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LA IDENTIDAD QUE VIENE DEL OCIO

Todavía queda mucha gente que considera el trabajo como la base decisiva de la identidad. La contemporaneidad, sin embargo, desmiente esta vieja creencia. El trabajo profesional ha ido descaracterizándose y el ocio, por el contrario, cargándose de elementos dispuestos a definirnos.

Todavía hace pocos años Richard Sennett obtuvo un gran éxito con su libro La corrosión del carácter y allí se lamentaba, se sollozaba, porque el panadero de hoy no era ya el conspicuo panadero de antes, nutrido de tradición y enharinado de vocación ancestral. Tampoco el herrero o el abogado conservarían esos caracteres porque el capitalismo de consumo, su variabilidad, su superficialidad, su movilidad, los habría corroído como personajes netos.

Efectivamente. El efecto de la cultura del consumo (histéricamente estimada como cultura del diablo) ha sido la corrosión de lo unívoco. No emprendemos la vida hoy para llegar, como dictaba Píndaro, a ser el que somos, sino precisamente para ser todo lo que ahora no somos.

La aventura y no el proyecto estricto, la veleidad y el cambio, la imprevisibilidad o el accidente son los caracteres de nuestro tiempo. El atributo más anticontemporáneo es la dirección única, la sangre pura, la ortodoxia o el planeamiento delineado para toda la vida.

Ni la casa, ni la pareja, el coche o el reloj son, como antes, para toda la vida. Tampoco la dedicación profesional que, entre otras cosas, nace de una titulación aplicable a tareas variopintas o todavía por pintar. No nos hacemos una identidad mediante el trabajo porque el trabajo o nos disfraza una y otra vez en sus diferentes versiones o nos resbala. Bajo la apariencia de una profesionalidad circunstancial no se construye la identidad sino, más o menos, en el territorio del tiempo libre. Libre también para ser a voluntad. De hecho, esta ha sido la respuesta del 88% de los jóvenes españoles e italianos encuestados por la empresa Synovate con implantación en 54 países y tras realizar su último estudio sobre identidad en 11 naciones europeas.

En el ocio, a través de las elecciones musicales o de ropas, la preferencia de ídolos y marcas, la elección de parajes, videojuegos y viajes, se conforman tribus y tipos. El trabajo resulta o demasiado abrumador, explotador, voluble o poco importante para esperar la denominación de él.

El mundo alternativo al laboral, el universo del consumo y su tiempo libre se encarga de trazar la silueta de ciudadanos/consumidores y no en el negativo sentido de su enajenación sino en el serio significado de su definición.

El que quiera entender que entienda.

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17 de noviembre de 2006
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El retorno de Bond

Siempre sentí debilidad por James Bond. De pequeño representaba lo prohibido, todo lo que a esa edad estaba fuera de mi alcance: la virilidad y por ende las mujeres, la elegancia del hombre de mundo, la madurez (sus películas eran calificadas para mayores, lo cual me descalificaba de la peor manera) y la libertad que entraña –o que yo suponía entonces que entrañaba- la llegada a la adultez: la célebre licencia para matar era, en esencia, una licencia para hacer cualquier cosa que uno quisiese. En mi cabeza infantil equivalía a la libertad de la que gozaban todos los grandes, que habían tenido el buen tino de crecer.

Como no podía ver las películas, me contentaba con leer las novelas de Ian Fleming que estaban en la biblioteca de mi abuelo. Estoy seguro de que entendía poco y nada (las minucias de la Guerra Fría se me escapaban por completo), pero por lo menos me hacían sentir más grande. Recuerdo haberme pasado horas contemplando una producción de la revista Life, llena de fotos del rodaje de lo que aquí se llamó Operación Trueno. Me pregunto si mi fascinación con el buceo –porque allí Bond libraba su batalla más compleja bajo el agua- no habrá comenzado entonces.

