Vicente Verdú
Todo problema tiene su solución. No por ser difícil o parecernos irresoluble carece de ella. Cualquier conflicto se configura no desde el caos sino como un desafío al orden conocido, luego debe hallarse otra ordenación en la que el conflicto queda conjurado, desarmado, privado de virulencia.
Esta verdad sin evidencia goza, sin embargo, de muy buena vista.
Basta comprobar cómo, en determinadas circunstancias, cuando no encontramos salida a una encrucijada alguien, venido de fuera, nos brinda la clave que nos salva. Y con una facilidad tan impredecible por nosotros que se parece a un milagro.
El ensalmo hace buena evocación de esta clase de sensación inesperada. Las cosas se ven claras como por ensalmo y saltamos desde su precipicio a la calma transportados por una suerte de ayuda sobrenatural que nunca imaginamos.
El cielo se encuentra al lado y no lo percibimos. Y el infierno habita en nosotros sin que seamos conscientes de nuestra potencia de autodestrucción o muerte. No alcanzamos a ser inmortales pero disponemos de una energía criminal absoluta, especialmente sobre nosotros mismos.
De la misma manera, no hay mejor especialista en la tortura que el autorturador ni tampoco peor enemigo de la lucidez que nuestro firme sentido de la marcha, no hay mayor oscuridad que la ofuscación propia. Todo problema aparece emparejado con su solución. Saber cómo hallarla representa el problema verdadero; y el verdadero problema reside en el lugar donde se cree definitivamente afianzado el yo. El otro, sin embargo, que nos observa desde afuera, liberado de nuestra fijación, puede operar como la clave de nuestra libertad, la llave de nuestro bienestar y nuestro lujo. El otro es la solución.