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Mejor que el original

Tengo un amigo que es fanático del cine de Bernardo Bertolucci. En su condición de tal, me había hablado infinidad de veces de La luna, una de las películas del gran Bernardo que yo no había visto. Lo cual significa que me había contado más de una vez las escenas del filme que lo habían fascinado. La primera ocurría según su relato al principio mismo de la película: mostraba al niño que con el tiempo devendría protagonista, sentado en la bicicleta conducida por su madre. El niño estaba sentado de tal forma que daba la espalda al camino, lo cual lo ponía de frente a su madre: veía así el rostro de su madre, y cuando el vaivén de la bicicleta lo obligaba a moverse, veía la luna que asomaba detrás. Madre-luna, madre-luna: así tejía la asociación que regiría su vida una vez llegado a adolescente. La otra escena tenía lugar en un cine de Roma, al que el protagonista –este adolescente de origen estadounidense del que les hablo- visitaba no tanto para ver Niagara doblada al italiano como para encontrar un sitio en el que concretar su iniciación sexual con una chica tan fascinada por él que sería capaz de hacer cualquier cosa que le ordenase. El chico y la chica juguetean, y en el instante previo a la penetración el techo del cine se abre (¿alguien recuerda la existencia de esa clase de salas, cuya concepción suena hoy a fantasía pura?), mostrando un cielo coronado por una luna llena. Esa imagen hace que el chico se retraiga, recordando de algún modo que pertenece a su madre, a cuyos brazos regresa de inmediato dejando a su enamorada sin respuestas.

Pues bien: pocos días atrás vi La luna, al fin. Y si bien reconocí de inmediato las escenas que mi amigo me había contado con pelos y señales, no pude evitar sentir que habían sido mucho más bellas en su relato que en la forma en que el filme las plasmaba. Es verdad, están en la película y significan aquello que mi amigo decía. Pero de algún modo, la “película” que mi amigo había completado en su cabeza, y por ende la “película” que yo había filmado en el interior de mi propio cráneo respondiendo a sus descripciones, era –y lo es todavía- mejor que las secuencias del filme de Bertolucci.

No digo esto como una forma de criticar al cineasta; en buena medida comparto la admiración que Bertolucci le despierta a mi amigo. ¿Quién puede no rendirse ante obras mayúsculas como El conformista y Último tango en París? Además mi amigo no estaba inventando ni deformando, lo suyo no era una relectura desbocada e imaginativa del original sino por el contrario, una unión perfecta entre los puntos que Bertolucci marcaba con sus planos y contraplanos. Lo que trato de remarcar con tanta torpeza es que a veces el relato oral, que está compuesto apenas por el hilo de la historia, el empleo del lenguaje y el uso que el narrador le da a su propio cuerpo, puede narrar de manera más memorable que un filme de producción millonaria firmado por un verdadero artista. “Mi” versión del comienzo de La luna, esto es la versión que el relato de mi amigo generó dentro de mi cabeza, me gusta más que La luna que vi en DVD.

En estos tiempos de tecnología superior aplicada a la narración en sus infinitos formatos, tendemos a olvidar el poder de la voz humana y la forma en que esta voz crece cuando la alimentamos con nuestra atención. Al oír el relato indicado, que más allá de los detalles es ante todo pura sugerencia –la voz, las palabras y el cuerpo no crean otra realidad, tan sólo la sugieren-, entendemos que en el interior de su propia cabeza, al completar el relato con nuestra propia carga subjetiva y nuestras propias imágenes, cualquiera de nosotros se convierte en un par de Bertolucci.

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22 de enero de 2007
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EL DESEO SIN OBJETO

Cuando no se posee el objeto del deseo, el deseo es el objeto.

El objeto en su versión más óptima puesto que si el objeto soporta una condición más o menos compacta y definida el deseo admite casi cualquier compostura y formulación.

El objeto no nos pertenecerá siempre pero el deseo acaso sí. Más aún: el deseo puede hacerse la matriz del objeto y liberarse de la ecuación inicial. De este modo, a poco que se logre, se dispone de un potencial ubérrimo.

El objeto se nutre o se enflaquece, se sublima o se arruina a voluntad desde un dispositivo interior que aún no dominándolo por completo forma parte de nuestro ajuar personal.

El objeto se personaliza pero quien lo consigue es nuestro deseo personal. El dueño de la relación fue en su origen el objeto cuya atracción absorbía todas las luces.

