Vicente Verdú
Cuando no se posee el objeto del deseo, el deseo es el objeto.
El objeto en su versión más óptima puesto que si el objeto soporta una condición más o menos compacta y definida el deseo admite casi cualquier compostura y formulación.
El objeto no nos pertenecerá siempre pero el deseo acaso sí. Más aún: el deseo puede hacerse la matriz del objeto y liberarse de la ecuación inicial. De este modo, a poco que se logre, se dispone de un potencial ubérrimo.
El objeto se nutre o se enflaquece, se sublima o se arruina a voluntad desde un dispositivo interior que aún no dominándolo por completo forma parte de nuestro ajuar personal.
El objeto se personaliza pero quien lo consigue es nuestro deseo personal. El dueño de la relación fue en su origen el objeto cuya atracción absorbía todas las luces.
Basta sin embargo que la fusión se interrumpa, se corte por un mínimo instante el resplandor para que el alumbrado nos pertenezca. Desde entonces un resorte en nuestras manos regula la intensidad de las radiaciones y administra los segundos de focalización. El objetivo se halla de nuestro lado y el objeto depende de nuestra cámara deseante para vivir en la película, para ser fotografiado e impreso, para en adelante producir una u otra impresión.
¿Verdad? ¿Mentira? Los fractales de Escher dan la respuesta hacia delante y hacia atrás, en círculo o en espiral. Dan la respuesta infinita a través de una cinta de Moëbius donde cualquiera soñaría depositar su deseo para gozarlo permanente, cambiadizo, resbalando suavemente sin conocer jamás la finitud.