lo tanto, nos seduciría como obra nuestra, adecuada a las emociones y sentimientos mortales, pero también porque es nuestra cárcel y de ella jamás podremos escapar. El romanticismo no tiene nada de romántico. Es más bien siniestro.

Que los románticos admiraran la urdimbre de un universo solipsista nos hace sospechar que se admiraban a sí mismos y a esa diabólica voluntad de sentirse presos de sus propias creaciones. O como diría el último romántico, Walter Benjamin, hijos nosotros de nuestra producción y creados por nuestras creaciones. Taimada excusa para acusar de todos nuestros males y alegrías a la inexistencia de la araña.

Durante siglos la telaraña fue descrita desde fuera, como si ocupáramos el imaginario lugar de una araña. Los actuales, sin embargo, la vemos ya desde dentro y al perder la perspectiva plana nos encontramos en un laberinto tridimensional que recorremos haciendo estaciones horrorizadas, allí donde encontramos cadáveres sin sangre envueltos en su sudario, como el gusano de seda en su capullo.

Las estaciones de ese vía crucis histórico (porque la historia es la tercera dimensión del cosmos) nos detiene ante mármoles rotos, desiertos en cuyo vientre de arena se esconden dinastías milenarias, templos vacíos que son ahora refugio de murciélagos, y también naciones, estados, monarquías y teocracias en cuyas ruinas tratamos de desentrañar una orientación, un sentido, un destino, como los antiguos arúspices trataban de encontrar señales en las vísceras sanguinolentas del sacrificio.

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8 de noviembre de 2006
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Porno espiritual

El día que conocí a David Barba, él tenía unas ojeras como dos costales de arroz y estaba afónico. Llevaba diez meses trabajando en la biografía de Nacho Vidal, el actor porno español famoso porque su pene no cabe en un vaso largo de cerveza, y se le notaba agotado. Había tenido que seguir a esa celebridad en pelotas a lo largo de una frenética vida que incluía bares, fiestas, orgías y el resto de la rutina habitual de una estrella del género.

Alguna vez, Vidal había obligado a David a subir a un escenario y hacer gala de sus dotes. Ese era su concepto de “periodismo de investigación”. Una de esas veces, la prueba había sido someterse a una felación pública rodeado de doce hombres más en la misma situación, algunos de ellos profesionales. Al parecer, lo consiguió sin incidentes que lamentar (o que David se atreva a contar). El caso es que, el día en que lo conocí, David Barba estaba claramente extenuado, pero un brillo de orgullo y satisfacción refulgía en sus ojos. 
 
No nos vimos mucho en los años siguientes, hasta que me mudé a Barcelona. Por entonces, el libro sobre Vidal había aparecido con éxito y David entrevistaba a decenas de españoles hablando de sexo para un nuevo libro. De hecho, sigue embarcado en ese proyecto. Pero ahora, atraviesa una etapa espiritual. Asiste a los espectáculos de psicomagia de Alejandro Jodorowsky y conoce a chamanes y brujas. Lee sobre adivinación y ritos paganos, y dedica horas de la conversación a disertar sobre el tema. Desde mi llegada a esta ciudad, muchos amigos comunes me advirtieron:

-David se ha vuelto loco. Y nos quiere volver locos a todos los demás. O eso, o nos quiere estafar leyéndonos la suerte.

A pesar de las advertencias, he visto mucho a David desde entonces. De hecho, periódicamente hacemos tours para conocer la Cataluña profunda. Hemos visitado abadías, baños termales y volcanes. Y ahora puedo dar fe de que, en efecto, está mal de la cabeza.

Una vez fui a su casa. Su mensaje en el teléfono me invitaba a un “aquelarre contra los malos espíritus”. Yo pensé que era una broma y que íbamos a beber como hace todo el mundo. Pero era cierto palabra por palabra. Éramos tres invitados, y David nos hizo ponernos ropa enteramente blanca –ropa suya que, por cierto, me queda como si fuera de mi hermanita menor-. Después encendió las velas del altar que tiene en el salón y me dio una olla con agua, en la que remojó unas ramas de algún árbol. Acto seguido, todos recorrimos la casa sacudiendo las ramas contra las paredes mientras él recitaba una letanía. En uno de los cuartos había alguien durmiendo. O quizá era algún espíritu. Al final, bailamos y nos tomamos fotos.

Me quedé con la sensación de que era un plan divertido para el fin de semana pero que, si alguna vez quiero hacer una carrera política, esas fotos acabarán conmigo.

No me pregunten si se toma en serio su carrera chamánica. De hecho, ni siquiera sé si todo lo que dice es verdad. De repente, David cuenta anécdotas de cuando asistió a un congreso de las juventudes comunistas en Moscú, o cuando se enroló como escudo humano en Bagdad, o cuando visitó Venezuela para un tour de brujería. Y siempre hay alguna anécdota sexual involucrada. De hecho, cada vez que hay una conversación grupal que involucra a David y a mujeres, la temperatura empieza a subir. No sé cómo lo hace, pero siempre tengo la sensación de que todos vamos a quitarnos la ropa y montar una orgía ahí mismo, en la calle, en el metro.

Me temo que David no es una persona normal. Antes me bastaba con esa distante constatación, pero últimamente sospecho que somos amigos, y me pregunto entonces si yo soy una persona normal. En todo caso, no se lo preguntaré a él.

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8 de noviembre de 2006
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CIUDADES DE “INSERSOS”

En buena parte por lo que a mí me corresponde, compruebo con emoción cómo ha cambiado en pocos años el rostro de las ciudades españolas. Contando con que los jóvenes están mucho tiempo en sus trabajos o que cuando se divierten lo hacen por la noche, durante las horas del día el panorama está repleto de mayores y jubilados, gentes despaciosas y vestidas de oscuro.

En las colas de los bancos, en los paseos, en los autobuses, en los comercios, en los bares, la gran mayoría de los rostros aparecen cargados de edad, experiencia y arrugas. El grupúsculo tradicional de ancianos que antes señalaba un lunar solar sobre una plaza, una reunión amortizada a la puerta de un bar o un enjambre de “insersos” subiendo al autocar, se ha dilatado hasta colonizar el ambiente. Una nación se transforma en otra a través de este movimiento biológico que metamorfosea a sus ciudadanos por dentro y por fuera, en la cara y en el corazón y decide, en suma, el estilo del mundo. En consonancia con esta ascendencia de la masa envejecida evolucionará el planeamiento, la arquitectura, la decoración, las músicas, los alimentos, la iluminación y la moda. Puede que de la misma manera que actualmente impera un diseño general expresamente antisocial, la siguiente oleada se atenga a la alternativa social de la edad expresa o extrema. Una morfología explícita en la máxima visión de la ciudad diurna y transportable irónicamente al territorio de la ciudad nocturna donde la materia prima de la actualidad se nutre de mixturas, composiciones opuestas, juego con la vida y la muerte, la acción y la defunción.

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8 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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