Basta sin embargo que la fusión se interrumpa, se corte por un mínimo instante el resplandor para que el alumbrado nos pertenezca. Desde entonces un resorte en nuestras manos regula la intensidad de las radiaciones y administra los segundos de focalización. El objetivo se halla de nuestro lado y el objeto depende de nuestra cámara deseante para vivir  en la película, para ser fotografiado e impreso, para en adelante producir una u otra impresión.

¿Verdad? ¿Mentira? Los fractales de Escher dan la respuesta hacia delante y hacia atrás, en círculo o en espiral. Dan la respuesta infinita a través de  una cinta de Moëbius donde cualquiera soñaría depositar su deseo para gozarlo permanente, cambiadizo, resbalando suavemente sin conocer jamás la finitud. 

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22 de enero de 2007
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Motivos criminales en Fago

Aunque por motivos obvios de autoestima prefiera no tenerse en cuenta de dónde procede nuestra cultura, de vez en cuando conviene recordar el origen de los actos de imitación cometidos para homenajear a nuestro primer padre Caín.

La herencia legada por este patriarca bíblico a sus descendientes no ha consistido tan sólo en la osadía de matar al prójimo sino en la susceptibilidad que le llevó a descubrir el misterio de la sangre derramada. Si hacemos caso del Génesis, el semblante de Caín decayó cuando su ofrenda de agricultor fue rechazada en un concurso de ganaderos. Con lo que el crimen fundacional de nuestra historia consagra a la estupidez como una de las apacibles formas del mal.

Ha sido por vergüenza que la literatura moral prefiere ensalzar la codicia o el odio como los abominables instintos de la locura criminal de la Humanidad, en lugar de resignarse a lamentar con espantado asombro el poder de la estupidez.

Un memorable film de los hermanos Cohen estuvo dedicado a este tenaz fulgor del comportamiento humano y a la orgullosa miopía antropológica que nos impide darle el lugar que le corresponde. En Fargo (1996), un pueblo perdido en un desolado cruce de carreteras, una respetable familia de idiotas y una pareja de criminales necios protagonizan un espeluznante enredo.

Ahora las crónicas nos descubren que en una aldea pirenaica llamada Fago sus veinticinco vecinos hacen mutis por el foro. El énfasis puesto en este silencio colectivo es extraño pero consigue reproducir la atmósfera de culpabilidad que olisquean los periodistas. Por lo visto, según los testimonios anónimos recogidos, el asesinato del alcalde es algo que "se veía venir" pues desde hace tiempo se consideraba excesivo el celo que el muerto ponía en el desempeño de su cargo. Al parecer era un tipo vehemente dispuesto a subir las tasas municipales y a exigir el cumplimiento de cuanto reglamento estuviera en vigor. Incluso se dice que, en flagrante ostentación de autoridad, negaba el empadronamiento a los extraños.

Estas son las pistas que sigue la Guardia Civil para atrapar a los que mataron al alcalde con un disparo de postas. Y ya es incontable el número de lectores dispuesto a considerar seriamente que con estos indicios cualquiera puede ser el asesino.

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22 de enero de 2007
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LA VIEJA HISTORIA

Último número (41/42) de Encuentro de la Cultura Cubana. Creo que me llegó un poco atrasado al leer en la cubierta “verano/otoño de 2006”. No importa: Encuentro es una revista que aguanta. Sobre todo un artículo que me fascina: “Radiografía de un desencanto”. Es un análisis muy preciso dedicado a la relación entre Carlos Fuentes y la Revolución Cubana.

Su autor, Ana Pellicer Vásquez, nota muy bien la voluntad del escritor mexicano de ser un “intelectual total”, un hombre que asume la creación artística y el compromiso social de la misma manera que se siente responsable del legado del pasado como del progreso contemporáneo. Creo que es un artículo que se podría copiar y pegar cambiando meramente el nombre de Fuentes por otro para tener el relato de lo que ocurrió con muchos autores.

El proceso, “del entusiasmo al desencanto”, fue siempre el mismo con un punto de llegada compartido por casi todos: el caso Padilla en 1971. La supuesta confesión del poeta acusándose de faltas imaginarias y la “carta abierta” a Fidel Castro de varios intelectuales (incluyendo a Fuentes) denunciando la farsa queda como el divorcio nunca superado entre la Revolución Cubana e intelectuales de fama internacional.