Quise a Roger Moore porque venía de ser El Santo, y porque fue el primer Bond al que pude ver en el cine. Pero admito que hoy no soportaría volver a ver ninguna de esas películas, ese Bond es al verdadero Bond lo que el Batman televisivo de Adam West es al Batman que me gusta: una autoparodia, que se pasa del pop para entrar de lleno en el territorio del kitsch. Moore era demasiado educado (¿demasiado amanerado?) para ser Bond. Al igual que el comercialmente exitoso Pierce Brosnan, carecía de la oscuridad, de la violencia y del componente psicótico que Bond necesita para sostener el equilibrio entre su elegante exterior y su compulsión homicida. En algún sentido Bond es el antecedente más directo de Hannibal Lecter: sibarita y asesino por naturaleza al mismo tiempo, con la ventaja de haber encontrado trabajo dentro de la ley.

Bond era Sean Connery, sin dudas, aun después de asimilar la infausta noticia de que usaba peluquín. (Su prematura calvicie tan sólo lo volvía más humano.) La clase de tipo que es capaz de imponer respeto, y hasta producir miedo, sin necesidad de levantar la voz: bastaba una mirada y una sonrisa para sugerir que estaba más que dispuesto a devorarse a sus enemigos y escupir sus huesos como los carozos de las aceitunas del martini. (Connery nunca diría spit, escupir, sino sh-h-pit, con ese delicioso acento galés que nunca pudo quitarse ni siquiera cuando interpretaba al nada galés rey Arturo. Ahora que escribo esto recuerdo que lo entrevisté en Londres por el estreno de First Knight. No me acuerdo nada de la entrevista. Se ve que para entonces ya había dejado de impresionarme. O quizás se debió simplemente a que yo ya había crecido.)

Tengo muchas ganas de ver Casino Royale, la nueva película de Bond, que se estrena hoy en los Estados Unidos. Lo cual significa que es la primera vez en muchísimos años que tengo ganas de ver una de Bond, o por lo menos una que no figure entre los clásicos de Connery. Daniel Craig me da buena espina, a pesar de que los bondófilos le bajaron el pulgar apenas lo eligieron porque veían con malos ojos, por ejemplo, que el pobre fuese rubio. Me parece un buen actor, que invita a imaginarse qué hubiese hecho Steve McQueen con ese rol. Atractivo pero no bello, capaz de transmitir la dosis adecuada de amenaza sin siquiera mover un músculo. La elección de Eva Green como su interés romántico es otro plus: ella es lo más parecido a una chica Bond para el hombre pensante que ha habido desde Diana Rigg.

Las primeras críticas hablan muy bien de la película de Martin Campbell. La idea de mostrar a un Bond que aún no es del todo Bond, una suerte de prequel a toda la saga –aunque transcurra en tiempo contemporáneo-, es inteligente: se trata de pintar a un Bond que todavía no ha llegado a ser la figura cool y en perfecto dominio de sí mismo que uno identifica con el personaje; se trata de un Bond en formación –como lo es Daniel Craig.

En caso de que Casino Royale tenga éxito, me pregunto qué clase de archivillanos le imaginarán de aquí en más. Porque Bond podrá ser el mismo, pero el mundo ya no lo es. En nuestro tiempo Goldfinger es Ministro de Economía de algún país del Grupo de los Ocho y el Doctor No gobierna Corea del Norte. Y aunque lo envíen a asesinar a algún miembro prominente de Al Qaeda, todos sabemos que sus propios jefes –y sus aliados de allende el océano- dejaron hace ya mucho de representar al bando de los buenos.

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17 de noviembre de 2006
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FRANK

El apellido se escribe Frank, sin «C». Bernard Frank no soportaba ser presentado como Franck en un artículo. Murió el 3 de noviembre. No escribí nada sobre este columnista de Le nouvel observateur. Lo siento, pero era un hombre muy ajeno al mundo hispanohablante. Solo leí una cosita sobre él en un blog en castellano. Había también una buena cita de una frase suya en el blog de Arcadi Espada. Creo que eso fue todo, más las clásicas necrológicas de los periódicos.

