Vicente Verdú
En algún texto de Freud, pero no sé cuál, debe relacionarse el erotismo con la piedad.
La excitación sexual tiene que ver con plantar cara frente al otro cuerpo, vencer o ser vencido en la pugna apasionada ante un contrincante amoroso, encender o ser encendido en una hoguera más allá del territorio racional.
La razón mata la simiente del amor o la redondea de una hermosa perfección tan previsible que disuade la hecatombe.
Toda locura de amor se apoya, en cambio, en una rueda excéntrica que cruza desde el miedo a la aventura de la indeterminación.
La piedad, entonces, ¿puede excitar? Sólo excita aquella piedad que guía hasta un preciso grado de posesión, que envuelve al otro en un delirio narcisista. La piedad connota con el erotismo en sus partes oscuras y con nosotros en sus puntos blandos.
Cuando la piedad puede comprehender al desvalido hasta hacerlo posesión absoluta, de este apresamiento se desprende un zumo dulce que se confunde con la propia succión infantil. La succión no tanto de otras sustancias ajenas como de nuestra misma bondad maternal.
Amar al desvalido, al pobre, al mendigo, encuentra su correspondencia en los incontenibles impulsos sexuales hacia los sirvientes o las sirvientes; hacia la suprema voluptuosidad de regodearse en el olor y el sabor de la miseria, en la completa posesión de lo prohibido, extenuados en los márgenes de lo distante, marginal y ajeno. La perversión, grado máximo de la inversión, halla sus modelos en esta manera insólita de conjugar la caridad con el sadismo, el gusto con la repulsión, el placer con la náusea.