¿Y después qué? La respuesta es quizás lo mejor del articulo: “A la luz del tiempo y las experiencias, Carlos Fuentes habla poco sobre su militancia revolucionaria de los 60. Procura mantenerse firme en su oposición a Fidel Castro, pero prudente en la critica.” Firme pero prudente es la exacta definición. En la excelente “cronología personal” escrita por el propio Fuentes, en tercera persona, apenas aparece Cuba y no hay referencia a lo que fue, en su época, un episodio contundente de la vida internacional.

Ana Pellicer explica muy bien la razón de este tibio compromiso: las autoridades cubanas dedican muchos esfuerzos y atención a una pelea política que en el fondo molesta a los artistas. Luchar solo contra la propaganda de un Estado es un combate perdido y además es una pérdida de tiempo. De vez en cuando, aparece un artículo como éste que recuerda esa manera de aplastar al talento en nombre de una dictadura. Otro ejemplo es Informe contra mí mismo, las memorias de Eliseo Alberto, “Lichi”, las he vuelto a abrir al terminar el artículo sobre Fuentes. Unas páginas terribles recuerdan cómo el Consejo Nacional de Cultura se dedicó, en Cuba, a quitar trabajo a artistas y desdeñarlos ante sus vecinos. Era, escribe “Lichi” citando a Lezama Lima “como si le pusieran una inyección antirrábica a un canario”.

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22 de enero de 2007
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A ver si me explico

Leí hace poco la entrevista que el director del Institut Ramon Llull, Josep Bargalló, concedió al diario de las clases acomodadas barcelonesas. Era muy interesante. Yo creía que el Llull nació como fotocopia del Instituto Cervantes, pero me equivocaba. Dice Bargalló que el Llull es “el instrumento para que el mundo reconozca la existencia de un país”. Es de agradecer. Tal y como está el mundo le vendrá bien conocer la existencia de un país satisfecho de sí mismo. Servirá de ejemplo.

El problema es que no será fácil que lo reconozcan si atendemos a las explicaciones de su director, porque luego dice: “Hay un proyecto de país por parte del catalanismo político”, y añade: “un país primero necesita serlo y, después, ser reconocido”. De modo que el mundo primero debe reconocernos como proyecto y luego reconocernos. ¿Con qué méritos cuenta Bargalló para lograrlo?: “Mi experiencia de acuerdos con el gobierno del PP en Baleares, el alcalde de Perpiñán, el partido liberal de Andorra y el alcalde de l’Alguer”, dice. “Con Valencia no”, añade compungido. Por algún sitio hay que empezar.

Quizás el problema mayor es que tampoco está claro el proyecto de país que el mundo debe reconocer porque a las preguntas sobre quién se va a llevar la pasta en la Feria de Frankfurt, Bargalló se arma un lío fenomenal. Será difícil que lo entiendan los suecos o los coreanos. Primero dice que “Vázquez Montalbán es cultura catalana, pero pertenece a la literatura castellana” (no hay pasta), Pere Calders cuando escribe en castellano “es cultura mexicana”, toma castaña, pero pertenece a la literatura catalana (hay pasta), y naturalmente Vila Matas o Mendoza se quedan sin la pasta.

No es esto lo más lioso de explicar a un japonés, sino lo de la “cultura” porque Bargalló asegura que lleva a Frankfurt el cuadro flamenco de Miguel Poveda “sin complejos de ningún tipo”. No queda claro si los complejos los tiene él o Poveda, pero los que lo tendrán seguro son los rusos que traten de entender el proyecto de país que propone Bargalló.

Artículo publicado en: El Periódico, 20 de enero de 2007

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20 de enero de 2007
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La muerte le sienta bien

-¿Es usted anoréxica?
-No mucho.
-¿Vomita todo lo que come?
-Sólo a partir de las cinco calorías.
-¿Todos los días?
-No. Sólo cuando como.
-Bien, señorita, usted padece un grave trastorno alimenticio. Básicamente, no vamos a hacer nada al respecto. Pero sepa que no nos engaña: estamos al tanto.

Más o menos así podría ser el examen de despistaje de anorexia en la próxima semana de la moda de Nueva York, que se celebrará en los primeros días de febrero. Al menos, eso deja entrever el Consejo de Diseñadores de Moda de Estados Unidos. En un comunicado que evita la malsonante palabra “anorexia” para usar la más amable “delgadez insana”, los diseñadores anuncian que no apartarán de las pasarelas a ninguna modelo por causa de extrema falta de peso. De hecho, ni siquiera les tomarán un examen médico. Sin embargo, no se preocupen. Sí tomarán medidas drásticas contra el problema, a saber, las vigilarán. Ah, y promoverán “un estilo de vida más saludable para las modelos”.

