Más de 1.700 personas desbordan el Gusman Center for the Performing Arts de Miami para la que sin duda será la presentación más concurrida de la feria del libro. El hombre que esperan, sin embargo, no es un escritor. Su testimonio, The audacity of hope, se ha colocado rápidamente en las listas de ventas de este gigantesco país, pero no compite con novelas o poemas sino en todo caso con libros como My father, my president, las memorias de una hija de George Bush papá. Y es que el orador de esta noche, Barack Obama, no es un inventor de historias, sino la esperanza del Partido Demócrata en las próximas elecciones presidenciales.
Aunque hace un par de años era un ilustre desconocido a nivel nacional, Obama ha despertado rápidamente las esperanzas de todos los demócratas que detestan a Hillary Clinton, que son muchos. Obama lo tiene todo: es hijo de un inmigrante africano y una norteamericana blanca, ha barrido en los comicios por Illinois y además se opuso en 2002 a la guerra de Irak que Hillary sí apoyó y que ahora es percibida como el mayor desastre del gobierno republicano. Incluso el perfil bajo de Obama durante sus años como senador juega a su favor en comparación con una Hillary famosa por su ambición y desgastada tras quince años de imagen pública. Como si fuera poco, es joven, guapo, alto y decididamente carismático.
Esto último se percibe desde que entra en escena. Su gigantesca sonrisa no cabe en el escenario. La ovación que lo recibe durante un minuto entero. No lleva corbata. Su simpática informalidad lo hace parecer un Will Smith presidenciable, con una diferencia: puede hablar durante media hora con párrafos perfectamente articulados enlazando todos los temas de interés sin perder la atención del público. Sabe hacer mención a su propia historia personal, sabe dónde poner las anécdotas y dónde los chistes, pero también sabe introducir en el discurso su visión del país. De hecho, este evento luce una calculada ambigüedad entre presentación de libro y mitin político.
Lo más impactante de Obama es su capacidad de articular proyectos satisfaciendo a todos los públicos: por ejemplo, propone una nueva política energética, que ofrezca a los granjeros norteamericanos trabajo en la producción de nuevos combustibles ecológicos para que el petróleo pierda importancia. Si baja el precio del petróleo, los enemigos de EE. UU. como Irán no podrán financiar sus programas nucleares. Tampoco será necesario financiar experimentos bélicos en Extremo Oriente. El dinero así ahorrado se podrá usar para mejorar los sistemas de seguridad social, y todo con los correspondientes beneficios ecológicos. En ese plan, Obama apunta a la vez al voto rural y al urbano, al pacifista y al paranoico belicista, a los más pobres y a los más ricos.
En efecto, a pesar de expresarse con excepcional claridad, Obama es un maestro de la ambigüedad. Aunque se opuso desde el principio a la guerra de Irak, su discurso es conciliador. Sus críticas a Bush son matizadas y a menudo sobreentendidas por la complicidad del público. Sobre el matrimonio gay, su respuesta es quizá. Constantemente repite que sus propuestas benefician a los norteamericanos sin importar su partido. De hecho, constantemente se refiere a los políticos como gente que no va a cambiar las cosas por sí misma. Su mensaje parece ser: “si no te gustan los republicanos, soy tu candidato. Si no te gustan los demócratas, también. Incluso si no te gustan los políticos. El hecho de que yo sea un político y un demócrata no debe confundirte”.
Así, aunque aún no expresa su decisión de postularse, Obama parece reunir el rompecabezas perfecto para convencer a todos. Al final, en la ronda de preguntas, el público lo llama “presidente”. Se los ha metido en el bolsillo. Pero mientras abandona el escenario en medio de una ovación de pie, es claro también que a su campaña le falta un detalle: el dinero. Y en ese punto, nada despreciable, Hillary es imbatible.