Bernard Frank, sin «C», era lo mejor que se podía leer en Francia sobre la literatura francesa. Me explico: no decía nada sobre los libros publicados hoy en día en Francia. Le bastaba hojearlos para producir frente a su lector un movimiento perfecto de huida hacia los clásicos y hacia el menú de sus restaurantes favoritos. Sus relecturas del siglo XIX eran un caldo sabroso. No era un periodista, era más bien el gerente de las nostalgias francesas (la gran potencia que ya no es Francia, la gran literatura que ya no vemos en los autores contemporáneos), lo que justifica el malestar en el momento de su muerte para explicar la naturaleza de su trabajo. Incluso en su propia revista no lo podían presentar como un periodista que habla de nuestro mundo, más bien como una pieza de una época, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Francia era posible pelearse con Sartre y beber cócteles con Françoise Sagan sin cambiar de barrio en París. Sagan fue la gran amistad de su vida. Una amistad de fanáticos de la literatura. Algo mucho más simpático que el negocio Sartre-Beauvoir.

Frank tiene varios títulos de grandeza: su pelea con Sartre, la creación del término «Húsares» para nombrar a los autores de derecha Roger Nimier, Antoine Blondin, Michel Déon, Jacques Laurent, y su famosa impotencia a la hora de escribir libros. No hizo más que recopilaciones de sus ánimos en la lectura de los clásicos y desánimos en el momento de añadir algo suyo a la herencia del pasado. No sé si el presidente Chirac hizo un gran favor a su país al decir, frente a la noticia de la muerte de Frank, que se trata de «uno de los más auténticos representantes de la mente francesa» (un des plus authentiques représentants de l'esprit français).

La muerte de Frank fue anticipada, por muy pocos días, por una biografía sobre su vida: Un vieil ami, de Henri-Hughes Lejeune (editorial Robert Laffont). El autor es un diplomático francés, amigo de Frank de toda la vida. Empieza el libro explicando que es imposible escribir sobre un amigo vivo y dice muy poco sobre su vida. Sobre todo, no dice nada sobre las mujeres de su vida, asunto mayor en la obra de un hedonista. A la única que se nombra es a una inglesa, Barbara Skelton. Y creo que Lejeune no consigue describir bien a la fenomenal Skelton.

Frank y Skelton vivieron juntos durante trece años. Frank huía, volvía, se quedaba, desaparecía de la casa que tenía Skelton en el sur de Francia. Era cobarde y genial, insoportable, poco maduro. Pero la verdad es que Frank no era tan interesante como Skelton. Ex modelo, amante dedicada al escándalo, consiguió meter en su cama al inspector de Scotland Yard que la visitaba para una investigación, y quedarse con plata del rey Farouk de Egipto que intentaba hacer el amor con ella y un látigo. Era una femme fatale de verdad. Fue una inspiración para Anthony Powell en la composición de A dance to the music of time, la única obra que puede competir, en ambición, con En busca del tiempo perdido de Proust.

Tengo las memorias de Skelton. Son dos libros publicados en un solo volumen de las ediciones Pimlico: Tears before bedtime (Lágrimas antes de ir a la cama) y Weep no more (No llorar más). No voy a a entrar en la lista de los amantes y maridos (tres) de Skelton y citar su tremendo humor. Pero me gusta apuntar que fue la esposa de Cyril Connolly (lo describe con ternura y suma precisión como «una ballena cansada») y fue amante de Bernard Frank y de Bob Silvers, el editor de The New York Review of Books. Si hablamos de crítica literaria, no hubo ni hay nada más importante para la calidad en Francia, Reino Unido y EE. UU. que estos tres hombres en la segunda mitad del siglo veinte. Es por ella, por Barbara Skelton, que me equivoqué en no decir nada de la muerte de Bernard Frank, sin «C».

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16 de noviembre de 2006
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Refracción luminosa en una mañana de otoño

Iba yo calle Balmes abajo, el sol de las ocho en la frente y el imperativo categórico en mi corazón, cuando vi que subía en dirección opuesta de modo que el encuentro iba a ser inevitable la inconfundible silueta, el cabello negro ala de cuervo, los temibles ojos azul celeste de Teresita Camprubí. ¡Dios mío, no había cambiado nada!

También ella me miraba, pero hacía tantos años que no nos tratábamos que sin duda no podía reconocerme. Recordé que me habían contado algo sobre su matrimonio con un hombre guapo y poderoso, creo que al poco tiempo se trasladaron a vivir a Chicago pero regresaron debido a la súbita enfermedad del marido, la muerte llegó despacio y con recaídas, a los periodos de desesperación le seguían otros de euforia hasta el mazazo del desenlace, la figura de aquel varón atlético convertida en un amasijo de apenas treinta kilos, las palabras finales.