En la única página del comunicado no hay espacio para demasiados detalles, pero al parecer, promover una vida sana significa ofrecerles comidas saludables, tentempiés y agua, además de explicarles el impacto del tabaco. Quizá sirva comentarles que el cigarro mancha los dientes. Estoy seguro de que con eso bastará. También podrían darles caramelitos de menta para equilibrar el azúcar.

Aunque el problema parezca completamente banal, ha empezado a cobrar víctimas mortales: la modelo brasileña Ana Carolina Reston murió en noviembre, y otras cuatro chicas han fallecido desde entonces en ese país por las mismas causas. Sus decesos han desatado el debate, y las pasarelas europeas han estrenado un paquete de medidas básicas. Madrid y Milán han vetado ya a modelos con una masa corporal inferior a 18 –unos 56 kilos para una estatura de 1,75 metros-. No es mucho pedir, realmente. Es el mínimo saludable recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Es lo que distingue a una mujer que gana miles de dólares al mes de un niño de Biafra.

Aunque en algo tienen razón los diseñadores neoyorquinos, y es en la línea de comunicado que dice “no podemos asumir totalmente la responsabilidad de una cuestión tan compleja”. Los desórdenes alimenticios son una de las más extendidas enfermedades “voluntarias”: hay mujeres que se sienten orgullosas de padecerlos. Hay incluso páginas web en que adolescentes anoréxicas y bulímicas se dan consejos para que su mal pase desapercibido ante sus padres. Compramos modelos de belleza enfermos, literalmente. Nuestro ideal físico no es una mujer, es un perchero. La sociedad de consumo nos consume. Pero eso sí, nuestros cadáveres se verán guapísimos. Yo pienso comprarme una mortaja Armani.

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19 de enero de 2007
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LA REMOVIDA

Cuando pasó aquello me pilló de mudanza. Esa tendencia al desacierto. No seguir los consejos, aunque sean buenos. Así “la movida” llegó cuando yo estaba en otra parte. Quiero decir en otra parte mental. Porque tengo que reconocer que fui vocero, altavoz y colaboracionista. También tengo otros pecados pero no me confieso. Lo que no me exculpa de haber sido convicto, de haber participado en lo que se llamó la movida. Pero nadie podrá decir que comulgué. También para aquello me faltaba fe.

Es un problema haber visto- y oído- algunas cosas de cerca. Saber te mata. Lo que les pasaba a algunos amigos con Madrid, a los más interesantes de entonces. Es verdad que aquella ciudad se supo  poner cachonda y suelta en los años 80. Pero también tan excesiva, tan insomne que, ciertamente, Madrid les mataba. Nos mataba. Algunos nos salvamos, fuimos supervivientes y ahora podemos asistir un tanto perplejos a un intento de renacimiento de aquellos polvos.

Fue un tiempo en que nos relajamos, nos reímos y pasamos muchos días, muchas noches, en desmadre controlado, en busca y captura de unos tiempos que parecieron divertidos porque tuvieron una adecuada dosis de banalidad. Pero, después de la juerga, después de la pompa y circunstancia del “Sol”, después de unas noches acompañados de risas y cuerpos que ya  no reconocemos, después de todo aquello, la llamada movida había sido lo mismo de antes pero con más pijos. Tenían su punto. Sí, aquellos tiempos de “pijolandia” y macarras modernos de provincias que se vinieron a vivir en un Almodóvar, podías pasar la noche en nocturna conversación, o inspiración, con quién aguantara hasta el amanecer. Aquello parecía un cambio. Quitaba peso a los años más ideológicos. Y había un alcalde insólito, que hablaba mejor latín que francés. Al menos eso dijo Patricia Highsmith. ¿O era inglés en lo que intentaron hablar el alcalde Tierno y la rara Patricia? Es igual, el profesor que siempre vestía con tres piezas y que gustaba de mirar a las chicas, era un excéntrico divertido, siempre que no tuviéramos que juzgar lo arbitrario, maligno, que era en otras cosas.

Ahora estos subvencionadotes de festivales solidarios, de diversiones controladas, de exposiciones prescindibles y de otras cosas del montón- ¡todo vale!- se han empeñado en rescatar a los restos de aquellos fuegos de artificio. Hoy todo queda un poco al estilo “mira quién baila”. Cuando me contaron que uno tan listo, tan superviviente y encantador Oscar Ladoire participaba en aquello, me pareció que la historia sólo se repetiría como esperpento. Más o menos como  cuando ahora nos convocan a bailar con las mismas músicas de aquellos años. Ya sabía yo que acabaríamos moviéndonos con esa música para camaleones. Una noche de estas me escapo al Sol… Gran ganga, gran ganga, soy de Teherán, calamares por aquí, boquerones por allá.

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19 de enero de 2007
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El brillo de las estrellas más antiguas

Pocos días atrás volví a ver Mala sangre, una película de Leos Carax a la que no veía desde su estreno en 1986, cuando fui a París por primera vez. Me la había comprado meses atrás, cuando después de revolver concienzudamente cada estante de un Corte Inglés la encontré perdida entre otras tantas películas inhallables. Me senté a verla con cierta trepidación: uno teme que esas películas “modernas” que le volaron la cabeza cuando era tan joven se hayan convertido ahora en pastiches pretenciosos e invisibles. La agradable sorpresa fue que Mala sangre sigue siendo una bella película, llena de momentos preciosos e inolvidables –como la carrera de Denis Lavant en plena calle, mientras suena a tope Modern Love, de David Bowie. También había olvidado la presencia de mi admirado Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés, que debe haberse divertido mucho actuando como un típico heavy de película. Mala sangre es, además, el filme en que descubrí a las por entonces jovencísimas Juliette Binoche y Julie Delpy, y a esa máscara increíble de Denis Lavant, a quien recién volví a encontrar veinticinco años después en la también maravillosa Beau Travail, de Claire Denis.

La pregunta inevitable era: ¿qué fue de la vida de Leos Carax, un director tan obviamente talentoso? Mi último recuerdo era el de la debacle de Les amants du Pont Neuf, una película carísima para su momento (Carax llegó a reconstruir el Pont Neuf en las afueras de París) que para peor no tuvo éxito comercial, y el escándalo de Pola X, que decía estar inspirada en Pierre, o las ambiguedades de Herman Melville y tenía escenas de sexo hardcore. Mi buceo en las profundidades de Google no arrojó nada que no supiese: después de Pola X –a la que nunca vi, como tampoco vi Les amants-, a Carax se lo tragó la tierra.

Mi desconcierto se trasladó a Jean-Jacques Beineix, otro de los directores franceses a quienes yo adoraba a fines de los 80: es el de Betty Blue, una de mis películas favoritas de todos los tiempos. (Ah, Beatrice Dalle: ¡una fuerza de la naturaleza!) Pues bien, lo de Beineix es todavía más flagrante que lo de Carax: en las distintas versiones de Wikipedia los datos sobre su vida y su obra son mínimos. Todo lo que pude averiguar más allá de lo que ya sabía es que en el año 2001 volvió a filmar, un título protagonizado por el querido Jean-Hugues Anglade del que nunca oí hablar, siquiera: Mortel transfert. Supongo que si quiero saber su versión de los hechos deberé conseguir el libro de sus memorias, Les chantiers de la gloire, cuyo primer tomo se editó en Francia durante 2006. O en todo caso, como esto de que Beineix cuente su historia en más de un tomo me produce un cierto escalofrío, lo más probable es que me limite a rever Betty Blue por enésima vez (en DVD hay editada una versión del director que como suele pasar es peor que la estrenada comercialmente, por suerte conservo el VHS francés original) y a aguzar los sentidos para encontrar las películas de Beineix que se me escaparon en su momento, como La lune dans le caniveau y Roselyne et les lions.

El hecho de que Carax y Beineix hayan brillado tan brevemente me produce una cierta tristeza. No descarto, por cierto, la posibilidad de que regresen con gloria. Pero de todas maneras lo suyo no es para quejarse: con Mala sangre y con Betty Blue, estos dos han hecho esa clase de películas de las cuales yo estaría orgulloso aún cuando no pudiese filmar nunca más. Historias de amor truncado, ambas, con mucho de amour fou. (Creo haber robado algo de Betty Blue para mi novela La batalla del calentamiento, pero por favor no lo divulguen.) Pasionales y ambiciosas y también originales. Tumbado boca arriba, miraba anoche las estrellas que abundan en el cielo de Pilar y me preguntaba si  los antiguos de esta tierra –los indígenas originales, los colonizadores- habrían contemplado lo mismo que yo estaba viendo. Ahora que pienso en Carax y en Beineix, me digo que aunque ellos ya no brillen sus filmes siguen brillando, como aquellas estrellas a las que seguimos viendo incluso después de haberse apagado. ¿Qué otra cosa puede pretender un artista?