Si no me habían informado mal, pasado un año se había casado de nuevo, para estupor de todo el mundo y alegría de los padres del difunto que aún temían más perderla a ella que a su hijo, con el hermano del fallecido, el cual la había consolado a lo largo de la enfermedad y salvado de un suicidio. Y seguramente por amor al difunto, por ese amor que no podía agotarse de un modo tan impío, se habían casado y compartían amablemente al ausente, sin dramatismos. Un modo de mantenerlo en vida ambos, pues ambos le amaban y le seguían amando.

Inolvidable figura del muerto que debía de estar presente a todas horas, pero sobre todo en las celebraciones familiares, como un invitado más. En fin, la vida de Teresita había dado buen empleo a su belleza y a su inteligencia. Quizás la mujer más brillante de su generación, aquellas audaces muchachas del Sagrado Corazón. Y ahora estábamos a punto de cruzarnos y, como ya sospechaba, no me reconocía, de modo que me detuve ante ella.

“Hola Teresita, soy yo, Azúa, ¿no te acuerdas de mí? Tú no has cambiado nada, sigues igual”.

Algo inquietante, una nube de recelo, un gesto de pánico controlado, le entenebró los ojos enormes y Teresita comenzó a retroceder. Supuse que mi aspecto la estaba obligando a reconocer la implacable usura del tiempo, y que al verme también caían sobre ella todos esos años corrosivos que, sin embargo, no la habían afectado.

“Pero Teresa, si estás igual, si no has cambiado en absoluto…”.

A la desconfianza y al pánico ahora le sucedió una cierta insolencia, ese descaro que tan bien conocía yo y que a veces podían hacerla pasar por arrogante, cuando no era sino la reacción de un animal noble ante el peligro. Entonces habló, irritada, molesta.

“¿Pero cómo sabe usted que me llamo Teresa?”

“¿Cómo no voy a saberlo? ¿No te acuerdas ya de Caldetas, de Lloret, de los guateques en casa de Chufo? Tu familia era muy amiga de la mía, ¡pero si andábamos siempre juntos!”

“¿Guateques? ¿Qué familia?”

“¡Los Camprubí, naturalmente!”

En ese momento a los dos nos iluminó el mismo chispazo. A ella para aliviarla. A mí para derribarme. Ni siquiera su sonrisa logró sostenerme.

“Yo me llamo Teresa Cuevas. Usted debe de referirse a mi madre, Teresa Camprubí”.

Había una cierta compasión en su voz, creo que incluso trataba de ayudarme, así que farfullé lo típico, perdona, os parecéis tanto, es como un milagro, y me fui calle abajo hasta llegar a la Diagonal sin proponérmelo y sin saber a dónde iba. Me quedé allí, sentado en un banco bastantes horas, habría querido quedarme para siempre. Asistir a una resurrección y a una segunda muerte en un minuto.

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16 de noviembre de 2006
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EL PERIÓDICO Y EL DESAYUNO

Algunas mañanas, de vez en cuando, no llega a casa la suscripción de El País. No hay explicaciones a la vista. Aparece el buzón vacío como una ausencia lacerante y subo en el ascensor tan aturdido como si hubiera sido golpeado por una visión aciaga o, exactamente, como si padeciera una mala noticia.

En ninguna ocasión este revés primero se diluyó del todo a lo largo del día. Adentrarse en la jornada sin saber qué dice el periódico aumenta la vulnerabilidad o agrega un déficit errático al inmediato conocimiento. El grado de la afectación puede considerarse objetivamente exagerado pero tratándose de lo primero del día aumenta la importancia de su significación. ¿Será el primer indicio de un día aciago?

Efectivamente, puede dejar de leerse el periódico durante semanas con la mayor impunidad y alguna ganancia de sosiego pero habituados a su cadencia la suspensión provoca un incomodo y hasta un desequilibrio emocional.  Carga emocional contra las deficiencias de la empresa, de los repartidores, del infortunio sin motivo ni nombre. Irritación contra el desorden del mundo que llega hasta el interior del buzón. 

Hoy, sin embargo, por primera vez, esta irritación ha conseguido volverse productiva por casualidad y ha derivado en una recompensa informativa inesperada.

Sin  periódico en papel ¿por qué no desayunar delante del periódico en la pantalla? Esta experiencia, inducida por una adversidad, ha sido la puerta para una amplísima ventura. No teniendo que ajustarme al estricto contenido del periódico impreso he podido curiosear, a través de los enlaces facilitados por El País digital, media docena de otros diarios, y en el vaivén he paseado por Francia, Portugal y Estados Unidos.

¿Malos, aburridos, tendenciosos, saciados de política doméstica los diarios españoles? La salvación se encuentra en la red porque la naturaleza del periódico contemporáneo desborda el modelo rígido de una cabecera local como la televisión contemporánea desborda la programación de una u otra cadena. 

En definitiva, ¿cómo seguir ateniéndose a lo que dice este o aquel número impreso? La verdadera impresión de hoy se corresponde con el indefectible final del diario limitado a su papel estricto y la inauguración de un más allá de innumerables yacimientos de informaciones y comentarios bullendo a nuestra disposición sobre hectáreas y hectáreas de acontecimientos.

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16 de noviembre de 2006
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Las historias, los japoneses y sus parques

Anoche alguien me preguntó cómo decidía qué historia era apropiada para una novela y qué historia tenía destino de guión de cine. Muchas veces el inicio es confuso, la primera novela que escribí era en su origen una historieta. A veces creo que algunas historias merecen versiones en más de un registro: estoy orgulloso del artículo que escribí hace algunos años sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, y que publicó en España una revista que se llamaba Planeta Humano, pero estoy seguro de que esa historia merece también ser contada como libro, o como película. (La idea me ronda desde entonces; créanme, se trata de una historia tan increíble como inolvidable.) 

En los últimos tiempos me ocurre que, aun cuando me consta que estoy trabajando en una idea para el cine, trato de escribir primero una versión literaria. Una idea que me sugirió el actor Adrián Navarro se convirtió en un cuento, que imagino se transformará en guión más temprano que tarde. Siento que escribiendo un cuento o una novela voy directo al corazón de la historia: quizás por (de)formación literaria, este tipo de narración me garantiza que todo lo que tengo que saber de los personajes, de su alma y hasta de la trama estará allí, y que en todo caso, una vez que aparezca ese relato podré aprovechar aquellos elementos que me resulten útiles para el otro lenguaje, el del cine. Escribir ficción literaria es la forma en que pienso mejor, en que “conozco” mejor. Un cuento o una novela me garantizan, además, que crearé sin condicionamiento alguno: no voy a estar forzándome para imaginar a un actor equis, o preguntándome si alguien podrá financiar una secuencia tan cara. De ese modo no me cuestiono cómo abriría la secuencia, si es demasiado larga o no y dónde debería venir el corte. Simplemente dejo que la historia siga su curso, que haga lo que necesita, que se tome todas las libertades que requiera: las adaptaciones vendrán después. Si el cuento o la novela salen bien, el guión saldrá bien por añadidura.

Por supuesto, nunca escribiría una novela tan sólo para transformarla en un guión: sería un trabajo demasiado arduo. Pero me consta que cuando las ideas cinematográficas son ricas, si se las deja fermentar acaban en una novela. Hasta hace poco más de un mes estaba seguro de que mi próxima novela iba a ser una que tenía muy pensada: una historia fantástica y de aventuras, con el espíritu del folletín. Pero en las últimas semanas resurgió en la superficie otra vieja idea, que en su origen era una película. Hace ya algunos años alguien me propuso que pensase algo para dos actores muy populares, uno español y el otro argentino. La propuesta quedó en nada entonces, uno nunca funciona demasiado bien cuando se mueve por encargo: las ideas no son trajes cortados a medida, son cosas que ocurren o no. Tiempo después, cuando ya nadie me la pedía, se me apareció una historia. La archivé en mi cabeza suponiendo que en algún momento podía convertirse en una película. Y ahora, hoy, por esas cosas inefables del acto creativo, estoy convencido de será mi próxima novela.