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19 de enero de 2007
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DE CÓMO CURAR A LOS ENFERMOS

El Wall Street Journal informa de la estrategia que utilizó la compañía farmacéutica Abbot para promover las ventas de una medicina contra el Sida de nueva generación, llamada Kaletra, y eliminar a la vez toda competencia rival. ¿Cuál fue la brillante mecánica de mercado?

Ya Abbot tenía antes otra medicina, de nombre Norvir, que ahora vendría incluida en el nuevo cóctel Kaletra. Pero la compañía rival, Bristol-Myers-Squibb, sacó también una droga nueva, llamada Reyataz, destinada a competir con Kaletra. Su única desventaja es que no incluía entre sus componentes nada parecido a la vieja Norvir, y el paciente debía comprarla por aparte.

Los estrategas de Abbot tenían un camino simple que tomar, y era sacar Norvir del mercado, con lo que enterraban de una vez a la competencia. Pero decidieron otro más ingenioso, y más rentable: cuadruplicaron el precio de Norvir,  para volverla inaccesible a los enfermos. Sin Norvir, Reyataz no servía de nada.  Las ventas de Kaletra alcanzaron en su primer año la suma de 1.000 millones de dólares.

Las advertencias de algún despistado funcionario de la compañía, de que aquella maniobra pondría a Abbot en el papel de una empresa “maliciosa y codiciosa”, no fueron oídas en el consejo de altos arcángeles ejecutivos.

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19 de enero de 2007
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AMORES Y FRACTALES

Si se quiere, la melancolía puede dar mucho de sí pero también, tras haberla probado varias veces, parece infantil balancearse en ella.

Los hechos son y se ajustan uno a otro construyendo severamente la vida. Uno a uno parecen tan pesados o ligeros, tan singulares en sí mismos, que el tiempo tiende a sintetizarse dentro de sus términos y, por si faltaba poco, se empina a menudo sobre ellos para otear como un arúspice el pasado y el porvenir.

La estructura completa de una existencia desdice, sin embargo, la supuesta magia del fragmento que, a diferencia de lo que se cree y se siente en su apogeo, no posee en absoluto el código de lo fractal. Siendo lo fractal aquella composición cuya forma superior procede de la reunión de hijuelas inferiores con su misma morfología.

Con frecuencia, ciertos tramos de vida intensa componen un argumento integrado pero una vez finaliza esta trama, por tupida que fuera, se vuelve a empezar. Se inaugura espontáneamente –como hacen las células madre- un periodo con personajes diferentes, unos venidos de lejos y otros llegados del propio interior que surgen con los caracteres alterados. Hijos estos del mismo cuerpo pero no de la misma circunstancia climática y sentimental.

A diferencia pues de la doxia que atribuye el genio y figura hasta la sepultura, la experiencia más actualizada enseña que es cada vez más corriente ensayar avatares diferentes, otros nicknames y comportamientos que desdicen o corrigen el patrón anterior.

A través de tal sortilegio, al alcance de todos los públicos, la línea de la vida pasa de ser recta a trazar un bucle o desplegar un dibujo que sólo al final halla su improbable sentido. El sentido proviene así, en todo caso, desde el destino y no se marca el destino para conceder sentido a vivir.

Hoy he descubierto a otra canaria de voz inolvidable también que, sin embargo, ya conocía todo el mundo. Rosana expresa en una canción de amor no ya el intenso y hasta obvio deseo de vivir con la persona querida sino el de morir con ella.

Morir con el amado o la amada representa al amor en su colofón.

Es fácil vivir con uno o varios seres queridos, a la vez o sucesivamente.  Resulta común compartir fragmentos de vida aquí y allá, con uno u otro corazón. Pero sólo con alguien único se muere puesto que la muerte no dispone de segunda edición.

La muerte viene a ser, en suma, el único fractal de la biografía.

Cada elemento del edificio acoge el mismo diseño conceptual que la formación entera. La muerte, en toda la vida, siempre nos está matando. 

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19 de enero de 2007
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El Boomeran(g)
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