Supongo que, en esencia, esa es la mejor forma de descubrir cuál será el mejor registro para contar una historia: darle tiempo, dejarla madurar, desarrollar su propia piel. En algún sentido se trata de la misma estrategia que aplican los japoneses en sus parques: nunca trazan los caminos de antemano, dejan que los caminantes los marquen sobre la gramilla con sus pies y recién entonces los construyen.

Una sabiduría milenaria que sería tonto desoír.

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16 de noviembre de 2006
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BLACK AND WHITE

Una simpática bloguera, aunque muy bien podría haber dicho la simpática, porque habrá otras pero no tan frecuentes, ni tan simpáticas, me apunta dudas razonables para considerar a Raimon en una lista del pop español. ¿Y por qué no Raimon? ¿Cómo le decimos no? En primer lugar porque en la lista de los mejores del pop están Lluis Llach, Pablo Guerrero, Camarón, Kike González, Albert Plá, Aute, Vainica Doble, Sisa o Serrat… Entre otros muchos que no están muy lejos, más bien bastante cerca, de aquel chico despeinado que compuso una canción contra el viento en Xátiva. No era lo mismo que aquella otra de la respuesta está en el viento o quizá sí. Quizá el cantautor más querido, más vivo, así hayan pasado cuarenta años, sea Bob Dylan. Y no creo, músicas aparte, que sea tan diferente de nuestro Raimon. Siguen los dos entre sus poetas y sus quejas, sus ironías, sus palaus o sus plazas de toros.

Es verdad que Dylan se separó muchas veces de sus orígenes folk, de su estela de Woody Gutrie o de Pete Seeger, que se volvió más electrónico -¡gracias por hacerlo, amigo!-, menos unplugged. Pero muchas veces ha vuelto a las raíces folk. Las mismas por donde vuelve el último Bruce Springsteen. Por no hablar de raíces mucho más profundas por donde se pasea el excelente último disco de Sting.

Y es que yo creo, simpática bloguera, que no podemos prescindir en nuestro recuerdo de la música popular, de las canciones de alguien como Raimon. ¿Dónde quieres que aparquemos a Raimon? ¿Qué hacemos con él? ¿Le llevamos al folklore? ¿Al country en catalán? No, yo creo que hubiera estado muy bien representado al lado de Serrat o de Kiko Veneno.

Recuerdo muy bien, yo fui fan fatal, fanático sin fisuras de aquellos chicos llamados Los Bravos. Yo me emocionaba con su presencia en las listas de mundo, el hit parade se decía, que escuchaba cada noche en Radio Luxemburgo. Yo estaba encantado de ser uno de sus seguidores por conciertos, películas, firmas de discos o donde fuera. Todavía conservo su primer disco, tenía doce o trece años, y pude conseguir aquel single que en una cara tenía No sé mi nombre y en la otra La moto. Ahora cuando por azar, casi nunca por necesidad, escucho aquel Black is Black, lo que más me gusta son los acordes de guitarra, que los tocó Jimmy Page, y la voz de Mike Kennedy, que me devuelve a los años adolescentes. Pero la canción no estaría entre ninguna lista de mis principales. Es posible que sí en una lista de sentimentales. También recuerdo, las canciones tienen en mí el efecto magdalena, cómo en nuestra lista del pop nacional de aquellos años, sin extrañeza ni resistencia, entró un chico catalán que cantaba a la matinada. Estaba al lado de Los Bravos o de Tom Jones y no pasaba nada. De la misma manera que Aute -¡otra clamorosa ausencia!- estaba al lado de Burning o de Gabinete Caligari. No somos tantos como para apartar a ningún Raimon. Diguen sí… ¿no?

Mañana me toca reflexionar sobre mi lista. Y sobre algunas propuestas de listas que otras blogueras/os han presentado… Que es algo parecido a volver a los tiempos del black and white casi negro.

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15 de noviembre de 2006
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FE DE ERRORES

Largo e inteligente artículo del novelista Jay McInerney en la revista New York Magazine sobre la muerte de la idea del «Upper East Side» en Nueva York (el barrio oeste de Manhattan, más o menos entre las calles setenta y cien). McInerney habla un poco del precio de la vivienda en la gran manzana. Habla también de los ritos de las tribus urbanas. Al final, habla de literatura, pues es muy fácil ubicar a Edith Wharton, Scott Fitzgerald, Truman Capote, Allen Ginsberg y, por supuesto, al propio Jay McInerney detrás de cada barrio y de la manera de desplegar el dinero y el poder.

Una gran parte de la literatura europea de comienzos del siglo veinte cuenta la lucha visible sobre las propiedades inmobiliarias entre la burguesía en alza y la aristocracia agotada. Proust en París y Josep María de Sagarra en Barcelona, por citar dos ejemplos cercanos. Lo que me impresiona de Nueva York es la velocidad del fenómeno. Subidas y bajadas tan rápidas que el cambio se ve y se escribe con precios.

Nunca hice caso a McInerney; me parecía un autor de moda como David Leavitt o Tamma Janowitz, y al final veo que hace lo mismo que sus antepasados literarios: cuenta su mundo y las emociones de sus habitantes. Me equivoqué sobre él. Es cierto que había algo en su novela Bright Lights, Big City (malísima traducción al castellano: Luces de neón, se pierde la metrópolis). Este post es una fe de errores hacia mí mismo.

Otra fe de errores, para los lectores: al final, Jonathan Littell no soporta la campaña de rumores en contra de su novela Les bienveillantes. Me enteré de que, al contrario de lo que escribí, ha dado una entrevista que publicará el diario Le Monde. Dice que será la única. Dice, pero... Lo que yo odiaba de McInerney era su imagen pública. Por el momento me gusta el libro de Littell. Pero a lo mejor no voy a soportar la figura pública del novelista luchando por su propia defensa.

Sigo con la idea de que es mucho mejor para un escritor actuar como Pynchon: esconderse. Ya leí otra reseña de su nueva novela. Y críticas a las reseñas anteriores de este mismo libro que todavía no se puede comprar. Al final, en el silencio mediático, se habla de literatura (en inglés, sí, pero de literatura).

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15 de noviembre de 2006
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LA MUERTE DE INMORTALES

Por una facultad muy especial hay personas que es difícil de imaginar muertas. Todos morimos ante la imaginación excepto nosotros mismos y algunos personajes que poseen el don de no presagiar su desaparición nunca. Estos personajes pueden hallarse cerca de nosotros, como amigos famosos, repletos de energía y popularidad, o lejos, como figuras emblemáticas de un tiempo al que concedieron animación, novedad o polémica.

Hace una semana murió uno de ellos, Jean-Jacques Servan-Schreiber, un inmortal. Sus libros más vendidos se titulaban con la palabra “desafío”: El desafío americano, El desafío mundial. El desafío formaba parte de su planta física, de su actitud, de su actividad arrolladora. Fundó el semanario L´Express en 1953 como una publicación de nuevas ideas netas. Su pensamiento era también de esta elegante nitidez.

Si mantuvo durante años la energía y hasta la jovialidad retadora fue el efecto de su autoconfianza olímpica. De izquierdas, de derechas, de centro. No importa tanto la calificación de su posición política como la apostura de su pose.

En la insuperable manera de llevar corbata se asemejaba a Alain Delon y en la gesticulación política a John F. Kennedy. Todo ello a una escala menor en trascendencia pública o audiovisual pero igual en cuanto al encanto del estilo. De este modo pertenecía a la nómina de quienes no pueden morir de ningún modo, no les va la muerte por ningún lado.

De hecho, apenas ha llegado la noticia de su muerte se ha esfumado por entero porque su fortaleza se hallaba directamente auspiciada por una materia existencial sin fin. O lo que es lo mismo, por la conquista de un estatus vital/visual en cuyo cuadro completo no se percibía jamás un filo de muerte. ¿Cómo es que ha muerto? Ha muerto después de haber desaparecido largamente. Tras haber creado laboriosamente un suficiente vacío tras de sí, una amplia holgura donde, por fin, la muerte halló un paraje despejado para aterrizar y establecerse. Operación de preolvido y ardua, prolongada, constante y consistente, porque tanto Servan-Schreiber como Gina Lollobrigida como Kenneth Galbraith, como Santiago Carrillo y otros más no han habitado este mundo como visitantes sino como propietarios, no como pasajeros sino como firmes estaciones por donde cruzaban, de hecho, todos los demás.

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15 de noviembre de 2006
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Un filósofo llamado Bullitt

Me gusta la imagen de la perla, el tesoro que uno halla en el más impensado de los lugares. Quizás porque me sugiere la necesidad de estar siempre atento, de no llevarme por las apariencias: se puede encontrar oro entre el barro del fondo del mar. O tal vez porque me ayuda a permanecer en el estado de discreto asombro que me parece la mejor manera de existir: ya llevo una regia cantidad de años en este mundo, y aun así no deja de sorprenderme lo providencial del fenómeno de la vida.

  Pocos días atrás me compré el DVD de Bullitt, el clásico policial dirigido por Peter Yates: una edición de lujo, con documentales sobre Steve McQueen y la mar en coche. (Ya sé que se están preguntando cuál es la relación entre Bullitt, las perlas y el fenómeno de la vida, pero ténganme paciencia.) Me puse a ver la película el domingo. Lo que primero me llamó la atención fue lo más obvio: la parquedad del relato –no se cuenta nada que no sea estrictamente necesario, Bullitt está a centímetros de ser una película muda-, la aparición de Robert Duvall en un papel menor, la elegancia con que Yates narra toneladas en un único plano (cuando Bullitt llega a una reunión de mujeres de sociedad, por ejemplo, y lo vemos pequeñísimo, atrapado por el marco de la puerta y por las polleras y abrigos de piel de las mujeres gigantes que figuran en el primer plano) y por supuesto la persecución automovilística por las calles de San Francisco, que como el buen vino sólo mejora con el tiempo. Me sorprendió también la cacería final entre las pistas del aeropuerto: la tenía totalmente olvidada, y registré entonces cuánto le debe Michael Mann, que la recreó para el climax de Heat.

Ya pasada la mitad del relato, Bullitt tiene una escena con su novia, interpretada por la bellísima Jacqueline Bisset. No es mucho lo que sabemos de esa relación, más allá de que ella es una profesional liberal, arquitecta o algo así, y cuán incómodo se siente Bullitt cada vez que debe acompañarla a alguna reunión. Entonces llega el momento en que ella debe sumergirse en el mundo de él, atisbando la violencia que Bullitt frecuenta a diario. Entra en estado de shock, se cuestiona la sensatez de su relación: le pregunta a Bullitt qué será de ellos con el tiempo. Y entonces Bullitt, que es de los que no abre la boca ni siquiera cuando va al médico a que le revisen la garganta, dice la frase que clausura la secuencia: Time starts now. El tiempo comienza ahora.

Lo primero que me sorprendió fue la impropiedad de la frase en esos labios. Nada de lo previo hace suponer que Bullitt es capaz de decir algo que sonaría más adecuado en boca de, por ejemplo, Baruch Spinoza. Pensé que la frase también era correcta en lo científico: si el tiempo fluye en dos direcciones a la vez, hacia delante y hacia atrás (por más que nosotros sólo podamos experimentarlo hacia delante), eso significaría que forma una suerte de loop, de cinta interminable, de la cual cada punto puede servir igualmente como principio. Pero lo que más resonó en mi alma fue otra lectura de la frase, una que podría utilizarla como principio de vida. Se me ocurrió que el tiempo comienza ahora es una manera de decir que somos libres de decidir sobre nuestra vida a cada momento, que podemos construir nuestro propio tiempo cada vez que lo deseemos, cada vez que sea necesario. Por supuesto que la parte ya vivida de nuestro tiempo viaja hacia nuestro futuro como parte del loop, y por ende contribuyendo con la noción del karma, aquello de que todo vuelve; pero modificar nuestro presente sigue siendo una opción válida, la condición misma de nuestra libertad.

Me pregunto cómo resonará en ustedes esta frase, cuál será su vivencia del tiempo. Yo sentí entonces que Bullitt decía la verdad, y lo siento ahora, en este preciso instante en que mi tiempo comienza. (Otra vez.) Algo en mi alma me dice que esa frase es todavía más importante de lo que puedo vislumbrar en este momento.

A Bullitt, por lo pronto, le sirvió para volver a acostarse con su bella novia.

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15 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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